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CUARTA PARTE
CAPÍTULO IX
La batalla
Regresamos por la tortuosa vereda a través del mesquite, cruzamos la vía descompuesta y nos pusimos en camino por la polvorienta planicie hacia el Sudeste. Mirando atrás a lo largo de la vía del tren podía ver humo y el frente redondo del primer tren a varios kilómetros de distancia. En frente de él una multitud de pequeños puntos activos que pululaban a su alrededor, distorsionados como objetos que se ven en un espejo ondulado. Caminamos en medio de un aura de polvo fino. El gigantesco mesquite descendía hasta que apenas nos llegó a las rodillas. A la derecha, la alta colina y las chimineas de la ciudad descansaban tranquilamente bajo el ardiente sol. El tiroteo de rifles casi había cesado en ese momento, y sólo los deslumbrantes relámpagos de humo blanco espeso marcaban nuestras balas ocasionales a lo largo del risco. Podíamos ver nuestras armas meciéndose hacia abajo de la planicie, distinguiéndose a lo largo de la primera línea de álamos, donde los dedos buscadores de las granadas del enemigo esculcaban continuamente. Pequeños cuerpos de caballería se desplazaban aquí y allá por el desierto. Algunos dispersos, a pie, llevaban a cuestas sus rifles.
Un viejo peón agobiado por la edad, y vestido con harapos, deambulaba por el arbusto bajo, juntando ramas de mesquite.
- Oiga, amigo -le preguntamos-. ¿Hay alguna forma de acercamos más a la batalla?
Se enderezó y se quedó mirándonos.
- Si ustedes hubieran estado en esto tanto tiempo como yo -dijo- no se preocuparían por ver la batalla. ¡Caramba! Los he visto tomar siete veces Torreón. Algunas veces atacan desde Gómez Palacio, otras desde las montañas, pero siempre es lo mismo, la guerra. Hay algo interesante en ella para los jóvenes, pero nosotros los viejos, estamos cansados de la guerra.
Alzamos la vista y nos quedamos contemplando la planicie.
- ¿Ven ese canal seco? Bueno, si ustedes se meten ahí y lo siguen, los lleva hasta la ciudad. Y después, como una conclusión, agregó sin curiosidad-: ¿De qué bando son?
- Constitucionalistas.
- ¿Ven?, primero eran los maderistas, después los orozquistas y ahora, eh ¿cómo es que les llaman? Soy demasiado viejo y no tengo mucha vida por delante. Pero esta guerra, se me hace que todo lo que consigue es que muramos de hambre ... Vayan con Dios.
Y reanudó su lenta tarea, mientras nosotros descendíamos por el arroyo. Era un canal de irrigación en desuso que corría un poco al Suroeste, su fondo estaba cubierto de hierbas de agua polvorientas, y al final de su recta longitud, escondido a nuestra vista por una especie de espejismo, parecía una laguna brillante. Paramos un poco, de manera que estuviéramos ocultos al exterior. Continuamos, nos pareció que durante horas. El agrietado suelo y las riberas polvorientas del canal reflejaban el espantoso calor sobre nosotros hasta el punto de hacemos desfallecer. Una vez que la caballería pasó bastante cerca de nosotros a la derecha, con sus enormes espuelas de fierro retintineando, nos acurrucamos hasta que terminaron de pasar. No quisimos arriesgamos. Abajo del canal, el fuego de artillería sonaba muy distante, pero en una ocasión que con todo cuidado me asomé por la ribera, descubrí que estaban muy cerca de la primera línea de árboles. Las granadas seguían explotando a lo largo de ella, y hasta pude ver el vientre del iracundo torbellino que surgía de las vetas de nuestro cañón y sentí la vorágine de las oleadas de sonido que me golpeaba como una descarga cada vez que disparaba. Estábamos como a un kilómetro del frente de nuestra artillería, y evidentemente, nos acercábamos al tanque de agua en las mismas orillas de la ciudad.
Al detenernos otra vez, las granadas nos pasaban rozando, chillando agudamente, hasta estallar de pronto en el arco del cielo, oyéndose el cruel eco de su explosión. Allá adelante, donde la vía principal del tren cruzaba el arroyo, se amontonaba una pequeña pila de cuerpos. Obvio resultado del primer ataque. Casi ninguno chorreaba sangre; los sesos y los corazones se podían ver a la perfección a través de los diminutos orificios de las balas de acero de los máuser. Yacían limpiamente, con una calma no terrena. Mostraban las caras vacías de los muertos. Alguien, quizá sus mismos avarientos compañeros los habían despojado de armas, zapatos, sombreros y ropa buena.
Un soldado que dormía, acuclillado al borde del montón, con su rifle sobre las rodillas, roncaba profundamente. Las moscas lo cubrían. Los muertos estaban plagados de ellas. Pero el sol aún no los afectaba. Otro soldado estaba recargado contra el borde del canal que daba a la ciudad, sus pies descansaban sobre un cadáver. Disparaba metódicamente para espantar algo que había visto. Bajo la sombra del puente, cuatro hombres jugaban cartas. Jugaban sin cuidado, sin ojos inyectados por la falta de sueño. El calor era horrible. De vez en cuando una bala perdida pasaba silbando. ¡Piiiuuu!
El extraño grupo tomó nuestra aparición como cualquier cosa. El francotirador se dobló fuera de vista, y con cuidado puso otro cartucho en su rifle.
- Supongo que no traerán otra gota de agua -preguntó-. ¡Adió! ¡No hemos bebido nada desde ayer!
Se tragó toda el agua, observando furtivamente a los jugadores, pues ellos también estarían sedientos.
- Dicen que vamos a atacar el tanque de corral otra vez, cuando la artillería esté en posición de apoyarnos.
- ¡Chihuahua, hombre! ¡Pero sí duro anoche! Nos hicieron trizas en la calle.
Se limpió la boca con el dorso de la mano y comenzó a disparar otra vez. Nos quedamos junto a él y observamos. Estábamos a unos cien metros del mortífero tanque de agua. A través de la vía y de la amplia calle se extendían los muros de adobe café de Britting en apariencia inocentes ahora, con sólo unos puntos negros, evidencia de la doble línea de troneras.
- Allí están las ametralladoras -dijo nuestro amigo-. ¿Las ven, esos pequeños tubitos que se asoman en el borde?
No los pudimos ver. El tanque de agua, el corral y la ciudad dormían por el calor. El polvo se acumulaba inmóvil creando una débil neblina. A unos cuarenta y seis metros frente a nosotros había un canal con poca agua, seguramente había sido alguna vez una trinchera federal, pues la mugre se había apilado. Doscientos soldados polvorientos estaban tirados allí, mirando hacia la ciudad, era la infantería constitucionalista. Estaban desparramados por el suelo, en actitudes de cansancio. Algunos dormían bajo el ardiente sol; otros con pereza llevaban mugre con sus ajadas manos de atrás hacia adelante.
Ante ellos habían apilado montones irregulares de rocas. La infantería, en el ejército constitucionalista, es simplemente la caballería sin caballos; todos los soldados de Villa van a caballo excepto la artillería, y aquellos para quienes no se puede procurar caballos.
De pronto la artillería en nuestra retaguardia se agilizó en un momento, y sobre nuestras cabezas pasó una lluvia de balas.
- Esa es la señal -dijo el hombre de nuestro lado.
Descendió al fondo del canal y pateó al que dormía.
- Vamos -gritó- vamos a atacar a los pelones.
El hombre que roncaba gruñó y abrió los ojos lentamente. Bostezó y tomó su rifle sin una sola palabra. Los jugadores empezaron a reunir las ganancias. Se suscitó una disputa por la propiedad del paquete de cartas. Rezongando y todavía peleando, salieron y siguieron al francotirador hasta el borde del canal. El fuego de los rifles sonaba a lo largo del borde de la trinchera en el frente. Los que dormían se echaron boca abajo, detrás de sus pequeños refugios, sus codos trabajaban vigorosamente en el cerrojo de sus rifles. El tanque de agua de acero vacío, resonaba con la lluvia de balas. Moronas de adobe volaban desde el muro del Corral. Al instante el muro brilló con los cañones destelleantes, y las armas se levantaron rechinando con fuego cubierto. Las balas llegaban hasta el cielo silbando; tamborileaban en el humeante polvo hasta que nos envolvió una cortina giratoria de nubes desde la casa y el tanque; podíamos ver a nuestro amigo correr agachado a ras del suelo, el hombre somnoliento lo seguía erecto, frotándose los ojos. Atrás, corrían los apostadores, aún discutiendo. En algún lugar de la retaguardia se oyó un clarín, el francotirador que avanzaba al frente, se paró de frente, frenando, como si hubiera dado contra un muro sólido. Su pierna izquierda se dobló debajo de él, y se hundió desesperadamente hacia una de sus rodillas a pleno campo abierto, agitando su rifle con un grito.
- Los muy malditos -gritó, disparando rápidamente hacia el polvo- les voy a enseñar a esos ... ¡los pelones! ¡Pájaros de cuenta! -Sacudió su cabeza con impaciencia, como un perro con una oreja herida.
Se le escapaban gotas de sangre. Agachándose con rabia, disparó el resto de su carga, y después se tiró al suelo y se arrastró por un tramo. Los otros pasaron junto a él, apenas dirigiéndole una mirada. Ahora las trincheras hervían con hombres que vertiginosamente se ponían de pie como gusanos cuando uno levanta una piedra. El tiroteo de rifles tableteaba constantemente. Pasaron detrás de nosotros corriendo, descalzos y en huaraches, con cobijas sobre sus hombros, se tiraban y se deslizaban por el canal, y a todo correr ganaban la otra ribera, cientos de ellos caían.
Casi nos impedían ver el frente, pero a través del polvo y de los espacios entre las piernas que corrían podíamos ver a los soldados en la trinchera, brincar dentro de su barricada como si rompiera una ola, y luego el polvo impenetrable se cerró. La fiera aguja de las ametralladoras cosía en uno solo todos los sonidos. Con una mirada a través de la nube levantada por un ventarrón caliente, pudimos ver la primera línea morena de hombres que se apiñaban como si estuvieran borrachos, y las ametralladoras que escupían sobre la pared, de un rojizo apagado a la luz del sol. Entre estos, un hombre regresó corriendo, le escurría el sudor por la cara, traía un arma. Corría rápido, a veces derrapándose, a veces cayendo, hasta llegar a nuestro canal y luego subió la otra ribera. Otras formas vagas se desplazaron en la polvareda.
- ¿Qué pasa? ¿Cómo va? -le grité.
No me contestó, pero siguió corriendo. De pronto, se escuchó un crujido monstruoso y un torbellino de gritos, pues una granada había explotado en el torbellino frente a nosotros. ¡La artillería enemiga! Mecánicamente traté de escuchar nuestras armas. Excepto por un ocasional ¡bum!, estaban calladas, nuestras balas caseras se habían descompuesto otra vez. Otra vez las granadas. Del polvo salió corriendo un enjambre de hombres, individualmente, en pares, en grupos, una muchedumbre en estampida. Nos cayeron encima, a nuestro alrededor; nos ahogaron con una inundación humana, gritando:
- ¡A los álamos! ¡A los trenes! ¡Viene la federación!
Luchamos junto a ellos y corrimos también, directo hacia la vía del ferrocarril ... Atrás de nosotros las granadas buscaban en el polvo, y la mosquetería mortal. Entonces notamos que por todo el camino adelante estaba lleno de jinetes a galope, lanzando gritos indígenas y agitando sus rifles. ¡La columna principal! Nos hicimos a un lado para que ellos pasaran como un ciclón, unos quinientos hombres. Los vimos apuntar desde sus sillas y comenzar a tirar. El retumbar de las pezuñas de sus caballos parecía un trueno.
- ¡Mejor ni se metan! ¡Está demasiado caliente! -gritó uno de la infantería con una sonrisa.
- Bien, te apuesto a que yo estoy más caliente -contestó un jinete, y todos nos reímos.
Caminamos lentamente de regreso por la vía del ferrocarril, mientras que el fuego detrás de nosotros se envolvía en un continuo rugir. Un grupo de peones, pacíficos, enfundados en altos sombreros, cobijas y camisas de algodón blanco, estaban de pie con los brazos cruzados, mirando hacia la vía en dirección a la ciudad.
- Miren, amigos -dijo exhausto un soldado- no se queden aquí parados. Les pueden pegar un tiro.
Los peones se miraron unos a otros y sonrieron débilmente.
- Pero, señor -dijo uno-, aquí es donde siempre nos paramos cuando hay batalla.
Un poco más adelante me topé con un oficial, un tal Germán, que deambulaba por ahí, guiando su caballo por la brida.
- Ya no lo puedo montar -me dijo con sinceridad-. Me temo que morirá si no duerme. Está demasiado cansado.
El caballo, un enorme garañón, se tropezaba y balanceaba al caminar. Grandes lágrimas brotaban de sus ojos a medio cerrar y rodaban por la nariz.
Yo estaba rendido, no había dormido ni comido, además el calor del sol era insoportable. Caminamos otro kilómetro y me detuve a mirar atrás, vi que las balas del enemigo se incrustaban en la línea de árboles con más frecuencia que nunca. Parecía que habían conseguido la medida perfecta. Justo entonces vi que la línea gris de las máquinas, se apostaba sobre sus mulas y comenzaba a moverse desde los árboles hacia la retaguardia, en cuatro o cinco puntos diferentes. Nuestra artillería había sido sacada de sus posiciones a base de granadas ... Me tiré a descansar a la sombra de un gran arbusto de mesquite.
Casi de inmediato, pareció llegar un cambio en el sonido de los rifles, como si la mitad de ellos hubiese sido cortada de repente; al mismo tiempo sonaron las notas de veinte clarines. Levantándome noté que una línea de jinetes subía por la vía gritando algo. Le siguieron más, galopando, hacia el lugar donde el ferrocarril pasaba detrás de los árboles al adentrarse en la ciudad. La caballería había sido repelida. De pronto toda la planicie se llenó de hombres, a caballo y a pie, todos corriendo hacia la retaguardia. Un hombre tiró su cobija, otro su rifle. Creció la muchedumbre en el ardiente desierto, pisando con fuerza el polvo, hasta que la planicie quedó apiñonada. Justo en frente de mí un jinete salió del arbusto gritando:
- ¡Vienen los federales! ¡A los trenes! ¡Vienen tras de nosotros!
¡Todo el ejército constitucionalista venía hacia acá! Agarré mi cobija como pude y corrí lo más rápido que dieron mis piernas. Un poco más adelante, llegué a un cañón abandonado en el desierto, con las bridas cortadas, las mulas se habían ido. Al pie había ametralladoras, cananas y decenas de sarapes. Todo era un lío. Al llegar a un espacio abierto, divisé una gran multitud de soldados en plena retirada, sin rifles; de pronto tres hombres a caballo pasaron a galope tendido en frente de ellos, agitando los brazos y gritando:
- ¡Regresen! -gritaban- ¡No vienen! ¡Regresen, por el amor de Dios!
A dos no los reconocí, el otro era Villa.
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