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CUARTA PARTE
CAPÍTULO X
Entre combates
Como a dos kilómetros, se detuvo la retirada. Me topé con los soldados que regresaban, con la expresión de alivio que muestra alguien que teme a un daño desconocido y de repente se ve libre de él. Éste era el poder de Villa; podía explicar las cosas a la gente común, de una manera que ellos comprendían rápidamente. Los federales, como de costumbre, no habían aprovechado la oportunidad de infligir una derrota perdurable a los constitucionalistas. Quizá temían una emboscada, como la que Villa había dispuesto en Mapula, cuando los victoriosos federales salieron a perseguir al ejército de Villa después del primer ataque sobre Chihuahua y fueron repelidos sufriendo una gran matanza. De todas maneras, no salieron. Los hombres regresaron pesadamente. Trataban de encontrar sus cobijas y armas en el mesquite, y las de otra gente también. Se les podía oír gritando y haciendo bromas por toda la planicie.
- ¿A dónde va con ese rifle?
- ¡Esa es mi cantimplora!
- ¡Yo tiré mi sarape aquí, justo sobre este arbusto. Y ahora ya no está!
- ¡Oh, Juan! -le gritaba un hombre a otro- ¡Siempre te dije que podía ganarte en una carrera!
- Pero no me derrotó, compadre. Yo iba como a cien metros adelante de usted, ¡volando por el aire como una bala de cañón! ...
La verdad era que después de montar doce horas el día anterior, luchar toda la noche y toda la mañana bajo el sol abrasador, con la espantosa tensión de cargar una fuerza sin trincheras frente a la artillería y de ametralladoras, sin comida ni agua ni sueño, los nervios del ejército habían explotado. Pero desde el momento en que regresaron después de la retirada, el resultado final jamás se puso en tela de juicio. La crisis psicológica había pasado ...
El tiroteo de los rifles ya había cesado del todo, y hasta los disparos de cañón del enemigo eran pocos y lejanos. En el canal, bajo la primera línea de árboles, nuestros hombres se atrincheraron. La artillería se había retirado hasta la segunda línea de árboles, a dos kilómetros de distancia, y bajo la fresca sombra, los hombres se tiraron pesadamente a dormir. La tensión había desaparecido. Conforme el sol fue llegando a su cenit, el desierto, la colina y la ciudad guardaron silencio por el calor. Algunas veces un intercambio de tiros hacia la derecha o hacia la izquierda, indicaba el lugar en que los puestos de avanzada intercambiaban saludos. Pero aun eso pronto se dejó de oír.
En los campos de algodón y maíz hacia el norte, entre los tiernos objetos verdes, los insectos deambulaban. Los pájaros ya no cantaban. El calor era insoportable. Las hojas estaban quietas pues no había aire.
Por aquí y allá humeaban las fogatas, donde los soldados volteaban tortillas hechas de la escasa harina que habían traído en sus alforjas; y aquellos que no tenían alimento vagaban por ahí suplicando una migaja. Todos, simple y generosamente, dividían la comida. Yo fui llamado en una docena de fogatas con un:
- ¿Oiga compañero, ya desayunó? Aquí hay un cacho de mi tortilla, venga y coma.
Hileras de hombres acostados boca abajo a lo largo del canal de irrigación, sacaban agua sucia en el hueco de sus manos. Tres o cuatro kilómetros atrás podíamos ver el furgón del cañón y los primeros seis trenes opuestos al gran rancho de El Vergel; la incansable cuadrilla de reparaciones trabajaba duro bajo el sol. El de provisiones todavía no subía. El coronel Servín llegó hasta donde estábamos, montado con los pies colgando en un inmenso caballo bayo, aún fresco y limpio después de la terrible labor de una noche.
- Todavía no sé lo que haremos -dijo- sólo el general Villa lo sabe, y nunca lo dice. Pero no asaltaremos otra vez hasta que la brigada Zaragoza regrese. Benavides tuvo una batalla dura en Sacramento, doscientos cincuenta de los nuestros murieron, dicen. El general pidió a los generales Robles y Contreras, que habían estado atacando por el sur, traer a todos sus hombres para reunirlos aquí. Dicen, no obstante, que vamos a atacar de noche esta vez, para neutralizar su artillería -y continuó galopando.
Cerca del mediodía, columnas de humo sucio comenzaron a levantarse en varios puntos de la ciudad, y hacia la tarde un viento lento pero caliente, nos trajo el enfermizo olor del aceite crudo mezclado con la carne humana chamuscada. Los federales estaban quemando las pilas de muertos. Caminamos de regreso a los trenes y nos metimos al coche privado del general Benavides, en el tren de la brigada Zaragoza. El mayor al mando había hecho cocinar algo en el cuarto del general. Comimos desesperadamente, después nos fuimos a tirar a lo largo de la línea de árboles, durmiéndonos durante horas. Muy entrada la tarde nos dirigimos una vez más hacia el frente. Cientos de soldados y peones de los alrededores, hambrientos a rabiar, se acercaban humildemente a los trenes, esperando recoger desperdicios, sobrantes o cualquier cosa que pudieran comer. Sentían vergüenza, sin embargo; cuando pasábamos junto a ellos fingían una indolencia falsa. Recuerdo habernos sentado a platicar con unos soldados sobre el techo de un furgón, cuando vimos a un chico cruzado por cananas y agobiado bajo el peso de un gran rifle. Sus ojos buscaban en el suelo. Una tortilla rancia, a medio podrir, enterrada en la mugre por muchos pies, llamó su atención. Se lanzó sobre ella, se la comió de un solo bocado. Después miró hacia arriba y nos vio.
- ¡Como si me estuviera muriendo de hambre! -dijo y se la sacó con mucho dolor ...
Abajo, a la sombra de los álamos, a través del canal que venía de San Ramón, el capitán canadiense Treston vivaqueaba con su batería de ametralladoras. Las armas y sus pesados tripodes fueron descargadas de las mulas, y por todos lados habían regado sus piezas desarmadas. Las mulas pastaban en los ricos y verdes campos. Los hombres estaban acuclillados alrededor de las fogatas, o tirados cuan largos eran sobre la ribera del canal. Treston agitó una tortilla llena de ceniza, estaba masticando y tragando.
- ¡Oiga, Reed! ¡Venga y tradúzcame, no puedo encontrar a mis intérpretes, y si entramos en acción vaya lío en el que me voy a ver! Usted verá, no conozco ese maldito idioma. Cuando llegué, Villa me asignó dos intérpretes para que estuvieran junto a mí todo el tiempo. Y ni siquiera puedo encontrar a esos malditos hijos de las armas; ¡ellos siempre se largan y me meten en cada problema!
Me encargué del asunto y le pregunté que si había una probabilidad de entrar en acción.
- Yo pienso que iremos esta noche, en cuanto oscurezca -respondió-. ¿Quiere ir con las ametralladoras e interpretar?
Le dije que sí.
Un hombre harapiento, cerca de una fogata, a quien jamás había visto antes, se levantó y vino hacia mí sonriendo.
- Cuando lo vi pensé que usted era un hombre que no había probado el tabaco por un buen tiempo. ¿Quiere usted la mitad de mi cigarrillo? -Antes de que yo pudiera protestar, me enseñó un cigarrillo café y lo rompió en dos pedazos.
El sol se ocultó gloriosamente detrás de las dentadas montañas púrpura frente a nostros. Por un minuto, un perfecto abanico de luz parpadeante brotó del cielo de azul inmaculado. Los pájaros se despertaron en los árboles; las hojas se agitaban. La tierra fértil exhaló una aperlada neblina. Una docena de soldados harapientos, que estaban reunidos, comenzaron a improvisar los aires y las letras de una canción acerca de la batalla de Torreón. Un nuevo corrido veía la luz ...
Llegó hasta nosotros el sonido de otros aires del atardecer quieto y fresco. Sentí que mi cariño se volcaba sobre esta gente sencilla y gentil. Eran tan amables ...
Fue después de haber visitado el canal para beber agua, que Treston dijo casualmente:
- Uno de nuestros hombres encontró esto flotando en el canal, hace un rato. No puedo leer español, por lo tanto no sé lo que significa. El agua de estos canales proviene del río que cruza la ciudad, así que pensé que pudiera ser un papel federal.
Lo tomé. Era un pedacito de papel doblado, como si fuera la esquina y el frente de un paquete. En grandes letras negras se leía ARSÉNICO, y en tipo más pequeño, ¡Cuidado! ¡Veneno! Le pregunté, sentándome de pronto:
- ¿Se han dado casos de gente enferma por aquí?
- Es curioso que lo pregunte -dijo-. Muchos de nuestros hombres han tenido calambres muy fuertes en el estómago, y yo no me siento muy bien. Justo antes de que usted llegara, una mula de repente se tambaleó y fue a morir al otro campo, también un caballo al otro lado del canal. Dijimos que probablemente era la fatiga o la insolación ...
Afortunadamente, el canal llevaba mucha agua corriente, así es que el peligro no era mucho. Le expliqué que los federales habían envenenado el canal.
- Dios mío -dijo Treston-. Quizá eso era lo que me estaban tratando de decir. Unas veinte personas me decían algo de envenenado ¿Qué quiere decir eso?
- Eso es lo que significa -le contesté-; ¿dónde puedo conseguir un cuarto de café fuerte?
Conseguimos una lata de café en la fogata más cercana, y nos sentimos mejor.
- Ah sí, nosotros ya sabíamos, por eso les dimos agua a nuestros caballos en otro canal. Ya lo sabíamos hace tiempo, dicen que en el frente hay diez caballos muertos, y que muchos hombres se están revolcando.
Un oficial llegó a caballo, gritando que debíamos regresar al Vergel y acampar ahí a un lado de los trenes durante la noche. El general había dicho que todos, excepto los guardias de avanzada, debían descansar fuera de la zona de fuego. Que el tren de la comisaría había llegado y que estaba justo atrás del tren hospital. Tocaron los clarines y los soldados comenzaron a regresar por el territorio, agarrando a las mulas, aparejándolas en medio de una gritería, bravuconería y risas, ensillando a los caballos y armando las ametralladoras. Treston se subió al caballo, yo caminé junto a él. Así que no habría un ataque nocturno. Ya era casi de noche. Del otro lado del canal, nos unimos a las formas sombrías de una compañía de soldados que trotaban hacia el norte, todos envueltos en sus cobijas, sombreros y sus retintineantes espuelas. Me llamaron:
- Oye, compañero, ¿dónde está tu caballo? -admití que no tenía.
- Súbete atrás de mí -me animaron cinco o seis al mismo tiempo.
Uno se apeó justo junto a mí y montamos en su caballo. Trotamos a través del mesquite hasta atravesar el campo pardusco y hermoso. Alguien comenzó a cantar y dos más se le unieron. Una luna llena brillaba en medio de la clara noche.
- Oiga, ¿cómo se dice mula en inglés? -me preguntó el jinete.
- Stubborn fathead mule -le dije.
Por varios días muchos extraños me paraban y me preguntaban, en medio de risotadas, cómo es que los norteamericanos decíamos mula ...
El ejército acampó cerca del rancho El Vergel. Cabalgamos hasta un campo moteado de fogatas, donde los soldados vagaban sin rumbo fijo por la oscuridad, preguntando dónde estaba la brigada de González Ortega, o la gente de José Rodríguez, o las ametralladoras. En dirección de la ciudad la artillería estaba acampando en un amplio semicírculo, alerta, con las armas apuntando hacia el sur. Al Este, el campamento de la brigada Zaragoza de Benavides había llegado desde Sacramento, causando un inmenso reflejo en el cielo. En dirección del tren de provisiones, una fila de hombres semejante a las de las hormigas, cargaba sacos de harina, café y paquetes de cigarrillos ... Cientos de diferentes coros cantores rompían la noche ...
Recuerdo en particular cómo vi a un pobre caballo envenenado de repente doblarse y caer. La manera en que pasamos cerca de un hombre doblado a la mitad en el suelo, en medio de la oscuridad, vomitando violentamente; cómo, después de haberme envuelto en mis cobijas, de pronto me atacaron terribles calambres, y me arrastré hasta la maleza, ya no tuve fuerzas para regresar. De hecho, hasta el gris amanecer yo me revolqué en el suelo muy enfermo.
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