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CUARTA PARTE

CAPÍTULO XI

Un puesto de avanzada en acción

Muy temprano en la mañana del martes, el ejército estaba en camino otra vez hacia el frente, bajando la vía y atravesando los campos. Cuatrocientos demonios furiosos sudaban y martillaban la vía arruinada; el primer tren había avanzado un kilómetro durante la noche. Había muchos caballos esta mañana. Yo compré uno con silla por setenta y cinco pesos, unos quince dólares en oro. Trotando hacia San Ramón, me emparejé con dos jinetes de mirada salvaje, con grandes sombreros, con retratitos impresos de Nuestra Señora de Guadalupe, cosidos a ellos. Dijeron que iban a un puesto de avanzada en el ala derecha, cerca de las montañas, sobre Lerdo, donde su compañía estaba apostada para sostener una colina ¿por qué quería ir yo con ellos? ¿Además, quién era yo? Les mostré mi pase firmado por Francisco Villa. Todavía se mostraban hoscos.

- ¿Cómo sabemos si este nombre escrito aquí es el de él? Somos de la brigada Juárez, gente de Calixto Contreras.

Pero después de una corta consulta, el más alto de ellos soltó un venga.

Dejamos atrás la protección de los árboles, dirigiéndonos en diagonal hacia el Oeste, donde estaban los campos de algodón en declive, directo por una escarpada colina alta, que ya temblaba por el calor. Entre nosotros y los suburbios de Gómez Palacio, se extendía una planicie desnuda y llana, cubierta con mesquite bajo y cortada por canales de irrigación secos. El cerro de la Pila, con su artillería asesina escondida, estaba en perfecto silencio, excepto por un lado de ella. Tan claro era el aire, que pudimos distinguir un grupito de figuras jalando lo que parecía ser un cañón. Justo afuera de las casas más cercanas, algunos jinetes cabalgaban. De inmediato llegamos al norte, haciendo una amplia desviación, cuidando de no ser emboscadas, pues este terreno intermedio estaba continuamente vigilado por piquetes y partidas de exploración.

Como a dos kilómetros más allá, casi a lo largo del pie de la colina, corría el alto camino que va desde el Norte hasta Lerdo. Lo reconocimos cuidadosamente desde la maleza. Un campesino pasó chiflando, conduciendo un rebaño de cabras. Al borde de este camino, bajo un arbusto, había un jarro de arcilla lleno de leche. Sin la menor duda, el primer soldado tomó su revólver y le disparó. El jarro se hizo añicos, y la leche se desparramó por todos lados.

- Envenenada -dijo-. La primera compañía estacionada aquí tomó de eso, murieron cuatro. - Continuamos cabalgando.

Arriba, en la cresta de la colina, vimos unas cuantas figuras negras acuclilladas, con sus rifles apoyados contra las rodillas. Mis compañeros les hicieron una señal con el brazo, y nos dirigimos hacia el norte, a lo largo de la ribera de un pequeño río que desfilaba por una angosta franja de pastos verdes, en medio de la desolación. El puesto de avanzada acampaba a ambos lados del agua, en una especie de pradera. Pregunté dónde estaba el coronel, y por fin lo encontré, estirándose, a la sombra de una tienda que había construido colgando su cobija de un arbusto.

- Bájese del caballo, amigo -dijo-. Estoy contento de darle la bienvenida a mi casa. (Señalando en broma al techo de su tienda). Está a su disposición. Aquí hay cigarrillos, hay carne cociéndose en el fuego.

En la pradera, completamente ensillados, pastaban los caballos de la tropa, eran unos cincuenta. Los hombres estaban desparramados por el pasto a la sombra de un mesquite, platicando y jugando cartas. Este era un tipo de hombres diferente de los bien armados, con buena montura y relativamente disciplinados de Villa.

Estos eran simples peones que se habían levantado en armas, como los amigos de La Tropa, una raza dura y feliz de montañeses y vaqueros, entre los cuales había muchos que habían sido forajidos en sus viejos tiempos. Sin paga, mal equipados, indisciplinados. Sus oficiales simplemente eran los más valientes. Armados con los antiguos Springfield y un puñado de cartuchos por cabeza, habían peleado casi continuamente durante tres años.

Por cuatro meses, ellos, las tropas irregulares de jefes de la guerrilla como Urbina y Robles, habían sostenido el avance alrededor de Torreón, peleando casi a diario contra los puestos de avanzada federales y sufriendo las penurias de la campaña, mientras el ejército principal se guarnecía en Chihuahua y Juárez. Estos hombres harapientos, eran los soldados más valientes del ejército de Villa.

Apenas hacía quince minutos que había llegado, observaba la res cociéndose en las llamas, y satisfacía la ansiosa curiosidad de una muchedumbre en lo que respecta a mi rara profesión, cuando se escuchó un sonido de galope, y una voz que dijo:

- ¡Están saliendo de Lerdo! ¡A los caballos!

Cincuenta hombres, de mala gana, de una manera perezosa llegaron a sus caballos. El coronel se levantó, bostezando. Se estiró.

- ¡Esos animales federales! -gruñó- Siempre están en nuestras mentes. Nunca tiene uno tiempo para pensar en cosas más agradables. ¡Es una vergüenza que no nos dejen ni comer!

Al poco rato todos estábamos sobre nuestras monturas, trotando ribera abajo de la corriente. Muy lejos, enfrente nuestro sonaban los rifles. Por instinto, sin ninguna orden, rompimos al galope a través de las calles de un pueblito, donde los pacíficos estaban parados sobre los techos de sus casas, mirando hacia el Sur, con pequeños envoltorios de sus pertenencias junto a ellos. Estaban preparados para huir si la batalla era adversa para nosotros, pues los federales castigan cruelmente a los pueblos que ayudan a su enemigo. Más allá yacía la pequeña colina rocosa. Nos apeamos, y tirando las riendas por encima de las cabezas de los caballos, subimos a pie. Una docena de hombres ya estaba ahí. Tiraban espasmódicamente en dirección a la ribera verde de árboles, detrás de la cual estaba Lerdo. Los disparos, dispersos e invisibles, salían desde el medio del desierto. A un kilómetro de distancia más o menos, pequeñas figuras negras se apostaban alrededor en unos arbustos, Una nube de polvo fino caía como una lluvia desde otro destacamento que marchaba lentamente hacia el Norte por su retaguardia.

- Ya tenemos uno seguro, y otro a punto -dijo un soldado escupiendo.

- ¿Cuántos creen que son? -preguntó el coronel.

- Unos doscientos.

El coronel se levantó, atisbando sin cuidado la planicie soleada. De inmediato una ronda de tiros barrió su frente. Una bala pasó rozando por encima de nosotros. Los hombres ya estaban trabajando, sin orden alguna. Cada soldado escogió un lugar cómodo para recostarse boca abajo, amontonó un pequeño monte de piedras frente a él para protegerse. Se recostaron desperezándose, aflojándose los cinturones y quitándose los sacos para estar a gusto. Entonces comenzaron lenta y metódicamente a disparar.

- Allí va otro -anunció el coronel-. Es tuyo, Pedro.

- No es de Pedro -interrumpió otro desafiante-. Ya le di.

- Vaya que si lo hiciste -lanzó Pedro. Pelearon de palabra ...

El fuego en el desierto era bastante generalizado, y podíamos ver a los federales deslizándose hacia nosotros, protegidos por cada arbusto y arroyo. Nuestros hombres apuntaban con mucho cuidado, observando largo rato antes de jalar el gatillo. Habían estado durante muchos meses con escasas municiones alrededor de Torreón y habían aprendido a economizar. Pero ahora en cada colina y arbusto a lo largo de la línea, había un pequeño grupo de francotiradores, y viendo hacia atrás, a las anchas planicies y campos, entre la colina y la vía del tren, vi una cantidad innumerable de jinetes y escuadrones que se escurrían a través de la maleza. En diez minutos, llegarían quinientos hombres a coparnos. El fuego de los rifles creció en toda la línea, intensificándose hasta que fue como de un kilómetro de ancho. Los federales pararon. Ahora las nubes de polvo comenzaron a retirarse en dirección a Lerdo.

El fuego del desierto había decaído. Después, desde quién sabe dónde, vimos a los enormes buitres planear serenos e inmóviles en lo azul ...

El coronel, sus hombres y yo, democráticamente almorzamos a la sombra de las casas del pueblo. Nuestra carne era, desde luego, salada. Así es que tuvimos que comer como pudimos la res y el pinole, que parece ser de canela y salvado pulverizados. Jamás he disfrutado de un almuerzo así ... Y cuando me retiré les obsequié dos puñados de cigarrillos.

El coronel me dijo:

- Amigo, siento que no hayamos tenido tiempo para platicar. Hay muchas cosas que quiero preguntarle de su país; si es cierto, por ejemplo, que en sus ciudades los hombres están completamente paralizados de las piernas y no montan a caballo por las calles, sino que se mueven en automóviles. Yo tuve un hermano que trabajó en la vía del ferrocarril cerca de la ciudad de Kansas, y me contó cosas maravillosas. Pero un día un hombre le llamó grasiento y le pegó un tiro sin que mi hermano pudiera hacer nada. ¿Por qué su gente no quiere a los mexicanos? A mí me gustan los norteamericanos. Usted me gusta a mí. Aquí tiene un obsequio -se desabrochó una de sus enormes espuelas de fierro, incrustadas con plata, y me la dio-. Pero nunca hemos tenido tiempo para hablar. Estos ... siempre nos molestan, y entonces nos tenemos que levantar y matar a unos cuantos de ellos antes de volver a disfrutar otro momento de paz ...

Bajo los álamos encontré a uno de los fotógrafos, y a un camarógrafo de cine. Estaban recostados boca arriba, junto a una fogata, alrededor de la cual se acuclillaban veinte soldados, devorando con ansia tortillas de harina, carne y café. Uno orgullosamente mostró un reloj con pulsera de plata.

- Ese era mi reloj -explicó el fotógrafo-. No habíamos comido nada en dos días, cuando pasamos cerca de estos muchachos y nos dieron el alimento más increible que jamás hayamos probado. ¡Después de eso simplemente no pude evitar obsequiárselos!

Los soldados habían aceptado el obsequio en conjunto, y estaban poniéndose de acuerdo en que cada uno debería usarlo por dos horas, desde ese momento hasta el fin de sus días ...

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