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CUARTA PARTE
CAPÍTULO XIII
Un ataque nocturno
Dos o tres de nosotros teníamos una especie de campamento junto al canal casi junto a los álamos. Nuestro coche, con su abastecimiento de comida, ropa y cobijas, aún estaba a treinta kilómetros. La mayor parte del tiempo lo pasamos sin alimento. Cuando nos las ingeniamos para conseguir unas cuantas latas de sardina o un poco de harina en el tren del comisario, fuimos afortunados. El miércoles, un hombre de la muchedumbre consiguió una lata de salmón, café, galletas y un paquete grande de cigarrillos. Conforme cocinábamos, mexicano tras mexicano, al pasar rumbo al frente, desmontaba y se nos unía. Después del más elaborado intercambio de cortesías, en el cual teníamos que persuadir a nuestro invitado de comer de nuestra cena, dolorosamente debíamos renunciar a ella. Y él se deshacía en cortesías y montaba otra vez y se alejaba sin gratitud. Aunque con un sentimiento de amistad.
Nos tiramos sobre la ribera, bajo la penumbra dorada, fumando. El primer tren encabezado por un coche plataforma, sobre el cual iba montado el cañón El Niño, ya había llegado a un punto opuesto al extremo de la segunda línea de árboles. A escasos dos kilómetros de la ciudad.
Hasta donde uno alcanzaba a ver, la cuadrilla de reparaciones trabajaba afanosamente sobre la vía. De pronto oímos una terrible explosión. Una pequeña borla de humo se levantó frente al tren. Se oyó un grito de júbilo entre los árboles y el campo de batalla. El Niño, el consentido del ejército, por fin había entrado a la línea de fuego. Ahora los federales tendrían que sentarse a observar. El Niño era un arma de tres pulgadas, la más grande que teníamos. Después nos enteramos que una locomotora salió del depósito de trenes de Gómez, y un disparo de El Niño le había dado justo en medio del horno, volándola en mil pedazos.
Atacaríamos esta noche, decían; mucho después del anochecer subí a mi caballo, Bucéfalo, y cabalgué hasta el frente. La señal era Herrera, y la contraseña Chihuahua número cuatro. Así es que para asegurarme de que me reconocieran como uno de los nuestros, debía poner un alfiler en la parte trasera del sombrero. Por todos lados se habían dado las órdenes más estrictas en cuanto a que ninguna hoguera debía encenderse en la zona de fuego; nadie debería encender un cerillo hasta que la batalla comenzara. Los centinelas dispararían contra cualquiera que desobedeciera esos mandatos. Bucéfalo y yo cabalgamos por la noche absolutamente silenciosa, y sin un solo rayo de luna. Por ningún lado se oía ruido ni se veía luz en la vasta planicie frente a Gómez, excepto por el lejano martilleo de la incansable cuadrilla de reparaciones, trabajando en la vía. En la ciudad misma, las luces eléctricas brillaban, y hasta un tranvía rumbo a Lerdo se perdió tras el cerro de La Pila.
Entonces alcancé a oír un murmullo de voces cerca del canal frente a mí; un puesto de avanzada seguramente.
- ¿Quién vive? -se escuchó un grito. Antes de que tuviera oportunidad para contestar, ¡bang!, disparó. La bala zumbó cerca de mi cabeza. ¡Fiuuu!
- No, tonto -se oyó una voz exasperada-. ¡No dispares inmediatamente después de pedir la identificación! ¡Espera hasta que diga la respuesta incorrecta! Escúchame ahora.
Esta vez la formalidad fue satisfecha por ambos lados. Y el oficial dijo: ¡Pase usted! Pero alcancé a escuchar el gruñido del primer centinela.
- Si nunca le atino a nadie cuando disparo ...
Moviéndome con cuidado en la oscuridad, a tumbos, llegué hasta el rancho San Ramón. Sabía que todos los pacíficos habían huido, así es que me sorprendió ver una luz que brillaba entre los bordes de la puerta. Tenía sed y no me importó lanzarme al canal. Apareció una mujer con una tribu de cuatro chiquillos colgados de sus faldas. Me trajo agua y de repente me dijo:
- Oh, señor, ¿usted sabe dónde están las ametralladoras de la brigada Zaragoza? Mi hombre está ahí y no lo he visto desde hace siete días.
- ¿Entonces usted no es un pacífico?
- Claro que no -me contestó indignada, señalando a sus hijos-. Nosotros pertenecemos a la artillería.
Abajo, en el frente, el ejército se extendía a lo largo del canal al pie de la primera línea de árboles. En la absoluta oscuridad murmuraban entre sí, esperando la orden de Villa para la guardia de avanzada a un cuarto de kilómetro adelante, que precipitaría los primeros disparos de rifle.
- ¿Dónde están sus rifles? -pregunté.
- Esta brigada no usará rifles esta noche -contestó una voz-. Por allá a la izquierda, cuando ellos ataquen las trincheras, ahí hay rifles, pero debemos capturar Brittingham Corral esta noche, y los rifles no sirven. Nosotros somos hombres de Contreras, la brigada Juárez. Verá, ¡tenemos órdenes de caminar hasta los muros y lanzar estas bombas adentro! -me mostró la bomba. Estaba hecha de un cartucho corto de dinamita cosido dentro de una tira de cuero de vaca, con una mecha metida en uno de los extremos. Continuó-: La gente del general Robles está allá a la derecha, tienen granadas pero también rifles. Ellos van a asaltar el cerro de La Pila ...
En la noche calurosa y quieta, percibimos de pronto el sonido de un fuerte tiroteo en dirección de Lerdo, donde Maclovio Herrera iba con su brigada. Casi al mismo tiempo, desde el fuego de rifle surgió un tableteo. Un hombre llegó hasta la línea con un cigarro encendido que brillaba como una luciérnaga en el hueco de sus manos.
- Enciendan sus cigarrillos con éste -dijo- y no enciendan las mechas hasta que estén justo debajo del muro.
- Capitán, ¡caramba! Va a estar muy, muy duro. ¿Cómo vamos a saber la hora exacta?
Otra voz, profunda, áspera, habló desde la oscuridad.
- Yo les diré, sólo síganme.
Un grito acallado: ¡Viva Villa!, brotó de entre ellos.
A pie, sosteniendo un cigarro encendido en una mano -nunca fumaba- y una bomba en la otra, el general Villa subió por la ribera del canal y se sumergió en la maleza. Otros hicieron lo mismo ...
Por toda la línea rugía ahora el fuego de los rifles, aunque estaba muy atrás de los árboles y no pude ver nada del ataque.
La artillería estaba en silencio, las tropas muy cerca, lo que no permitía que se usaran granadas por ninguna de las facciones. Cabalgué hacia la derecha, donde subí con mi caballo por una ribera de canal muy escarpada. Desde ahí pude ver los diminutos fuegos danzando, las armas se oían rumbo a Lerdo. Brotes aislados, que parecían un collar de joyas a lo largo de nuestro frente. Hacia el extremo izquierdo, un ruido nuevo y más profundo nos indicó el lugar donde Benavides hacía una demostración contra Torreón en debida forma, con ametralladoras de tiro rápido. Permanecí esperando en tensión el ataque.
Se suscitó con la fuerza de una explosión. Hacia el lado del Brittingham Corral que yo no pude distinguir. El ritmo acompasado de cuatro ametralladoras, y una explosión continua de rifles haciendo parábolas, convirtieron el ruido previo en el más profundo silencio. Un rápido resplandor enrojeció el cielo, después se oyeron las impresionantes explosiones de dinamita. Me pude imaginar a los salvajes gritones que invadían la calle contra esa flama invasora. Arremetiendo, pausando, luchando para abrirse paso, con Villa a la cabeza, hablándoles por encima del hombro como siempre. Se desencadenó un tiroteo más cerrado hacia la derecha, lo que indicaba que el ataque contra el cerro de La Pila había llegado a las faldas. Al mismo tiempo en el lejano extremo del risco hacia Lerdo se vieron destellos. ¡Maclovio había tomado Lerdo!
De pronto apareció ante mi vista un paisaje mágico. Hacia arriba por tres lados de la escarpada loma del cerro subía lentamente un cerco de luz. Era la flama constante del tiroteo de rifles proveniente de los atacantes. El valle también mostraba ríos de fuego, que se intensificaron conforme el cerco convergía hacia ellos. Una llama brillante se dejó ver en la cima, después otra. Un segundo más tarde llegaron los temibles saludos del cañón. Tiró contra la pequeña línea de hombres que trepaban con la artillería. ¡Pero aún así seguían subiendo por la negra colina!
El cerco de fuego se había roto en muchos lugares, pero nunca se desintegró. De manera que pareció emerger combinado con el resplandor fulgurante y mortal del valle. Entonces, de pronto, decayó por completo; unas cuantas luciérnagas aisladas siguieron cayendo por la ladera, en tonos vivos. Y cuando pensé que todo estaba perdido, maravillándome del heroísmo inútil de estos peones que subieron una colina haciendo frente a la artillería. ¡Un momento! El cerco de flamas volvió a encenderse con lentitud y a subir ...
Esa noche atacaron siete veces el cerro, a pie. Siete octavos de ellos muneron ...
Todo este tiempo el crujir infernal y el juguetear de la luz roja sobre el corral, no paró ni un momento. En ocasiones parecía entrar a una tregua, para volver a comenzar con más furia. Atacaron el corral ocho veces. En la mañana cuando entré a Gómez, a pesar de que los federales habían quemado muertos constantemente durante tres días, había tantos en el vasto espacio frente a Brittingham Corral que apenas pude cabalgar por entre ellos. Alrededor del cerro nos topamos con siete capas distintas de cadáveres de rebeldes ...
Los heridos comenzaron a peregrinar a través de la planicie, en medio de una densa oscuridad. Sus gritos y gemidos, que ahogaban cualquier otro sonido se oían por encima del clamor de la batalla. Es más, hasta se podía oír el crujido de los arbustos cuando se metían por ahí, y el arrastrar de sus pies por la arena. Un jinete pasó por el camino delante mío, maldiciendo furioso por tener que abandonar la batalla debido a su brazo roto. Sollozaba entre maldiciones. Después pasó un hombre a pie, quien se sentó junto a la ribera, tratando desesperadamente de pensar en toda suerte de cosas para evitar una crisis nerviosa.
- ¡Qué valientes somos los mexicanos -dijo angustiado- matándonos unos a otros así! ...
Regresé al campamento muy fastidiado. Una batalla es la cosa más tediosa del mundo, sin importar el tiempo que dure, es siempre lo mismo. En la mañana fui a conseguir noticias en el cuartel general. Habíamos capturado Lerdo, pero el cerro, el corral y el cuartel aún eran del enemigo. ¡Toda esa matanza para nada!
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