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CUARTA PARTE

CAPÍTULO XIV

La caída de Gómez Palacio

El Niño estaba a menos de un kilómetro de la ciudad, y los trabajadores de la cuadrilla de reparaciones trabajaban en el último tramo de vía bajo un intenso fuego de granadas. Los dos cañones al frente de los trenes llevaban todo el peso de la artillería, y con valentía contestaban el fuego. Lo hacían tan bien, que después de que una granada federal mató a diez trabajadores, el capitán de El Niño puso fuera de combate a dos ametralladoras en el cerro. Ante ello, los federales dejaron en paz a los trenes y volcaron su atención en sacar, a base de granadas, a Herrera de Lerdo.

El ejército constitucionalista estaba abatido. En los cuatro días de lucha se habían perdido cerca de mil hombres y casi dos mil estaban heridos. Hasta el excelente tren hospital era insuficiente para hacerse cargo de los heridos. En la enorme planicie donde nosotros nos encontrábamos dominaba sobre todo el asqueroso olor de los cadáveres. En Gómez debió ser horrible. El jueves, el humo de veinte piras funerarias manchaba el cielo. Pero Villa estaba más determinado que nunca. Gómez debía caer, y rápido. Ya no tenía municiones ni abastecimientos suficientes para sostener un sitio. Más aún, su nombre ya era una leyenda entre el enemigo. Dondequiera que Pancho Villa apareciera en una batalla ellos comenzaban a pensar que ya estaba perdida. El efecto, también en sus mismas tropas era de suma importancia. Así es que planeó otro ataque nocturno.

- La vía está completamente reparada -informó Calzada, superintendente de los ferrocarriles.

- Bueno -dijo Villa-. Traigan a todos los trenes desde la retaguardia esta noche ¡porque vamos a entrar a Gómez en la mañana!

Llegó la noche, asfixiante, silenciosa, se podía oír el cantar de las ranas en los canales. A través del frente de la ciudad los soldados yacían esperando la orden de ataque. Heridos, exhaustos, a punto de estallar, llegaron al frente. Casi al punto de la última etapa de la desesperación. Esta noche ellos no serían rechazados. Tomarían la ciudad o morirían. Al acercarse las nueve de la noche, hora en que el ataque debería iniciarse, la tensión llegó a un nivel peligroso.

Dieron las nueve, pasaron. Ni un sonido ni un movimiento, por alguna razón la orden había sido retrasada. Las diez. De repente, hacia la derecha una andanada de disparos explotó desde la ciudad. A todo lo largo de nuestra línea no se hizo esperar la respuesta. Después de unos cuantos disparos el fuego federal cesó por completo. Desde la ciudad se percibieron sonidos aún más misteriosos. Se apagaron las luces eléctricas. En la oscuridad ocurrió un movimiento sutil, indefinible. Al fin, la orden de avance se dio. Nuestros hombres se arrastraron en la oscuridad. La primera fila dio un grito, y la verdad se esparció por todas las filas hasta el campo, en un grito triunfal. ¡Gómez Palacio había sido evacuada!

A grandes voces el ejército inundó la ciudad. Unos cuantos disparos aislados sonaron cuando los guardias capturaron algunos de los saqueadores federales, pues el ejército federal había devastado toda la ciudad antes de abandonarla. Después nuestro ejército comenzó el saqueo. Sus gritos, el cantar de los borrachos y los sonidos de las puertas derribadas nos llegaron hasta la planicie. Pequeñas lenguas de fuego surgieron donde los soldados quemaron unas casas que habían servido de cuartel a los federales. Pero el saqueo se limitó, como siempre, a la comida y la ropa para cubrirse. No lo perpetraron en los domicilios particulares. Los jefes del ejército no podían dar crédito a sus ojos. Villa dio una orden específica declarando que todo aquel soldado que tomaba algo, esto era de él, ningún oficial podría quitárselo.

Hasta este momento no habían ocurrido muchos robos en el ejército, al menos hasta donde sabemos. Pero la mañana que entramos a Gómez la psicología de los soldados había cambiado. Me desperté en nuestro campamento junto al canal, para encontrar que mi caballo había desaparecido. Bucéfalo había sido robado durante la noche, jamás lo volví a encontrar. Durante el desayuno varios soldados llegaron para compartir nuestro alimento, cuando se fueron, nos dimos cuenta que faltaban un cuchillo y un revólver. La verdad es que todos robaban a todos. Así es que yo también robé lo que necesitaba.

Había una gran mula gris pastando en el campo cercano, con una cuerda alrededor de su cuello. Puse mi silla sobre el animal y me la llevé al frente. Era un noble bruto, que valía cuatro veces más que Bucéfalo, como pronto descubrí. Todos con los que me encontré deseaban esta mula. Un soldado que marchaba con dos rifles me detuvo.

- Oiga compañero, ¿dónde consiguió esa mula?

- Me la encontré en un campo -dije tontamente.

- Justo lo que pensé -exclamó- ¡ésa es mi mula! ¡Bájese y devuélvamela ahora mismo!

- ¿Esta es su silla? -pregunté.

- ¡Por la madre de Dios, claro que sí!

- Entonces usted miente sobre la mula, pues la silla es mía -continué, dejándolo atrás dando gritos por el camino.

Un poco más adelante, un anciano peón que caminaba, de repente corrió a abrazar al animal por el cuello.

- ¡Ah, por fin! ¡Mi hermosa mula que había perdido! ¡Mi Juanito!

Lo aparté a pesar de sus halagos y sus pretensiones del pago al menos de cincuenta pesos, en compensación por su mula. En la ciudad, un hombre de la caballería, cruzó fTente a mí, pidiendo su mula. Era bastante feo y tenía un revólver. Me le escapé diciendo que yo era un capitán de la artillería y que la mula pertenecía a la misma. Cada pocos metros salía un nuevo propietario de esa mula. Decía que cómo me atrevía a montar a su pequeño Panchito, o Pedrito o Tomasito. Por fin un hombre salió del cuartel, con una orden escrita del coronel, quien había visto la mula desde su ventana. Le mostré mi pase firmado por Francisco Villa. Esto fue suficiente ...

A través del extenso desierto donde los constitucionalistas habían peleado por tanto tiempo, el ejército se reunía proveniente de todas direcciones. En largas columnas semejantes a serpientes, el polvo colgaba por encima de cada una de ellas. Y a lo largo de la vía, tan lejos como el ojo podía percibir, venían los trenes, haciendo sonar sus triunfantes silbatos. Iban atestados de mujeres y soldados que lanzaban porras. Dentro de la ciudad, el amanecer había caído en silencio y orden absolutos. Con la entrada de Villa y su alto mando, el pillaje había cesado. Los soldados otra vez respetaban la propiedad de los demás. Unos mil trabajaban arduamente recogiendo cadáveres y llevándolos al borde de la ciudad, donde se les quemaba. Quinientos más vigilaban la ciudad. La primer orden emitida fue que cualquier soldado capturado bebiendo, sería ejecutado.

En el tercer tren, estaba nuestro coche, el furgón privado de los corresponsales, fotógrafos y camarógrafos de cine. Allí, al menos teníamos nuestros equipajes, comida, cobijas, y a Fong, nuestro amado cocinero chino. El coche pasó a estar cerca de la estación, en la primera fila de trenes. Al reunirnos en su hermoso interior, caliente, polvorientos y exhaustos, los federales nos lanzaron cerca de Torreón unas cuantas granadas bastante cerca de nosotros. Yo estaba de pie en la puerta del coche, oí el estrépito del cañón pero no le di importancia. De pronto vi cómo un pequeño objeto volaba por el aire, parecido a un gran escarabajo, dejando atrás una espiral de humo negro. Pasó cerca de la puerta del coche con un ruido como de ¡zzzmb!, y a unos metros más allá explotó con un terrible ¡crash-fiuu!, entre los árboles de un parque, donde una compañía de caballería y sus mujeres acampaban.

Un centenar de hombres con pánico se abalanzaron a sus caballos y galoparon frenéticamente hacia la retaguardia. Las mujeres los siguieron. Parece que murieron dos mujeres y un caballo. En la desesperación, las cobijas, el alimento, los rifles fueron a dar al suelo. ¡Rum!, otra explosión al otro lado del coche. Estaban muy cerca, detrás de nosotros. En la vía veinte largos trenes, cargados con mujeres histéricas, gritaban. Las máquinas trataron de retroceder de inmediato, con un desesperado sonar de silbatos. Explotaron dos o tres granadas más. Entonces alcanzamos a oír la respuesta de El Niño.

El efecto en los corresponsales y periodistas fue peculiar. Apenas explotó la primera granada, alguien sacó la botella de whisky, de un impulso. Nos la turnamos. Nadie pronunció palabra. Pero todos tomamos un gran trago. Cada vez que una granada explotaba cerca, todos nos balancéabamos y brincábamos. Después de un rato ya no nos importó. Comenzamos a felicitamos por ser tan valientes al quedarnos en el coche bajo el fuego de la artilleria. Nuestra valentía aumentó conforme el fuego decreció, por último terminó. También conforme el whisky escaseó. Nos olvidamos de cenar.

Recuerdo que en la oscuridad dos anglosajones beligerantes llegaron a la puerta del coche, amenazando a los soldados que pasaban, abusando de ellos en el lenguaje más descortés. Nosotros también teníamos problemas, uno de ellos casi estrangula a un anciano porque andaba con su equipo cinematográfico. Ya muy entrada la noche todavía tratábamos sinceramente de persuadir a los dos jóvenes de no salir sin la señal y sin reconocer las filas federales en Torreón.

- ¿A qué hay que tenerle miedo? -gritaron- ¡Un grasiento mexicano no tiene agallas! ¡Un americano puede dominar a cincuenta mexicanos! ¿Viste cómo cOrrieron esta tarde cuando las granadas pegaron en esa cosecha? ¿Y cómo nosotros -hic- nos quedamos en el coche?

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