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PRIMERA PARTE

CAPÍTULO III

El general marcha a la guerra

Acabábamos de desayunar y yo ya me estaba resignando a pasar diez días más en Las Nieves, cuando el general, de repente, cambió de parecer. Salió de su cuarto gruñendo órdenes. En cinco minutos la casa era todo barullo y confusión; los oficiales se apresuraron a empacar sus sarapes; los mozos y soldados ensillaban caballos; peones con los brazos llenos de rifles corrían de un lado para otro. Patricio enjaezó cinco mulas al gran coche; una copia exacta del Deadwood Stage. Un correo salió para alistar a la tropa que estaba acuartelada en El Canutillo. Rafaelito cargó el equipaje del general hasta el coche; éste consistía de una máquina de escribir, cuatro espadas, una de ellas ostentaba el emblema de los caballeros de Pitias, tres uniformes, el hierro de marcar del general y un barril de 42 litros de sotol.

Luego llegó la tropa con una polvareda café irregular a lo largo del camino. Al frente volaba una pequeña figura regordeta, que portaba la bandera mexicana agitándose sobre él; usaba un sombrero de ala ancha cargado con 2.5 kg de trenza bañada de oro --que quizá alguna vez fue el orgullo de algún hacendado-. Cerca de él venía Manuel Paredes con botas de montar hasta la cadera, abrochadas con botones de plata del tamaño de un dólar, golpeando a su cabalgadura con la cara del sable; Isidro Amaya que hacía corcovear a su caballo al agitar un sombrero frente a sus ojos; José Valiente, sonando sus inmensas espuelas de plata incrustadas con turquesa; Jesús Mancilla, con su cadena de cobre brillante alrededor del cuello; Julián Reyes, con sus estampas coloreadas de Cristo y la Virgen; un grupo de revoltosos atrás, con Antonio Guzmán tratando de controlarlos; la maraña de su reata hecha de pelo de caballo sobresalía del polvo. Llegaron corriendo, se oyeron los gritos de los indígenas y el chasquido de los revólveres, hasta que estuvieron a unos treinta y cinco metros, entonces jalaron con violencia a los caballos hasta que se pararon tambaleantes con los hocicos ensangrentados; era una vertiginosa confusión de hombres, caballos y fuego.

Así era la tropa cuando la vi por primera vez. Eran unos cien hombres, en todas las gamas de pintorescos harapos; algunos usaban overoles, otros el saco de charro de los peones, mientras uno o dos portaban pantalones apretados de vaquero.

Algunos tenían zapatos, la mayoría de ellos usaba huaraches de cuero de vaca y el resto iba descalzo. Sabás Gutiérrez lucía una vieja levita, cortada en la parte de atrás para montar. Los rifles se balanceaban en sus sillas, cuatro o cinco cananas cruzaban los pechos, había sombreros altos y de ala ancha, inmensas espuelas que chirriaban al montar, sarapes de brillantes colores amarrados a la espalda; tal era su uniforme.

El general estaba con su madre; y afuera de la puerta se encogía su concubina, lloriqueando, y sus tres niños alrededor de ella. Esperamos casi una hora, entonces Urbina apareció de pronto en la puerta. Apenas les dirigió una mirada, y cojeando sobre su gran cargador gris, espoleó furiosamente hacia la calle. Juan Sánchez dio un toquido con su cometa rota, y la tropa, con el general a la cabeza, tomaron el camino de El Canutillo.

Mientras tanto, Patricio y yo cargamos tres cajas de dinamita y una caja de bombas en la cabina del coche. Me paré junto a Patricio, los peones soltaron la cabeza de las mulas, y el largo látigo se enroscó alrededor de sus vientres. Galopando, salimos como un torbellino del pueblo; tomamos la ribera escarpada del río a cuarenta kilómetros por hora. Lejos, por el otro lado, la tropa trotaba a lo largo de un camino más directo. El Canutillo lo pasamos sin detenernos.

- ¡Arre mulas! ¡Putas! ¡Hijas de la ...! -gritaba Patricio, haciendo zumbar el látigo.

El camino real sólo era una vereda dispareja; cada vez que tomábamos un pequeño arroyo, la dinamita se caía con un sonido que enfermaba. De repente una reata se rompió, y una caja cayó del coche y se estrelló en las rocas. Era una mañana fría, sin embargo, la volvimos a amarrar con mucho cuidado ...

Casi cada cincuenta metros encontrábamos por el camino pequeños montículos de piedras con cruces de madera -cada una en memoria de un asesinato-. De vez en cuando una cruz alta y blanqueada se levantaba a un lado del camino, para proteger algún pequeño rancho del desierto contra las visitas del diablo. Un chaparral negro brillante, de la altura del lomo de una mula arañaba el costado del coche; la bayoneta española y los grandes cactus nos miraban como centinelas desde el horizonte del desierto. Y, siempre, los poderosos buitres mexicanos volaban sobre nosotros como si supieran que íbamos a la guerra.

Ya entrada la tarde, el muro de piedra que circunda el millón de hectáreas de la hacienda de Torreón de Cañas apareció a nuestra izquierda, ubicado a través de desiertos y montañas como la gran muralla china por más de 50 kilómetros. Y, poco después, la propia hacienda. La tropa había desmontado alrededor de la casa grande, dijeron que el general Urbina se había enfermado, quizá no podría levantarse en una semana.

La casa grande era un magnífico palacio lleno de pórticos aunque de un solo piso, y cubría la cima entera del monte desértico. Desde el pórtico principal uno podía ver veinticinco kilómetros de planicie amarilla y cambiante, además del interminable panorama de montañas apiladas una encima de otra. Atrás de todo esto se extendían grandes corrales y establos, donde las fogatas vespertinas de la tropa ya lanzaban muchas columnas de humo amarillento. Debajo de la hondonada, más de cien casas de peones formaban una gran plaza al aire libre donde niños y animales jugueteaban; y las mujeres se arrodillaban ante su eterna molienda de maíz. En el desierto una tropa de vaqueros cabalgaba con lentitud hacia el hogar; desde el río, a un kilómetro de distancia, la cadena interminable de mujeres envueltas en rebozos negros llevaba agua sobre la cabeza ... Es imposible imaginar lo cerca que los peones vivían de la naturaleza en estas grandes haciendas; sus propias casas están construidas de la tierra sobre la cual se erigen, cocidas por el sol. Su comida es el maíz que cultivan; su bebida, el agua del río que transportan con mucho trabajo sobre su cabeza; la ropa que usan se teje de lana y sus huaraches se cortan del cuero de un becerro recién sacrificado. Los animales son sus compañeros constantes, familiares de sus casas. La luz y la oscuridad son su día y su noche. Cuando un hombre y una mujer se enamoran vuelan el uno hacia el otro sin los formalismos del cortejo, y cuando se cansan simplemente se separan. El matrimonio es demasiado costoso (seis pesos al cura) y se le considera un gasto adicional demasiado pesado; pero es un poco más obligado que la unión libre. Desde luego los celos, son un asunto mortal.

Tomamos nuestros alimentos en una de las suntuosas y desprovistas salas de la casa grande; un cuarto con el techo a cuatro metros del suelo, los muros de grandes proporciones, cubiertos con tapiz barato de Estados Unidos. Una cómoda gigantesca de caoba ocupaba uno de los costados de la habitación, pero no teníamos ni cuchillos ni tenedores. Había una pequeña chimenea, en la cual nunca se había encendido un fuego, aunque un escalofrío de muerte estaba presente día y noche. El cuarto contiguo estaba atiborrado de pesado brocado con manchas, no había alfombra sobre el piso de concreto. No existían ni tuberías ni plomería en toda la casa; se iba al pozo o al río por agua. Las velas eran la única luz; ¡claro que el dueño hacía mucho que había salido del país!, pero la hacienda debió ser espléndida y cómoda como un castillo medieval.

El cura de la iglesia en la hacienda presidía la cena. Se le trajeron platillos selectos, algunas veces los pasaba a sus favoritos después de servirse. Tomamos sotol y aguamiel mientras el cura vaciaba toda una botella de anís. Achispado por esto, su discurso fue sobre las virtudes del confesionario, en especial lo referente a las jovencitas. También nos hizo comprender que poseía ciertos derechos feudales sobre las nuevas novias.

- Aquí las novias -dijo- son muy apasionadas ...

Noté que a los presentes no les gustó el comentario, sin embargo, en apariencia, todos guardaban gran respeto. Cuando salimos del cuarto, José Valiente chifló, temblando de tal manera que apenas comentó:

- ¡Sé que el muy cochino ... y mi hermana ...! ¡La Revolución tendrá algo que ajustar con estos curas!

Dos altos funcionarios constitucionales instituyeron después un programa poco popular para exiliar a los sacerdotes; y la hostilidad de Villa hacia los curas es muy conocida.

La tropa ensillaba sus monturas y Patricio estaba preparando el coche cuando salí en la mañana. El doctor, quien estaba con el general, se dirigió a mi amigo, el soldado Juan Vallejo:

- Su caballo es muy bonito -dijo- y tiene un buen rifle, préstemelo.

- Pero no tengo otros ... -dijo Juan.

- Soy su superior -le contestó el doctor.

Y eso fue lo último que supimos del doctor, el caballo y el rifle.

Me despedí del general, quien yacía en medio de una tortura en cama, enviando informes telefónicos a su madre cada cinco minutos.

- Que tenga buen viaje -dijo-; escriba la verdad. Lo recomiendo con Pablito.

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