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QUINTA PARTE

CAPÍTULO I

Carranza - una impresión

Al ser firmado el tratado de paz en Juárez, con lo que la revolución de 1910 se dio por terminada, Francisco I. Madero se encaminó hacia el sur rumbo a la Ciudad de México. En cualquier lugar donde hablaba, las multitudes de peones entusiastas y triunfales, aclamaban al vencedor y lo consideraban el libertador.

En Chihuahua se dirigió a la gente desde el balcón del palacio de gobierno. Habló emocionado de las penurias que había pasado y los sacrificios que habían hecho una pequeña banda de hombres para derrocar para siempre la dictadura de Díaz. Se emocionó, viendo hacia la parte interior de la habitación, llamó a un hombre alto, de barba, con imponente presencia. Pasándole el brazo sobre los hombros, dijo con voz cascada por la emoción:

- ¡Éste es un hombre bueno! Amenlo y hónrenlo siempre.

Era Venustiano Carranza, un hombre de vida ejemplar y altos ideales. Un aristócrata descendiente de la raza española dominante. Un terrateniente: Su familia siempre había sido propietaria de grandes tierras. Era uno de esos nobles mexicanos, quienes como aquellos nobles franceses, como Lafayette en la revolución francesa, entraron de lleno en la lucha por la libertad.

Cuando la revolución de Madero estalló, Carranza tomó el campo de batalla en una forma realmente medieval. Armó a los peones que trabajaban en sus grandes territorios y los condujo a la guerra como cualquier señor feudal. Cuando terminó la revolución, Madero lo nombró gobernador de Coahuila.

Ahí estaba cuando Madero fue asesinado en la capital y Huerta usurpó la presidencia enviando una carta circular a los gobernadores de los diferentes Estados, ordenándoles reconocer la nueva dictadura. Carranza se rehusó hasta a contestar la carta, declarando que no tendría ningún trato con un asesino y usurpador. Emitió una proclama llamando a los mexicanos a las armas, proclamándose a sí mismo Primer Jefe de la Revolución. Invitó a los amigos de la libertad a salir junto a él. Marchó desde su capital y tomó el campo de batalla, donde asistió a la primera lucha alrededor de Torreón.

Después de poco tiempo, Carranza salió con sus fuerzas atravesando la República desde Coahuila, donde las cosas ocurrían, hasta el Estado de Sonora, donde nada ocurría. Villa había comenzado a luchar en el Estado de Chihuahua; Urbina y Herrera en Durango; Blanco y otros en Coahuila y González cerca de Tampico. En tiempos extremos como estos es nrmnal que haya una desorganización preliminar en cuanto a los propósitos finales de la guerra. Entre los líderes militares, sin embargo, no había ningún desacuerdo.

Villa había sido electo, por unanimidad, comandante en jefe del ejército constitucionalista, gracias a una junta extraordinaria de todos los líderes guerrilleros independientes, ante Torreón. Un evento poco conocido en la historia mexicana.

Pero en Sonora, Maytorena y Pesquiera ya discutían sobre quién sería el gobernador del Estado. Revoluciones amenazadoras se cernían entre ellos. El propósito declarado de Carranza al cruzar hacia el occidente del país con su ejército, era resolver esta disputa. Aunque esto no parece viable. Otras explicaciones aclaran que deseaba asegurar un puerto para los constitucionalistas en el occidente. Que quería resolver la disputa sobre la posesión del río Yaqui. Todo esto ocurrió en la quietud de un Estado comparativamente pacífico donde él podría organizar mejor el gobierno provisional de la nueva República.

Se quedó ahí durante seis meses, sin hacer nada en apariencia, manteniendo a un contingente de más de seis mil hombres excelentes, prácticamente inoperantes; asistiendo a banquetes y corridas de toros. Estableciendo y celebrando innumerables días festivos nacionales, y emitiendo proclamaciones. Su ejército, dos o tres veces el tamaño de las guarniciones descorazonadas de Guaymas y Mazatlán, sostenían un flojo sitio en esas locaciones. Mazatlán apenas había caído, creo. Lo mismo que Guaymas.

Hace unas semanas, el gobiemo provisional de Maytorena amenazaba con contrarrevoluciones para el general Alvarado, el jefe de armas de Sonora, porque no garantizaba la seguridad del gobernador. Evidentemente proponía desmembrar la Revolución debido a que Maytorena estaba a disgusto en el palacio de Hermosillo. Durante todo ese tiempo no se dijo ni una sola palabra sobre la cuestión de la tierra, hasta donde mi conocimiento llega. Las tierras de los indios yaqui, cuya expropiación es el punto más negro en toda la negra historia de Díaz, se convirtió en nada más que una promesa. Con respecto a eso, toda la tribu se unió a la Revolución. Unos meses después la mayoría regresó para comenzar de nuevo su desesperanzada campaña contra el hombre blanco.

Carranza hibernó hasta principios de la primavera siguiente. Cuando consideró haber alcanzado su propósito en Sonora, volvió su rostro hacia el territorio donde se libraba la verdadera Revolución.

En esos seis meses, el aspecto de los asuntos había cambiado. Excepto la parte norte de Nuevo León, y la mayor parte de Coahuila, el norte de México era constitucionalista casi de mar a mar. Villa contaba con fuerzas bien armadas y disciplinadas, 10,000 hombres. Entró en la campaña de Torreón. Todo esto lo alcanzó casi individualmente. Carranza pareció sólo contribuir con felicitaciones. De hecho Villa había constituido un gobierno provisional.

Una inmensa masa de políticos oportunistas rodeaba al Primer Jefe, clamando devoción a la causa. Liberales en proclamaciones, y en extremo celosos, entre ellos, y de Villa.

Poco a poco la personalidad de Carranza se engolfó en la de su gabinete, aunque este mismo permaneciera tan prominente como siempre.

Era una situación curiosa, los corresponsales que permanecieron a su lado durante estos meses, me contaron el grado de exclusión al que llegó el Primer Jefe. Casi nunca lo veían. En muy raras ocasiones hablaban con él. Varios secretarios, oficiales, miembros del gabinete, se interponían entre ellos y él; educados, corteses, diplomáticos, gente respetuosa, quienes transmitían sus preguntas a Carranza por escrito, recibiendo a su vez respuestas por escrito del mismo, de manera que nunca pudiera suceder un error. Pero, hiciera lo que hiciera, Carranza dejó solo a Villa, para hacerse responsable de las derrotas o los errores. Así, Villa se vio forzado a entablar pactos con gobiernos extranjeros, como si él mismo fuera la cabeza del gobierno. No existe duda alguna de que los políticos de Hermosillo buscaban que Carranza sintiera envidia por el creciente poder de Villa en el Norte. En febrero, el Primer Jefe comenzó un viaje vacacional hacia el Norte, acompañado por sus tres mil hombres, con el objeto ostensible de enviar refuerzos a Villa, además de constituir su capital provisional en Juárez cuando Villa había salido para Torreón.

Sin embargo, dos corresponsales, que habían estado en Sonora, me dijeron que los oficiales de su inmensa guardia personal creían que los habían mandado contra Villa mismo.

En Hermosillo, Carranza se alejó de los grandes centros mundiales. Nadie sabía nada, excepto que podía estar preparándose para lograr grandes objetivos. Pero cuando el Primer Jefe empezó a desplazarse hacia la frontera norteamericana, la atención del mundo se centró en él, aunque en realidad todo esto reveló muy poco sobre tal hecho. Se esparcieron rumores sobre la inexistencia de Carranza. Por ejemplo, un periódico dijo que estaba loco, y otro alegó que había desaparecido.

Yo estaba en Chihuahua en este momento, mi periódico me envió estos rumores, ordenándome ir al encuentro de Carranza. Era un punto de gran excitación, por el asesinato de Benton. Todas las protestas y amenazas medio encubiertas de los gobiernos estadounidenses y británicos convergieron sobre Villa. Al tiempo en que recibí la orden, Carranza y su gabinete habían llegado a la frontera, rompiendo el silencio de seis meses de una manera sorprendente. La declaración del Primer Jefe al Departamento de Estado fue más o menos la siguiente:

Han cometido ustedes un error al dirigir representaciones en el caso de Benton al general Villa. Deben serme dirigidas a mí como Primer Jefe de la revolución y cabeza del gobierno provisional constitucionalista. Más aún, los Estados Unidos no tienen derecho a dirigir, ni aun a mí, ninguna representación relativa a Benton, que es súbdito inglés. No he recibido a ningún enviado del gobierno de la Gran Bretaña. Hasta que lo reciba, no daré contestación a las representaciones de ningún otro gobierno. Mientras tanto, se hará una minuciosa investigación de las circunstancias en que ocurrió la muerte de Benton; aquellos que resulten responsables de ella serán juzgados estrictamente de acuerdo con la ley.

Villa recibía al mismo tiempo una insinuación muy clara, según la cual debía abstenerse de tratar asuntos internacionales. A lo que Villa accedió, muy agradecido.

Esa era la situación cuando fui a Nogales. Nogales, Arizona (EE.UU.) y Nogales, Sonora (México), forman en realidad una gran ciudad dispersa. La frontera internacional corre a lo largo del centro de la calle; en la diminuta aduana se desperezan unos cuantos centinelas andrajosos, fumando cigarrillos interminables, sin molestar a nadie absolutamente, excepto cuando se trata de aplicar los impuestos de exportación sobre todo lo que pasa aliado norteamericano. Los habitantes de la población norteamericana cruzan la línea fronteriza a fin de obtener cosas buenas para comer, para jugar, bailar y sentirse libres; los mexicanos pasan al lado norteamericano cuando alguien los persigue.

Llegué a la medianoche y fui en seguida a un hotel en la ciudad mexicana, donde se hospedaban el gabinete y la mayoría de los políticos de Carranza, que dormían de a cuatro en un cuarto, sobre literas en los pasillos, en el suelo y aun en las escaleras. Se me esperaba. Al otro lado de la línea, un cónsul ecuánime, constitucionalista, a quien había explicado mi gestión, que él consideró evidentemente de gran importancia, ya había telegrafiado a Nogales que todo el futuro de la revolución mexicana dependía de que míster Reed entrevistara al Primer Jefe de la Revolución inmediatamente, a su llegada a Nogales.

Sin embargo, todo el mundo dormía, y el propietario del hotel, a quien se había hecho salir de su oficina privada, dijo que no tenía la menor idea de los nombres de ninguno de los caballeros o dónde dormían. Manifestó, sí, haber oído decir que Carranza estaba en la ciudad. Recorrimos el hotel, tocando a todas las puertas y preguntando a los mexicanos, hasta que tropezamos con un caballero sin afeitar, gentil, quien dijo ser el administrador de aduanas del nuevo gobierno en todo México.

Despertó al ministro de Marina, que sacó a su vez al tesorero de la nación y éste hizo poner en movimiento al secretario de Hacienda, el que por fin nos llevó al cuarto del ministro de Relaciones Exteriores, el señor Isidro Fabela. Este señor dijo que el Primer Jefe se había acostado ya y que no podía recibirme; pero que él mismo podría proporcionarme en seguida una declaración de lo que el señor Carranza pensaba exactamente acerca del incidente Benton.

Ninguno de los periódicos había citado jamás el nombre del señor Fabela, por lo que todos urgían a sus corresponsales para que informaran a su respecto, ya que parecía ser un miembro importante del gobierno provisional, no obstante que sus antecedentes eran completamente desconocidos. Se decía que había ocupado en diferentes ocasiones casi todos los puestos en el gabinete del Primer Jefe. Más bien de mediana estatura y de porte distinguido, afable, cortés, seguramente de una educación esmerada, su rostro era decididamente judaico. Hablamos un largo rato, sentados a la orilla de su cama. Me dijo cuáles eran los propósitos e ideales del Primer Jefe, pero no pude deducir de ellos nada acerca de su personalidad.

- Oh, sí -dijo-, desde luego yo podría ver al Primer Jefe en la mañana. Claro que me recibiría.

Pero cuando llegamos a cosas concretas, el señor Fabela me dijo que el Primer Jefe no contestaría a ninguna cuestión al momento. Todo debía ser por escrito, manifestó, debiendo someterse primero a Fabela. Éllo transmitiría a Carranza y traería su respuesta. De conformidad con lo anterior, entregué al señor Fabela, a la mañana siguiente, un cuestionario como de veinticinco preguntas, escritas en un pliego. Las leyó con suma atención.

- ¡Ah! -exclamó-; aquí hay muchas cuestiones a las que, estoy seguro, no contestará el Primer Jefe. Le aconsejo a usted eliminarlas.

- Bueno, si no las contesta, está bien -le dije-. Pero desearía ofrecerle la oportunidad de verlas. Él puede negarse simplemente a contestarlas.

- No -dijo Fabela afablemente-. Es mejor que usted las bOrre ahora. Yo sé exactamente a qué contestará y a qué no. ¿No ve usted que algunas de sus preguntas podrían predisponerlo para dar respuesta a las otras? ¿Usted no desearía que eso ocurriera, no es así?

- Señor Fabela -le dije-. ¿Está usted seguro de saber con exactitud lo que se negará a contestar don Venustiano?

- Yo sé que rehusaría contestar a éstas -replicó, indicando cuatro o cinco que más bien se referían especificamente al programa del gobierno constitucionalista: la distribución de la tierra, las elecciones por el voto directo y el derecho de los peones al sufragio.

- Le traeré sus respuestas en veinticuatro horas -me dijo-. Ahora mismo lo llevaré a ver al jefe; pero debe usted prometerme esto: que no le hará ninguna pregunta, que sencillamente entrará usted en la habitación, estrechará sus manos y le dirá: ¿Cómo está usted?, y saldrá inmediatamente.

Así se lo prometí y, junto con otro reportero, lo seguí al cruzar la plaza, hasta el pequeño y bello palacio amarillo municipal. Nos detuvimos en el patio. El lugar estaba atestado de mexicanos que se daban importancia, fastidiando a otros que hacían lo mismo, cOrriendo de puerta en puerta con portafolios y manojos de papeles. De vez en cuando, al abrirse la puerta de la secretaría, hería nuestros oídos el estrépito de las máquinas de escribir. En el pórtico se veía a oficiales uniformados esperando órdenes.

El general Obregón, comandante del ejército de Sonora, delineaba en voz alta los planes para su marcha al sur sobre Guadalajara. Salió de Hermosillo tres días después, conduciendo a su ejército a través de más de seiscientos kilómetros de una región amiga, en tres meses. Aunque Obregón no había demostrado una capacidad de dirección que asustara a nadie, Carranza lo nombró general en jefe del ejército del noroeste, en igual rango que Villa. Estaba hablando con él una mujer mexicana, gruesa, pelirroja, ataviada con un vestido negro de raso, estilo princesa, bordado de azabache y con espada al cinto. Era la coronela Ramona Flores, jefe de Estado Mayor del general constitucionalista Carrasco, que operaba en Tepic. Su esposo había muerto siendo oficial en la primera revolución, legándole una mina de oro, con cuyo producto había puesto en pie un regimiento y marchado al campo de batalla. Recostados en el muro cercano, estaban dos sacos con barras de oro, que había traído al Norte para comprar armas y uniformes para sus tropas. Los norteamericanos en busca de contratos y concesiones, muy corteses, se revolvían de un lado a otro, activamente, con el sombrero en la mano. Los siempre alerta vendedores viajeros de armas y municiones, hablaban al oído de quienes querían escucharlos, elogiando sus balas y cañones.

Custodiaban las puertas de Palacio cuatro centinelas armados, además de los que haraganeaban en el patio. No se veían otros, con excepción de dos que cuidaban una puerta pequeña a la mitad del corredor. Éstos parecían más inteligentes que los otros. Cualquiera que pasara era examinado ciudadosamente, y los que se detenían a la puerta, eran sometidos a un interrogatorio de acuerdo con alguna fórmula previamente preparada. Esta guardia se renovaba cada dos horas; el relevo estaba al cuidado de un general y, antes de hacerse el cambio, tenía efecto una larga conferencia.

- ¿Qué habitación es ésa? -pregunté al señor Fabela.

- Es el despacho del Primer Jefe de la Revolución -me contestó.

Esperé tal vez durante una hora, notando en ese lapso que nadie entraba en el aposento, a no ser el señor Fabela y aquellos que lo acompañaban. Al fin, vino hacia mí y dijo:

- Bien, el Primer Jefe lo recibirá ahora.

Lo seguimos. Los soldados de la guardia interpusieron sus rifles.

- ¿Quiénes son estos señores? -preguntó uno de ellos.

- Está bien. Son amigos -contestó Fabela, y abrió la puerta.

Adentro estaba tan oscuro, que al principio no veíamos nada. Las persianas estaban echadas en las dos ventanas. A un lado había una cama, todavía sin hacer; al otro, una mesa cubierta de papeles, sobre la cual se veía también una bandeja que contenía los restos del desayuno. En un rincón estaba una cubeta de estaño, llena de hielo, con dos o tres botellas de vino dentro. Al acostumbrarse nuestros ojos a aquella luz, vimos la gigantesca figura, vestida de caqui, de don Venustiano Carranza, sentado en un gran sillón. Había algo extraño en la manera como estaba, tal como si lo hubieran colocado allí advirtiéndole que no se moviera. Parecía no pensar, ni haber estado trabajando; no podía imaginárselo haciéndolo en aquella mesa. Se podía tener la impresión de un cuerpo inmenso inerte: una estatua.

Se levantó para saludamos; era de una estatura elevada, como de más de dos metros. Noté un poco asombrado que usaba gafas ahumadas en aquella habitación oscura; aunque colorado y con la cara llena, me pareció que no estaba bien de salud: la sensación que dan los tuberculosos. Aquel reducido aposento oscuro, donde dormía, comía y trabajaba el Primer Jefe de la Revolución, y del cual rara vez salía, parecía demasiado pequeño, como una celda.

Fabela había entrado con nosotros. Nos presentó a uno después del otro a Carranza, que hizo un visaje, una sonrisa sin expresión, vacía; se inclinó ligeramente y nos estrechó las manos. Nos sentamos todos. Indicando al otro reportero, que no hablaba español, Fabela se expresó así:

- Estos caballeros han venido a saludarlo en nombre de los grandes periódicos que representan. Este caballero dice que desea ofrecer a usted sus más respetuosos deseos por su triunfo.

Carranza se inclinó otra vez ligeramente y se levantó al mismo tiempo que Fabela, como si indicara que la entrevista había terminado.

- Me permito asegurar a los caballeros -dijo-, mi agradecida aceptación de sus buenos deseos.

Nos estrechamos otra vez las manos, pero al hacerlo con la mía, le dije en español:

- Señor don Venustiano: Mi periódico es amigo suyo y de los constitucionalistas.

Estaba allí, de pie, como antes, una gran máscara de hombre. Pero al hablarle, dejó de sonreír. Su expresión era tan vaga como antes, y repentinamente, comenzó a hablar:

- A los Estados Unidos les digo que el caso Benton no es de su incumbencia. Benton era súbdito británico. Responderé a los enviados de la Gran Bretaña cuando vengan a mí con la representación de su gobierno. ¿Por qué no vienen a mí? ¡Inglaterra tiene un embajador en la Ciudad de México, que acepta ser invitado a comer con Huerta, se quita el sombrero para saludarlo y estrecha su mano! Cuando Madero fue asesinado, las potencias extranjeras fueron en bandada, como aves de rapiña sobre los cadáveres; adularon al asesino porque tenía unos cuantos súbditos en la República, que eran pequeños traficantes y realizaban negocios sucios.

El Primer Jefe terminó tan bruscamente como había empezado, con la misma inmovilidad de expresión, pero abría y cerraba los puños y se mordía los bigotes. Fabela hizo apresuradamente un ademán hacia la puerta.

- Los caballeros están muy agradecidos a usted por haberlos recibido -dijo, nerviosamente.

Pero don Venustiano no le hizo caso. Repentinamente empezó a decir otra vez, levantando la voz más y más alto.

- Esas naciones pensaron cobardemente que podían obtener ventajas apoyando al gobierno del usurpador. Pero el avance rápido de los constitucionalistas les ha demostrado su error, y ahora se encuentran en un predicamento.

Fabela estaba visiblemente nervioso.

- ¿Cuándo comienza la campaña de Torreón? -preguntó, tratando de cambiar de tópico.

- El asesinato de Benton se debió a un ataque depravado sobre Villa por un enemigo de los revolucionarios -rugió el Primer Jefe, hablando fuerte y más rápido-, y la Gran Bretaña, la que intimida a todo el mundo, no se siente capaz de tratar con nosotros, para no humillarse enviando a un representante ante los constitucionalistas; por eso ha tratado de usar a los Estados Unidos -gritó, sacudiendo los puños-, ¡que se dejan asociar con esas potencias infames!

El infeliz Fabela hizo otra intentona para contener el torrente peligroso. Pero Carranza dio un paso adelante, y levantando el brazo, gritó:

- ¡Yo les digo a ustedes que si los Estados Unidos intervienen en México sobre la base de esta pequeña excusa, la intervención no logrará lo que desea, sino que provocará una guerra, la cual, además de sus propias consecuencias, ahondará la profunda odiosidad entre los Estados Unidos y toda América Latina; un aborrecimiento que pondrá en peligro todo el futuro político de los Estados Unidos!

Dejó de hablar cuando lo hacía en tono más elevado, como si hubiera sentido algo en su interior que se lo impidiera. Yo pensaba en mi fuero interno: he aquí la voz de México fulminando a sus enemigos; pero esto no parecía ser tanto así como la realidad de un viejo ligeramente senil, cansado y colérico.

Ya fuera, a la luz del sol, me decía el señor Fabela, muy agitado, que no debía publicar lo que había oído o, por lo menos, debía permitirle ver el despacho.

Me quedé en Nogales uno o dos días más. Al día siguiente de la entrevista, me fue devuelto el papel escrito a máquina donde estaba mi cuestionario; contenía las respuestas manuscritas, por cinco tipos diferentes de letras. Los periodistas eran gente privilegiada en Nogales; siempre eran tratados con la más refinada cortesía por los miembros del gabinete provisional; sin embargo, nunca podían llegar hasta el Primer Jefe. Traté, frecuentemente, de obtener de los miembros del gabinete la más mínima información sobre los planes que tuvieran para el arreglo de los disturbios causados por la Revolución; pero no daban señales de tener ninguno, fuera del de la formación de un gobierno constitucional. En todas las ocasiones que hablé con ellos, nunca pude descubrir de su parte un destello de simpatía o comprensión hacia los peones. En cambio, algunas veces sorprendí entre ellos altercados acerca de quién iba a ocupar los puestos elevados en el nuevo gobierno de México. El nombre de Villa era dificilmente mencionado, y cuando se hacía, era de esta manera:

- Tenemos la mayor confianza en la lealtad y obediencia de Villa.

- Como hombre de combate, Villa lo ha hecho muy bien; pero muy bien, en verdad. Pero no debe intentar mezclarse en los asuntos del gobierno; porque, desde luego, sabe usted, Villa es solamente un peón ignorante.

- Ha dicho muchas tonterías y cometido muchos errores, los cuales tendremos que corregir.

Y apenas había pasado un día, cuando Carranza hacía esta declaración, desde su cuartel general:

- No hay ningún mal entendido entre el general Villa y yo. Obedece todas mis órdenes como cualquier soldado raso, sin hacer objeciones. Es inconcebible que pudiera hacer cualquier otra cosa.

Yo había pasado bastante parte de tiempo en los corrillos del Palacio Municipal; pero no había vuelto a ver a Carranza, después de la única vez descrita.

Era hacia la caída de la tarde; la mayoría de los generales, los vendedores de armas y los políticos se habían ido a comer. Estaba sobre la orilla de la fuente en medio del patio, hablando con unos soldados, cuando de pronto se abrió la puerta de aquel pequeño despacho, apareciendo Carranza enmarcado en ella, con los brazos sueltos a lo largo del cuerpo, su admirable cabeza de viejo hacia atrás, la mirada perdida en la lejanía, sobre nuestras cabezas y por arriba de las paredes en dirección a las llamaradas de nubes en el occidente. Nos levantamos e inclinamos, pero no nos vio. Caminando despacio, salió y se encaminó a lo largo del pórtico, hasta la puerta del palacio. Los dos centinelas presentaron armas. En cuanto pasó, se echaron sus rifles al hombro y se fueron tras él. Se detuvo en la puerta y estuvo allí un largo rato mirando la calle. Los cuatro centinelas adoptaron una postura de atención. Los dos que iban detrás de él descansaron armas y se detuvieron. El Primer Jefe de la Revolución enlazó sus manos por detrás; sus dedos se movían violentamente. Entonces se volvió, y marchando entre los dos guardias, regresó al pequeño y oscuro despacho.

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