Índice de México insurgente de John ReedCapítulo anteriorBiblioteca Virtual Antorcha

SEXTA PARTE

CAPÍTULO III

Los pastores

Eñ romance del oro se aferra a las montañas del norte de Durango, igual que un perfume perdurable.

Dicen que en aquella región estuvo aquel fabuloso Ofir, de donde habían sacado los aztecas y sus misteriosos predecesores, el áureo metal rojo que encontró Cortés en el tesoro de Moctezuma. Antes de alborear la historia de México, los indios arañaban esas laderas inhóspitas de los cerros, con toscos cuchillos de cobre. Todavía pueden verse los rastros de sus labores. Y después de ellos, los españoles, con sus yelmos resplandecientes y brillantes armaduras de acero, llenaron con lo extraído de esas montañas, las naves orgullosas de los tesoros de las Indias. A más de mil seiscientos kilómetros de la capital mexicana, sobre desiertos sin caminos y montañas terriblemente pedregosas, se arrojó un fragmento lleno de colorido, de la civilización más brillante de Europa, entre los cañones y altas cimas de esta desolada tierra; y tan lejos quedaba de su base para obtener relevos, que mucho después de haber desaparecido para siempre el régimen colonial hispano, éste persiste aquí todavía. Los españoles esclavizaron a los indios de la región, claro, y los estrechos valles, arrastrados por los torrentes, están todavía plenos de siniestras leyendas. Cualquiera puede relatar historias de antaño, en torno a Santa María del Oro, y sobre la época en que flagelaban a los hombres en las minas, mientras los sobrestantes españoles vivían como príncipes.

Pero era un raza fuerte: eran montañeses, siempre dispuestos a rebelarse. Hay una leyenda sobre cómo los españoles, al descubrir que estaban solos, aislados a doscientas leguas de la costa, en medio de una raza indígena, numerosa y hostil, intentaron salir una noche de las montañas. Pero surgieron hogueras en los picos más altos, y las poblaciones montañesas vibraron al son de sus tambores de guerra. Los españoles desaparecieron para siempre entre los desfiladeros inaccesibles. Y desde esa época, hasta que ciertos extranjeros pudieron obtener concesiones mineras allí, el paraje ha tenido siempre una mala reputación. Las autoridades del gobierno mexicano raramente llegan allí.

Hay dos poblados que fueron los principales de los españoles buscadores de oro en esta región, y donde todavía es fuerte la tradición hispana: Indé y Santa María del Oro, más conocida por El Oro. Indé fue llamada así por los españoles, románticamente, por su persistente creencia de que este Nuevo Mundo era la India; Santa María fue bautizada con ese nombre sobre idéntico principio, por el que se canta un Tedeum en honor de una victoria sangrienta; es un agradecimiento al cielo por el hallazgo del oro rojo, Nuestra Señora del Oro.

En El Oro pueden verse todavía las ruinas de un monasterio al que llaman ahora, de una manera vaga, El Colegio, con sus pequeños y típicos tejados de arco, en una hilera de celdas monásticas de adobe, que se pudren rápidamente bajo soles ardientes y lluvias torrenciales. Rodea en parte lo que fue el patio del claustro, destacándose un árbol enorme de mezquite sobre la olvidada lápida mortuoria de una antigua tumba, que tiene la inscripción señorial de doña Isabel Guzmán. Claro que nadie recuerda quién fue doña Isabel, o cuándo murió. Aún existe, en la plaza pública, una antigua y bella iglesia española, con su cielo raso de vigas. Y sobre la puerta del minúsculo palacio municipal está casi borrado el escudo de armas, entallado, de alguna antigua casa española.

Pero he aquí el romance: Como los moradores se cuidan poco de la tradición y, apenas si guardan alguna memoria de los antiguos habitantes que dejaron esos monumentos, la exuberante civilización indígena ha destruido todas las huellas de los conquistadores.

El Oro se distingue como la ciudad más alegre de toda la región montañosa. Hay bailes casi todas las noches; y es bien sabido en todas partes que El Oro es la cuna de las muchachas más bonitas de Durango. En El Oro también se celebran los días de fiesta con más alborozo que en otras localidades. Todos los que hacen el carbón vegetal, los pastores de cabras, arrieros y rancheros, de muchos kilómetros a la redonda, vienen en los días festivos; de tal modo que un día de fiesta se convierte, generalmente, en dos o tres de asueto, porque se necesita un día para la fiesta, otro para ir, y un tercero para el regreso al hogar.

¡Y qué Pastorelas las de El Oro! Durante las fiestas de los Santos Reyes, una vez al año, representan Los Pastores en todos lados de esta parte del país. Es una antigua representación autodramática, de la especie que efectuaban en toda Europa en el Renacimiento, del género que originó el drama Isabelino, y que ahora ha desaparecido completamente del mundo. Fue transmitido de la madre a la hija, desde la más remota antigüedad. Se le llama Luzbel -Lucifer en español-, y describe al hombre malo en medio de su pecado mortal. Lucifer, el gran enemigo de las almas, y la eterna piedad de Dios hecho carne en el Niño Jesús.

En la mayor parte de los poblados hay solamente una representación de Los Pastores. Pero en El Oro hay tres o cuatro en la noche de los Santos Reyes, y otra en diferentes épocas del año, según el impulso del espíritu festivo. El cura, o sea el sacerdote del poblado, es todavía el que entrena a los actores. La representación, sin embargo, ya no se lleva a cabo en la iglesia. De generación en generación, se le han venido añadiendo cosas, algunas deformándola en demasiado profana, demasiado realista para la iglesia; pero aún indica la gran moral religiosa medieval.

Fidencio y yo cenamos temprano la noche de los Santos Reyes. Después me llevó a un pasadizo estrecho, como callejón entre paredes de adobe, que conducía por un lugar baldío a un corralito, detrás de una casa de donde colgaban chiles rojos. Por debajo de las piernas de dos burros contemplativos se escurrían perros y gallinas, uno o más cerdos, y un enjambre de niños morenos desnudos. Sobre una caja de madera estaba sentada una vieja bruja, arrugada, fumando un cigarrillo de hoja de maíz. Al llegar nosotros se levantó, murmurando algunas palabras de saludo ininteligibles. No tenía dientes; se levantó la tapa de la caja y sacó una olla colmada de aguardiente acabado de hacer. El alambique estaba en la cocina. Le pagamos un peso de plata, y la bebida circuló entre los tres, con muchos cumplidos y deseos por nuestra salud y prosperidad. El cielo crepuscular sobre nuestras cabezas se puso amarillo y después verdoso, en tanto que brillaban unas cuantas estrellas sobre las montañas. Oíamos risas y guitarras de la parte baja del poblado, así como los ruidosos gritos de los carboneros que remataban su día de fiesta muy animados. La vieja señora bebió más de lo que le correspondía ...

- ¡Oiga, madre! -preguntó Fidencio-. ¿Dónde van a dar Los Pastores esta noche?

- Hay muchos Pastores -le contestó mirándolo de reojo-. ¡Caramba! ¡Qué año éste para Pastores! Hay unos en la escuela, otros detrás de la casa de Don Pedro, otros en la casa de Don Mario, y unos más en la casa de Petrita, la que se casó con Tomás Redondo, que murió el año pasado en las minas. ¡Que Dios lo haya perdonado!

- ¿Cuáles son los mejores? -interrogó Fidencio, dando con el pie a una cabra que pretendía entrar en la cocina.

- ¡Quién sabe! -y se encogió de hombros dudosamente-. Si no tuviera tan duros los huesos, iría a la de don Pedro. Pero saldría descontenta porque ya no hay, en estos días, Pastorelas como las que hacíamos cuando yo era muchacha.

Fuimos, por lo tanto, a la de don Pedro, bajando por una calle accidentada, dispareja, donde se detenían a cada paso los juerguistas escandalosos que se habían quedado sin blanca, y que deseaban encontrar algún sitio donde beber a crédito. La casa de don Pedro era grande, como correspondía al hombre más rico del pueblo. La plaza abierta, rodeada por sus construcciones que, de otro modo, hubiera sido un corral ordinario; pero don Pedro podía disponer hasta de un patio, en el que abundaban los arbustos fragantes y nopales, con una fuente rústica de cuyo centro salía el agua por un tubo de hierro viejo. Se entraba al patio por un pasaje negro y estrecho, abovedado, en el que estaban sentados los músicos que tocaban. Por el lado de afuera, en la pared, estaba encajada una antorcha de pino por uno de sus extremos; debajo de ella, un hombre que cobraba cincuenta centavos por la entrada. Observamos durante un rato, pero parecía que nadie pagaba por entrar. Lo rodeaba una multitud de escandalosos, alegando que ellos tenían prerrogativas especiales para poder pasar gratuitamente. Uno, porque era primo de Don Pedro; otro porque era su jardinero; un tercero porque estaba casado con la hija de su suegra en su primer matrimonio; una mujer insistía en que era la madre de uno de los actores. Pero había otras entradas, en las que no estaba ningún guardián; y al través de ellas -cuando no podía engatusar al que estaba en la puerta principal- se colaba rápidamente la muchedumbre. Pagamos nuestra entrada en medio de un asombrado silencio, y pasamos.

Una espléndida luna blanca inundaba con su luz el lugar. El patio se inclinaba hacia arriba, a la montaña, por donde no había pared que impidiera ver las grandes planicies relucientes de tierra adentro, que se volcaban para confundirse con el cielo bajo, color jade. Del tejado poco elevado de la casa colgaba un dosel de lona sobre un sitio plano, apoyado en postes torcidos, como si fuera la tienda de campaña de un rey beduino. Su sombra tomaba la claridad de la luna en una sombra más negra que la noche. Afuera del lugar, en su derredor, alumbraban seis antorchas clavadas en el suelo, despidiendo nubes delgadas de humo negro. No había ninguna luz bajo el dosel, a no ser los fugaces destellos de incontables cigarrillos. A lo largo de la pared de la casa estaban de pie las mujeres, vestidas de negro, con mantillas del mismo color en la cabeza, mientras los hombres de la familia se acuclillaban sobre sus pies. Todos los espacios, entre sus rodillas, estaban ocupados por los niños. Hombres y mujeres por igual fumaban cigarrillos, que bajaban tranquilamente, de manera que los chicos pudieran dar una fumada. Era un auditorio tranquilo: hablaba poco y con suavidad, esperando contento, miraba la luz lunar en el patio y escuchaba la música, cuyo sonido venía, lejano, desde el pasaje de entrada. De improviso rompió a cantar un ruiseñor en alguna parte entre los arbustos, y todos quedamos estáticos, silenciosos, escuchándolo. Fueron despachados algunos chiquillos a decir a los músicos que se callaran mientras el pájaro cantaba. Aquello era conmovedor.

Durante todo este tiempo no había ninguna señal de los actores. No sé cuánto tiempo estuvimos sentados allí, pero nadie hacía comentario alguno sobre el particular. El auditorio no estaba allí precisamente para ver a Los Pastores; estaba para ver y oír lo que pasara e interesarlo en ello. Pero siendo un hombre del oeste norteamericano, inquieto y práctico, ¡ay de mí!, rompí el encanto del silencio para preguntar a una mujer que estaba junto a mí, cuándo empezaría la función.

- ¡Quién sabe! -me contestó tranquilamente.

Un hombre que acababa de llegar, después de darle vueltas a mi pregunta en su mente, se inclinó de través.

- Tal vez mañana -dijo. Noté que la música ya no tocaba-. Parece -prosiguió-, que hay otra Pastorela en la casa de doña Petrita. Me dicen que los actores que iban a trabajar aquí, se han marchado allá para verla. Y los músicos también se han ido para allá. He estado considerando seriamente el irme yo también.

Lo dejamos, pensando todavía seriamente; el resto del auditorio se había acomodado para pasar una velada de charla placentera, olvidando por completo, aparentemente, la Pastorela. Afuera, el recogedor de boletos, con nuestro peso, había reunido desde hacía largo rato a los que lo rodeaban para buscar la agradable alegría de una cantina.

En esas circunstancias, nos encaminamos lentamente por la calle hacia la orilla del poblado, donde las enyesadas paredes de las casas de los ricos contrastaban con los simples adobes de las de los pobres. Allí terminaban todas las pretendidas calles; íbamos por las veredas de los burros, entre chozas desparramadas de acuerdo con el antojo de sus dueños, atravesando corrales en ruinas hasta la casa de la viuda de don Tomás. La construcción de ésta era de ladrillos de lodo, secados al sol, parte de ellos encajados en la misma montaña, y que semejaban a lo que debe haber sido el establo de Belén. Y como si deseara completar la analogía, estaba echada una hermosa vaca a la luz de la luna, debajo de la ventana, resoplando y rumiando su paja. Veíamos, al través de la ventana, y la puerta, sobre un mar de cabezas, el reflejo de la luz de las velas en las vigas y oíamos un canto plañidero, de voces infantiles, al mismo tiempo que golpear cayados en el suelo al compás del sonido de cencerros.

Era un cuarto blanqueado, bajo de techo, con piso de tierra y, arriba, traviesas entrelazadas con lodo, igual que cualquier habitación campesina de Italia o Palestina. En el extremo más distante de la puerta estaba una mesita en la que había montones de flores de papel, donde ardían dos grandes cirios de iglesia. Arriba, en la pared, colgaba un cromo de la Virgen y el Niño. En medio de las flores se asentaba un modelo de madera, minúsculo -una cuna- en la que se veía un muñeco plomizo que representaba al Niño Jesús. Todo el resto del cuarto, menos un reducido espacio en el centro, estaba repleto de gente: una valla de niños sentados con las piernas cruzadas alrededor del escenario, muchachos y muchachas de mediana edad, arrodillados, y detrás de ellos, hasta obstruir la puerta, peones encobijados, sin sombrero, anhelantes y curiosos. Por alguna preciosa casualidad, una mujer, sentada junto al altar, amamantaba a un niño con el pecho descubierto. Estaba otra mujer con sus niños apoyada en la pared y junto a ellos una entrada angosta, con una cortina, que daba a otro cuarto desde donde podíamos oír las risas ahogadas de los actores.

- ¿Ya comenzó? -pregunté a un muchacho que se hallaba junto a mí.

- No -contestó-; salieron a cantar una canción únicamente para ver si el escenario es lo bastante grande.

Era un grupo divertido, bullicioso, cambiando chistes y charlando por arriba de sus cabezas. Muchos de los hombres estaban animados por el aguardiente, cantando pedacitos de canciones obcenas, con los brazos echados por arriba del hombro entre sí, y surgiendo a cada rato pequeños pero violentos incidentes, que podían conducir a cosas mayores, ya que todos iban anrmados. Y, en aquel momento precisamente, se oyó una voz que decía:

- ¡Chist! ¡Van a empezar!

Se levantó el telón y Lucifer, arrojado de la gloria debido a su indomable orgullo, estaba delante de nosotros. Era una muchacha joven; todos los actores eran muchachas, diferenciándose de las representaciones autodramáticas preisabelinas, en que los actores eran muchachos. Llevaba una indumentaria en la que cada pieza había sido transmitida desde una remota antigüedad. Era roja, desde luego, de cuero rojo; el color medieval asignado a los diablos. Pero la parte excitante de esto era precisamente que el uso del uniforme de un legionario romano fue tradicional -porque los soldados romanos que crucificaron a Cristo eran considerados un poco menos que diablos en la Edad Media-. Estaba vestida con un amplio jubón saya de cuero rojo, bajo el cual tenía unos calzones festonados, que le llegaban casi arriba de los zapatos. Parecía no haber mucha coherencia en ello, a menos que recordemos que los legionarios romanos usaban pantalones de cuero en Bretaña y España. Su casco estaba muy deformado, por las plumas y flores que le habían agregado; pero debajo de éstas se podía encontrar la semejanza con el caso romano. Su pecho y espalda estaban cubiertos por una coraza, la que en lugar de acero estaba hecha de espejos pequeños. Tenía una espada colgada a un costado. Sacándola, se pavoneó en torno del escenario e imitando la voz de un hombre, dijo:

¡Yo soy luz; en mi nombre se ve!
Pues con la luz
que bajé
todo el abismo encendí ...

Un monólogo espléndido de Lucifer, arrojado de la gloria:

- Yo soy luz, como lo proclama mi nombre, y la luz de mi caída ha iluminado a todo el gran averno. Porque no quise humillarme, yo, que fui el capitán general, que lo sepan todos los hombres, yo soy ahora el maldito de Dios ... A vosotras, oh montañas, y a vos, oh mar, me quejaré, y así, ¡ay de mí!, descansará mi pecho oprimido ... Fortuna despiadada, ¿por qué eres tan severamente inflexible? ... Yo, que ayer moraba tranquilo allá en el firmamento rutilante, soy ahora el desheredado, el desamparado. A causa de mi loca envidia y ambición, por mi arrebatada soberbia, mi palacio de ayer ya no existe, y hoy estoy triste entre estas montañas, mudos testigos de mi aflictiva y lastimosa condición ... ¡Oh, montañas! ¡Felices vosotras! ¡Felices con todo, ya seáis desnudas y desiertas, o alegres y frondosas de verdor! ¡ Oh, vosotros, veloces arroyos que corréis libres, miradme! ...

- ¡Bueno, bueno! -prorrumpió el público.

- ¡Así se va a sentir Huerta cuando entren los maderistas a la Ciudad de México! -gritó un revolucionario incorregible, entre las risas de todos.

- Miradme en mi tribulación y pecado ... -prosiguió Luzbel.

Pero entonces salió un gran perro de atrás del telón, meneando alegremente su cola. Intensamente satisfecho de sí mismo, se dio a oler a los niños, lamiendo una cara aquí y allá. Un chiquitín le pegó fuertemente y, el perro asustado y atónito, salió precipitadamente por entre las piernas de Lucifer, en medio de aquella sublime peroración. Lucifer cayó por segunda vez y, levantándose entre la desatada hilaridad del auditorio, lo amenazó con su espada. Entonces se echaron encima del perro cuando menos cincuenta espectadores y lo arrojaron aullando, con lo que siguió la representación.

Laura, casada con Arcadio, un pastor, entró cantando a la puerta de su casucha, es decir, salió de entre el telón ...

- ¡Qué apaciblemente cae la luz de la luna y las estrellas en esta noche soberanamente hermosa! La naturaleza parece estar a punto de revelar algún maravilloso secreto. Todo el mundo está en paz, y todos los corazones, imagino, están rebosando de alegría y contento ... Pero, ¿qué es esto de tan agradable presencia y fascinante figura?

Lucifer, pavoneándose ensoberbecido, le declaró su amor, con una audacia latina. Le respondió que su corazón pertenecía a Arcadio; pero el superdiablo puso de manifiesto la pobreza de su esposo, prometiéndole riquezas, palacios deslumbrantes, joyas y esclavos.

- Siento que estoy comenzando a amarte -dijo Laura-. No puedo engañarme a mí misma, no puedo luchar contra mi voluntad.

En esta parte hubo risas sofocadas entre el público:

- ¡Antonia! ¡Antonia! -dijeron todos riéndose y dándose codazos-. ¡Ésa es precisamente la forma en que Antonia abandonó a Enrique! ¡Siempre tuve la creencia de que el diablo andaba en ello! -hizo notar una de las mujeres.

Pero Laura tenía escrúpulos de conciencia por el pobre Arcadio. Lucifer insinuó que Arcadio estaba enamorado de otra en secreto; aquello determinó la cuestión.

- Si es así no tendrás dificultades -dijo Laura con calma-, así quedaré libre, y aun buscaré la oportunidad para matarlo.

Esto fue terrible, aun para Lucifer, quien sugirió que sería mejor hacer sentir a Arcadio el tormento de los celos, y en un regocijado aparte, dijo satisfecho refiriéndose a ella:

- Ya sus pies van directamente camino del infierno.

Las mujeres, aparentemente, sintieron una gran satisfacción por esto. Se codeaban, sintiéndose virtuosas, unas a otras. Pero una muchacha dijo al oído de la otra, suspirando:

- ¡Ah! ¡Pero debe ser maravilloso amar de ese modo!

Arcadio volvió, para que Laura le echase en cara su pobreza. Venía acompañado de Bato, una mezcla de Yago y Autólico, que oyó el diálogo entre el pastor y su mujer haciendo irónicos apartes. Se despertaron las sospechas de Arcadio, al observar el anillo con una piedra preciosa, que Lucifer había dado a Laura; y cuando ésta lo dejó, arrogante y procaz, desahogó sus sentimientos ofendidos.

- Precisamente cuando era más feliz creyendo en su fidelidad, me amarga el corazón con su crueldad inhumana. ¡Qué haré conmigo mismo!

- Buscar una nueva consorte -contestó Bato.

Pero al ser rechazado lo propuesto, Bato dio la siguiente humilde receta para zanjar la dificultad:

- Mátala sin dilación. Hecho esto, quítale la piel y guárdala ciudadosamente. En caso de que contraigas nuevas nupcias, que sea esa piel la sábana de tu desposada; así te evitarás otras calabazas. Y para fortalecer más su virtud, dile tranquila pero enérgicamente: Queridita, esta tu sábana fue la piel de mi primera esposa; cuida de manejarte con cautela, a menos que quieras, tú también, correr la misma suerte. Recuerda que soy hombre duro y quisquilloso y que no reparo en bagatelas.

Al comenzar esta perorata los hombres comenzaron a sonreír, pero cuando terminó, reían a carcajadas.

Un peón viejo, sin embargo, se volvió furiosamente hacia ellos:

- ¡Ése es un remedio infalible! -dijo-. Si así se hiciera más a menudo, no habría tantas dificultades conyugales.

Pero Arcadio pareció no verlo así, y Bato recomendó entonces una actitud filosófica:

- Reprime tus querellas y abandona Laura a su amante. Libertado así de obligaciones, te harás rico, podrás comer y vestir bien y disfrutar verdaderamente de la vida. El resto importa muy poco ... Por lo tanto, aprovecha esta oportunidad y toma el camino para hacer tu propia fortuna. Pero no olvides, te lo ruego, una vez que te hayas hecho rico, regalar a esta pobre panza mía con buenos festines.

- ¡Qué vergüenza! -gritaron las mujeres, animándose-. ¡Qué falsedad! ¡El desgraciado!

Una voz aguda, de hombre, gritó:

- ¡Hay en eso algo de verdad, señoras! Si no fuera por las mujeres y los chicos, todos podríamos ir vestidos con ricos trajes y montar a caballo.

Se desató una acalorada discusión en tomo a este punto.

Arcadio perdió la paciencia con Bato, y este último exclamó quejumbrosamente:

- Si tienes alguna estimación por el pobre Bato, vamos a cenar.

Arcadio le contestó con firmeza que no, hasta que hubiera desahogado su corazón.

- Desahoga, y mi enhorabuena -dijo Bato-, hasta que te canses. En cuanto a mí, le pondré un nudo a mi lengua, de tal manera que aunque hables como una cotorra, permaneceré mudo.

Se sentó sobre una gran piedra y fingió dormir; mientras tanto, durante quince minutos, Arcadio se descargaba dirigiéndose a las montañas y a las estrellas:

- ¡ Oh, Laura, inconstante, ingrata e inhumana! ¿Por qué me has causado tal dolor? Has herido mi honor y mi fe y atormentado mi alma. ¿Por qué has escarnecido mi ferviente amor? ¡Oh, vosotras, escarpadas, quietas y majestuosas montañas, ayudadme a expresar mi infortunio! Y vosotros, rígidos, inconmovibles riscos; y vosotros, bosques silenciosos, ayudadme a sosegar mi corazón en su dolor ...

El auditorio compartió con Arcadio su duelo, dentro de una sentida y silenciosa compasión. Unas cuantas mujeres sollozaban abiertamente.

Al fin, Bato no pudo contenerse.

- ¡Vamos a cenar! -exclamó-. ¡Los duelos con pan son menos ...!

Una algazara de risas cortó el final de la frase.

Arcadio: - A ti solamente, Bato, he confiado mi secreto.

Bato (aparte): - ¡No creo que pueda guardarlo! Ya me hormiguea la boca por decirlo. Este imbécil aprenderá que un secreto y una promesa no deben confiarse a nadie.

Entró cantando un grupo de pastores y pastoras de ovejas. Iban ataviados con sus trajes domingueros; ellas con sus mejores galas, sombreros de verano con flores; llevaban enormes cayados apostólicos de madera, de los que colgaban flores de papel y cordones de cencerros.

Hermosa es esta noche sin comparación,
bella y apacible como nunca,
y feliz el mortal que la contempla.
Todo proclama que el Hijo de Dios,
el Divino Verbo hecho carne humana,
pronto verá la luz de Belén
y se consumará la redención de los hombres.

Después siguió un diálogo entre Fabio el avariento, de noventa años de edad, y su vivaracha y joven esposa, al cual contribuyeron todos los presentes, sobre el tema de las grandes virtudes de las mujeres y las grandes flaquezas de los hombres.

El auditorio participó violentamente en el debate, esgrimiendo lo dicho en la representación, en un ir y venir verbal; los hombres y las mujeres, alineados sólidamente por sexos, en dos grupos hostiles. Las mujeres se apoyaban en las palabras del drama, pero los hombres tenían el poderoso ejemplo de Laura, de qué echar mano. Pronto se pasó a un terreno en el que salieron a relucir las virtudes y los defectos de ciertas parejas matrimoniales en El Oro. La representación se suspendió por unos momentos.

Uno de los pastores de ovejas, Bras, robó a Fabio su mochila de entre las piernas al quedarse dormido. Entonces se generalizó la chismografia y la murmuración. Bato obligó a Bras a dividir con él lo que contenía la alforja robada, la cual abrieron, sin encontrar algo para comer, que era lo que buscaban. En su desencanto, ambos manifestaron su anuencia para vender sus almas al diablo por una buena comida. Lucifer se percató de la declaración e intentó obligarlos a sostenerla. Pero después de una batalla de ingenio entre los rústicos y el diablo -en la que la audiencia se puso como un solo hombre contra los ardides y malas artes de Lucifer- decidiéronse por jugar a los dados la resolución, en que perdió el diablo. Pero éste ya les había dicho dónde había que comer, y se marcharon en pos de comida. Lucifer blasfemó contra Dios por intervenir en favor de los dos despreciables pastores, admirándose de que se hubiera extendido una mano más poderosa que la suya para salvarlos. Se maravilló ante la piedad eterna por el hombre indigno, que siempre había sido pecador invariable en todos los tiempos, mientras que él, Lucifer, había sentido sobre sí la ira de Dios tan pesadamente. De pronto se escuchó una música muy melodiosa -eran los pastores de ovejas cantando detrás del telón- y Lucifer meditaba sobre las profecías de Daniel, indicando que el Divino Verbo debía estar hecho de carne. Seguía anunciando la música entre los pastores de ovejas el nacimiento de Cristo. Lucifer, encolerizado, juró que usaría todo su poder con el fin de que todos los mortales saborearan el infierno alguna vez, ordenando a éste que se abriera para recibirlo en su centro.

Al nacer Cristo, todos los espectadores se persignaron, y las mujeres rezaban entre dientes. La cólera impotente de Lucifer contra Dios fue recibida con gritos de: ¡Blasfemia! ¡Sacrilegio! ¡Que muera el diablo por insultar a Dios!

Bato y Bras volvieron enfermos, por glotones, y creyendo que estaban a punto de morir, pidieron auxilio desesperados. Entonces entraron los pastores y las pastoras de ovejas, cantando y golpeando el suelo con sus cayados, al mismo tiempo que prometían curarlos.

Al comenzar el acto segundo, Bato y Bras, ya completamente sanos, fueron descubiertos cuando tramaban un nuevo complot para robar y comerse los alimentos que estaban reservados para un festival del poblado, y al irse por tal motivo, reapareció Laura, cantando sobre su amor hacia Lucifer. Se oyó música celestial, increpándola por sus pensamientos adúlteros, por lo que renunció al amor culpable y declaró que se contentaría con Arcadio.

Las mujeres del auditorio susurraban y se hacían señales con la cabeza, riendo satisfechas ante tan ejemplares sentimientos. Se escucharon suspiros de alivio por todo el recinto, en vista del cariz que tomaba el desenlace del drama.

Pero poco después se oyó el ruido de un techo que se caía, entrando el auxilio cómico, en las personas de Bato y Bras, llevando un canasto de comida y una botella de vino. Todo el mundo se animó con la presencia de estos amados pícaros; una alegría anticipada se extendió en todo el local. Bato propuso que se comería la mitad, su parte, mientras que Bras haría guardia, con lo que Bato se comió también la parte de Bras. En medio de la reyerta que siguió antes de que pudieran ocultar las huellas del delito, volvieron los pastores y las pastoras en busca de los ladrones. Bato y Bras inventaron muchas y absurdas razones para explicar la procedencia de la comida y la bebida, hasta que finalmente lograron convencer a sus acusadores que eran de origen diabólico. Con el objeto de cubrir mejor los vestigios del hurto, invitaron a los otros a que se comieran el resto.

Esta escena, la más divertida de toda la representación, apenas podía oírse por el estruendo de las risotadas que interrumpían cada frase. Un jovenzuelo se estiró y dio un puñetazo, en broma, a un compadre.

- ¿Te acuerdas cómo salimos del paso cuando nos atraparon ordeñando las vacas de don Pedro?

Lucifer retornó, siendo invitado a participar en la fiesta. Los incitó maliciosamente a continuar discutiendo sobre el robo, situando poco a poco la culpa sobre el extraño, a quien todos coincidían en haber visto. Desde luego, ellos se referían a Lucifer; pero, invitados a descubrirlo, pintaron a un monstruo mil veces más repulsivo que en la realidad. Nadie sospechaba que el forastero amable que estaba sentado entre ellos era Lucifer.

No tengo, espacio para describir aquí, cómo, al fin fueron descubiertos y castigados Bato y Bras; cómo se reconciliaron Laura y Arcadio; cómo le fue reprochada su avaricia a Fabio y éste reconoció el error de sus procedimientos; cómo fue mostrado el Niño Jesús tendido en el pesebre, con los tres Reyes del Oriente, fuertemente individualizados, y cómo, por último, fue descubierto Lucifer y arrojado nuevamente al infierno.

El drama duró tres horas, absorbiendo toda la atención del auditorio. Bato y Bras -particularmente Bato- obtuvieron su más entusiasta aprobación. Simpatizaron con Laura, sufrieron con Arcadio odiando a Lucifer, con el odio de las galerías contra el villano del melodrama.

Una sola vez se interrumpió la representación: cuándo entró repentinamente un joven sin sombrero y gritó:

- ¡Ha llegado un hombre del ejército; dice que Urbina ha tomado a Mapimí!

Aun los actores que cantaban en ese momento, se callaron. En aquel instante golpeaban en el suelo con los cayados y los cencerros. Inmediatamente un torbellino de preguntas cayó sobre el recién llegado. Pero enseguida se disipó el interés, y los pastores de ovejas reanudaron su canción donde la habían suspendido.

Cuando salimos de casa de doña Petrita, cerca de la medianoche, la luna se había ocultado detrás de las montañas del occidente; un perro que ladraba era todo el ruido que se oía en la noche callada y oscura. Caminando Fidencio y yo para casa, con nuestras armas al hombro, cruzó por mi mente, como un relámpago, la idea de que ésta era la clase de arte que precedió a la edad de oro del teatro en Europa, la floración del Renacimiento. Resultaba divertido meditar lo que hubiera sido el Renacimiento mexicano, si éste no hubiese llegado tan atrasado.

Pero ya se acercan los grandes mares de la vida moderna a las estrechas casas de la Edad Media mexicana: la maquinaria, el pensamiento científico y la teoría política. México tendrá que seguir durante algún tiempo en su Edad de Oro del Teatro.

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