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PRIMERA PARTE
CAPÍTULO V
Noches blancas en La Zarca
Por supuesto, me alojé en el cuartel. Justo aquí quiero mencionar un hecho. Los norteamericanos insisten en que los mexicanos son deshonestos por naturaleza; según ellos yo debería esperar que me robaran mis pertenencias desde el primer día. Llevaba dos semanas viviendo con una banda de exconvictos como en cualquier ejército. No tenían ni disciplina ni educación. Muchos de ellos odiaban a los gringos. No se les había pagado en seis semanas, y algunos estaban tan desesperadamente pobres que no podían ni alardear de sus huaraches o de sus sarapes. Yo era un extraño, desarmado, con buenas pertenencias. Poseía ciento cincuenta pesos que escondía en la cabecera de mi cama al dormir, y nunca perdí nada. Más que eso, nunca se me permitió pagar mi comida. En una compañía donde el dinero era escaso y el tabaco casi desconocido, yo dormía aprovisionado con todo lo que pudiera fumar gracias a los compañeros. Cada intento que yo hacía por pagar algo era un insulto para ellos. La única cosa que se me permitía pagar era el alquiler de la música para los bailes.
Mucho después de que Juan Sánchez y yo nos envolvimos en nuestras cobijas esa noche, podíamos oír el ritmo de la música y los gritos de los que bailaban. Debió haber sido medianoche cuando alguien abrió de par en par la puerta y gritó:
- ¡Míster! ¡Oiga, míster! ¿Está dormido? ¡Venga al baile! ¡Arriba! ¡Ándele!
- ¡Tengo mucho sueño! -dije.
Después de varios argumentos el mensajero se fue, pero en diez minutos regresó.
¡El capitán Fernando le ordena venir de inmediato! ¡Vámonos! En ese momento los demás se despertaron.
- ¡Vaya al baile, míster! -gritaron.
Juan Sánchez se sentó y empezó a ponerse los zapatos.
- ¡Vámonos! -dijo- ¡El míster va a bailar! ¡Órdenes del capitán! ¡Vamos, míster!
- Iré si toda la tropa va -dije.
Todos gritaron y la noche se llenó de jubilosos hombres poniéndose la ropa.
Veinte de nosotros llegamos juntos a la casa. Los peones que bloqueaban la puerta y la ventana las abrieron para dejarnos pasar.
- ¡El míster! -gritaron- ¡El míster va a bailar!
El capitán me abrazó, diciendo con potente voz:
- ¡Ahí viene, el compañero! ¡A bailar! ¡Vamos! ¡Van a bailar la jota!
- ¡Pero no sé bailar la jota!
Patricio, sonrojado y jadeante, me tomó del brazo.
- ¡Venga, es fácil! ¡Le voy a presentar a la mejor muchacha de La Zarca!
No tenía remedio. La ventana estaba atestada de caras y un centenar trataba de colarse por la puerta. Era un cuarto común y corriente en la casa de un peón, blanqueado, con un sucio piso lleno de bordos. A la luz de las velas se sentaban dos músicos. La música tocó Puentes de Chihuahua. Se hizo un silencio sonriente. Tomé a la joven del brazo, comencé la marcha preliminar alrededor del cuarto, esto se acostumbra antes de que el baile comience. Valseamos dolorosamente por uno o dos momentos, de pronto todos empezaron a gritar:
- ¡Ora! ¡Ora! ¡Ahora!
- ¿Ahora qué se hace?
- ¡Vuelta! ¡Vuelta! ¡Suéltela! -en un perfecto coro.
- ¡Pero es que no sé cómo!
- El tonto no sabe bailar -gritó uno.
Otro empezó una canción burlesca:
Los gringos son muy majes;
nunca han estado en Sonora
y cuando quieren decir: Diez reales,
dicen dolla an'a quarta ...
En eso Patricio llegó al centro y Sabás detrás de él; cada uno tomó a una muchacha de la línea de mujeres que se sentaba en un extremo del cuarto. Y cuando conducía a mi pareja a su asiento, ellos dieron vuelta. Primero unos cuantos pasos de vals, después el hombre dio vueltas alejándose de la chica, tronando los dedos, lanzando un brazo hacia arriba para cubrir su cara, mientras que la chica ponía una mano sobre la cadera y bailaba tras él. Se acercaron uno a otro, se retiraron, y bailaron uno alrededor del otro. Las chicas eran tontas y sin gracia, con cara indígena y horribles, con hombros inclinados de tanto moler maíz y lavar la ropa. Algunos de los hombres llevaban pesadas botas, otros no; muchos usaban pistolas y cananas, unos cuantos llevaban rifles colgando de sus hombros.
Antes del baile siempre se hacía una gran marcha; después, cuando la pareja baila dos veces a lo largo de la habitación, caminan otra vez. Eran pasos doble, valses y mazurkas además de la jota. Cada muchacha mantenía los ojos fijos en el suelo, nunca hablaba, y tropezaba pesadamente atrás de uno. Agreguen a esto un piso sucio lleno de arroyos y tendrán una forma de tortura sin paralelo en el mundo. Me pareció que bailé por horas, alentado por el coro:
- ¡Baile, míster! ¡No le afloje! ¡No se dé por vencido!
Después tocaron otra jota, y aquí fue donde casi me meto en líos. Bailé ésta con buen éxito, con otra chica. Y después, cuando le pedí a mi compañera anterior un paso doble, se enojó mucho.
- Me avergonzó delante de todos -dijo ella-; ¡usted dijo que no sabía bailar la jota!
Cuando marchamos por la habitación, ella se dirigió a sus amigos:
- ¡Domingo! ¡Juan! ¡Vengan a quitarme este gringo! ¡No se atreverá a hacer nada!
Media docena de ellos se dirigieron a la pista, mientras el resto estaba a la expectativa; era un momento dificil. Pero de pronto, el buen Fernando se paró en frente, revólver en mano.
- ¡El americano es mi amigo! -dijo- ¡Regresen a sus asuntos! ...
Como los caballos estaban cansados, descansamos un día en La Zarca. Detrás de la casa grande había un jardín en ruinas, lleno de álamos grises, higueras, viñas y grandes cactus. Estaba amurallado con altas paredes de adobe en tres costados, sobre uno de los cuales la antigua torre blanca de la iglesia flotaba en el cielo azul. El cuarto costado daba a un estanque de agua amarilla; más allá se extendía el desierto occidental, kilómetros y kilómetros de la más árida desolación. El soldado Marín y yo yacíamos bajo una higuera, observando a los buitres volar sobre nosotros con alas inmóviles. De pronto una música fuerte y agitada rompió el silencio.
Pablo había encontrado una pianola en la iglesia, donde había escapaoo al ojo de Cheché Campa el año anterior; dentro había un rollo, <>el vals de la viuda alegre. No había otra cosa qué hacer más que sacar el instrumento al patio en ruinas. Nos turnamos para tocarlo todo el día. Rafaelito contribuyó con la información de que la Viuda Alegre era la pieza más popular de México. Dijo que un mexicano la había compuesto.
El hallazgo de la pianola nos dio la idea de hacer otro baile en la noche, en el mismo pórtico de la casa grande. Se pusieron velas en los pilares, la débil luz temblaba sobre los derruidos muros, quemaba y ennegrecía los marcos de las puertas; la lucha de las viñas salvajes resultó en que se habían enredado sin control alrededor de las vigas del techo. El patio entero estaba lleno de hombres encobijados, de fiesta, aunque un poco incómodos en la gran casa a donde nunca se les había permitido la entrada. Tan pronto como la orquesta terminó una danza, la pianola inmediatamente asumió su tarea. Las canciones se sucedían sin descanso. Un barril de sotol complicó más las cosas. Conforme la tarde pasaba, la reunión se hizo cada vez más regocijante. Sabás, que era ordenanza de Pablo, bailó con la amante de Pablo. Los seguí. De inmediato Pablo le pegó a ella en la cabeza con la cacha de su revólver, diciendo que la mataría si bailaba con otro, y a su compañero también. Después de estar sentado unos minutos meditando, Sabás se levantó, empuñó su revólver e informó al arpista que había dado una mala nota. Luego le disparó. Otros compañeros lo desarmaron, y se fue a dormir en medio de la pista de baile.
El interés en que el míster bailara, pronto cambió por otra cosa. Yo estaba sentado junto a Julián Reyes, el del Cristo y la Virgen en el sombrero. Él estaba muy alterado por el sotol, con los ojos llameantes como los de un fanático.
Se volvió hacia mí de repente:
- ¿Va a pelear con nosotros?
- No -dije-. Soy un corresponsal. Tengo prohibido pelear.
- Es mentira -gritó-. No pelea porque tiene miedo. Ante los ojos de Dios, nuestra causa es justa.
- Sí, lo sé. Pero tengo órdenes de no pelear.
- ¿Qué me importan las órdenes? -chilló-. No queremos corresponsales. No queremos palabras impresas en un libro. Queremos rifles y matar, si morimos estaremos junto con los ángeles; ¡cobarde! ¡Huertista! ...
- ¡Ya basta! -gritó alguien.
Levanté la vista y miré a Longino Güereca parado tras de mí.
- Julián Reyes, tú no sabes nada. Este compañero viene desde muchos kilómetros por mar y tierra para decirles a sus paisanos la verdad de la lucha por la libertad. Va a la guerra sin armas, él es más valiente que tú, porque tú tienes un rifle. ¡Ahora, sal, ya no lo molestes!
Se sentó donde Julián había estado, me dirigió su sonrisa amable y franca, y tomó mis manos entre las suyas.
- Debemos ser compadres ¿eh? -dijo Longino Güereca-. Deberíamos dormir en las mismas cobijas, estar siempre juntos. Cuando lleguemos a La Cadena te llevaré a casa, para que mi padre te haga mi hermano ... Te enseñaré las minas perdidas de oro de los españoles, las más ricas en el mundo ... Las trabajaremos juntos, ¿eh? ... Seremos ricos ¿eh? ...
A partir de entonces Longino Güereca y yo estuvimos siempre juntos.
El baile se volvió cada vez más desenfrenado. La orquesta y la pianola se alternaban sin descanso. Todos estaban borrachos. Pablo estaba alardeando horriblemente sobre la matanza de prisioneros indefensos. De vez en cuando se oía un insulto, había un encasquillar de rifles por todo el lugar. Y cuando una pobre mujer cansada se alistaba para irse a casa, qué grito de advertencia se levantaba:
- ¡No se vaya! ¡No se vaya! ¡Deténgase! ¡Venga para acá y baile! ¡Regrese aquí!
Entonces la descorazonada procesión paraba y regresaba sin ganas. A las cuatro, cuando alguien esparció el rumor de que un gringo huertista estaba entre nosotros, decidí irme a acostar. Pero el baile siguió hasta las siete ...
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