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PRIMERA PARTE

CAPÍTULO VI

¿Quién vive?

Al amanecer me levanté cuando escuché disparos, una trompeta vieja sonaba sin parar. Juan Sánchez estaba de pie frente al cuartel, tocando la diana; no sabía cuál era el toque de diana, así es que los tocaba todos.

Patricio había lazado una res para el desayuno; el animal corrió jalando con fuerza hacia el desierto, con el caballo de Patricio corriendo a un lado. El resto de la tropa, con sólo los ojos sobresaliendo de los sarapes, estaban arrodillados con sus rifles al hombro. ¡Crash! En ese aire tranquilo, el grandioso sonido de las pistolas rompía con enorme estruendo. La res jalaba de lado; su bramido nos llegaba desvanecido. ¡Crash!, cayó de cabeza; sus patas se agitaron en el aire; la montura de Patricio saltó con violencia, su sarape se agitó como una bandera. Justo entonces el enorme sol se levantó en todo su esplendor por el este, vertiendo claridad sobre la planicie desnuda como el mar ...

Pablo salió de la casa grande, apoyándose en el hombro de su esposa.

- Estoy enfermo -gruñó, acompañando la acción a las palabras-. Juan Reed montará mi caballo.

Subió al coche, tomó la guitarra y cantó:

Me quedé al pie de un maguey,
mi desagradecido querer con otro se fue.
Desperté con el canto de la golondrina:
¡Oh, qué cruda tengo! ¡Y el cantinero no fia!

¡Oh, Dios quítame este malestar!
Siento como si me fuera a morir.
La virgen del pulque y el aguardiente me salvará.
¡Ay, qué cruda, y nada qué tomar ...!

Son cerca de noventa kilómetros desde La Zarca hasta la hacienda de La Cadena donde la tropa debía estacionarse. Cabalgamos un día, sin agua ni comida. El coche pronto nos dejó atrás. En poco tiempo la desolación del terreno dio paso a una vegetación espinosa y hostil, el cactus y el mesquite. Nos deslizamos por un zurco profundo entre el gigantesco chaparral, atragantados con la gran nube de polvo álcali, rasguñados y picados por los arbustos espinosos. A veces salíamos a un espacio abierto y se podía ver el camino recto que subía las barrancas del desierto hasta donde el ojo ya no podía ver; pero sabíamos que ahí estaba, extendiéndose más y más lejos. No soplaba ni el viento más ligero. El sol directo nos daba con tal furia que le hacía flaquear a uno. La mayoría de la tropa, que se había emborrachado la noche anterior, comenzó a sufrir terriblemente. Sus labios tostados y partidos se pusieron de un tono azul oscuro. No oí ni una sola voz de queja. Pero no había ese bromear y retozar leve de otros días. José Valiente me enseñó a mascar ramas de mesquite, pero eso no me ayudó mucho. Ya llevábamos varias horas cabalgando, cuando Fidencio señaló hacia el frente, diciendo con voz ronca:

- ¡Ahí viene un cristiano!

Si uno reparaba en la palabra cristiano, en esos momentos, sólo significaba hombre, este significado desciende de los indígenas desde tiempos inmemoriales. Y cuando el hombre que la pronuncia tiene un parecido asombroso a la imagen de Cuauhtemotzin, le provoca a uno una extraña sensación. El cristiano en cuestión era un indígena entrado en años que conducía un burro. No, no llevaba agua. Pero Sabás brincó de su caballo y tiró el bulto del anciano al suelo.

- ¡Ah! -gritó- ¡Bueno! ¡Tres piedras! -Y, alzándola, mostró una raíz de planta de sotol que parecía un agave barnizado exudando jugos intoxicantes.

La dividimos como se divide una alcachofa y pronto todos nos sentimos mejor.

Casi al terminar la tarde viramos en un recodo del desierto y vimos, al frente, gigantescos álamos cenizos flanqueando la corriente del río de la hacienda Santo Domingo. Un pilar de polvo café, como el humo de una ciudad en llamas, se levantaba en el corral donde los vaqueros lazaban caballos. Desolada y solitaria se erigía la casa grande que Cheché Campa había quemado hacía un año. Junto al río, al pie de los álamos, una docena de vendedores vagabundos se acuclillaban alrededor del fuego, sus burros rumiaban maíz. Desde la fuente hasta las casas de adobe y de regreso, se movía una interminable cadena de cargadoras de agua, el símbolo del norte de México.

- ¡Agua! -gritamos contentos, galopando colina abajo. Los caballos del coche ya estaban en el río con Patricio. Saltando de sus monturas, la tropa se arrojó sobre su estómago; hombres y caballos por igual metieron lacabeza, y bebimos, y bebimos ... Fue la sensación más gloriosa que jamás haya experimentado.

- ¿Quién tiene un cigarro? -gritó alguien. Por unos cuantos benditos minutos nos recostamos fumando. El sonido de la música alegre me hizo sentar.

Ahí, ante mi vista, se movía la procesión más extraña del mundo. Primero venía un peón harapiento con la rama en flor de cierto árbol. Detrás de él, otro llevaba sobre la cabeza una pequeña caja similar a un ataúd, con largas cranjas azules, rosas y plateadas; lo seguían cuatro hombres, llevando una especie de dosel hecho de lanilla de alegres colores. Una mujer caminaba debajo de él, aunque el dosel la cubría hasta la cintura; por encima de él yacía el cuerpo de una niñita, con los pies descalzos y las pequeñas manos morenas cruzadas sobre el pecho. Tenía una guirnalda de flores de papel sobre la cabeza, todo su cuerpo estaba cubierto de ellas. Un arpista iba al final, tocando un vals popular llamado Recuerdos de Durango. El cortejo fúnebre se movía lenta y alegremente, pasando por un campo de rebota, donde los jugadores jamás cesaban su partido de pelota, hasta el pequeño cementerio.

- ¡Bah! -soltó Julián Reyes con furia-. ¡Esa es una blasfemia a los muertos!

El desierto era deslumbrante bajo los últimos rayos del sol. Cabalgábamos por una tierra silenciosa y encantada, semejante a un reino submarino. Por todas partes había cactus coloreados de rojo, azul, púrpura, amarillo, como el coral en el fondo del océano. Detrás de nosotros, hacia el Oeste, el coche rodaba en medio de un aura de polvo como el carruaje de Elías ... Hacia el Este, bajo un cielo ya oscurecido con estrellas, estaban las corrugadas montañas, detrás de las cuales se extendía La Cadena, el puesto de avanzada del Ejército maderista. Era una tierra para amar -México-, una tierra por la cual luchar. Los trovadores de pronto comenzaban la interminable canción La corrida de toros, donde los jefes federales son los toros, y los generales maderistas los toreros; cuando veía a los hombres alegres, amorosos, humildes, quienes habían dado tanto de su vida y de su comodidad por la valiente lucha, no pude evitar pensar en el pequeño discurso que Villa dio a los extranjeros que abandonaron Chihuahua en el primer tren de refugiados:

- Estas son las últimas noticias que llevan a su gente. Ya no habrá más palacios en México. Las tortillas del pobre son mejores que el pan del rico; ¡vayanse! ...

Ya muy noche -eran más de las once- el coche se descompuso sobre el camino rocoso entre las montañas. Me detuve a recoger mis cobijas; cuando me puse en marcha, los compañeros ya se habían esfumado por el sinuoso camino. Yo sabía que en algún lugar cercano estaba La Cadena. En cualquier momento un centinela podía salir de entre el chaparral. Por más de un kilómetro descendí por un camino escarpado que muchas veces resultó ser el lecho seco de un río, serpenteando cuesta abajo entre las altas montañas. Era una noche negra, sin estrellas, con un frío amargo. Por fin, las montañas se abrieron en una vasta planicie; apenas pude distinguir la tremenda extensión de La Cadena y el paso que la tropa debía guardar. A escasos cinco kilómetros más allá del paso se encontraba Mapimí, donde había doce mil federales. Pero la hacienda todavía estaba escondida por un doblez del desierto.

Ya estaba muy cerca y no había sido detenido. Veía una difusa plaza blanca de edificios al otro lado del profundo arroyo; y ningún centinela todavía.

- Es curioso -me dije- no tienen muy buena guardia por aquí.

Me metí en el arroyo y subí al otro lado. En una de las enormes habitaciones de la casa grande había luces y música. Asomándome, vi al infatigable Sabás girando con los pasos de la jota, a Isidro Amayo y José Valiente. ¡Un baile! En ese instante un hombre, pistola en mano, se asomó por el marco de la puerta.

- ¿Quién vive? -me gritó con pereza.

- ¡Madero! -respondí.

- ¡Qué viva! -contestó el centinela, y regresó al baile ...

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