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PRIMERA PARTE
CAPÍTULO VIII
Los cinco mosqueteros
La casa grande de La Cadena había sido asaltada, desde luego por Cheché Campa el año anterior. En el patio estaban acorralados los caballos de los oficiales. En la sala del propietario, que había sido alguna vez decorada con lujo, había ganchos pegados en las paredes para colgar las sillas, bridas, etc.; los rifles y sables se paraban contra la pared, las sucias cobijas yacían enrolladas tiradas en el rincón. Por la noche, un fuego de olotes se quemaba en medio del piso; nos acuclillamos alrededor, mientras Apolinario y Gil Tomás, de catorce años, que había sido un colorado, contaban leyendas de los tres sangrientos años.
- Al tomar Durango -dijo Apolinario- era gente del capitán Borunda; al que llaman el matador, porque siempre mata a los prisioneros. Pero cuando Urbina tomó Durango no hubo prisioneros. Así es que Borunda, sediento de sangre, hizo redadas en todas las cantinas. En cada una tomaba algún hombre desarmado y le preguntaba si era federal.
- No, señor -decía el hombre-; ¡mereces la muerte porque no dijiste la verdad! -gritaba Borunda, sacando su pistola-. ¡Bang!
Todos nos reímos con ganas por esto.
- Eso me recuerda -intervino Gil- el tiempo en que pelié bajo la dirección de Rojas en la revuelta de Orozco (¡maldita sea su madre!). Un viejo oficial porfirista se pasó a nuestro bando. Orozco lo mandó a enseñarle a los colorados (¡animales!) los ejercicios. Había un tipo chistoso en nuestra compañía. Tenía un excelente sentido del humor. Pretendía ser demasiado estúpido para aprender el manual de armas. Así es que este maldito viejo huertista (¡que se fría en los infiernos!), lo hizo que entrenara solo.
- ¡Armas al hombro! -el compañero lo hizo bien.
- ¡Presenten armas! -perfecto.
- ¡Porten annas! -actuaba como si no supiera cómo, así es que el viejo tonto fue y le agarró el rifle.
- ¡Así! -decía, jalándolo.
- ¡Ah! -dijo el tipo-. ¡Así! -y le encajó la bayoneta justo en medio del pecho.
Después, Fernando Silveyra, el tesorero, contaba unas cuantas anécdotas de los curas, o sacerdotes que cuidaban tal como en Touraine del siglo XIII, los derechos feudales de los terratenientes sobre las mujeres de sus siervos antes de la revolución francesa. Fernando estaba bien enterado pues había sido preparado para la carrera eclesiástica. Había al menos una veintena de nosotros sentados alrededor de la hoguera, desde el más miserable peón en la tropa hasta el primer capitán Longino Güereca. Ninguno profesaba una religión, aunque habían sido alguna vez buenos católicos; pero tres años de guerra les habían enseñado a los mexicanos muchas cosas. No habría otro Porfirio Díaz; no habría otra revolución como la de Orozco; y la religión católica no volvería a ser la voz de Dios.
Entonces Juan Santillanes, un subteniente de veintidós años, quien con toda seriedad me infonnó que era descendiente del gran héroe español Gil Bias, soltó el viejo canto popular que comenzaba:
Soy el conde de Oliveros
de la artillería española ...
Juan enseñó orgullosamente cuatro cicatrices; había matado unos cuantos prisioneros indefensos con su pistola, dijo; prometiendo llegar a ser muy matador algún día. Presumió de ser el hombre más fuerte y valiente del ejército. Su concepto del humor me causaba la sensación de alguien rompiendo huevos en el bolsillo de mi saco. Juan era muy niño para su edad, pero muy agradable.
Otro amigo que tuve además de Gino Güereca fue el subteniente Luis Martínez. Le decían el gachupín -nombre despectivo para los españoles- porque parecía haber salido del retrato de algún joven noble español pintado por El Greco. Luis era de raza pura, sensible, alegre, de buen espíritu. Apenas tenía veinte años, y nunca había estado en una batalla. Sobre el contorno de su cara llevaba una barba negra, que se tocaba, sonriendo.
- Nicanor y yo apostamos que no nos rasuraríamos hasta tomar Torreón ...
Luis y yo dormíamos en cuartos diferentes, pero por la noche, cuando la fogata se apagaba y el resto de los compañeros roncaba, nos sentábamos sobre nuestras cobijas, una noche en su cuarto, otra en el mío, y hablábamos acerca del mundo, de nuestras novias, de lo que seríamos y haríamos cuando lográramos una posición. Cuando terminara la guerra, Luis iría a los Estados Unidos a visitarme; y juntos regresaríamos a Durango a visitar a su familia. Me mostró la fotografia de un pequeño bebé, presumiendo de que ya era tío.
- ¿Qué harás cuando las balas empiecen a volar? -le pregunté.
- ¿Quién sabe? -se rió. ¡Creo que correré!
Era tarde, el centinela de La Puerta hacía rato que se había dormido.
- No se vaya -dijo Luis, agarrando mi saco-. Vamos a platicar otro ratito ...
Gino, Juan Santillanes, Silveyra, Luis, Juan Vallejo y yo, cabalgamos hasta el arroyo para bañarnos en un pozo que se decía estaba por ahí. El lecho del río era desolado, lleno de arena blanca caliente, enmarcado por un denso mesquite y cactus. Cada kilómetro el río subterráneo se mostraba por un corto tramo, para más adelante desaparecer en un burbujeante anillo blanco de salitre. Primero estaba la laguna de los caballos; los soldados y sus maltrechos caballos se juntaban alrededor; uno o dos se acuclillaron en el anillo, lanzando agua con jícaras a los sudorosos caballos ... Cerca de ellos se arrodillaban las mujeres en su eterno lavar sobre las piedras. Más allá el viejo camino de la hacienda formaba un atajo, donde la línea interminable de mujeres envueltas en rebozos negros caminaba con cántaros de agua sobre la cabeza. Aún más arriba había mujeres bañándose, envueltas en yardas de algodón azul claro o blanco y nenes morenos desnudos salpicando en lo bajo. Por último, hombres morenos desnudos con sombreros y sarapes de brillantes colores amarrados por encima de los hombros, fumando sus hojas en cuclillas sobre las rocas. ¡Por allí arriba espantamos un coyote, lo correleamos hasta el desierto, disparando nuestros revólveres, ¡ahí va! Lo acorralamos en el chaparral en una carrera a muerte, echando tiros y gritando. Después, mucho después, encontramos la mítica laguna, un pequeño y profundo valle desgastado en la roca sólida, con algas verdes que crecían en el fondo.
Al regresar, Gino Güereca se emocionó mucho al ver que su nuevo tordillo había llegado de Bruquilla; era un garañón de cuatro años que su padre había criado para que lo montara al frente de la compañía.
- Es peligroso -anunció Juan Santillanes al apresuramos-. Lo quiero montar primero, ¡me encanta domar caballos broncos!
Una gran nube de polvo amarillo llenó el corral, levantándose en el aire quieto. A través de ella aparecieron las pálidas formas caóticas de muchos caballos corriendo; sus pezuñas producían un trueno apagado. Los hombres apenas se veían, todos balanceaban las piernas y agitaban los brazos, con los pañuelos amarrados sobre la cara; se alzaban lazos de gran tamaño, cercando; la gran bestia con el lazo apretado al cuello relinchaba y jalaba; un vaquero pasó la reata alrededor de su cadera, acostándose hacia atrás, casi en el suelo los pies araban la mugre. Otro lazo atrapó las patas traseras del caballo y ya en el suelo lo ensillaron y le pusieron una rienda.
- ¿Quieres montarlo, Juanito? -sonrió Gino.
- Después de ti -respondió Juan con dignidad-. Es tu caballo ...
Pero Juan Vallejo ya estaba arriba del animal, gritándoles que lo soltaran. Con una especie de gruñido y relinchido, el tordillo se levantó con furia, y la tierra tembló con su feroz lucha.
Comimos en la antiquísima cocina de la hacienda, sentados en bancos alrededor de una caja de empaque. El techo era de un café oscuro grasiento, por el humo de las generaciones de alimentos. Todo un extremo del cuarto contenía inmensos hornos, estufas y chimeneas de adobe, cuatro o cinco viejas matronas se inclinaban sobre ellos, moviendo las cazuelas y volteando las tortillas. El fuego era nuestra única luz, centelleando extrañamente sobre la anciana, encendiendo la negra pared por sobre la cual subía el humo para laurear el techo y finalmente escurrirse por la ventana. Estaba el coronel Petronilo, su amante, una campesina de rara belleza con cara marcada por las viruelas que parecía siempre reír para sí misma; don Tomás, Luis Martínez, el coronel Redondo, el mayor Salazar, Nicanor y yo. La amante del coronel parecía incómoda en la mesa; una campesina mexicana es un sirviente en su casa. Pero don Petronilo siempre la trataba como si fuera una gran dama.
Redondo me contaba de la muchacha con la que se iba a casar. Me enseñó su fotografia, ella iba a ir a Chihuahua a comprarse su vestido de novia.
- Tan pronto como tomemos Torreón -dijo.
- ¡Oiga, señor! -Salazar me tocó el brazo-. Ya supe quién es usted: es un agente de negocios americano que tiene muchos intereses en México; yo lo sé todo acerca de los negocios americanos. Usted es un agente de crédito; usted vino aquí a espiar el movimiento de nuestras tropas y después les va a enviar en secreto la información ¿no es cierto?
- ¿Cómo podría mandar en secreto alguna información desde aquí? -pregunté-. Estamos a cuatro días de la línea de telégrafo.
- Ah, ya sé -sonrió en complicidad, apuntando su dedo hacia mí-. Sé muchas cosas, tengo muchas cosas en la cabeza.
Luego se puso de pie. El mayor sufría terriblemente de gota, sus piernas estaban envueltas en yardas y vendajes de lana, que las hacían parecer tamales.
- Sé todo acerca de los negocios, estudié mucho en mi juventud. Estos créditos americanos están invadiendo México para robar a la gente mexicana ...
- Usted está equivocado, mayor -interrumpió don Petronilo cortante-. Este señor es mi amigo y huésped.
- Mire, mi coronel -estalló Salazar con violencia inesperada-, este señor es un espía. Todos los americanos son porfiristas y huertistas. Haga caso de esta advertencia antes de que sea demasiado tarde. Tengo mucho en la cabeza. Soy un hombre muy listo. Saque a este gringo y mátelo de inmediato o se arrepentirá.
Un clamor de voces estalló al mismo tiempo que los otros, pero otro sonido lo interrumpió -un disparo, luego otro y la gritería de hombres.
Entró un soldado corriendo.
- ¡Motín de rangos! -gritó- ¡No obedecen órdenes!
- ¿Quiénes? -preguntó don Petronilo.
- ¡La gente de Salazar!
- ¡Mala gente! -exclamó Nicanor mientras corríamos-. ¡Ellos eran colorados capturados cuando tomamos Torreón, se nos unieron si no los matábamos! ¡Se les ordenó que cuidaran La Puerta esta noche!
- Hasta mañana -dijo Salazar en este punto-. ¡Me voy a dormir!
Las casas de los peones de La Cadena, donde las tropas estaban acuarteladas, rodeaban una gran plaza, como una ciudad amurallada. Había dos portales, por uno de ellos forzamos nuestra salida a través de la muchedumbre de mujeres y peones que luchaban por salir; dentro, había luces tenues que se veían a través de las entradas de las casas, tres o cuatro pequeñas fogatas al aire libre, una manada de caballos asustados se agolpaba en una esquina; los hombres corrían salvajemente hacia dentro y hacia fuera de sus cuarteles, rifle en mano; en el centro del espacio abierto estaban parados un grupo como de cincuenta hombres, casi todos armados, como para repeler un ataque.
- ¡Vigilen esos portales! -gritó el coronel-. ¡No dejen que nadie salga sin una orden mía!
Entonces, los soldados corrieron en tropel hacia los portales; don Petronilo caminó hasta el centro de la plaza, solo.
- ¿Cuál es el problema, compañeros? -preguntó calmadamente.
- ¡Nos van a matar a todos! -gritó alguien desde la oscuridad.
- ¡Quieren escapar! ¡Nos iban a traicionar con los colorados!
- ¡Es mentira! -gritaron los del centro-. ¡No somos gente de don Petronilo! ¡Nuestro jefe es Manuel Arrieta!
De pronto, Longino Güereca, desarmado, pasó junto a nosotros como un relámpago y cayó sobre ellos con furia, lanzando lejos sus rifles y tirándolos muy atrás. Por un momento parecía que los rebeldes lo iban a agarrar, pero no se resistieron.
- ¡Desármenlos! -ordenó don Petronilo-, ¡y enciérrenlos!
Condujeron a los prisioneros como reses hacia un cuarto grande, con un guardia armado en la puerta. Mucho después de la media noche se les oía cantar alegremente. Eso dejó a don Petronilo con unos cien efectivos, algunos caballos extra con llagas purulentas en el lomo y doscientas cargas de municiones, más o menos. Salazar se fue en la mañana, recomendando que toda su gente fuera fusilada; evidentemente se sentía muy aliviado de poder deshacerse de ellos. Juan Santillana estaba también a favor de la ejecución. Pero don Petronilo decidió mandarlos con el general Urbina para juzgarlos.
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