Índice de La política hacendaria del nuevo régimen de Alberto J. PaniQUINTA PARTESÉPTIMA PARTEBiblioteca Virtual Antorcha

LA POLÍTICA HACENDARIA DEL NUEVO RÉGIMEN

Alberto Pani

SEXTA PARTE


La anormalidad de la situación monetaria estaba sintomatizada -repito- por la escasez de monedas circulantes para las necesidades del comercio interior y por la depreciación y, sobre todo, la movilidad de su valor en los cambios internacionales.

Había yo anunciado esos efectos, desde Madrid, al conocer el Plan Calles. Para darles atajo lo más acertadamente posible, a raíz de mi llegada a México hice numerosas consultas a técnicos, banqueros y hombres de negocios. La sorpresa que me causó descubrir que este campo estaba exclusivamente ocupado por deflacionistas e inflacionistas -los extremos son propios de las épocas de crisis- me indujo a concretar el problema por resolver diciendo que consistía, precisamente, en hacer cesar la deflación sin caer en la inflación. La Ley o Reforma Monetaria de 1932 que inició la realización de esta fórmula fue expedida el 9 de marzo. Es claro que un Secretario de Hacienda recién desembarcado no podía ni debía, por decoro del Gobierno, derogar de modo expreso el Plan Calles, que casi acababan de aprobar y promulgar espectacularmente el Congreso y el Presidente de la República; pero sí lo modificó en forma que superó a su simple derogación, puesto que lo orientó en el sentido diametralmente opuesto.

Al condensar, en esta exposición, el contenido del Plan Calles dije que, por efecto de la desmonetización del oro, el conjunto de piezas de poder liberatorio ilimitado y piezas de apoyo en circulación -todas metálicas- había quedado reducido a un valor que apenas pasaba de doscientos millones de pesos. El stock monetario propiamente dicho constaba de 197 millones de pesos-plata del cuño creado por la Ley del 27 de octubre de 1919. Era notoriamente incapaz, tanto por su cuantía como por estar compuesto en su totalidad de monedas metálicas, de satisfacer las necesidades circulatorias de un país de la extensión geográfica, de la población y de las condiciones de México. Aumentaba la escasez de signos de cambio la circunstancia de que una porción de tan rígido stok metálico estaba siendo atesorada y, por tanto, substraída de la circulación. Aunque no era posible fijar la cifra representativa de tal atesoramiento, su existencia y su importancia estaban evidenciadas por las fuertes reducciones que había sufrido el monto de los depósitos a la vista en moneda nacional de todos los bancos de la República: de 143 millones de pesos que alcanzaba, en números redondos, antes de la Reforma de 1931, descendió a 115 millones cinco días después de ella y a 95 millones en el momento de ser prácticamente derogada. El público, desconfiado, repudiaba los billetes del Banco de México y ocultaba los pesos-plata.

Ante el mayor apremio de las necesidades insatisfechas del comercio interior y debido a la imposibilidad de constituir prontamente la cuantiosa reserva de oro o de divisas extranjeras requerida para asegurar la convertibilidad en oro de la unidad de nuestro sistema monetario y aun a la ineficacia dé tal reserva mientras no se lograra equilibrar el presupuesto y la balanza de cuentas y teniendo, quizá, que rectificar la alta paridad atribuída arbitrariamente o por mera inercia a dicha unidad, hubo que resolver esta manifestación de la crisis económica mediante:

a) Una acción inmediata destinada a corregir los defectos de la circulación monetaria interna en forma de comenzar y facilitar, al propio tiempo, la realización de,
b) una acción mediata encaminada a estabilizar, a un nivel adecuado, el valor de la moneda nacional en el comercio exterior.

Como la condición fijada para la acción inmediata era la de no incurrir en inflación, fue desde luego desechado el fácil y peligroso arbitrio de inflar ilegalmente la emisión de billetes del Banco de México. Se consideró preferible atender a la urgente necesidad momentánea de ampliar el stock circulante por medio de una acuñación suplementaria de pesos-plata no dedicada, ni total ni parcialmente, a cubrir el déficit presupuestal, sino a sólo restablecer el equilibrio -ocasionalmente roto entonces- entre el volumen de dicho stock y el conjunto de la producción consumible y de los bienes y servicios intercambiables. Era de esperarse que se acentuara el efecto corrector de la acuñación inmediata, porque ésta disipara el temor de posibles emisiones de papel-moneda sin garantía e hiciera reaparecer, habiendo cesado el motivo de su ocultación, el dinero atesorado. Se esperaba también que este indicio de renacimiento de la confianza pública reforzara el producido por el sólo anuncio de un cambio en la orientación de la política hacendaria y que todo esto contribuyera, con las medidas concurrentes posteriores, a extirpar la repugnancia con que se venía estorbando la circulación de los billetes.

Para no exponerse a la tardanza y las limitaciones que podrían resultar de someter la acuñación acordada a las deliberaciones y la resolución del Consejo de Administración del Banco de México -cuyos miembros y consultores técnicos podrían estar más o menos imbuídos de las ideas deflacionistas que inspiraron la Reforma Monetaria de 1931- el artículo tercero transitorio de la Reforma de 1932 que enmendó las supinas equivocaciones de aquélla, autorizó a la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, por esa sola vez, a ordenar la acuñación de piezas de plata de un peso del cuño legal, en la cantidad que fuere estrictamente indispensable para corregir la insuficiencia de signos de cambio. Ahora bien, como la diferencia que resultara entre el costo y el valor monetario de la totalidad de las piezas acuñadas, sería conservada por el Banco de México -de conformidad con el mismo artículo de la Reforma de 1932- e incorporada a las reservas legales de la emisión de billetes, mientras no fuera definitivamente aplicada a la Reserva Monetaria, la nueva acuñación sólo adicionaría al stock circulante, en pesos-plata, la cantidad que cubriera el costo de adquisición del metal y el de la amonedación de éste y, en billetes, las sumas que el Banco pudiere emitir, a través de operaciones de redescuento con los bancos privados, en la proporción indicada por las necesidades del comercio interior. Estas emisiones de billetes -signos de cambio fácilmente transportables y superabundantemente garantizados- ejercerían una influencia benéfica muy sensible sobre las crisis monetaria y económica, tanto por la flexibilidad que darían al rígido stock metálico circulante, como por un importante derrame adicional de capitales sanos.

Por otra parte, una vez restablecido -por el efecto de la acción inmediata que acaba de reseñarse- el equilibrio entre el stock circulante y las necesidades transaccionales internas, la Reforma Monetaria de 1932, con el fin de preparar la acción mediata de mantener permanentemente dicho equilibrio y estabilizar el valor internacional de nuestra moneda, modificó la Reforma de 1931 en el sentido de devolver al Banco de México la función reguladora de la circulación monetaria y las facultades que lo capacitaban, correlativamente, para determinar la conveniencia de la acuñación y la cantidad y clase de monedas que deban acuñarse y, en suma, para encargarse de tales operaciones y dirigirlas -con entera independencia del Gobierno-- desde la compra de los metales destinados a ese objeto, hasta la emisión de las piezas amonedadas según lo exijan - decía textualmente el precepto relativo de la Reforma de 1932- las necesidades monetarias de la República y estrictamente dentro de los límites de estas necesidades.

Pero no bastaba movilizar el dinero atesorado y derramar en la circulación el número de instrumentos de cambio capaz de asegurar la entera satisfacción de las necesidades transaccionales del país. Había que completar la acción mediata prescrita por la Reforma Monetaria de 1932 prosiguiendo la reorganización del sistema bancario de la República -en punible abandono desde 1927- con los fines de revivir y volver a encauzar de modo adecuado las operaciones de crédito, entonces y como consecuencia de dicho abandono, casi paralizadas y caóticamente dispersas.

Es indudable que, una vez en ejecución el programa propuesto -así concluían mis declaraciones a la prensa con motivo de la Reforma- a medida que vayan reanudándose las actividades comerciales e industriales de la nación, restableciéndose el equilibrio de los presupuestos y de la balanza de cuentas y, en suma, convergiendo los esfuerzos de todas las dependencias gubernamentales hacia la reaparición de la confianza- antes había explicado que ésta sería la resultante de esos esfuerzos y no únicamente de los de la Secretaría de Hacienda - y los de todos los ciudadanos hacia la normalización de la vida nacional, se irá reduciendo progresivamente la extensión de las fluctuaciones en la cotización internacional de nuestra moneda. Por otra parte y paralelamente a eso, el producto líquido de la acuñación extraordinaria ahora autorizada -agregado a las reservas legales del Banco de México- y el saldo del antiguo fondo regulador de la moneda se irán engrosando, tanto por virtud de la aportación continua de los recursos presupuestales destinados a tal objeto, como por la acumulación de las utilidades que reporten las operaciones bancarias que son propias a dichos capitales.

Considerando, por último -continuaban las mismas declaraciones- la probabilidad de que, durante el tiempo en que todo eso suceda, sobrevenga un alza creciente en el valor de la plata con relación al oro, por consecuencia, principalmente, de la labor internacional en que cristalice el movimiento de opinión mundial en favor de la rehabilitación del metal blanco -evento que debe apresurar el Gobierno de México por todos los medios de que pueda disponer- por un lado, repito, la relativa fijeza lograda en los mercados extranjeros para la cotización de la moneda nacional y, por otro lado, el considerable aumento en el volumen y el valor de la reserva metálica que la garantiza, facilitarán concurrentemente, en el momento oportuno y al nivel apropiado, la estabilización definitiva de la misma . . .

Confié, pues, la solución de este trascendental problema a la acción de los factores puestos en juego por la Reforma Monetaria de 1932, en conjunción con los del programa hacendario reanudado después de un quinquenio de reaccionaria suplantación.

Planteado así el problema monetario, hice que se abandonara el equivocado y dispendioso intento -sostenido con ardor digno de mejor causa- de revalorar artificialmente el peso-plata hasta su utópica paridad legal. Y contra lo que algunos temían que sucediera, las medidas dictadas a principios de 1932 para poner término a la escasez de signos de cambio y a la creciente restricción del crédito derivada de tal escasez, lejos de acelerar la depreciación de nuestra moneda en función de la americana, contribuyeron a contrarrestar los fluctuantes descensos consiguientes a la infortunada aparición de extrañas causas depresivas tan poderosas como las leyes expropiatorias promulgadas por los Gobiernos de los Estados de Hidalgo y de Veracruz, respectivamente, el 10 de mayo y el 2 de junio del mismo año y, además, permitieron la estabilización ulterior del peso-plata, poniendo en manos de las autoridades monetarias los instrumentos necesarios para una intervención eficaz en el mercado internacional de divisas.

El esperado influjo de la Reforma Monetaria de 1932 contra el atesoramiento de pesos-plata se hizo sentir de modo instantáneo en el movimiento de los depósitos a la vista en moneda nacional de todos los bancos del país. Ya dije que estos depósitos bajaron súbitamente de 143 a 115 millones de pesos al promulgarse el Plan Calles y que el descenso continuó hasta 95 millones al último momento de su vigencia. La aparición de la referida Reforma, al contrario, determinó un rápido ascenso inmediato hasta $104.500,000.00 y uno paulatino posterior que llevó dichos depósitos bancarios al monto que tenían antes del Plan Calles.

Cabe mencionar, igualmente, la mejoría en el rendimiento de las fuentes fiscales, si no como resultado directo y exclusivo de la Reforma Monetaria de 1932, sí del alivio económico consiguiente a la influencia ejercida por ella en la caída y las fluctuaciones de la moneda y en la tesaurización y, sobre todo, al anuncio de un cambio radical en la orientación de la política hacendaria y la ejecución -iniciada con la misma reforma- del programa que realizaba dicho cambio.

Mientras se convocaba a la Segunda Convención Nacional Fiscal -que debió haberse verificado en 1929 y que al fin tuvo lugar a principios de 1933- para resolver integralmente el problema de la tributación por un esfuerzo conjunto de todas las entidades afectadas, se pactaron diversos acuerdos con los Gobiernos de los Estados sobre cuestiones concretas de necesidad inmediata y se procuró suplir el deficiente de los ingresos -según he dicho- no precisamente con la creación de nuevos gravámenes o el aumento de los que ya existían, sino, más bien, con la reorganización de los servicios fiscales, la corrección de los métodos empleados para el cálculo y recaudación de algunos tributos y la implantación, clara y sin reservas, de una política encaminada a hacer sentir al contribuyente que el Fisco, muy lejos de ser su enemigo, era parte interesada -tanto como él mismo- en el desarrollo de sus actividades y en el buen éxito financiero de sus negocios. Si bien es cierto que por estas vías se llegó a acrecentar el valor real de determinados renglones de la Ley de Ingresos -habiéndose presentado casos en los cuales la simple reducción de cuotas aprovechó manifiestamente al Erario- las medidas de acción vigorizadora sobre la economía del país y, por lo tanto, sobre el campo de recaudación fiscal -tales como las destinadas a resolver las cuestiones de la moneda, que ya he descrito, y del crédito, en que me ocuparé después- fueron las principales determinantes de la mejoría, puesto que la curva descendente que venían registrando los ingresos reales tomó, a partir de la iniciación de dichas medidas, una dirección francamente ascensional.

Promulgada la Reforma Monetaria de 1932, en efecto, el 9 de marzo -mes en el que se produjo la máxima diferencia entre los ingresos previstos y los reales- el faltante total para igualar las recaudaciones a las estimaciones, durante el primer trimestre del año, alcanzó la suma de $13.292,592.33, mientras de que, el de abril-junio, apenas llegó a $5.051,616.26, el de julio se redujo a la mitad del de junio y el de agosto a cero. Y como precisamente dentro del lapso de marzo a agosto fueron expedidas las Leyes que imperativamente reclamaban las más alarmantes manifestaciones de la crisis económica -la insuficiencia y rigidez del stock monetario y la desaparición del crédito, agravadas por una incontenible tesaurización- es inconcuso que a tales Leyes se debió el impulso de mejoría observado en el movimiento de las rentas federales.

Es interesante y conduce a igual conclusión el examen del curso seguido por dichas rentas desde antes de la aparición de la crisis económica. Las recaudaciones anuales de ingresos acusaron, en efecto, el principio de la depresión de 1929 con una reducción de $6.758,690.43 respecto de la recaudación del año de 1928 -último del período de normalidad que precedió a la crisis- y reducciones posteriores, referida cada una de ellas al año inmediato anterior, de $15.452,477.37 en 1930, de $69.265,298.09 en 1931 y de sólo $16.192,814.08 en 1932, a cuyo solo primer trimestre correspondieron $15.295,095.70, esto es, la casi totalidad de la reducción sufrida en todo el año.

Los ingresos cayeron, pues, a partir del ejercicio de 1929, en una forma precipitadamente acelerada hasta alcanzar la depresión máxima en el primer trimestre de 1932 -en cuyas postrimerías fue comenzado a ejecutar, con la Reforma Monetaria que rectificó al Plan Calles, el programa hacendario reanudado para ser el punto de partida de una alza en las rentas federales que, ininterrumpidamente, se ha prolongado hasta culminar, durante el presente período presidencial (1), a un nivel sin precedente en toda la historia de la Hacienda Pública Mexicana.

Como cualquier plan serio de estabilización tenía inevitablemente que comportar, al propio tiempo, el control de la moneda y el del crédito, hubo que reconstituir la red bancaria nacional, de acuerdo con el programa hacendario reimplantado, para abrir a la Reforma Monetaria el único campo en que podría continuar su desenvolvimiento y llegar a satisfacer la necesidad más apremiante de nuestra desquiciada economía: regular la circulación de una moneda sana y estable.

En condiciones económicas y monetarias infinitamente menos difíciles y con el fin, precisamente, de evitar que la referida necesidad pudiera alcanzar tan elevado grado de apremio, intenté, hacía seis años y medio, coordinar en un sistema bancario coherente las actividades relativas de índole comercial, alderredor del Banco de México como órgano contrólador de la moneda y del crédito. Si se hubiera sabido canalizar la fuerza financiera con que nació esta institución por los anchos y seguros cauces que le trazaba su Ley Constitutiva, se habría logrado, si no contrarrestar, al menos amenguar las repercusiones sobre nuestra economía de las frecuentes perturbaciones políticas nacionales y de la crisis económica mundial. Por desgracia no sucedió así. El Banco tuvo la mala suerte de dar sus primeros pasos bajo la dirección de un banquero que no sabía más que de préstamos y descuentos lucrativos a particulareS y de que, después, sobreviniera el quinquenio reaccionario de 1927 a 1931 durante el cual no hubo más que un intento tardío e ineficaz de rectificación de su equivocada ruta inicial. Ya sabemos que el Banco de México, en vez de atraer a los bancos privados, los combatió en un terreno de indebida y ventajosa competencia mercantilista, manteniendo cerrada su principal compuerta de emisión de billetes -la del canal de las operaciones de redescuento- y renunciando a su noble misión de vincular las actividades bancarias y de mejorar el defectuoso stock monetario y la languideciente situación económica, propósitos que formaban nada menos que el meollo de su estatuto. Pero eso, con ser tan grave, no era todo. A pesar de las precauciones tomadas al elaborar su Ley Constitutiva para librar al Banco de México de la influencia política y asegurar su estabilidad y su prestigio, dicha influencia logró colarse y lo desvió hacia operaciones ilegales de favor que acabaron por congelar su cartera. Por vía de ejemplo citaré la más cuantiosa de ellas y que fue hecha del dominio público en 1939 por el Gobierno: el préstamo otorgado a la Compañía Azucarera del Mante, S. A.

Esta empresa fue formada en febrero de 1930 por un grupo de terratenientes de la región tamaulipeca de ese nombre, con capital social de $2.324,000.00, del cual sólo fue exhibido el 10%, o sea, la cantidad de $232,400.00, comprometiéndose los socios a cubrir el 90 % restante en un plazo de siete años y garantizando este pago con hipotecas de sus tierras. El préstamo concedido por el Banco fue de $7.000,000.00 destinados a la instalación de un ingenio de azúcar, con interés del 7% anual, amortizable en siete años y garantizado con el futuro ingenio y las hipotecas otorgadas por los terratenientes accionistas de la Compañía. Era evidente la violación de preceptos expresos de la Ley Constitutiva del Banco respecto del monto del préstamo, del plazo de amortización y de la naturaleza y el valor de la garantía (2). No era menos censurable desde el punto de vista financiero. Sin embargo, mi antecesor en la Secretaría de Hacienda autorizó la operación y consintió en constituir al Estado, también ilegalmente, en fiador subsidiario. Además, el Banco de México abrió un crédito en cuenta de cheques a la Compañía con un pequeño sobregiro inicial que creció hasta la suma de $3.799,250.39. Cuando visité El Mante, en 1932, estaba ya construído y en plena actividad el ingenio y, bajo la impresión de que los fondos procedentes del préstamo se habían aplicado escrupulosamente al objeto a que estaban destinados y que, como consecuencia de ello, se había erigido un importante centro de trabajo y de producción de riqueza y considerando, por una parte, que la mejor forma de asegurar la recuperación del préstamo era la de sujetar su pago a condiciones compatibles con la capacidad financiera y la posibilidad de desenvolvimiento de la empresa deudora y, por otra parte, que el crédito contra la Compañía Azucarera del Mante, S. A., tendría que ser, de todos modos, eliminado de la cartera congelada del Banco de México, accedí -previos los estudios del caso- a que se redujera el tipo de interés al 5 % anual y se alargara tres años el plazo de amortización, exigiendo, por supuesto, que se cerrara la cuenta corriente y se incorporara su saldo a la obligación principal con el fin de extenderle la garantía hipotecaria sobre todos los predios rústicos de los accionistas y sobre los edificios y la maquinaria -ya existentes y no en simple proyecto- del ingenio más grande y más moderno del país. Es curiosa la coincidencia de que la misma persona que, como Secretario de Hacienda, recomendara y autorizara el préstamo en 1930 y comprometiera la garantía del Estado en favor de una empresa privada, haya sido la que nueve años después presenciara sin inmutarse, como Director General del Banco de México, la expropiación de los bienes de dicha empresa, decretada por causa de utilidad pública y con fundamento en el carácter ilegal del referido préstamo.

Había, pues, que acometer la tarea de reconstituir el sistema bancario nacional comenzando por reorganizar el Banco de México. El comienzo, a su vez, de la reorganización de este Banco tenía que ser el saneamiento de su cartera. Para amputar la porción castigable de ésta y la inmovilizada por efecto de las operaciones ilegales anteriores, fue necesario reducir a la mitad el capital social originariamente fijado en cien millones de pesos. Este corte, abandonadas en definitiva las operaciones directas con el público, no podía afectar correspondientemente la efectividad del Banco. Operar, en efecto, a través de los canales de redes cuento equivalía, realmente, a duplicar las sumas de dinero derramadas en la circulación. Además, el producto íntegro de la acuñación autorizada incrementaría las disponibilidades del Banco, puesto que tal producto podía ser destinado, entre otras operaciones y por cuenta de la Reserva Monetaria, a las de redescuento con los bancos asociados.

Saneada su cartera, había que librar al Banco de México de posibles ocasiones de reincidencia. La derogación completa -hecha parcialmente por el Plan Calles- de los preceptos de su Ley Constitutiva que lo facultaban para operar directamente con el público, al impedir que tales ocasiones pudieran presentarse en lo futuro, despojó al Banco de su papel absurdo de privilegiado competidor de los bancos privados y removió así el obstáculo que había impedido su vinculación con ellos en un sistema que coordinara y desenvolviera las actividades bancarias de todo el país.

Como cada banco asociado tenía que suscribir acciones del Banco de México por valor de la sexta parte de sus propios capital y reservas, la nueva Ley, armonizando el control gubernamental prescrito por la Constitución de 1917 con la autonomía de una administración eficiente, clasificó lógicamente las funciones del Instituto Central, las repartió propiamente entre los representantes en su Consejo Directivo del Gobierno, como accionista mayoritario perpetuo, y del grupo minoritario formado por los bancos asociados y el público y estableció entre ambos una eficaz supervisión recíproca. Mantenían y reforzaban su vinculación las ventajas que ella misma les reportaba.

La función principal del Banco de México, atendiendo tanto al texto del precepto constitucional que lo engendró, como a la demanda más imperiosa del problema monetario, era la de emitir billetes. Como, por la demás, la creación de nuevos signos de cambio debía siempre responder a las necesidades cambiantes de la producción y la distribución de bienes y, por decirlo así, representar y hacer posible el aumento de la fuerza económica general disponible en la República, la nueva Ley Constitutiva del Banco encauzó su función principal por el mejor y quizás único rumbo que marcaba la Reforma Monetaria, prescribiendo que, durante aquella etapa, el Banco sólo pudiera emitir billetes -de aceptación voluntaria para el público y forzosa para todas las oficinas del Gobierno Federal, de los Gobiernos de los Estados y de los Municipios, y convertibles en monedas de plata de poder liberatorio ilimitado- mediante operaciones de redes cuento de efectos genuinamente comerciales, esto es, que respondían a un proceso real de producción o circulación y que, una vez realizada tal etapa de la Reforma Monetaria, es decir, cuando el consiguiente incremento del volumen y el valor de la Reserva Monetaria y la normalización de las condiciones interiores del país permitieren hacer la estabilización internacional de nuestra moneda y existiere, por consiguiente, un poder económico nuevo que debiera y pudiera ser representado por nuevos medios de pago, la emisión de billetes también podría hacerse mediante el cambio por oro o divisas extranjeras.

En otras palabras: el peso-plata seguía siendo la única moneda con poder liberatorio ilimitado, en tanto que el billete emitido por el Banco de México era una moneda auxiliar de circulación estrictamente voluntaria y libremente convertible en moneda de curso legal. Más que dinero propiamente dicho, era un simple instrumento de crédito. A esta circunstancia debió de manera principal su creciente aceptación. El público estaba seguro de que a voluntad podía tomarlo, rechazarlo o cambiarlo por monedas metálicas y cada día daba mayor peso a la consideración de que el billete sólo podía emitirse por cantidad no mayor que el doble de la existencia en Caja del Banco, deducidas sus otras reservas; con motivo de las operaciones de redescuento, y en cambio de oro o en compra de giros o letras de primer orden pagaderas a la vista sobre el exterior. Su emisión estaba, pues, respaldada por efectivo en Caja y por inversiones de fácil liquidación. Y por si esto no fuera bastante, a esas garantías se agregaban la obligación impuesta a todas las Oficinas Públicas del país de recibir los billetes en toda clase de pagos y la responsabilidad subsidiaria de la Nación.

Con las operaciones que daban nacimiento a los billetes, aparte de ampliar y mejorar el stock monetario y de acrecentar las disponibilidades bancarias para el público, los bancos asociados ganaban la diferencia entre los tipos de interés anual de los descuentos y los redescuentos, fijada en dos puntos, y participaban, como accionistas, en las correspondientes utilidades del Banco de México. Este quedó también facultado para practicar con sus asociados otras operaciones que, siendo compatibles con el carácter de una institución central, tendían a vigorizar su capacidad operante y a extender su esfera de acción. Por estos medios, los bancos ordinarios de depósito y descuento, al margen de los créditos comerciales -únicas fuentes justificadas de creación de nuevas monedas- pudieron otorgar otros créditos, con la asistencia financiera del Banco de México, usando sus capitales propios o los que les confiaba el público en condiciones convenientes de exigibilidad. Entre las operaciones que, en tal respecto, la nueva Ley Constitutiva autorizó al Banco se contaron: el descuento de aceptaciones de los bancos asociados, para contribuir a la formación de un mercado de dinero en México; los anticipas sobre bonos de caja que, además, fomentaron el depósito a plazo; los anticipas sobre el valor de letras documentarias, orientadas principalmente a organizar los créditos que requería el comercio de exportación; la apertura de créditos en cuenta corriente, que daría una mayor movilidad a los fondos dedicados a inversiones de índole permanente, tales como acciones, bonos, obligaciones y créditos a largo plazo, y, finalmente, anticipos sobre los bonos de prenda que emitían los Almacenes Generales de Depósito, con el doble fin de crear un mercado para estos valores y ayudar al sistema bancario en su función de financiar directamente el almacenamiento de productos, para permitirle disponer de recursos más cuantiosos en favor de la producción misma.

Por último, ante la imposibilidad, para todo Gobierno, de suplir, integralmente o siquiera en magnitud sustancial, las fuertes deficiencias de las empresas que la organización de todos los países democráticos civilizados reserva a la iniciativa privada y considerando el importante influjo que el desarrollo de la industria bancaria podría ejercer en el apresuramiento de la solución del problema monetario y el adelanto económico de la Nación, la Ley Constitutiva del Banco de México promovió, con los propósitos de estimular la citada iniciativa y de desenvolverla en el sentido indicado, la extensión del consorcio establecido en el seno del mismo Banco a la organización del crédito nacional, autorizando operaciones o anticipos -texto de la fracción VI del artículo 22 de la Ley- sobre acciones de las sociedades que se organicen para el establecimiento de nuevos bancos asociados y hasta por el cincuenta por ciento del valor de dichas acciones.

La Ley Constitutiva del Banco de México, reformada de acuerdo con los lineamientos bosquejados en los párrafos que anteceden para circunscribir sus funciones a las de un Banco Central y hacerlas efectivas y expansionables, fue promulgada el 12 de abril de 1932. Fueron correlativamente modificados la Escritura Social y los Estatutos, así como la organización administrativa del Banco y su personal directivo. Reconstituído el núcleo de formación del futuro sistema bancario, con el fin de ofrecer a su función cardinal -la del redescuento- el único campo en que podía y debía desenvolverse, el 19 de mayo fue expedida la Ley complementaria de la del 12 de abril que determinó las instituciones privadas que estarían legalmente obligadas a asociarse al Banco de México: las que recibían del público depósitos a treinta días o menos, invirtiendo principalmente sus disponibilidades en operaciones de crédito mercantil a corto plazo para la producción o distribución de mercancías, y las sucursales de bancos o instituciones bancarias del extranjero, que se encontraban en el caso acabado de consignar. La Ley también definió el régimen de estas sucursales sobre la base de una positiva cooperación con el Banco de México en beneficio de la economía nacional.

Para acabar de consolidar, con la legislación que inició la Reforma Monetaria de 1932, el terreno en que pudiera erigirse, de conformidad con el programa hacendario reimplantado, la estabilización de nuestra moneda, la consolidación del régimen revolucionario y el próspero desarrollo económico del país, hubo todavía que elaborar y expedir la Ley General de Instituciones de Crédito que, promulgada el 28 de junio, reformó la correspondiente del año de 1926, con los propósitos de relacionar el sistema bancario comercial del Banco de México con el de canalización general de crédito en la República y de posibilitar el crecimiento de esta canalización en consonancia con el progreso nacional y la Ley de Títulos y Operaciones de Crédito, que fue promulgada el 26 de agosto y que, al llenar los huecos y corregir los defectos de que adolecía el vigente Código de Comercio, en sus partes relativas, creó la estructura jurídica indispensable para la existencia y fácil circulación de los instrumentos por medio de los cuales se pudiera llegar a la máxima movilización de la riqueza, compatible con las condiciones de seguridad que debían concurrir en toda buena organización del crédito. Se tendía, en una palabra, a promover, expansionar y diversificar el crédito en las numerosas modalidades que era susceptible de revestir y, por decirlo así, difundirlo de manera que, en vez de continuar siendo el exclusivo patrimonio de un ínfimo grupo de privilegiados, pudiera vivificar todas las actividades y volverse accesible a todos los miembros de la comunidad.

Aunque sin responder, precisamente, al propósito de facilitar la solución de los problemas monetario y económico rehaciendo la desquiciada autoridad suprema del país y acabando de ahuyentar la desconfianza pública -me obliga a tal advertencia la sugestión con que concluía mi carta de Madrid sobre el Plan Calles- debo intercalar aquí este pequeño paréntesis para consignar la noticia de un acontecimiento político: la renuncia del Presidente Ortiz Rubio, presentada a la Cámara de Diputados y aceptada por ésta el 2 ó 3 de septiembre de 1932. El Congreso designó, para llenar interinamente la vacante en los quince meses que quedaban del período presidencial, al Gral. don Abelardo Rodríguez, quien se dignó suplicarme que continuara al frente de la Secretaría de Hacienda y Crédito PÚblico.

La sustitución del Presidente de la República no ocasionó, pues, cambio alguno en la prosecución del programa hacendario reanudado.


NOTAS

(1) El sexenio 1934-1940.

(2) La Ley Constitutiva del Banco de México, cuyo capital social exhibido montaba a una suma cercana a sesenta millones de pesos, contenía estas prevenciones:

Art. 22.- Se prohibe al Banco de México:
III.- Hacer operaciones reservadas a los bancos hipotecarios, refaccionarios, agrícolas o industriales ...
VI.-Hacer préstamos o descuentos a plazo mayor de 90 días.
X.- Aceptar responsabilidades directas o indirectas de una misma persona por operaciones que aisladamente o junto con otras que le sean conexas excedan del cinco por ciento del capital exhibido del Banco ...
XI.- Aceptar en prenda mercancías, objetos o derechos reales establecidos sobre bienes raíces ...

Art. 23.- El Banco de México sólo podrá aceptar constitución de hipotecas a su favor en los casos en que para garantía de créditos ya otorgados sea necesario hacerlo a juicio de siete de los Consejeros cuando menos y a condición de que dichas hipotecas venzan en un plazo no mayor de dos años.

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