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LA POLÍTICA HACENDARIA DEL NUEVO RÉGIMEN

Alberto Pani

SÉPTIMA PARTE


Quedó, según he expuesto, reestructurado el sistema bancario comercial de la República, de manera que pudiera crecer y fortalecerse ilimitadamente. La base de su constitución y funcionamiento era la cooperación diferenciada y orgánica de las Instituciones que lo formaban. La nueva Ley del Banco de México ponía definitivamente término a la competencia que este último había venido haciendo a los Bancos privados, al amparo de su posición oficial y de ciertos privilegios legales, de los que había abusado, con deslealtad manifiesta. Y suprimida esa causa de desconfianza y hostilidad, podía aplicarse sin el menor temor la disposición que obligaba a los Bancos de Depósito y Descuento y a las Sucursales de Bancos extranjeros a asociarse al Banco de México. El resultado de esas medidas no pudo ser más halagador. Las relaciones del Banco de México con sus asociados se hicieron cada día más estrechas; aumentaron los redescuentos progresivamente, y con ello recibió el necesario impulso la circulación del billete; por último, contando con el apoyo y la dirección de un verdadero Banco Central, pudieron, sin peligro, establecerse nuevos Bancos locales, de capital pequeño, pero especializados en una clientela que las Instituciones de la Capital conocían y atendían mal, lo que permitió una difusión mayor del crédito bancario, a costa de una reducción equivalente de las operaciones usurarias que son, por desgracia, una necesidad en nuestros campos.

A los efectos --que he dado ya a conocer- de la acción de la Reforma Monetaria de 1932 contra el atesoramiento de pesos-plata, se sumaron, ciertamente, los de la posibilidad en que se encontró el Banco de México -convenientemente enmendadas su Ley Constitutiva y su organización- para derramar fuertes masas de billetes y mantenerlas en la circulación.

El insuficiente y rígido stock monetario crecía con el producto de la acuñación extraordinaria, la reaparición del dinero atesorado y los billetes emitidos y venía adquiriendo la flexibilidad que éstos le comunicaban. Por Decreto del 22 de marzo de 1933 pudo ser cancelada la facultad de acuñación transitoriamente concedida a la Secretaría de Hacienda, en vista de que, aun en el caso de subsistir todavía la insuficiencia de signos de cambio, el Banco de México estaba ya capacitado para suplirla en la forma y la cuantía que exigieran, en cada momento, las necesidades transaccionales del país. La desconfianza del público en las emisiones del Banco de México había cesado desde que éste rectificó su ruta. Si el valor de los billetes circulantes a fines de 1931 ni siquiera llegaba a un millón de pesos, el de los que circulaban a los tres meses de la reorganización del Banco excedía de 26 millones y esta cifra, un año después, es decir, en septiembre de 1933, se había triplicado.

El mismo Decreto que restituyó al Banco de México la facultad de acuñación temporalmente otorgada a la Secretaría de Hacienda, creó la Reserva Monetaria -asignándole fuentes que aseguraran su crecimiento- para sostener el valor de la moneda nacional, regular su circulación, gobernar el cambio sobre el exterior y garantizar la emisión de billetes. La Reserva Monetaria nació el 22 de marzo de 1933 con un valor de $24.193,459.07. Seis meses después, o sea, en septiembre del mismo año pasaba -en oro, divisas extranjeras oro y plata acuñada o en barras- de ochenta y siete millones de pesos. Creció, pues, a razón de diez millones y medio mensuales durante el primer semestre de su existencia.

No fue menor la importancia que revistieron los actos de prosecución del programa hacendario y sus resultados en el dilatado campo en que podía ser canalizado y difundido el crédito. En la parte relativa del Mensaje Anual del Presidente al Congreso, correspondiente al 1° de septiembre de 1933 -vengo refiriendo a este mes los resultados finales del programa reimplantado, porque fue el último de mi segunda gestión en la Secretaría de Hacienda -inserté las siguientes declaraciones:

... Aparte de la labor encomendada al Banco de México y que, en este sentido, ha culminado en la reducción de la tasa del redescuento hasta permitir a los bancos asociados conceder préstamos con garantía prendaria y quirografaria a los tipos máximos de interés, respectivamente, de 7% y 8 % anual, las realizaciones logradas durante el lapso que comprende este Informe -del 1° de septiembre de 1932 a igual fecha de 1933- son debidas, por un lado, al impulso que la legislación ahora vigente comunica a la iniciativa privada, sobre todo, en las zonas ya exploradas de costeable expansión del crédito y, por otro lado, a la acción del Estado encaminada, principalmente, a fundar o promover la fundación de instituciones que abren al crédito nuevas zonas de penetración.

Actualmente funcionan, además de las siete Sucursales de Bancos extranjeros, 76 instituciones de crédito y 11 Almacenes Generales de Depósito, contra 44 y 7 que, respectivamente, existían el 31 de agosto del año pasado. Han sido créadas después de esta fecha las 3 Uniones de Crédito y las 6 Sociedades Generales o Financieras que existen ahora. Entre las instituciones de creación posterior a esa misma fecha algunas merecen ser especialmente mencionadas aquí, a saber:

El Banco Capitalizador de Ahorros, S. A., organizado bajo el amparo de la reglamentación del artículo 60 de la Ley General de Instituciones de Crédito y cuya principal importancia consiste en haber sido la primera de otras instituciones de la misma índole que, seguramente, vendrán a estimular en nuestro medio social el dormido espíritu del ahorro, tan necesario para cimentar con firmeza el bienestar de los hogares meXIcanos.

Debido substancialmente a la ayuda financiera prestada por el Ejecutivo Federal y el Banco de México o a sus aportaciones como accionistas, fueron fundados: los Bancos de Sinaloa, S. A., en Culiacán, el Agrícola Sonorense, S. A., en Ciudad Obregón y el Algodonero Refaccionario, S. A., en Torreón, Coahuila, destinados los tres a atender las necesidades de crédito de las respectivas regiones agrícolas en que operan, y el Banco Nacional Hipotecario Urbano y de Obras Públicas, S. A., en la constitución de cuyo capital también cooperaron -aunque en mucho menor escala- los principales Bancos privados de la República y que, teniendo tan dilatados horizontes para el porvenir, le han sido sustraídas, por lo pronto, las operaciones que responden a necesidades puramente personales con el fin de que concentre toda su fuerza en las que tengan una manifiesta orientación social, tales como la formación de nuevos núcleos de población; la construcción de grupos de viviendas baratas, confortables e higiénicas; la creación de nuevas empresas industriales o el desarrollo de las ya establecidas y, por último, la ejecución de obras públicas que impliquen un servicio y puedan ser garantizadas no sólo por las entidades administrativas o políticas correspondientes, sino por los usuarios mismos del servicio, aplicando el nuevo concepto -aceptado ya por nuestro Derecho- de que la vigencia, percepción e inversión de las taxas o cuotas son actos de gerencia eficaz de un servicio que la comunidad necesita.

La más trascendental de esta serie de realizaciones es, sin duda alguna, la constitución de un fondo de dos millones de pesos en el Banco de México para que éste, manejando dicho fondo con entera separación de sus demás funciones, pueda iniciar, de acuerdo con el Decreto que fue promulgado hace apenas cuatro días, la creación de un sistema de Crédito Popular, propósito comprendido -junto con el establecimiento de un régimen de crédito agrícola y la organización del crédito a largo plazo- en el plan que originó, desde 1925, la fundación de aquel Banco. Con el fin de volver realizable este propósito, en la vigente Ley General de Instituciones de Crédito fue incluído un régimen completo para la reorganización y funcionamiento de Uniones, Asociaciones y Sociedades encaminadas a fecundizar las zonas antes sustraídas a los beneficios del crédito- en que trabajan las clases sociales de más modesta situación económica y por cuyo bienestar se interesan preferentemente el Gobierno y el país. Debiendo, pues, ser cubierto el sector de los campesinos y los pequeños agricultores por el Banco Nacional de Crédito Agrícola -que muy pronto será objeto de una oompleta reorganización- el Decreto de referencia se contrae a los obreros, los pequeños industriales y comerciantes, los profesionistas y los empleados. Por la manera prescrita para operar, que obliga a los usuarios del crédito a organizarse en Uniones, Asociaciones o Sociedades en los términos de la Ley citada, la institución tendrá una poderosa fuerza pedagógica, creando automáticamente la necesidad y el hábito de la asociación para fines más complexos y más amplios y apresurando, de este modo, el movimiento cooperatista en México. Independientemente de las operaciones que son propias al crédito popular, cabe llamar la atención, entre las aplicaciones que el Decreto da a los recursos que el Estado destina al efecto, la de participar, en la proporción de un 40%, en la formación de los capitales sociales de las Uniones, Asociaciones o Sociedades de Crédito y la de compensar las pérdidas que pudieren reportar las operaciones practicadas por los Bancos ordinarios con dichos organismos.

La primera de dichas aplicaciones -juntamente con la obligación que se impone al Banco de México de prestar a los usuarios del crédito popular hasta la mitad del valor de las acciones que ellos sUscriban y paguen- provocará una considerable expansión del sistema. La segunda, encauzará hacia este sistema los ahorros del público, a través de los Bancos ordinarios -donde ahora permanecen, en gran parte, inactivos- para engrosar considerablemente, eliminados todos los riesgos, el restringido fondo original. Es de esperarse que, como consecuencia de todo ello, el nacimiento y la propagación de los organismos llamados a integrar el sistema nacional de crédito popular estructurarán mejor y darán mayor aliento -así concluye la exposición de motivos del Decreto en cuestión- a las numerosas fuerzas individuales pequeñas que ahora están aisladas y dispersas y con las cuales sólo subsidiariamente cuenta nuestra economía, desmedrada y raquítica, precisamente, porque no ha sabido encuadrar en una ordenación sistemática de conjunto las actividades relativas, ni ha podido prestarles el apoyo económico indispensable para que se cumplan con eficacia y hagan florecer el tesoro de iniciativa, de habilidad, de genio inventivo, de capacidad de trabajo, de honestidad y de amor a la tarea que son características del trabajador independiente y en las que, más quizá que en la grande empresa y en el taller descomunal, habrá de fincarse en el futuro la prosperidad económica de México.

Abandonado el dispendioso camino de la revaloración artificial del peso-plata hasta su elevada y quimérica paridad legal, quedó abierto el de la rectificación del valor de la divisa en relación con los precios de las mercancías de consumo doméstico. Se logró, además de mejorar tales precios subiéndolos a niveles de producción costeable, mantenerlos prácticamente inalterables desde mediados de 1932, sin afectar sensiblemente el standard de vida y no obstante la depreciación y las oscilaciones a que el valor del peso estuvo sujeto en el mercado exterior. Por lo demás, he señalado y cuantificado en uno de los párrafos anteriores la bepéfica influencia que instantáneamente comenzó a ejercer la Reforma Monetaria de 1932 sobre la acelerada y fluctuante caída de nuestra divisa. Cabe añadir, en este respecto, que como su depreciación, al favorecer las exportaciones y estorbar las importaciones, fomentó la producción nacional y volvió favorable el saldo de la balanza de cuentas y como, por otra parte, continuaban subiendo los ingresos -cuya declinación había cesado en 1932, casi al instante mismo de la rectificación de la política hacendaria- y ya habían desaparecido el déficit heredado de 1931 y el desequilibrio presupuestal, la creación y el rápido crecimiento de la Reserva Monetaria y las medidas tomadas contra la especulación y las demás causas perturbadoras del mercado de cambios concurrieron, en mayor o menor grado, a la reducción progresiva en la amplitud de oscilación del valor internacional del peso-plata hasta inmovilizarse al nivel que correspondía a la relación de 3.50 entre el dólar y el peso -punto alrededor del cual parecía encontrarse el de equilibrio más estable entre la oferta y la demanda de cambio- y conservarse así a partir de julio de 1933. Tuve, pues, la satisfacción de obtener la deseada horizontalidad de las cotizaciones de nuestra moneda en función de la americana, es decir, la del principal país alimentador de nuestro comercio exterior, desde tres meses antes de mi renuncia a la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (1).

En cuanto a la Deuda Pública, ya he insistido bastante en mi criterio diametralmente opuesto al de mi antecesor. Después de las dos enmiendas al Convenio Montes de Oca-Lamont -negociadas con anterioridad a la reanudación de mi programa hacendario- quedaba todavía obligado el Gobierno a hacer 45 exhibiciones anuales que variaban entre Dls. 12.500,000.00 y Dls. 15.000,000.00, sumas que entonces excedían, respectivamente, de cuarenta y cuatro y cincuenta y tres millones de pesos. La suspensión convenida con el Comité Internacional de Banqueros y decretada el 21 de enero de 1932 quedó sujeta a la obligación de cubrir Dls. 5.000,000.00 -que equivalían a $17.750,000.00- antes del 19 de julio de 1933. Huelga decir que dejé pasar esta fecha sin satisfacer la condición impuesta, perdiendo así el derecho de reanudar el servicio de la Deuda Exterior con la inoportunidad y sobre las onerosas bases estipuladas en el referido Convenio. Aparte -repito- de las serias e incontestables objeciones presentadas a esas bases en la parte correspondiente de esta Monografía, no era posible que cupiera en un programa hacendario de rehabilitación económica del país la preferencia de los acreedores extranjeros sobre los mexicanos -al menos, mientras perdurara la crisis- a costa de erogaciones de tan fuerte cuantía y, por añadidura, de índole fatalmente emigratoria, es decir, de efecto desquiciador inevitable sobre el Erario y sobre toda la economía nacional y, consiguientemente, de tanta inseguridad para los mismos acreedores preferidos

Por el contrario, la consideración de que los desembolsos dedicados a satisfacer las obligaciones de la Deuda Interior, en vez de emigrar, se reincorporarían a nuestro suelo para ayudar a combatir la crisis y, por consecuencia, a preparar un campo firme para el posible arreglo futuro de la Deuda Exterior, era suficientemente justificativa de la preferencia que se dió a la primera sobre la segunda. Entre los actos que, de acuerdo con esta consideración, fueron realizados hasta septiembre de 1933, procede mencionar los pagos de cupones vencidos de las Deudas Agraria y Bancaria y la liquidación de los antiguos bancos de emisión declarados insolventes y en cuyos activos figuraban, como principal renglón, los créditos que el Gobierno les reconocía. La cancelación de obligaciones de la Deuda Interior, por estos dos conceptos, excedió de veinticinco millones de pesos. Se comenzó, además, la titulación de múltiples obligaciones que desde hacía varios años venían siendo pospuestas mediante la emisión, autorizada por el Congreso, de cien millones de pesos de Bonos de la Deuda Pública Interior, 40 años.

Nada mejor para poner punto final al examen de los actos de ejecución de un programa hacendario que tendía a resolver la crisis que estaba asolando a nuestro país, que el recuerdo de la Conferencia Monetaria y Económica Mundial, celebrada en Londres del 12 de junio al 27 de julio de 1933 y que -escribí en Mi Contribución al Nuevo Régimen (1910-1933), páginas 346 a 351- dejó en mi corazón una huella imborrable, primero, por la importancia que dieron a México las distinciones, tanto de carácter social como, sobre todo, en los trabajos mismos de la Conferencia, de que fue objeto su Delegación; segundo, por la oportunidad que se nos presentó de exhibir a México en un plano comparativamente más alto que los de los otros países, inclusos los más ricos y más cultos de la tierra, al haberse anticipado a aplicar, en su propia política hacendaria, los principios aconsejados por la Agenda de la Conferencia para mejorar las economías nacionales y resolver la crisis mundial y, tercero, por los buenos resultados para México de una Conferencia evidentemente fracasada para el resto de los países que en ella intervinieron.

Formábamos la Delegación Mexicana: los licenciados don Fernando González Roa y don Eduardo Suárez, el ingeniero don Marte R. Gómez y yo, que la presidía. Aparte de las especiales atenciones dispensadas por el Presidente Roosevelt en las pláticas preliminares de Wáshington y en la visita posterior que le hice por amable invitación suya, en la reducida Mesa de Honor del banquete de más de seiscientos comensales que el Gobierno Inglés ofreció en el Grosvernor House, de Londres, a los miembros de la Conferencia, sólo los Presidentes de las Delegaciones Francesa y Americana tuvieron precedencia protocolaria respecto del de la Delegación Mexicana. Se me designó, además, para formar parte de la Junta Directiva de la Conferencia y mis colegas participaron en las labores de diversas de las comisiones más trascendentales.

Es claro que tenía que satisfacerme el hecho de poder marcar, ante el imponente grupo de delegados y expertos de todos los otros países, los puntos de contacto entre nuestro programa de rehabilitación económica nacional emprendido en 1924 y reanudado en 1932 y la Agenda ulteriormente formada y anotada, para la Conferencia Mundial, por la Comisión Preparatoria de Expertos de la Sociedad de las Naciones. México, en efecto, se había anticipado en la orientación de su política hacia las soluciones sugeridas por la Agenda para ciertas cuestiones fundamentales -entre las numerosas que enunciaba y planteaba con el fin de resolver el problema general de la restauración del equilibrio económico del mundo- y, como consecuencia de tal anticipación, había logrado realizar tan importantes progresos en los campos de su economía afectables por la acción gubernamental que, al ser inaugurada la Conferencia, pude significar -discurso pronunciado en la Sesión Plenaria del 14 de junio- que México ofrecía, desde luego, la contribución de los avances logrados en su propia economía y la sanción experimental de esos avances a los procedimientos aconsejados por la Agenda; que el total restablecimiento de su equilibrio sólo era ya estorbado por las inevitables repercusiones de la anormalidad exterior y que, no obstante eso, se obligaba a no limitar su cooperación al envío de una Delegación a la Conferencia, sino a extenderla hasta la aceptación de los sacrificios que fueren necesarios para salvar la civilización y acallar los actuales sufrimientos de la humanidad.

Me place señalar también la identidad de los conceptos vertidos por la Delegación Americana, casi al final de la Conferencia, para explicar los motivos por los cuales el Presidente Roosevelt se negaba a acceder a la tregua de desvaloración del dólar pedida por los países de patrón de oro, con los que yo había expuesto en la parte relativa del discurso que pronuncié el 14 de julio, es decir, en los comienzos de la Conferencia. Quedó así evidenciado que, con la sola diferencia de haberse anticipado México a los Estados Unidos, más de un año, en el camino de la rectificación del valor de su moneda en relación con los precios de las mercancías de consumo interior, ambas políticas monetarias partían de los mismos principios y perseguían igual finalidad.

Aunque la Conferencia de Londres haya constituído un fracaso como propósito de solución de conjunto de los varios aspectos de la crisis económica mundial o, particularmente, para tal o cual país o para la mayoría de los que en ella participaron, no puede ni debe decirse otra tanto en lo que concierne a México, cuyo verdadero interés estaba en la solución internacional de las cuestiones que escapaban a la acción exclusiva de su propio Gobierno y que, en proporción bastante apreciable, ha venido resolviendo hasta ahora gracias a la forma en que fueron orientadas o planteadas, directa o indirectamente, por la Conferencia. Aun el hecho mismo de que los países de patrón de oro no hayan logrado del Gobierno Americano la aceptación de la tregua monetaria o suspensión temporal de la política de desvaloración del dólar y que, como consecuencia de ello, se haya producido el conflicto que determinó el fracaso de la Conferencia, resultó provechoso para México, puesto que dicha política tendía principalmente hacia la rehabilitación de los precios de las mercancías producidas en los Estados Unidos y, por consiguiente, de la mayor parte de nuestras materias primas exportables.

Era prometedora de buenos resultados, por otra parte, la simpatía que el Presidente Roosevelt y su Secretario de Estado se sirvieron dispensar al punto de vista de México que, como país neutral en la desastrosa guerra de tarifas en que estaba comprometida la porción más fuerte del mundo, en vez de aumentar sistemáticamente o por vía de represalia sus aranceles, los hubiera conservado, en comparación con los de los Estados Unidos, con un carácter más fiscal que proteccionista.

La tesis que de tal neutralidad se desprendía y que fue expuesta por mí tanto en las pláticas preliminares de Wáshington como en la Conferencia de Londres, consistía en radicar principalmente en las tarifas americanas la causa de la depresión del comercio entre los dos países, puesto que dichas tarifas, al impedir la introducción y venta en los Estados Unidos de los productos mexicanos, reducían el poder adquisitivo de México, y por lo tanto, la corriente comercial contraria, es decir, las exportaciones a nuestro país de los productos americanos.

Pero hubo algo que, por su influjo en todos los campos de la economía nacional mexicana, concretó mejor y volvió tangibles las ventajas obtenidas por nuestro país respecto de las cuestiones para cuya solución no bastaba la acción aislada de su Gobierno: el Convenio Internacional negociado y concertado con los fines de rehabilitar y estabilizar el precio de la plata y firmado en Londres el 22 de julio de 1933 por los representantes de China, España e India, como los principales países poseedores o consumidores de dicho metal, y de Austria, Canadá, Estados Unidos, México y Perú, como los principales productores. México ha derivado de este Convenio el reciente auge de una industria -la minera- que por la cuantía de los capitales en ella invertidos, el volumen de su producción, el número de trabajadores que emplea, los sueldos y salarios que paga y los impuestos que cubre, es factor importante de prosperidad económica y fiscal.

En suma: la Conferencia Monetaria y Económica Mundial celebrada en Londres a mediados de 1933 contribuyó, substancialmente a través del citado Convenio sobre la plata, a acentuar los efectos, sobre la economía nacional y sobre el Erario, de la política hacendaria reanudada en 1932, causa principal la reanudación de dicha política -repito las palabras del actual Secretario de Hacienda, que fue, por lo demás, el miembro de la Delegación Mexicana a quien designé para que firmara el referido Convenio- de la bonancible situación por la que atraviesa el país.

Podría haber puesto también punto final a esta Monografía después de añadir a la declaración anterior -tomada de una conferencia que dictó el Lic. don Eduardo Suárez el 14 de julio de 1935 y publicó la prensa del día siguiente- tanto el hecho de que los Planes de Gobierno del Instituto de la Revolución para los sexenios 1934-1940 y 1940-1946 se han inspirado en la política hacendaria por mí enunciada y desenvuelta, como estas dos noticias: la de mi renuncia a la Secretaría de Hacienda y Crédito Público fechada el 28 de septiembre de 1933 y la del nombramiento para sustituirme recaído en la persona del Gral. don Plutarco Elías Calles.

Ningún broche más vistoso, en efecto, para cerrar el examen del programa implantado en dicha Secretaría desde 1924 para matar la inercia de la Dictadura pre-revolucionaria y restaurado en 1932 para conjurar la crisis provocada o, al menos, intensificada por el abandono del referido programa, que estas tres sanciones aprobatorias sucesivas: la de su perfecta concordancia con las recomendaciones de la Agenda forjada por los expertos de la Sociedad de Naciones para la Conferencia Monetaria y Económica Mundial que se celebró en Londres el año de 1933; la de un lejano sucesor -entre la gestión hacendaria del Lic. Suárez y la mía se sucedieron las de los Secretarios Gral. Calles, Ing. Gómez y Lic. Bassols- que situó públicamente en la Reforma Monetaria de 1932 el origen de la bonanza económica y fiscal de 1935 y, por último, la del Instituto Político de la Revolución, que ha hecho suyas las orientaciones cardinales del referido programa.

Pero aunque me proponía justificar este programa, no tanto por haber sido yo quien lo implantó en 1924 y lo restauró en 1932, cuanto por haberlo denominado del Nuevo Régimen, mi propósito tiene que ir más lejos. La justificación misma del programa, por sus propios resultados y por la respetabilidad de las autoridades que lo han aprobado, me obliga, en efecto, a incluir también el examen de la gestión de mis sucesores en la Secretaría de Hacienda exclusivamente para mostrar -no con fines de censura, sino de cooperación- las manifestaciones más visibles de una tendencia persistente de dirección diversa o contraria a la de dicho programa. Me refiero, desde luego, a ciertas aseveraciones del Mensaje Presidencial dirigido al Congreso el 1° de septiembre de 1934 con motivo de su apertura para rectificarlas -defendiendo, de paso, las verdades consignadas en el curso de esta exposición- y corroborar, con la fuerza mayor de una reincidencia, mi aserto de que renunciada tardíamente la política hacendaria del Nuevo Régimen e implantadas las reformas relativas, todavía siguieron manifestándose intentos y verificándose actos de regresión los principios y prácticas de la época dictatorial.

A pesar de haber afirmado el Mensaje Presidencial de 1934, al iniciar la parte dedicada a la Secretaría de Hacienda y seguramente aludiendo a mi renuncia, que la política hacendaria fue proseguida sin variaciones sustanciales y sólo con las derivadas -repito exactamente su texto- de las diferencias de temperamento y de régimen de trabajo de las personas que estuvieron y están al cargo de las finanzas públicas, hizo a renglón seguido esta declaración:

La circunstancia de que ocupara la Cartera de Hacienda y Crédito Público, durante los últimos meses de 1933, el señor general don Plutarco Elías Calles, que con anterioridad había inspirado la Ley Monetaria de 25 de julio de 1931, permitió que las ideas medulares de este ordenamiento acabaran de tener plena realización en la práctica.

No podrían ser más contradictorias las dos primeras aseveraciones del Mensaje: el abandono de la orientación diametralmente opuesta al Plan Calles, que era de todo punto indispensable para poder dar plena realización a las ideas medulares del mismo Plan, implicaba un cambio radical, sustancialísimo, de la política hacendaria, que nada ni nadie sería capaz de encuadrar dentro del diminuto marco de las solas diferencias de temperamento y de régimen de trabajo de los dos Secretarios sucesivos. Anunciaba el Mensaje nada menos que un cambio de igual magnitud, pero en sentido inverso -según demostraré después- al realizado por mí para sustituir la política hacendaria de la Dictadura porfiriana por la del Nuevo Régimen. Era tanto más inconcebible semejante retroceso cuanto que el país no lograba todavía acabar de recuperarse de los daños que le había ocasionado, precisamente, el Plan Calles.

Como aseveraciones posteriores del Mensaje Presidencial de 1934 anunciaban actos acusadores de una orientación contraria a las ideas medulares del Plan Calles, como el de continuar la acuñación de pesos-plata, surgía un dilema: o estos actos eran simples resultados mecánicos de la inercia en que se prolongaba el impulso inmediato anterior o eran conscientes y, en este caso, la declaración inicialno podía responder más que al propósito de adular al Jefe Máximo de la Revolución.

Si la verdad estaba expresada en el primer término del dilema anterior, la inercia del impulso dado por la legislación sobre la moneda y el crédito promulgada y puesta en vigor durante los años de 1932 y 1933 tendría que irse amortiguando, con el solo decurso del tiempo, hasta dejar el campo enteramente libre a la plena realización de las ideas medulares del Plan Calles, reproduciendo la deflación con su siniestra caravana de padecimientos como los que había sufrido recientemente el país. Si la expresión de la verdad era el segundo término del dilema, la bola de nieve de la lisonja podría crecer hasta llegar a obstruir los cauces abiertos por la referida legislación y, como consecuencia de ello, desviarse realmente la política monetaria del Gobierno en el sentido de la declaración presidencial. Al considerar esta posibilidad no se incurría en la menor exageración.

El Gral. Calles, en efecto, reconocido entonces como el Jefe Máximo de la Revolución, ejercía una influencia decisiva en todo el mundo oficial mexicano. La mayoría de los funcionarios de la Administración y de los miembros de los otros Poderes, lo mismo tratándose de la Federación que de los Estados, estaba compuésta -por algo se quejaba el Gral. Calles de la falta de material humano idóneo- de politicastros y burócratas que no estaban preparados más que para la adulación y que sólo se preocupaban por conservar sus puestos oficiales a menos de cambiarlos por otros más jugosos o de categoría superior.

Bastaba que el Jefe Máximo de la Revolución emitiere una idea o que alguien le atribuyera aun la más absurda o divorciada del sentir nacional para que se orientara concordantemente la opinión dentro del Partido Nacional Revolucionario y de los sectores políticos del Gobierno y que los líderes se apresuraran a realizar la idea auténtica o la atribuída, en el caso de no haber sido oportunamente desautorizada. De ahí nació la innecesaria agitación anticlerical y pro educación socialista que siguió al discurso pronunciado por el Gral. Calles en Guadalajara el 20 de julio de 1934 y que al fin se resolvió en una tibia reforma del artículo 3° constitucional, siendo que pudo haberse orientado la labor educativa del Gobierno, aun de modo más radical de como lo hizo dicha reforma y sin perturbación alguna de la tranquilidad y de la situación económica del país.

De ahí vino la designación de Plan Calles que el Secretario Montes de Oca dió a la Ley Monetaria de 25 de julio de 1931 y bajo la cual fue aprobada aclamatoriamente por el Congreso. De ahí vino también que se volviera lugar común en los editoriales y reportazgos periodísticos la especie -que parecía una broma- de que Inglaterra y las naciones cuyas monedas eran satélites de la libra esterlina, al abandonar en septiembre de 1931 el patrón de oro, no hacían más que seguir el ejemplo que México acababa de ponerles. Si alguna comparación cabía hacer, en ese respecto, era precisamente para marcar este contraste: mientras los Gobiernos de aquellas naciones abandonaban el patrón de oro para defender y usar mejor sus reservas de oro, nuestro Gobierno pretendia conservar el patrón de oro, facilitando y aUn fomentando la fuga en masa del poco oro que quedaba en el pais. El mismo origen reconocía, por último, la declaración que ha motivado estos comentarios y que fue hecha en un documento de la más alta trascendencia y en la ceremonia gubernamental más solemne.

Aunque el Gral. Calles haya accedido a facilitar su nombre a una Ley elaborada por los técnicos de la Secretaría de Hacienda y con la que el propio Secretario estaba seguro de resolver el apremiante problema monetario de entonces, tuvo que estar inconforme con ella al palpar sus desastrosos resultados. Reveló de modo indudable esa inconformidad desde que, casi al recibir mi carta de Madrid en que censuraba duramente la Ley y pronosticaba aquellos resultados, me señaló, ante el Presidente Ortiz Rubio, para que sucediera al Secretario Montes de Oca. Evidenció más aún tal inconformidad el hecho de no haber escatimado al que suscribe el firme apoyo de su autoridad en la ímproba tarea de cambiar el rumbo de la política hacendaria para reanimar las finanzas públicas, el crédito privado y la industria y el comercio nacionales, que agonizaban bajo la asfixiante deflación monetaria engendrada por la misma Ley.

Lo que urgía, por lo tanto, era que el Gral. Calles desaprobara expresamente la resurrección del Plan Calles. Formé, persiguiendo este fin y con la cooperación del distinguido economista Lic. don Miguel Palacios Macedo, un extenso Memorándum sobre la política monetaria del Gobierno, según el Mensaje Presidencial de 1934, en el que fue glosada y rectificada casi toda la parte relativa de este documento. Lo leí al Gral. Calles. Me escuchó durante cerca de dos horas con la atención que siempre se dignaba dispensar a mis lecturas o exposiciones verbales, sobre todo, si se referían a asuntos de carácter económico por los que él manifestaba un particular interés. Abundaron, mientras yo leía, sus expresiones de aprobación. Al terminar, me preguntó:

_ ¿Qué va usted a hacer con el Memorándum?

- Publicarlo, si fuere necesario, le contesté.

- Le aseguro -replicó- que no lo es. Basta que yo lo conozca. Déjeme, de todos modos, un ejemplar y aplace un poco su publicación.

Así lo he hecho. Han pasado ya seis años y el Memorándum sigue inédito. Ahora saco a luz las partes estrictamente requeridas para completar el objeto de esta Monografía.


NOTAS

(1) Dos o tres meses después de mi salida de la Secretaría fue llevado el dólar a $3.60, precio al que se mantuvo más de cuatro años, como consecuencia de las medidas de estabilidad tomadas a partir de principios de 1932, hasta que la expropiación petrolera, verificada en marzo de 1938, determinó el alza de dicho precio, culminando en $6.00 para descender a $4.85 en que parece haberse estacionado por ahora, es decir, en los primeros meses de 1941.

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