Índice de La política hacendaria del nuevo régimen de Alberto J. PaniSÉPTIMA PARTEBiblioteca Virtual Antorcha

LA POLÍTICA HACENDARIA DEL NUEVO RÉGIMEN

Alberto Pani

OCTAVA PARTE


Mientras que, en los momentos de más arrolladora expansión de la crisis mundial, el Presidente Ortiz Rubio y el Secretario Montes de Oca se complacían en hacer declaraciones de un optimismo trágicamente infantil, el Gral. Calles, percibiendo la gravedad de la situación señaló la necesidad de la reforma monetaria y acaso -no podía ni debía hacer más- expuso sus ideas sobre ella al optimista Secretario de Hacienda para que las trasmitiera a los técnicos que, bajo su dirección, estudiaron y redactaron la Ley.

Una vez elaborada ésta, pasó al Congreso, previamente preparado en favor de la misma por la difusión de la especie de que el Gral. Calles la había inspirado. Ya sabemos cuán estruendosamente fue aclamada la plata, vilipendiado el oro y aprobada la Ley. Pero sucedió que las ideas medulares del malamente llamado Plan Calles ni respondían a la necesidad monetaria que las había motivado, ni probablemente tenían, con el pensamiento de quien había señalado esa necesidad, el más lejano parentesco. Fue que los redactores de la Ley bebieron en otra fuente.

Para poder apuntar hacia esta fuente y localizarla, el Memorándum comenzó por disipar el error muy generalizado que la ocultaba. Reproduzco a continuación los párrafos que tal hicieron:

Por principio de cuentas, hay que convenir en la falsedad de la creencia del público y que también se expresa en el Mensaje Presidencial de 1934 de que la mira dominante de la Ley Monetaria de 1931 fuera la supresión definitiva del patrón de oro. La lectura de los párrafos 14 y 19 de la Exposición de motivos de la Ley evidencia que la convicción más íntima de quienes redactaron dicho ordenamiento era precisamente la contraria, o sea, la de que si algo había que salvar del régimen monetario anterior era el valor en oro que al peso había asignado la Reforma de 1905. Y no es otro el significado del artículo 1° de la Ley de 25 de julio de 1931, que dice:

La unidad del sistema monetario de los Estados Unidos Mexicanos es el "peso, con equivalénciade 75 (setenta y cinco) centigramos de oro puro.

¿Qué otra cosa es el patrón de oro si no un sistema monetario en el cual la unidad de valor ... o la unidad en la que se expresan de costumbre los precios y los salarios y es usual contraer las deudas, consiste en el valor de una cantidad fija de oro en un mercado libre de oro? (Kemmecer).

A raíz de la expedición de la Ley -afirma el Mensaje Presidencial que vengo comentando- se juzgó que el proclamado abandono del talón oro sólo debería surtir efectos en el mercado interior y que en el mercado internacional convenía seguir persiguiendo el ideal de un cambio alto.

Escogido un patrón monetario, tal como se hace en términos tan claros en la Ley y en su Exposición de Motivos, si la palabra patrón -no talón como se dice en el Mensaje -guarda su significado, se está en el caso de tenerlo -o de no tenerlo-lo mismo en uno que en otro mercado.

Una cosa es el material de que están hechas las monedas circulantes y otra muy diversa el patrón monetario. ¿O es que Francia después de julio de 1928, Inglaterra antes de septiembre de 1931 y los Estados Unidos antes de abril de 1933, por el hecho de que los stocks monetarios de esos países estuvieron formados en su casi totalidad por signos crediticios, habían abandonado, respecto del mercado interior, el patrón de oro?

Justificadamente impresionados por los males de extraordinaria gravedad que estaba produciendo la disparidad en los valores de cambio de las monedas de oro y las de plata, los autores de la Ley consideraron de vida o muerte para el país, en los momentos en que culminaba la formidable crisis financiera que tantas y tan prestigiadas monedas había de arrastrar consigo, acabar de una vez para todas con esa pesadilla, desmonetizando el oro y aun estimulando su emigración al extranjero, sin abandonar el patrón de oro, pero sí, cambiando la modalidad que legalmente había tratado de imponérsele desde noviembre de 1918. Este caso extraordinario de aurofobia y aurofilia simultáneas es el único que registra la historia monetaria del mundo.

El sistema monetario de patrón de oro puede, en efecto, revestir tres formas. La primera es la del patrón de oro en especie o patrón de oro acuñado, que también podría llamarse patrón de oro en circulación (Gold specie Standard) y que está basado en la libre acuñación de oro y en el empleo de éste, bajo la forma de moneda acuñada, como instrumento de cambio (Hawtrey), siendo la moneda fiduciaria convertible en moneda de oro, a la vista" (Olariaga).

<´p align=justify>Era éste el sistema practicado por todos los grandes países antes de la Guerra y por los Estados Unidos hasta abril del año pasado. Si el sistema se basa en la obligación que el Banco Central asume de comprar y vender lingotes de oro, sin restricción, a precios determinados (Hawtrey), se está en presencia de la segunda forma del patrón de oro, llamada por sus características patrón de oro en barras o patrón de lingotes de oro (Gold Bullion Standard). Fue éste el régimen monetario vigente en Inglaterra de 1925 a 1931.

La tercera forma es la que podría llamarse patrón de cambios oro (Gold exchange Standard) y que consiste en la convertibilidad de la moneda circulante en divisas extranjeras convertibles a su vez constantemente en oro, a un tipo fijo (Hawtrey) o que, dicho de otro modo, está basado en la obligación del Banco Central de comprar y vender, a precios determinados, camubios sobre uno o varios países de patrón oro (Olariaga).

Este último sistema, que Hawtrey, ateniéndose a la anterior definición, llama parasitario de un patrón oro extranjero, y que por su naturaleza misma, cuando no es un régimen transitorio, coloca a la moneda en la condición de satélite de las que le sirven de base, era el más generalizado antes de 1931, sobre todo, entre las colonias y países tributarios.

Además de esas formas o tipos del patrón de oro, dos de las cuales -la segunda y la tercera- no exigen de ningún modo la acuñación de monedas áureas, pueden concebirse, naturalmente, y de hecho han existido, formas intermedias o mixtas, así como casos de aplicación incompleta de cualquiera de los descritos, que casi siempre se deben a que se trata de regímenes monetarios en proceso de formación o que se están disgregando. Todas las variantes del patrón de oro ensayadas por nosotros se han encontrado en alguno de estos dos casos. La adoptada por el señor Limantour en 1905 nunca pasó de ser un esbozo de sistema intermedio entre el patrón de oro acuñado y el patrón de cambios de oro. Carranza fue más lejos -quizá demasiado lejos- al hacer de las monedas de oro las únicas de poder liberatorio ilimitado, esperando darnos así un régimen completo de patrón de oro en especie, el más dispendioso y complejo de todos los regímenes monetarios, y en realidad sufriendo -aunque en sentido inverso- la misma confusión que se cometió en el Mensaje Presidencial de 1934 entre el material de que están hechas las monedas circulantes y el patrón monetario. Pero, ni aun extremando la dosis de oro, consiguió implantar verdaderamente la forma citada del patrón de oro, ya que nunca admitió la libre exportación y libre acuñación de dicho metal, ni procuró asegurar, con recursos suficientes, la convertibilidad constante e ilimitada de las monedas de apoyo en piezas de oro, elementos todos ellos esenciales del sistema monetario en cuestión. Y, como, al propio tiempo, el Gobierno hacía sus pagos en plata, la presencia de las dos monedas rivales en la circulación condujo, como es sabido, al premio de la moneda de oro y a catorce años de esfuerzos infructuosos para organizar nuestro crédito bancario, con la consiguiente demora en el desarrollo económico del país. El practicado después de Carranza fue un patrón de oro de circunstancias, con las mismas imperfecciones inevitables que, bajo la acción de factores múltiples, fueron poco a poco dislocándolo, hasta que se acabó por denunciarlo, cuando los males que estaba ocasionando al país hacían ya inaplazable la necesidad de enmendarlo.

Y respecto de la enmienda intentada con la Ley Monetaria de 1931, lo menos que puede decirse es, en primer lugar, que el hecho mismo de que el público, la prensa, los miembros del congreso que la aprobaron y hasta un Presidente de la República o su Secretario de Hacienda vieran en el sistema implantado -a pesar de los propósitos expresos de sus autores de sólo cambiar la forma del patrón de oro vigente desde 1918- un modo como otro cualquiera de abandonar dicho régimen monetario, basta y sobra para darse cuenta de las dificultades que presenta su clasificación y, en segundo lugar y sobre todo, que -como nadie ignora- los males que dicha enmienda trató de corregir se agravaron hasta alcanzar las proporciones de una catástrofe nacional.

Y no podía suceder otra cosa, dada la calidad de la principal fuente de inspiración de los autores de la Ley de 25 de julio de 1931. Nada ha sido tan hondo y, a la vez, perceptible como la influencia ejercida por las ideas preconizadas en la Exposición de Motivos de la Reforma de 1905 sobre la manera oficial y no oficial de entender, desde entonces, nuestros problemas monetarios. Hasta podría decirse que ese documento ha sido por casi treinta años el Decálogo Monetario de México. La predilección por el análisis abstracto de dichos problemas, al tratar de resolverlos; la desconfianza obstinada respecto de la moneda de plata; la ignorancia absoluta del mecanismo a través del cual se forma el precio de las divisas, con todas sus implicaciones y consecuencias; la insistencia en hacer del problema del cambio un mero corolario del problema de la circulación interior, abstracción hecha de circunstancias, matices y regímenes monetarios, así como el planteo siempre renovado, pero siempre idéntico en el fondo, de todas las cuestiones monetarias pendientes como algo que no es posible resolver sino dentro del cerco estrecho de una disyuntiva: o cuantitativismo ingenuo o metalismo rígido. Todo eso es el legado de doctrina (?) y de prejuicios que el país debe. a la Exposición de Motivos de la Reforma Monetaria de 1905 y cuyo influjo preponderante no supieron eludir, por desgracia, los responsables de la Reforma de 1931.

De ahí salió el ensayo trunco y absurdo de patrón de oro acuñado, emprendido en noviembre de 1918. De ahí también provino la campaña antiplatista que culminara en la suspensión de las acuñaciones de monedas blancas decretada por primera vez el 1° de marzo de 1927 y renovada, con promesa solemne de no levantarla jamás, en la Ley Monetaria de 25 de julio de 1931. Y de ahí proceden, en línea recta, asimismo, las famosas ideas medulares de dicha Ley que, según se asienta indebidamente en el Mensaje Presidencial de 1934, acabaron de tener plena realización en la práctica, debido al hecho de haberme sucedido el Gral. Calles, durante los últimos meses de 1933, en la Secretaría de Hacienda y Crédito Público.

Es indudable que los autores del ordenamiento en cuestión se preocuparon por conocer, antes de redactarlo, las características, motivos y resultados de nuestras anteriores reformas monetarias. Sin embargo, al estudiar la de 1905 -la que, según ellos, más enseñanzas podía procurarles- cayeron en el error de prescindir por completo de las circunstancias en que la misma fue emprendida y aplicada y, principalmente, de los hechos y disposiciones posteriores que rectificaron sus orientaciones originales y a las cuales hay que atribuir el buen éxito de la reforma, para concentrarse en las muy discutibles teorías monetarias que le sirvieron de fundamento y aun llegar a extremarlas más, a fuerza de leer y releer su célebre Exposición de Motivos. En esto también imitaron, sin saberlo, a los autores de la referida reforma.

Se ha repetido muchas veces, en efecto, que nuestra Reforma Monetaria de 1905 tuvo por modelo la reforma del mismo género emprendida por el Gobierno de la India, a partir de 1893, para revalorar y estabilizar la rupia. Eso es exacto sólo hasta cierto punto. La reforma monetaria de la India respondió ciertamente a exigencias muy semejantes a las que hicieron necesaria nuestra reforma de 1905, y en sus comienzos se inspiró, sin duda, en principios iguales a los invocados en la Exposición de Motivos con que se introdujo esta última. Pero, a medida que fue realizándose -pues no quedó consumada con la expedición de una sola Ley, como la nuestra- sus directivos iniciales cedieron poco a poco el lugar a nuevas ideas y preocupaciones, todas impuestas por el factor que más influye en la política de los Gobiernos anglo-sajones: los hechos. Esta evolución, además de ser lenta y, por ello, insensible, se produjo sin comentarios ni declaraciones oficiales, a través de actos administrativos sin ninguna trascendencia aparente, pero en realidad de importancia decisiva. Por eso no pudo ser apreciada en su significado verdadero sino por quienes de muy cerca siguieron su curso, y no fue sino hasta mucho después de comenzada y también con fecha posterior a nuestra Ley de 1905, cuando se publicaron los datos y explicaciones teóricas que han permitido, al fin, precisar la índole y el alcance reales de las diferentes medidas que aseguraron su éxito.

Si, pues, resulta explicable -no justificada- la aplicación a México en 1905, de teorías rechazadas en la India por hechos ulteriores, no puede admitirse lo mismo en 1931, cuando no sólo la experiencia hindú, sino las de los países europeos que pretendieron, después de la Guerra, sanear su situación económica con medidas deflacionistas, estaban mostrando con claridad meridiana la inutilidad de tales medidas y sus inconvenientes y peligros.

Es que -repito- las ideas medulares de la Ley de 25 de julio de 1931 son la expresión genuina de la política preconizada en la Exposición de Motivos de la Reforma Monetaria de 1905, que consistía en provocar la revaloración del peso y asegurar la estabilidad del cambio por medio, exclusivamente, de la escasez relativa de la moneda en circulación.

Esas mismas ideas medulares ponen de manifiesto la ignorancia de sus autores respecto de los incidentes que, cambiando el derrotero inicial de la Reforma de 1905, la salvaron de un seguro fracaso. Bastó, en efecto, uno de los episodios de alza temporal, tan frecuentes en la historia del metal blanco, para imprimir el rumbo opuesto, o sea, el de prevenir la escasez -hasta ahí con tanto acopio de doctrina defendida o buscada- de las piezas de plata y del stock monetario por ellas representado, obligando al Gobierno a acelerar las acuñaciones y a renunciar por completo al propósito original de enrarecimiento o de control cuantitativo de la circulación y, por ende, a las bases ideológicas de la Reforma. Desconocedores, pues, del proceso a través del cual se fue poco a poco plasmando el régimen monetario resultante de la Reforma Monetaria de 1905 o fascinados, hasta la exclusividad, por el Decálogo sagrado, una inconcebible preferencia por la acción puramente mecánica del enrarecimiento de la moneda circulante sobre todos los demás factores de que podía depender su valor, y una total indiferencia -menos concebible aún- respecto de las naturales repercusiones de ese enrarecimiento, condujeron a los autores de la Reforma Monetaria de 1931 a prescribir la defensa del valor internacional de nuestra divisa, ante la imposibilidad de constituir desde luego una reserva o fondo regulador del mercado de cambios, por estos dos medios de notoria y absurda drasticidad:

A) Reduciendo el stock monetario propiamente dicho, o sea, el constituído por las piezas de curso legal, a una cantidad poco mayor de doscientos millones de pesos, que era el monto aproximado de toda la moneda de plata, bronce y níquel en circulación en la fecha de la Ley, y;

B) Prohibiendo definitivamente la acuñación de nuevas monedas con poder liberatorio ilimitado y restringiendo la de las piezas de apoyo a lo estrictamente exigido por las necesidades del comercio; pero sin que con tales acuñaciones resultara aumentado el valor total del stock monetario, pues las monedas acuñadas debían canjearse por monedas de un peso hasta la concurrencia de su importe -y éstas ser fundidas al entrar aquéllas en circulación.

Ahora bien, como, por una parte, en las circunstancias en que se emprendió la Reforma Monetaria de 1931 -según lo demostró el resultado instantáneo de la acción opuesta ejercida en marzo del año siguiente- ningún mal podía ser comparable al ocasionado por un mayor entorpecimiento de la circulación, ya de sobra enrarecida con la atonía del comercio y la baja casi vertical de los precios, y como, por otra parte, nada había más eficaz para acentuar ese entorpecimiento que una reducción brusca del stock monetario, que la tesaurización se encargaría de llevar mucho más allá de la cantidad de signos de cambio estrictamente necesaria para sostener el curso de las transacciones; tal reducción -decía- de la masa de moneda circulante, incrementada por la desconfianza que engendraban tan desacertadas medidas, tendría por fuerza que traducirse, según un proceso que se describe en todos los tratados de Economía, en extremas restricciones de crédito de las cuales no cabía esperar más que una epidemia de bancarrotas y una intensificación del empobrecimiento general. Pero, aun en el orden exclusivamente monetario, una medida semejante podía resultar contraproducente y -más que esto- funesta en casos como el de que se trata.

Sabido es que las cotizaciones de las monedas averiadas se sostienen en gran parte merced a facilidades de crédito que el país momentánea o permanentemente acreedor concede a sus clientes extranjeros. Minar las bases sobre las que descansa el crédito privado en el país deudor, o en cualquier forma entorpecer su mecanismo equivale, por eso, a impedir que funcione esa importante válvula y a trabajar, en consecuencia, contra la estabilidad del cambio. Y si tal cosa acontece en tiempos normales, cuando los países exportadores están más dispuestos a dar facilidades de pago a su clientela internacional, con mayor razón tenía que suceder en julio de 1931, precisamente cuando se producía el pánico financiero más grande de la Historia, con su cortejo de moratorias, quiebras y monedas súbitamente amenazadas.

Nadie ha olvidado, por la suma de sufrimientos que le tocaron en la desgracia general, que los males que he señalado como fácilmente previsibles y muchos otros posiblemente insospechables se precipitaron, como avalancha infernal, sobre nuestro desdichado país. Por más, pues, que uno se devane los sesos, nunca llegará a comprender cómo se pudo, en el Mensaje Presidencial de 1934, desentenderse en absoluto de tan penosa y reciente experiencia, no sólo para definir la política monetaria del Gobierno diciendo que consistía, ni más, ni menos, en dar plena realización en la práctica a las ideas medulares de la Ley del 25 de julio de 1931, sino también para formular jubilosamente esta definición, colgándole el milagro al Gral. Calles ...

Es, pues, deseable -vaya un voto a guisa de resumen y conclusión de esta parte de mi Memorándum- que los altos funcionarios del Gobierno y los líderes revolucionarios sepan, para que no sigan incurriendo en una adulación contraproducente y, principalmente, para eliminar el posible riesgo de un deplorable retroceso a la plena realización en la práctica de las ideas medulares de la Ley de 25 de julio de 1931 -tal como se proclama en el Mensaje Presidencial de 1934, con manifiesto propósito de halagar al Gral. Calles- que las referidas ideas, entre las que brillan como más medulares, con el reflejo del oropel de las finanzas porfirianas, las que proclaman la conservación del patrón de oro y el enrarecimiento, en la circulación, de las monedas de plata, son, como lo he dicho y repetido hasta la saciedad, una genuina emanación, del Decálogo Monetario dictado por los corifeos del cientificismo de 1905 -el señor Limantour y sus consejeros técnicos- y el polo opuesto del conocido concepto platista que sobre el problema monetario sustenta el Jefe Máximo de la Revolución.

Lo transcrito hasta aquí del Memorándum rectificatorio del Mensaje Presidencial de 1934 es más que suficiente para llenar el fin de su inserción en los párrafos que preceden: el de señalar la tendencia contraria al programa hacendario del Nuevo Régimen y su correlativa amenaza de reproducir los padecimientos ocasionados, de modo especial en las clases laborantes, por una aventura monetaria de recuerdo funestamente imborrable.

Al Interinato del Presidente Rodríguez sucedió el Gobierno presidido por el Gral. don Lázaro Cárdenas, electo popularmente para el sexenio del 1° de diciembre de 1934 al 30 de noviembre de 1940.

Se habían sucedido, hasta entonces, los cuatro regímenes revolucionarios maderista, carrancista, obregonista, y callista en la serie de nueve Presidentes (1) sin duda deseosos de impregnar a sus gobernados de felicidad y rigiendo, desde el tercero de ellos, la Constitución de 1917 cuyos preceptos 27 y 123 marcan las directrices de la política agraria y de protección y auxilio del proletariado del campo y de la ciudad orientadas hacia la redistribución equitativa de la riqueza, sobre el nivel mínimo de la plena satisfacción no sólo de las necesidades materiales de la vida de cada trabajador y de su familia, sino también de las educativas y las de recreación honesta. Pero resultó que, al fin de tan larga jornada y en resumidas cuentas, con excepción de algunos grupos privilegiados de trabajadores, el resto del pueblo estaba aún muy lejos de su redención económica.

A los pocos meses de haber tomado posesión de la Presidencia de la República, el Gral. Cárdenas se emancipó de la tutela callista, dignificando así su investidura de Presidente e inaugurando su propio Gobierno personal, que caracterizó por el hecho de haber sido seguramente el que, desde la caída de la Dictadura porfiriana, ha desplegado los esfuerzos más enérgicos y ejecutado los actos más audaces y trascendentales en favor de las masas obrera y campesina, secularmente expoliadas y formando la inmensa mayoría del pueblo mexicano.

La. política al efecto desarrollada parecía no obedecer más que a los impulsos del generoso sentimiento de justicia social que alentaba el Presidente. Sucedió, sin embargo, que además de haberse acentuado el hambre popular, se volvió precaria la situación de ciertas minorías privilegiadas de trabajadores como, por ejemplo, las del principal sistema ferroviario del país y de toda la industria petrolera, por haberse modificado la índole de las correspondientes organizaciones, como consecuencia de su expropiación por el Estado y con detrimento de su eficiencia y economía, que son atributos por los que, naturalmente, se interesan más las empresas privadas que las oficiales.

A mayor abundamiento, el sistema ferroviario expropiado fue objeto de un ensayo de administración obrera que abultó los mencionados efectos de disminuir la eficacia y aumentar el costo de sus servicios.

Las discrepancias entre los esfuerzos desplegados y los resultados obtenidos en relación con el propósito supremo del Nuevo Régimen, sobre todo cuando dichos esfuerzos acusan tan extraordinarias constancia y acometividad como en el caso del último sexenio, han dependido en gran parte de la deficiencia o la equivocada orientación de los órganos ejecutivos. Otro sería el saldo actual si estos órganos, siempre eficientes y bien orientados, hubieran abierto, de acuerdo con la técnica y dentro de los linderos constitucional y de nuestras posibilidades económicas, los cauces por los que se materializara el referido propósito para extender, de modo firme e indefinido, su acción redentora.

Según, en efecto, que esos cauces hayan sido trazados acertada o desacertadamente, el Nuevo Régimen ha avanzado o retrocedido en el camino de sus conquistas. Abundan, en la historia de esta marcha desigual y azarosa, las rectificaciones trascendentales en ambos sentidos -el progresivo y el regresivo- y, a veces, dentro del mismo período presidencial. No se necesita, para señalar algunas de ellas, abandonar el terreno hacendario que venimos pisando. Basta volver la mirada a las que han sido detalladamente expuestas en las partes relativas de la presente Monografía.

Recordaremos que, bajo el Presidente Obregón, continuó imperando la inercia de la política hacendaria de la Dictadura -que agobiaba fiscalmente al pobre y favorecía al rico- con la sola modificación del desorden administrativo y el despilfarro causantes del estado deficitario creciente en que se mantuvo la Hacienda Pública durante los tres primeros años de ese cuatrienio, hasta haber sido rectificada dicha política en sus dos aspectos -el reaccionario y el de derroche- implantando en 1924, bajo el mismo Presidente, el programa hacendario del Nuevo Régimen, que desterró el despilfarro y tendió a trasladar las cargas fiscales que gravitaban pesadamente sobre el pobre a las recias espaldas del rico.

Recordaremos también que, bajo el Presidente Calles, continuó desarrollándose el programa iniciado en 1924 y que, en la segunda mitad de su cuatrienio, reapareció la tendencia reaccionaria persistiendo cada vez con mayor intensidad, fenecido el mandato legal de dicho Presidente, a través del Gobierno del Presidente Portes Gil y los dos primeros años del período del Presidente Ortiz Rubio, para culminar en la deflación monetaria que ahogaba al país en 1931, ser nuevamente rectificada en el sentido revolucionario en 1932, bajo el mismo Presidente, y no sufrir más contratiempo el rumbo de tal política hacendaria, bajo el Presidente Rodríguez, que la amenaza, afortunadamente no cumplida, de resucitar una catastrófica deflación monetaria.

Si, pues, la intensificación del hambre del pueblo es un hecho incontrovertible que da apariencia de fracaso a la política presidencial más fogosamente orientada hacia la máxima aspiración del Nuevo Régimen, es preciso, para justificar dicha orientación y alcanzar su objetivo, examinar los cauces de materialización de tal política y rectificar los equivocadamente trazados.

Es claro que las manifestaciones y los ensayos de tendencia sovietizante en que incidió dicha política bajo la creencia, seguramente, de que así se apresuraba la obtención de sus fines -sin este engañoso espejismo no se hubiera olvidado el precepto de la Constitución que consagra el régimen democrático popular- tuvieron que influir de modo desfavorable en el desarrollo de una economía que, después de todo, conservaba su naturaleza fundamentalmente capitalista. Pero el carácter de esta Monografía circunscribe el examen propuesto al sector sobre el que pesaba el arduo deber de recaudar y suplir los fondos necesarios para las realizaciones en que se desbordaba la nueva modalidad política. Aunque la curva ascensional de ingresos determinada por la rectificación progresiva de 1932 alcanzó, en el sexenio de que se trata, alturas insospechadas, el mismo sexenio finalizó con un déficit -de monto tampoco imaginado antes- que expresa la cantidad en que se excedieron los egresos extraordinarios exigidos por el torrencial desbordamiento de experimentos y realizaciones de la citada modalidad política, sobre los recursos normales de la Tesorería y sin incluir las obligaciones derivadas de la futura indemnización -considerablemente superior al referido déficit- de bienes expropiados tan cuantiosos como los de la Compañía de los Ferrocarriles Nacionales de México, S. A., de las Compañías Petroleras y de importantes empresas agrícolas e industriales.

Procede, pues, dirigir la exploración del sector hacendario hacia la procedencia de los fondos que cubrieron los excedentes de los egresos sobre el rendimiento de las fuentes ordinarias de recaudación fiscal.

Es de tal manera perceptible que, al primer vistazo, se descubre el cauce de una inflación monetaria. No carece de interés el recorrido del trazado de este cauce desde su origen.

Fue posiblemente iniciado desde poco antes del sexenio 1934-1940 con la continuación de las acuñaciones de plata autorizadas por la Ley de 9 de marzo de 1932 y que, desaparecida la deflación que las había motivado, tomaban un cariz inflacionista, acentuado por viciosas prácticas de crédito del Banco de México con los Bancos asociados. Los vicios mayores de tales prácticas consistían en la concesión de líneas de redescuento que no guardaban ninguna relación con los recursos de dichos Bancos y en la substitución del verdadero redescuento por anticipos sobre mercancías -pignoraciones- disfrazados de descuentos. Cuando, ya dentro del mencionado sexenio, el alza del valor de la plata amenazó de incosteabilidad las acuñaciones y con privar al país de su stock de ese metal, el Secretario de Hacienda Lic. don Narciso Bassols ensanchó y ahondó el cauce inflacionista, alisó su superficie y aumentó su pendiente con los decretos de 26 de abril de 1935, que desmonetizaron las piezas de plata, atribuyeron poder liberatorio ilimitado a los billetes del Banco de México y les quitaron el carácter de obligación del Instituto Emisor para dejarles solamente la calidad pomposa y hueca de responsabilidad a cargo de la Nación. Tales billetes, en efecto, habían sido hasta entonces genuinos títulos de crédito de circulación estrictamente voluntaria y redimibles en todo tiempo a voluntad de sus tenedores y los citados decretos los convirtieron en verdadero papel moneda. Así lo anunció la Secretaría de Hacienda, sin ambages ni rodeos, dándose el caso curiosísimo de que tal cosa ocurriera en los momentos en que más alta había llegado a ser la relación entre los recursos cambiarios de la Reserva Monetaria y los billetes emitidos. Era, de hecho, el comienzo de una franca y desenfrenada política inflacionista que no pudo desenvolverse por haber sido separado de su puesto el Lic. Bassols en junio del mismo año de 1935. Es indudable que su sucesor -el Lic. don Eduardo Suárez- tuvo el propósito de cegar definitivamente el cauce abierto a tan peligrosa política, a juzgar por las disposiciones legales dictadas en agosto de 1936 y entre las que se contó, como principal, la Ley Orgánica del Banco de México, para conjurar dicho peligro y rectificar las viciosas prácticas bancarias relativas.

Las circunstancias, sin embargo, se sobrepusieron a tan loable propósito. Las referidas prácticas continuaron y, como las medidas dictadas para corregirlas sólo se aplicaron en una mínima parte, sus efectos fueron progresivamente agravados por las emisiones ilegales de billetes del Banco de México destinadas de modo sistemático a cubrir las crecientes demandas de un costoso programa social desenvuelto libremente, es decir, fuera del limitado cerco de los recursos reales del Erario.

Los créditos otorgados por el Banco de México al Gobierno hasta el 31 de diciembre de 1940 -incluyendo:

A) El monto del llamado sobregiro, dedicado a llenar huecos presupuestales y cuyo pago ha sido documentado a cincuenta años de plazo;

B) El importe de los bonos de caminos, a diez años, comprados en firme y los que se ha obligado el Banco a adquirir en el momento que lo deseen sus tenedores y;

C) Los créditos a Bancos Oficiales- hacían un total aproximado de trescientos cuarenta millones de pesos que, superando en más de quince veces al valor de los recursos propios del Banco disponibles para ese fin, no era cargable, por imposibilidad de su cobro inmediato o a corto plazo, a los depósitos constituídos en la misma Institución. Por otra parte, las disponibilidades monetarias, esto es, el dinero realmente en circulación y los depósitos bancarios en cuenta de cheques, subieron, de menos de quinientos millones de pesos a que llegaban en diciembre de 1934 que principió dicho sexenio y sin que, desde bastante tiempo atrás, se notara el menor signo de deficiencia en el stock monetario, hasta una suma enorme en relación con las verdaderas necesidades transaccionales internas- que excedía de mil sesenta millones de pesos.

Se había logrado, pues, desde antes del sexenio 1934-1940 eliminar la deflación de 1931 e iniciar, como consecuencia, la rehabilitación económica nacional; pero contrariamente a la fórmula que situó en aquella necesidad el fin primero de la Reforma Monetaria de 1932, el país fue lanzado aceleradamente, durante el mencionado sexenio, al extremo opuesto de la inflación.

Es imposible, impunemente, reducir la función emisora del Banco Central a la sencilla tarea de imprimir billetes a voluntad y derramarlos en la circulación. Me desentenderé, sin embargo, del acelerado proceso de descomposición bancaria a través del cual se ha venido verificando ese derrame y de la concomitante incubación de una futura crisis financera -tanto más fuerte y de consecuencias más lamentables o tanto más difícil de evitar cuanto más largamente incube tal crisis o se retarde la rectificación del derrotero equivocado- y aun de los males inherentes a la depreciación que ha tenido que sufrir nuestra moneda en los mercados interior y exterior al haberse multiplicado tan rápida, considerable e indebidamente, me concretaré a presentar -no se requiere más por ahora- el de su influjo sobre el costo de la vida.

Es elocuentemente expresiva en este respecto la Tabla que compara los aumentos semestrales sucesivos, a partir de 1936, en la circulación monetaria real, o sea, el dinero en poder del público -no incluídos los depósitos bancarios en cuenta de cheques- y en el costo de la alimentación popular en la ciudad de México, tomando como base los valores respectivos del bimestre julio-agosto de 1934.

Hela aquí:

CIRCULACIÓN MONETARIA REAL

Fechas

Cifras absolutas en millones de pesos

Cifras relativas

Indice del costo de la alimentación

Julio-Agosto de 1934

270 256

100

100

Junio de 1936

356 586

131.9

114.1

Diciembre de 1936

407 591

150.8

126.9

Junio de 1937

440 114

162.9

150.1

Diciembre de 1937

457 497

169.3

158.1

Junio de 1938

472 791

174.9

165.9

Diciembre de 1938

517 500

191.5169.3

Junio de 1939

536 898

198.7

170.4

Diciembre de 1939

602 810

223.1

187.6

Junio de 1940

614 104

227.2

191.2

Diciembre de 1940

668 318

247.3

196.8

Los sentidos iguales de las variaciones, siempre en aumento, en la masa cambiaria circulante y el encarecimiento de la vida autorizan a ligar los dos fenómenos por una evidente relación de causalidad. Y como, por otra parte, los ingresos de las clases populares están muy lejos de haber crecido proporcionalmente a tan fuerte expansión del stock monetario, se deduce que esta expansión ha sido un poderoso factor de intensificación, tanto de las desigualdades sociales como del hambre popular.

La misma Tabla muestra, en efecto, que el costo de la vida se ha prácticamente duplicado -su exacta proporción de alza es de 100 a 196.8, o bien, que ha empeorado la situación económica de todos aquellos cuyos salarios o ingresos no hayan crecido nominalmente en la misma proporción. En este caso se encuentra la mayoría del pueblo mexicano: grandes masas de pequeños propietarios; jefes, oficiales y tropa del ejército federal; empleados públicos y privados; trabajadores fabriles y la totalidad de los campesinos, tanto asalariados como, sobre todo, ejidatarios.

Si los obreros de las empresas más importantes han alcanzado la duplicación de sus salarios, esto apenas les permite mantenerse al nivel de vida anterior a 1936.

Es así como la inflación monetaria ha anulado las conquistas económicas del proletariado logradas, con la decidida protección del Gobierno y el sacrificio de todos los mexicanos, a través de un estado, casi continuo, de agitada lucha entre el capital y el trabajo que se resolvía en frecuentes y dispendiosas huelgas y paralizaba el progreso industrial del país.

Pero para poder atender a las fortísimas demandas de dinero del programa social, no fue suficiente recurrir a la inflación monetaria, exprimiendo imprudentemente el órgano emisor del Banco de México, sino que también hubo que forzar el rendimiento del terreno fiscal, habiéndose por desgracia incurrido, asimismo, en desviaciones de la orientación marcada por la necesidad más apremiante y el anhelo más fervoroso del Nuevo Régimen.

Remito al lector, desde luego y por vía de ejemplo, a las páginas 5O y 51 de la primera Monografía (2), que se refieren al superprovecho fiscalmente gravado en la época menos propicia, es decir, la de mayor inseguridad para los capitales-cuya pendiente emigratoria fue lubricada por tal gravamen- y de extrema urgencia no sólo de retener los capitales ya invertidos, sino de aumentarlos, para poder combatir la carestía de la vida y el desempleo mediante el único medio eficaz conocido hasta ahora: el de intensificar la producción, ampliando y propagando los centros de trabajo. Es probable que el cauce del impuesto sobre la renta, ya abierto y aceptado, hubiera podido conducir al mismo fin, sin dar la impresión de que se trataba de suprimir toda expectativa de provecho elevado y, por lo tanto, no lubricando o haciendo más resbaladiza la pendiente emigratoria ofrecida a los capitales por la inseguridad. Es inconcuso que, ante los riesgos de que se sentían amenazados los inversionistas y la necesidad que de ellos se tenía cuando fue gravado el superprovecho, hubiera convenido más al Nuevo Régimen conformarse con restringir el lucro legítimo al compatible con el bienestar material y el decoro de los trabajadores.

Precisa, según lo expuesto, volver a encaminar la gestión hacendaria por la ruta del Nuevo Régimen, lamentablemente abandonada otra vez. Así como la rectificación de 1932 tuvo, como objeto inmediato, el de hacer cesar la deflación sin caer en la inflación, el primer paso rectificatorio, al presente, debe tender a liquidar la inflación impidiendo la reincidencia en la deflación.

Hay que reanudar la marcha con una moneda sana y restablecido el equilibrio presupuestal, para seguirla por la buena ruta, siempre hacia adelante y lo más apresuradamente posible, pero a la luz de nuestra Ley Constitucional y sin olvidar nuestras tradiciones ni perder el contacto de nuestras realidades económica, política y geográfica. Es la misión histórica del actual Presidente de la República Gral. don Manuel Avila Camacho: prolongar, materializándolo fructuosamente para el país, el espíritu de la política cardenista, o sea, el principio generador, el carácter íntimo y la esencia de dicha política tal como se revelan, por un lado, en la asunción de su propia autoridad presidencial libre de toda tutela extraña irresponsable y el ejercicio de ella en una constante y acometedora tendencia de protección a las clases populares y, por el otro, en sus reiteradas manifestaciones de respeto a la vida humana.

Lo que acabo de decir es, por lo demás, la síntesis de cuanto el Presidente Avila Camacho ha prometido a la Nación durante su campaña electoral y que, consciente de su citada misión histórica, ha comenzado ya a realizar en algunos sectores, restableciendo la inamovilidad de los funcionarios judiciales, poniendo término al ensayo de administración obrera de los ferrocarriles y acordando medidas saludables para los ejidatarios. La Nación espera que continúe tan patriótica labor en los mismos sectores y los restantes de la actividad gubernamental y, de preferencia, en aquellos que mejor puedan responder a la aspiración revolucionaria de redimir económicamente al pueblo.

Escrita en septiembre de 1940 y aumentada en febrero de 1941.

Alberto J. Pani


NOTAS

(1) ... pueden y deben agruparse, de acuerdo con la realidad mexicana -expresé en el Proemio de Mi Contribución al Nuevo Régimen (1910-1913)- en los cuatro regímenes maderista, carrancista, obregonista y callista, así llamados, respectivamente, por el nombre de la personalidad cuya vigorosa influencia engendró y mantuvo los Gobiernos de cada grupo, ejerciendo en ellos una autoridad efectiva --directa o indirecta- y que comprenden: el régimen maderista, las Presidencias de don Francisco León de la Barra y de don Francisco I. Madero; el régimen carrancista, la Primera Jefatura del Ejército Constitucionalista con el ejercicio del Poder Ejecutivo de la Nación y la Presidencia Constitucional de don Venustiano Carranza; el régimen obregonista, las Presidencias de don Adolfo de la Huerta y del general don Alvaro Obregón y, finalmente, el régimen callista, iniciado con la Presidencia del general don Plutarco Elías Calles y continuado, hasta ahora, con las de don Emilio Portes Gil, don Pascual Ortiz Rubio y el general don Abelardo L. Rodríguez ...

(2) Ya hemos previamente señalado que aquí únicamente publicamos la segunda de las tres Monografias que integran la obra, por lo que vemos conveniente y necesario colocar en esta cita lo expresado por el autor en las páginas de referencia. Dícese en las mismas:

El examen pormenorizado de las medidas que, en los diversos dominios señalados, habría que dictar para retener y atraer los capitales rebasaría los límites del objeto que persigue esta Monografía y del espacio de que dispone. Caben, sin embargo, las referencias necesariamente superficiales de la fórmula general relativa y de algunos de los errores a los que -juntamente con la ignorancia, el olvido o acaso la violación intensionada de tal fórmula- se debe que el capital suela sentirse o esté, de hecho, hostilizado.

La fórmula puede expresarse en términos generales, diciendo que las inversiones reproductivas de dinero -tal como lo he apuntado ya- son el resultado o, más bien, están en función de los factores provecho y seguridad, ligados entre sí por una relación inversa, es decir, teniendo que variar en sentidos contrarios. Procede proyectar la luz de esta fórmula sobre la cuestión fiscal. Es claro que, normalmente, sólo en los casos de seguridad plena, saturación de inversiones y trabajo bien retribuído para todos, el superprovecho es fiscalmente gravable. Si el campo de las inversiones no está aún saturado y que, además, haya desocupación y rijan bajos salarios deben mejorarse éstos y ser eximido del gravamen, al menor, el superprovecho que se reinvierta. Aún respecto del no reinvertido es preferible, incluso desde el punto de vista de la conveniencia del Erario, aprovecharlo como cebo para atraer nuevos inversionistas que reduzcan el número de desocupados, aumenten la producción y consiguientemente, las recaudaciones fiscales y abaraten la vida. Los efectos emigratorios de la inseguridad sobre los capitales sólo pueden ser parcialmente contrarrestados por un provecho tanto más elevado cuanto mayores sean los peligros que amenacen a las inversiones y tengan más prontamente que ser recuperadas. El gravamen fiscal del superprovecho, en este caso, que es el actual de México, contribuye a ahuyentar hasta a los inversionistas más audaces y a aumentar la desocupación -todo ello en detrimento del propio Fisco- intensificando y extendiendo la pobreza y el malestar, principalmente, en la clase trabajadora.

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