Índice de Historia de la piratería de Philip Gosse | CAPÍTULO TERCERO del Libro III | CAPÍTULO SEGUNDO del Libro IV | Biblioteca Virtual Antorcha |
---|
HISTORIA DE LA PIRATERÍA
LIBRO CUARTO
CAPÍTULO I
LA COSTA AFRICANA
El desarrollo de la piratería a lo largo de las costas de Africa parece haberse producido en fechas relativamente recientes, por lo menos son recientes los testimonios que de ella tenemos. Desde los tiempos de la expedición de Vasco de Gama, en 1498, se habían establecido relaciones comerciales permanentes entre Portugal y el Extremo Oriente por la ruta del Cabo de Buena Esperanza. Las alusiones a la piratería en esta ruta siguen siendo muy vagas hasta el siglo XVIII, momento en que los merodeadores descritos en el libro de Johnson emprenden la travesía del Océano Indico, empujados a tentar fortuna en estas aguas, porque la otra ribera del Atlántico les resultaba demasiado inhospitalaria. Pero el nombre más famoso que se asocia al derrotero de las Indias, pertenece al siglo XIX: es el de Benito Soto (que no debe confundirse con Bernardo Soto del Panda), pirata oriundo de La Coruña, que se hace notar por primera vez siendo piloto de un buque negrero portugués, el Defensor de Pedro, que en aquella época, noviembre de 1827, cruzaba el Atlántico, procedente de Buenos Aires y dirigiéndose hacia la costa de Guinea.
El capitán, que era oficial de la marina real portuguesa, Don Pedro de María de Suza Sarmiento, se había visto obligado a embarcar en un puerto de Brasil a cuarenta pasajeros. Por desgracia suya, descubrió demasiado tarde que doce de ellos eran piratas de Cuba.
El barco no se encontraba mucho tiempo en alta mar cuando De Soto tentaba ya a sus compañeros, y se percató de que buen número de ellos estaban dispuestos a unirse a su plan de apoderarse del Defensor de Pedro y retornar a la piratería. La ocasión se presentó en enero, al atracar el barco en Mina, puerto de la costa de Guinea, dando la casualidad de que tanto el capitán como el primer piloto y algunos tripulantes habían bajado a tierra. El resto de la tripulación o, más exactamente, los renuentes a hacer causa común, fueron embarcados en una pequeña canoa que, arrastrada por la corriente, se hundió y todos se ahogaron.
De Soto cambió el nombre del barco, que ahora se llamó Black Jocke e hizo rumbo a la isla de la Asociación. El 13 de febrero de 1828, los piratas tropezaron con el Morning Star, conducido por el capitán Souley de regreso a Inglaterra, procedente de Ceylán. Llevaba a bordo, amén de un rico cargamento de canela y café, gran número de pasajeros, incluyendo a veinticinco soldados ingleses enviados a la Metrópoli con permiso de convalescencia, en compañía de sus mujeres, y a varios civiles. El propietario del barco era un cuáquero de nombre Tindall, el cual, fiel a sus principios, se había negado a armarlo.
El Morning Star era un velero muy rápido; pero el Black Joke resultó más veloz todavía. No tardó en alcanzar a su víctima y disparó un cañonazo sobre su proa para hacerla ponerse al pairo. El capitán Souley intentó pasar por alto la advertencia, hasta que una lluvia de metralla le convenció de que mejor valía respetarla. El pirata arrió entonces el pabellón inglés bajo el cual había navegado hasta entonces, izando los colores de la República de Colombia. De Soto intimó al capitán la orden de presentarse en una lancha con los papeles; pero éste prefirió enviar al segundo piloto escoltado por un marino y tres soldados, los cuales, al subir a bordo, encontraron a De Soto trémulo de rabia porque el Morning Star había demorado tanto la rendición, y recibieron la orden de volver en el acto a buscar al capitán si no querían que sus cañones echaran a pique el barco de las Indias.
Apenas llegado el capitán, le mataron. Sus compañeros. que ya se hallaban a bordo, fueron presos, mientras un francés de nombre Saint-Cyr Barbazon se trasladaba hacia el mercante con un grupo de piratas para dar muerte a toda la tripulación del Morning Star.
La orden no fue ejecutada al pie de la letra; pero fueron pocos los que escaparon, refugiándose en los entrepuentes. En medio de un paroxismo de maldiciones y alaridos, los piratas asestaban puñaladas a diestra y siniestra, guadañando a los inermes tripulantes y pasajeros, sorprendidos en el puente. Después de la matanza, los asesinos procedieron al saqueo del barco, robando dinero, alhajas, instrumentos náuticos y hasta el último objeto de valor. Terminada la faena, se instalaron en la gran cámara y el maestresala tuvo que servirles de comer y de beber. A poco tiempo, la comida se había convertido en una orgía y excesos aún peores; bacanal a la que sólo pusieron fin los bramidos de De Soto que quiso saber por qué sus hombres no regresaban, y cuya furibunda voz dominaba los gritos de las mujeres arrastradas al interior de la cámara y el ajetreo de los hombres encerrados en la bodega.
Antes de partir, Barbazon cortó el aparejo del Morning Star, ció los palos y practicó agujeros en el casco, con la intención de hundirlo. Cuando el último salvaje hubo abandonado el barco y desaparecida en el horizonte la silueta del Black Joke, algunas mujeres lograron librar a los hombres. Pero la situación de los sobrevivientes era desesperada. El agua llenaba rápidamente el barco, y los infelices parecían no haber escapado a una manera de morir sino para sucumbir a otra. Milagrosamente, sacando el agua sin tregua, consiguieron mantener a flote el barco hasta que a la mañana siguiente fueron auxiliados por otro mercante inglés, igualmente con destino a la metrópoli.
El incidente causó enorme sensación, no solamente en Inglaterra, sino en toda Europa. Tuvo por resultado que desde aquel momento los barcos del señor Tindall iban armados más poderosamente que los de ningún otro armador.
De Soto continuó sus operaciones, capturando varios navíos en aguas de las Azores y matando y ahogando invariablemente a las tripulaciones. A poco tiempo, el Black Joke había llegado a ser tal amenaza para toda la navegación comercial, que los mercantes que regresaban de las Indias recibían la orden de juntarse en Santa Elena, prosiguiendo el viaje en forma de convoy, como medio de protección mutua.
A estas fechas, los piratas habían acumulado tanto botín que decidieron hacer una visita a España para venderlo y luego entregarse a la vida alegre. En su ciudad natal, La Coruña, De Soto se procuró papeles falsos y así provisto se trasladó a Cádiz, donde esperaba encontrar un mercado propicio a la venta de su botín. Era de noche cuando el Black Joke llegó a la proximidad del puerto, y los piratas echaron anclas fuera de la rada, pensando entrar en la mañana; pero el viento se tornó hacia el Este, y de repente un violento huracán comenzó a soplar en dirección de la tierra. El buque pirata fue arrojado sobre las rocas; mas al despuntar el día, la tormenta se calmó y la tripulación pudo alcanzar la costa en canoas y sin pérdida de vidas.
De Soto, viendo sus planes frustrados, imaginó otra astucia. Inculcó a sus hombres un cuento que esperaba fuera recibido con simpatía por las autoridades de Cádiz: sus compañeros debían aparentar ser náufragos, diciendo que su capitán acababa de ahogarse y que sólo pedían permiso de vender el pecio. Conque entraron en Cádiz y se presentaron ante el oficial del Almirantazgo el cual aceptó su relato con la deseada credulidad. De Soto encontró fácilmente a un mercader que se mostró dispuesto a comprar el barco por la suma de mil setecientos dólares. El contrato estaba firmado y sólo faltaba cobrar el dinero, cuando ciertas contradicciones en los relatos que daban los piratas de sus aventuras, hicieron nacer sospechas, y se detuvo a seis de ellos. De Soto y uno de sus marinos huyeron, refugiándose en el territorio neutral que separaba a España de Gibraltar.
Tan pronto como hubieron cesado las tentativas de dar con los tránsfugas, De Soto se introdujo en aquella fortaleza disfrazado, provisto de un falso pasaporte y luego se hospedó en una pequeña taberna sita en un angosto callejón. Sintiéndose seguro, el pirata llevó la vida de un gran personaje; pues si queremos dar crédito a alguien que le conoció en aquella época, De Soto gastaba mucho dinero en su vestimenta: lucía habitualmente un sombrero blanco del mejor gusto inglés, medias de seda, calzones blancos y una camisola azul. Tenía bigotes tupidos, y sus cabellos, que eran muy negros, abundantes, largos y naturalmente rizados, le daban el parecido de un predicador londinense con tendencias proféticas y cierta propensión a la poesía. Estaba tostado por el sol, y su aire y porte revelaban un espíritu orgulloso, emprendedor y dispuesto a todo.
La primera persona que sospechó de ese brillante huésped de Gibraltar fue la sirvienta de la taberna. La muchacha participó a su amo que todas las noches, al arreglar la cama del caballero encontraba debajo de su almohada un puñal. Examinaron la habitación y descubrieron entre otros objetos comprometedores un baúl con ropas que habían pertenecido a pasajeros del Morning Star, así como un carnet de mano del desdichado capitán. De Soto fue encarcelado en el acto, juzgado por el gobernador, sir George Don, declarado culpable y condenado a muerte.
Hasta el día de la ejecución, el pirata persistió en afirmar su inocencia; pero la terrible voz de la religión acabó por vencer su terquedad, e hizo una confesión completa de sus crímenes, de los que se arrepintió. Un testigo de sus últimos momentos relata:
Creo que jamás hombre alguno dió muestra de una contrición igual a la que mostró él en aquel instante; y sin embargo, no manifestó el menor miedo: caminaba con paso firme en pos de la fatal carreta, mirando alternativamente su ataúd y el crucifijo que tenía en la mano. Con frecuencia apretaba a sus labios el símbolo de la divinidad, repitiendo las oraciones que le decía al oído el sacerdote que le acompañaba, y no parecía inquietarse más que por su salvación eterna.
Llegada la procesión al pie del cadalso, en la orilla del mar, el pirata subió a la carreta; mas encontrando la cuerda corta para su cuello, se colocó de un salto sobre su féretro e introdujo así su cabeza en el nudo corredizo. Luego, al sentir ponerse en movimiento la carreta, exclamó: Adiós, todos y se dió un aventón hacia adelante.
Una vez que los barcos de las Indias habían pasado al sur de Santa Elena, no corrían grandes riesgos de tropezar con piratas hasta el momento en que franqueasen el Cabo de Buena Esperanza; hacían entonces rumbo al Este para evitar otra madriguera de piratas -la isla de Madagascar-, después de lo cual se hallaban prácticamente seguros hasta poco menos de cincuenta millas de la Costa Malabar.
La expedición del capitán Woodes Rogers a la Nueva Providencia, en las Bahamas, emprendida en 1718, había hecho desaparecer este famoso nido de piratas. Algunos fueron ahorcados; el resto, dos mil aproximadamente, se sometió y recibió el perdón real. Los más endurecidos, sin embargo, huyeron hacia Oriente, estableciendo su cuartel general en Madagascar, y pronto esta isla se convirtió en una base de la piratería tan temible como había sido la de las Bahamas.
En 1721, los estragos causados desde allí al comercio británico, especialmente al de la Compañía de las Indias Orientales, se habían hecho tan alarmantes que el gobierno inglés acabó por despachar una escuadra con órdenes de desalojar a los merodeadores. La elección del jefe de esta fuerza difícilmente hubiera podido resultar más desgraciada. El comodoro Thomas Mathews tenía como cualidad única el valor personal; en lo demás estaba desprovisto de sentido común y de buenos modales y carecía por completo de conocimiento del mundo. Aparte de estos defectos intelectuales, era a la vez feroz y deshonesto. Durante la travesía de ida, a bordo del Lian, hizo escala en la bahía de San Agustín, en Madagascar, con el propósito de dar caza a los piratas. Como no los desanidaba a la primera inspección, en vez de esperar la ayuda que le traían sus otros dos buques, el Salisbury y el Exeter, Mathews se dirigió hacia Bombay. Antes de partir, confió a los indígenas un mensaje para el capitán Cockburn, del Salisbury, en el que le indicaba todos los pormenores del plan de operaciones de la escuadra. Apenas se hubo alejado, cuando llegaron dos piratas importantes, Taylor y La Bouche, los cuales leyeron la carta y enviaron en el acto una advertencia a todos los piratas de Madagascar.
Lo primero que hizo Matthews al llegar a Bombay fue provocar un violento conflicto con el gobernador a propósito de la cuestión de quién dispararía la primera salva. La soberbia de su actitud ofendió a todos los funcionarios de la Compañía de las Indias Orientales, y los duelos entre sus oficiales y los de la Marina de Bombay se convirtieron en incidentes cotidianos. Por otra parte, llegaba en un momento sumamente oportuno, puesto que acababan de prepararse planes para un ataque combinado de los ingleses y los portugueses contra el gran pirata Angria, en Alibag. El fracaso de esta campaña, principalmente por culpa de Matthews, hallará una descripción en el siguiente capítulo.
Después de aquel fiasco, Matthews se consagró enteramente al comercio privado, procurando dejar tranquilos a los piratas. Durante un año más o menos, navegaba de cabotaje por cuenta suya, combatiendo con todos cuantos encontraba en su camino; después, decidió regresar a Madagascar y ocuparse de la misión que le había sido confiada.
A su llegada a Carpenter's Bay, en Mauricia, Matthews encontró un mensaje de los piratas, escrito con carbón sobre la tumba del capitán Carpenter, y avisándole que estaban cansados de esperarle y que habían salido para Fort Dauphin. Esta noticia -escribe Clement Downing- nos hizo partir a toda velocidad hacia aquel puerto, con la esperanza de dar con ellos; decíase que rebosaban de riquezas, lo cual impartió vigor y valentía a todos los marinos y grumetes de la escuadra.
En Bourbon, vendieron gran cantidad de arrack, aguardiente de palma que los franceses pagaban regiamente. A continuación, la escuadra atracó en la isla de Santa María, sitio en que se refugió el capitán Avery y que fortificó muy sólidamente, aunque ahora se hallaba en ruinas a causa de la negligencia de los negros y debido al hecho de que los piratas no le atribuían ya la misma importancia que antes.
No encontraron allí pirata alguno; en cambio, tuvieron que abrirse paso a través de los restos de barcos mercantes arrojados a la costa por los filibusteros, y toda la bahía aparecía cubierta con sus cargamentos. En ciertos lugares, los marinos se hundían hasta la rodilla en canela, clavo y pimienta. Luego se presentó el monarca local, acompañado por sus dos hijas. Los altos personajes fueron invitados a bordo.
El rey ofreció a sus dos hijas como obsequio al capitán, pues era costumbre hacer tales regalos a los pintas, y pensaban que nosotros éramos lo mismo que aquéllos; pero aunque el capitán rechazó tan amable ofrecimiento, las damas fueron aceptadas por dos de nuestros oficiales, quienes pagaron caro ese honor, pues a uno le costó la vida y el otro quedó malamente contagiado.
El rey hizo jurar amistad a los oficiales ingleses. bebiendo a su recíproca salud un vaso de una mezcla de agua salada y de pólvora de cañón, siendo ésta la ceremonia que les habían enseñado los piratas.
Otro visitante pintoresco que vino a presentarles sus respetos, era un blanco, un pirata de sangre pura, James Plantain, nacido en Chocolate Hole, en Jamaica. Llegó armado hasta los dientes, con una guardia de veinte indígenas. Poseía una vasta propiedad de tierras, y los nativos le llamaban el rey de Ranter Bay. Matthews recibió de él la interesante información de que el famoso pirata Taylor se ocultaba en el interior.
Lejos de detener a Plantain, Matthews hizo con él negocios lucrativos de mercancías robadas, vendiéndole sombreros, medias y arrack, artículos que el rey de Ranter Bay pagó generosamente con oro y diamantes.
Pese a su experiencia en materia de piratería, John Plantain se reveló como un hombre más honrado que Matthews. Habiendo pagado ampliamente las mercancías compradas, dejó sus barricas de vino y de arrack en la playa, al cuidado de algunos hombres. Apenas hubo vuelto la espalda, cuando Matthews mandó a la costa sus lanchas, se llevó los licores que le habían sido pagados e incluso robó a algunos de los indígenas que los guardaban. Después de esta notable proeza, hizo rumbo a Bengala, consolándose con el pensamiento de que no era uno de esos viles piratas que luego de haber cometido gran número de maldades, se habían establecido en medio de una tribu de idólatras para entregarse a toda clase de vicios.
Aquel James Plantain, después de hacer fortuna como pirata, volvió a Madagascar, donde vivía en un castillo fortificado en compañía de un escocés y un danés. Su historia es contada con lujo de detalle por Downing; nosotros nos limitaremos aquí a trazar una silueta de su vida y sus actos.
Siendo niño, sus familiares se habían dado cuenta de que como tenía un temple vagabundo, no soportaba la menor reprensión. Tal inclinación, junto con su amor al mar, le hizo encontrar rápidamente la carrera que le convenía. Habiéndose lanzado al oficio de pirata en Rhode Island, completó su aprendizaje bajo un buen maestro, el capitán John Williams, del Terrible y partió con él hacia Guinea. Allí se adhirió a otros piratas y se apoderó de algunas ricas presas. Uno de los buques de rapiña era mandado por el capitán pirata England, mientras que el famoso Bartholomew Roberts conducía y gobernaba otro.
Sobrevino una querella entre los partidarios de England y los de Roberts por la cuestión del nuevo campo de operaciones que había que elegir, y finalmente los dos bandos se separaron. Plantain, a bordo del Fancy, navegó a Madagascar, donde los piratas fueron recibidos con regocijo por el rey. Después de permanecer algún tiempo en Madagascar, James Plantain y sus hombres se dirigieron hacia Johanna. Allí tuvieron la sorpresa de tropezar con dos barcos de la Compañía de las Indias Orientales, el Cassanára y el Greenwich, mandados el primero por un tal capitán Macrae y el segundo por el capitán Kirby, que habían hecho escala en aquel punto para tomar agua. Ambos se encontraban camino de Bombay, con un cargamento de plata, el envío anual a Bombay y a Surat.
Los dos capitanes de la Compañía decidieron atacar los buques piratas, pues esperaban recibir una buena recompensa por la captura de dos piratas tan famosos como England y Taylor. Los mercantes de las Indias cortaron las amarras y se hicieron a la mar; pero el combate no principió sino hasta la mañana siguiente, en el momento en que se despejó la brisa.
Entonces los piratas se aproximaron enarbolando en el palo mayor un pabellón negro con una calavera y dos tibias; en el palo de trinquete, una bandera roja, y en el asta, la cruz de San Jorge. Macrae abrió el fuego, pero con gran sorpresa e indignación, su compañero, el Greenwich, huyó, abandonándole a su suerte.
Por excelentes que fuesen el b3arco y la tripulación de Macrae, las condiciones de la lucha les eran demasiado desfavorables. Después de un furioso cañoneo de tres horas, el capitán vió que su única posibilidad de salvación consistía en varar; aunque, de asistirle Kirby, hubiera sido fácil derrotar y capturar a los dos piratas. Ya había a bordo del Cassandra trece muertos y veinticuatro heridos; entre estos últimos figuraba el valeroso capitán. Encallado el barco, los marinos que sabían nadar lograron llegar a la playa; pero algunos cuyas heridas impidieron que saltasen al agua, murieron degollados por los piratas. Macrae y los demás sobrevivientes huyeron al interior, donde fueron acogidos con simpatía por los indígenas, los cuales se negaron a entregarlos.
Al cabo de algunos días, la furia de los piratas se calmó, sin duda por la razón principal de que acababan de capturar un velero muy rápido que llevaba a bordo setenta y cinco mil libras en plata. Invitaron, pues, a Macrae a celebrar con ellos una entrevista amigable. A su llegada, el capitán fue recibido cordialmente por England y la mayoría de los piratas, aunque un grupo encabezado por el sanguinario Taylor había optado por matarle.
De pronto se produjo una violenta disputa entre uno y otro bando, en el curso de la cual intervino inopinadamente un pirata de aspecto feroz, con bigote impresionante y pierna de palo, todo armado de pistolas, así como el hombre del Almanaque lo estaba de flechas. Ese matamoros tomó la palabra en medio de un desbordamiento de blasfemias, insistiendo en que se perdonara la vida a Macrae; luego, estrechándole la mano, juró hacer trizas al primero que le tocase, pues Macrae, así sostuvo enfáticamente, era un buen muchacho y él se atrevía a afirmarlo, porque había navegado bajo sus órdenes en otro tiempo.
Después de torrentes de palabras y más aún de ponche, se convino, con gran ira de Taylor, en entregar el Fancy a Macrae y en dejar que se fuera. Al cabo de cuarenta y ocho días de horribles sufrimientos, casi desnudos y medio muertos de hambre, Macrae y sus hombres llegaron a Bombay.
Mientras tanto, los piratas se habían dirigido hacia la Costa Malabar. Allí capturaron varios grandes navíos portugueses y moros, con los que volvieron a Madagascar. Fue entonces cuando les trajeron la carta dejada en tierra por Matthews y al tomar conocimiento de su contenido, estimaron prudente ir a ocultarse por algún tiempo.
James Plantain, ahora un hombre rico, decidió retirarse. Se construyó un fortín, al amparo del cual se proclamó rey de Ranter Bay. Fue muy querido de sus súbditos negros que compusieron y cantaron canciones en su loor. Tenía un pequeño ejército de soldados indígenas, con el que gustaba de emprender incursiones sobre los rebaños de los reyes vecinos.
Plantain era dueño de varias esposas a las que mantenía en extrema sumisión. Haciendo honor a la costumbre inglesa, les había bautizado: Moll, Kate, Sue y Pego. Sus mujeres llevaban suntuosos vestidos de seda y algunas lucían collares de diamantes. A pesar de todo y no obstante su serrallo, el rey de Ranters Bay codició a la nieta del rey de Messealage, potentado indígena de tierras vecinas. La princesa tenía sangre blanca en las venas; decíase que era la hija de un pirata inglés, y se llamaba Eleanora Brown, del apellido de su padre. Tenía modales agradables y hablaba un poco el ingles. Downing, que conoció tanto a Eleanora como a Plantain, relata que este último, deseoso de poseer una mujer de origen inglés, mahdó pedir su mano al rey de Messealage (llamado por los piratas Long Dick o King Dick).
King Dick rechazó brutalmente la petición, de suerte que el ultrajado Plantain inició una encarnizada guerra contra el abuelo de la beldad; guerra que terminó con una victoria del ex-pirata y torturas espantosas para los prisioneros blancos ayudantes del vencido. Mas le esperaba una decepción, pues la dama por cuyos hermosos ojos había sido desencadenada la guerra, resultó ser la hija de uno de los ingleses asesinados por Plantain. Al enterarse de este infortunio, Plantain se puso tan furioso que hizo ejecutar a King Dick en la misma forma atroz en que había dado muerte a los ingleses y holandeses sus víctimas. Saqueados y quemados los dominios del difunto rey, Plantain regresó a Ranter Bay llevando consigo la susodicha dama, no obstante que tenía un bebé, y mostrándose muy enamorado de ella.
Parece que Eleanora Brown era muy superior en cuanto a su instrucción a las demás mujeres de piratas de Madagascar, pues su llorado papá le había enseñado el Credo, el Padrenuestro, y los diez mandamientos, dándole algunas nociones de la fe cristiana, conocimientos, todos, que han debido ser de gran confortación para James Plantain. Llegado a su fortaleza, celebró una espléndida fiesta, y confió después a Eleanora todos los asuntos domésticos, alejando del gobierno de la casa a sus otras mujeres. Recibimos una idea encantadora de la intimidad del matrimonio Plantain al leer que la reina de Ranter Bay acostumbraba a hablarle de religión, a hacerle preguntas sobre Dios y a decir sus rezos en la mañana y en la noche; por esta razón a Plantain le gustaba decir que tenía por mujer una monja, lo cual no impedía que la escuchase con aire de aprobación. Ese esposo acomodaticio adornó a su mujer con las joyas más ricas y con los más bellos diamantes que poseía y la regaló con veinte jóvenes esclavas.
Empero fue preciso hacer frente a deberes más serios. Y es que el rey de Ranter Bay aspiraba a ser rey de toda Madagascar y en efecto lo fue después de numerosas guerras devastadoras y sangrientas. Concebimos fácilmente que diera una serie de suntuosas fiestas a las que invitó a todos los holandeses, franceses e ingleses de la isla. Entre los huéspedes figuraba el capitán England, que en aquel entonces estaba muy debilitado y que después no vivió más que un mes; cuéntase que su muerte fue consecuencia de los vivos remordimientos que su mala vida había cargado en su conciencia; pero nuestro historiador se apresura a añaditr que tal cosa se encuentra raramente en hombres de su especie.
El nuevo rey de Madagascar parece que se hartó pronto de su realeza, en tal grado que decidió abandonar sus territorios, deseoso, según se pretende, de permitir a sus súbditos gozar tranquilamente de sus bienes. Pero la verdad es que Plantain olfateó los síntomas precursores de una sublevación de la población indígena. Después de haber terminado la construcción de una corbeta, partió en compañía de una de sus esposas, la fiel Nelly, hacia la costa Malabar. Allí, la pareja fue acogida con alegría por Angria quien al enterarse de las grandezas de la vida de Plantain y de sus virtudes de guerrero, le hospedó magníficamente.
Esta noticia es la última que tenemos de aquel extraño personaje. ¿Moriría de alguna enfermedad, de excesos alcohólicos, de heridas recibidas al servicio de Angria, o terminaría sus días en Chocolate Role? Nadie lo sabrá jamás.
Índice de Historia de la piratería de Philip Gosse | CAPÍTULO TERCERO del Libro III | CAPÍTULO SEGUNDO del Libro IV | Biblioteca Virtual Antorcha |
---|