Índice de Historia de la piratería de Philip Gosse | CAPÍTULO PRIMERO del Libro III | CAPÍTULO TERCERO del Libro III | Biblioteca Virtual Antorcha |
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HISTORIA DE LA PIRATERÍA
LIBRO TERCERO
CAPÍTULO II
LOS PIRATAS DE NORTEAMÉRICA
A fines del siglo XVII, dos nuevos hechos vinieron a modificar una vez más el carácter de la piratería. El primero fue la creciente vigilancia ejercida por los buques de guerra de los diferentes estados en aguas metropolitanas; vigilancia que obligó progresivamente a los menos aventureros entre los ladrones del mar a adoptar oficios más compatibles con la vida social, reduciendo, por otra parte, a los corsarios impenitentes a buscar nuevos campos de acción para el ejercicio de su talento. Fue, en parte, esta vigilancia, además de la creciente hostilidad de los colonos hacia los piratas, la que rechazó a estos últimos hacia aguas que no les eran familiares. El otro hecho nuevo lo constituyen las relaciones entre Gran Bretaña y sus colonias en Norteamérica.
En 1696, el Parlamento votó una ley sobre la navegación, encaminada a excluir a todas las otras naciones, del comercio con las colonias británicas. La locura de una legislación de ese género ya había sido puesta en evidencia por el ejemplo de España; mas tal experiencia no impidió la implantación del mismo sistema por parte de los ingleses, los franceses y los holandeses. Así, por ejemplo, el Navigation Act prohibía la introducción en Nueva Inglaterra o en cualquier otra posesión americana, de productos procedentes del Este, excepto por vía de Inglaterra, gravando de esta manera su precio con gastos enormes. Como resultado, los colonos se acostumbraron a aprovisionarse a precios bajos en el mercado ilegal cada vez que las circunstancias lo permitían; y fue así como apareció una nueva escuela de la piratería, llamada a florecer durante algún tiempo.
Inmediatamente después de la ley sobre la navegación sobrevino la paz; de Ryswick, en 1697, poniendo fin a la mayor parte de las operaciones de los corsarios en las Antillas. Trece años más tarde, las guerras de sucesión que se habían prolongado a través de casi medio siglo, terminarían con la paz de Utrecht, firmada entre Inglaterra y Francia.
Así, millares de corsarios se vieron condenados a la desocupación, y faltaba mucho para que se desarrollase un tráfico marítimo capaz de encauzar a todas aquellas tripulaciones hacia oficios honrados. Algunos, por cierto, se establecieron en tierra de una manera o de otra; pero el grueso de aquellos hombres de la más ruda especie se encontraron privados de todo medio de subsistencia. Y he aquí que se agruparon y que se hicieron a la mar como antes, pero esta vez sin comisión alguna. No teniendo nada que perder, no reparaban en nada, y con mucha razón se dijo de ellos que habían declarado la guerra a todas las naciones.
A fines del Siglo XVII, se había establecido un circuito regular de los piratas. Tal grupo de marinos equipaba un barco en alguno de los puertos de Nueva Inglaterra; después de lo cual se dirigía hacia el Mar Rojo, el Golfo Pérsico, o bien hacia la Costa Malabar. El imperio indio del Gran Mogol se hallaba por entonces en un estado avanzado de decadencia y anarquía, carente, además, de una marina de guerra capaz de asumir siquiera una aparente defensa. Al mismo tiempo, se practicaba un animado comercio indígena, mediante barcos costeros, tripulados por moros. Ahora bien, estos mercantes árabes fueron los que constituyeron la nueva y fácil presa de los piratas ingleses y americanos tan bien armados como despiadados, que los acechaban en ciertos puntos sabiamente escogidos. Cargados sus navíos de sedas y brocados orientales, de piedras preciosas y alhajas de oro y plata, los piratas regresaban a los puertos de los colonos norteamericanos, donde nadie los fastidiaba con indiscretas preguntas y donde tenían la seguridad de encontrar compradores.
En 1698, se dió al secretario de Estado, bajo juramento, una información, tendiente a demostrar que Thomas Too, William Maze, John Ireland, Thomas Wake, y otros muchos, todos piratas y que habían emprendido varias expediciones de piratería, de las que volvieron inmensamente ricos, vivían en Nueva Inglaterra, sin ocultarlo en modo alguno. No había, por lo demás, para ellos ningún motivo de ruborizarse, puesto que todos los piratas pensaban como Darby Mullins, uno de los marinos enviados con el capitán Kidd a captUrar a Too Maze y a Ireland, y quien, en su deposición ante el tribunal de Old Bailey, proclamó la opinión universal de los piratas de que no era pecado para un cristiano robar a los paganos.
En Boston y Nueva York hubo constantemente abundancia de voluntarios deseosos de alistarse en los barcos corsarios. Las Antillas ofrecían numerosos puertos seguros, donde los viajeros podían aprovisionarse. Una vez volteado el Cabo de Buena Esperanza, la gran isla de Madagascar daba asilo a cuantos bribones deseaban bajar a tierra.
Luego, llegados a aguas de Oriente, el solo riesgo que corrían era un encuentro con buques de guerra holandeses. Si les ocurría ser detenidos por una de las fragatas inglesas de la Compañía de las Indias Orientales, y conducidos a una de las factorías de la misma, entonces se hallaban prácticamente al abrigo de todo castigo; pues la Compañía tenía sólo el derecho de aplicar sanciones a su propio personal y no había en su territorio tribunales del Almirantazgo, que eran los que juzgaban a los marinos culpables de piratería. Lo mismo sucedía en Nueva Inglaterra: tampoco existían allí tales tribunales, de suerte que los gastos, los retrasos y las complicaciones que suponía el traslado de prisioneros y de testigos a Inglaterra, no redundaban, generalmente, en otro resultado que el que ningún acusado aparecía ante sus jueces.
Entre los numerosos corsarios que practicaban el circuito de los pintas, figuraban, como los más célebres, Avery y Kidd.
El capitán John Avery, alias Henry Every, alias Bridgman, era en cierto modo el más popular de los piratas, y al igual que todos los personajes populares, conocido bajo un apodo, el de Long Ben. Algunos de sus admiradores describieron a este héroe como flor y parangón de todos los marinos arrogantes; otros le bautizaron El Superpirata. Han sido publicadas muchísimas Vidas de Avery. Defoe le escogió por héroe en su Vida, Aventuras y Piraterías del Capitán Singleton, y una pieza popular, El Pirata Afortunado, escrita sobre sus andanzás en Madagascar por Charles Johnson, fue muy aplaudida en el Teatro Real de Drury Lane.
Avery nació allá por el año 1665 en los aledaños de Plymouth. Fue destinado muy joven a la marinería. Después de haber servido a bordo de un mercante y hecho varios viajes, fue nombrado primer oficial de un corsario armado, el Duke, a las órdenes de un tal capitán Gibson. Cierto día, el Duke salió de Bristol rumbo a Cádiz, contratado por el gobierno español para hostigar en las Antillas a los piratas franceses. Llegado a aquel puerto, hubo de permanecer largo rato anclado en la rada esperando órdenes, y los marinos no tenían con qué ocupar su ocio. Entonces Avery comenzó hacer a la tripulación proposiciones insinuantes, y al encontrar numerosos voluntarios, complotó un motín. El capitán y algunos otros hombres renuentes a adherirse a la empresa, fueron bajados a un bote y llevados a tierra, en tanto que el Duke, rebautizado lealmente con el nombre de Carlos II, se hizo a la mar bajo el mando de Avery.
Su primera acción fue una visita a la isla de Mayo, donde se apoderaron del gobernador portugués, al que guardaron como rehén hasta haber terminado el aprovisionamiento del barco. Después, se dirigieron hacia Guinea, capturando de paso tres mercantes ingleses. Luego de robar oro y algunos negros en la costa de Guinea, doblaron el Cabo de Buena Esperanza e hicieron escala en Madagascar. De ahí navegaron hacia el Mar Rojo, con la intención de acechar la flota de Moca, cuyo regreso era esperado.
La flota no tardó en aparecer, y el capitán Avery, eligiendo el barco más grande, entabló combate. Al cabo de dos horas, el adversario arrió los colores. Era el Gunsway, propiedad del mismo Gran Mogol, y su captura valió a los piratas cien mil duros, más un número igual de cequíes. También cayeron en sus manos algunos altos dignatarios de la corte del Mogol, que regresaban de una peregrinación a la Meca. Con este motivo se formó la leyenda de que entre los cautivos se encontraba la hermosa hija del Gran Mogol; que Avery la condujo a Madagascar; que allí se casó con ella, y que desde entonces llevó una existencia principesca.
Aunque la historia de la bella princesa no sea sino fruto de la imaginación e inventada para satisfacer a los lectores de los innumerables libretines que decantaban las hazañas de Avery, no por eso es menos cierto que los piratas se apoderaron de un botín espléndido.
Consecuencia imprevista de aquel feliz golpe de mano fue que el Gran Mogol, tlrémulo de ira ante tamaño ultraje. amenazó vengarse en la Compañía de las Indias Orientales, barriendo de la tierra sus establecimientos. La urgente llamada de auxilio de la Compañía al gobierno británico llevó a la horca a no pocos piratas; mas Avery estaba destinado a terminar sus días de una manera menos sensacional.
No se volvió a oír hablar de él hasta su llegada a Boston, en 1696, que es cuando según parece sobornó al gobernador, obteniendo así que le dejasen entrar tranquilamente con su botín. No se quedó largo rato en Boston, sino que a poco tiempo se hizo a la vela rumbo al Norte de irlanda, donde vendió su cúter. El grupo se dispersó, yéndose cada cual por su lado con su parte del botín. Avery intentó desembarazarse en Dublin de algunos de sus diamantes, pero no lo logró, y esperando realizar tal transacción con mayor facilidad en Inglaterra, se dirigió a Bideford, en Devon. Allí vivió apaciblemente bajo un nombre falso, entrando, por conducto de un amigo suyo, en comunicación con ciertos mercaderes de Bristol. Estos vinieron a verle, aceptaron sus diamantes, le dieron un puñado de guineas para sus necesidades inmediatas y regresaron a Bristol, después de haber prometido enviarle el precio en cuanto vendiesen las piedras.
Transcurría el tiempo y Avery no recibió de los joyeros de Bristol ni noticias, ni dinero, de suerte que comenzó a sospechar que había piratas de tierra firme lo mismo que del mar. Sus frecuentes misivas a los negociantes le valieron a lo sumo el envío de un par de chelines, gastados inmediatamente para satisfacer las más sencillas necesidadas de la vida. Al fin, desesperada ya su situación, Avery cayó enfermo y murió, sin poseer siquiera la suma necesaria para la compra de su féretro. Así acabó Avery, el Gran Pirata, cuyo nombre era célebre en toda Europa y América y que creíase llevaba una vida de soberano en su palacio de Madagascar, cuando vegetaba oculto y hambriento en una choza de Bideford.
El nombre más ilustre en los anales de la piratería es probablemente el de William Kidd. Sin embargo, si la reputación de Kidd hubiese sido igual a sus verdaderas proezas, habría caído en olvido al día siguiente de su ejecución en Wapping Old Stairs. Y es que su fama de pirata era tan poco merecida como el prestigio de Dick Turpin el rey de todos los caballeros del gran camino, el cual no fue en vida más que vulgar ratero, pero que, muerto y enterrado, oscureció la memoria de un Nevinson, auténtico bandido lleno de audacia, al atribuírsele el famoso asalto sobre York.
Fue la política la que condujo a William Kidd a la vez a la gloria y al cadalso. Nacido en Greenock hacia 1645, recibió una buena educación, pues su padre parece haber sido reverendo calvinista en aquel puerto pequeño, pero en pleno desarrollo mercantil.
Durante algunos años, Kidd navegó como marino honrado y en una ocasión incluso mandó un corsario inglés al servicio del gobierno en aguas americanas. Poseía finalmente una bella casa en Nueva York, donde tenía mujer e hijos, y debe haber gozado de cierta opulencia, puesto que era propietario de varios barcos mercantes.
En 1695, el gobernador de Massachussets, conde de Bellomont, recibió de Inglaterra instrucción de tomar medidas para aniquilar a los piratas que infestaban la costa de Nueva Inglaterra. La ardua misión se confirió al capitán Kidd, el cual recibió del rey Guillermo III una comisión autorizando a su querido amigo William Kidd para capturar a determinados piratas, en particular a Thomas Tew o Too, de Rhode Island, Thomas Wake y William Maze, de Nueva York, John Ireland, así como a todos los demás piratas, filibusteros y ladrones del mar, cualesquiera que fuesen.
Desde un principio, tamaña empresa no presagiaba nada bueno, pues en vez de recibir paga, el capitán y la tripulación se vieron enganchados sobre la funesta base de: Si no hay botín, no hay sueldo. Tampoco fue el gobierno quien equipó la expedición. El buque, todo su aparejo y su aprovisionamiento, se costearon por cierta compañía, cada uno de cuyos miembros participaba en los gastos a cambio de un tanto por ciento del esperado botín. Los aristooráticos accionistas de esta sociedad eran: lord Bellomont; lord Oxford, primer lord del Almirantazgo; lord Somers, lord canciller; lord Romney, seoretario de Estado; el duque de Shrewsbury, y varios otros grandes dignatarios de la Corona. El último, pero no el menor, de los socios era el propio capitán Kidd que adquirió una quinta parte de las acciones.
El barco de Kidd, el Adventure Galley, tripulado por ciento cincuenta y cinco hombres, salió de Nueva York en septiembre de 1696, y durante varios meses no se volvió a saber de él. Luego comenzaron a circular rumores inquietantes. Se recibierón noticias en Inglaterra y en Massachussets según las cuales Kidd, en vez de capturar a los piratas, se había hecho pirata él mismo, causando estragos en el Océano Indico. Se enviaron entonces órdenes perentorias a Bellomont, mandándole que detuviera a Kidd caso que regresase a Norteamérica.
En 1699, Kidd volvió, en efecto, a Boston; inmediatamente fue encarcelado por su cómplice Bellomont, promotor de la compañía, y cargado de cadenas, el capitán del Adventure Galley fue transportado a Inglaterra a bordo del buque de guerra Advice para justificarse del crimen de la pilratería.
Después de su salida de Nueva York con el Adventure, Kidd se había dirigido hacia Madeira, donde se aprovisionó de fruta y vino; luego hizo escala en las islas de Cabo Vérde para hacer aguada. A continuación, dió la vuelta al Cabo de Buena Esperanza, pero no llegó al Mar Rojo sino un año después de haber salido de Norteamérica. El 20 de septiembre, Kidd despojó un velero moro de algunas balas de pimienta y de café, así como de un cargamento de mirra. Luego cruzó frente a la costa de Carwar sin encontrarse nada de caza, y su tripulación comenZó a murmurar. Cuando, cierto día, disputó con su jefe cañonero, William Moore, tratándose de perro piojoso, el insultado replicó: Si soy un perro piojoso, es por culpa de usted; a eso, Kidd cogió un balde guarnecido de arcos y le asestó a Moore un golpe tan salvaje en la cabeza que el cañonero murió al día siguiente. Ahora bien, este acto más que la piratería fue lo que hubo de conducir a Kidd al cadalso.
Hasta entonces, Kidd parece haber tratado, aunque con lenidad, de cumplir con su misión; mas después del asesinato de Moore, se convirtió en franco pirata. El 27 de noviembre, tropezó con el Maiden, lo capturó y lo saqueó. Como pirata, Kidd tuvo mejor suerte que como policía. Tras haber apresado varios barcos pequeños, dió con su más bella presa, el Quedagh Merchant, goleta de unas quinientas toneladas, procedente de Bengala, con destino a Surat, y que capturó en la Costa Malabar. A su bordo, Kidd descubrió un cargamento de gran valor, incluyendo sedas, muselinas, azúcar, hierro, salitres, y oro.
Encontrando que ahora ya tenían su fortuna hecha, los piratas hicieron rumbo a la bien conocida fortaleza de Madagascar. Allí desembarcaron el botín del Adventure y de las dos presas, y procedieron al reparto. Kidd se atribuyó cuarenta partes; el resto fue distribuído entre los ciento cincuenta miembros de la tripulación. En Madagascar, Kidd sí que encontró a un pirata notorio, Culliford, que era buscado por las autoridades inglesas; mas en vez de detenerlo, fraternizó con él, y los dos, brindando uno por la salud de otro, bebieron bombbo, mezcla de jugo de limón, azúcar y agua, lo cual permite suponer que eran secos, es decir que hacían excepción de la gran mayoría de sus cofrades, los cuales preferían el ron o el aguardiente.
Al fin, en septiembre de 1698, Kidd salió de Madagascar a bordo del Quedagh Merchant, llevando un rico cargamento de mercancías, de alhajas, de oro y de duros.
La primera tierra que tocaron fue Anguilla, en las Antillas. Kidd envió algunos hombres al puerto; éstos volvieron con la fastidiosa noticia de que Kidd y toda su tripulación habían sido declarados piratas. La nueva, si se ha de dar crédito a Kidd, causó gran consternación entre sus hombres. El capitán salió en seguida para Nueva York a bordo de un pequeño velero, el Antonio, dejando el Quedagh Merchant en la Española con instrucción de esperar su regreso.
Si Kidd había creído poder enredar a Bellomont hasta el punto de obtener su perdón, cometía un gran error. El escándalo había levantado demasiado polvo, y Kidd fue arrestado en el momento en que pisó tierra. Juzgado en 1701 ante el tribunal de Old Bailey, y declarado culpable tanto de asesinato como de piratería, fue ahorcado el 25 de mayo en el Execution Dock.
Recientemente, el señor Basil Lubbock descubrió en un viaje diario de a bordo, de su propiedad, algunos documentos inéditos que arrojan nueva luz sobre las actividades de Kidd en el Mar Rojo. Resulta que Kidd había cometido sus actos de piratería mucho antes de lo que se había creído hasta la fecha. Gracias a la amabilidad del señor Lubbock, me veo en condiciones de reproducir en el apéndice V algunos extractos bastantes copiosos de aquel diario, dejando intacta la forma extraordinaria dada al relato por el narrador, Edward Barlow.
Hemos hablado de dos determinados piratas, de Avery y de Kidd, como de dos representantes destacados de su oficio. Pero hubo otros, no menos sobresalientes, y que, sin embargo, no han llamado nunca la atención del público en tal grado como aquéllos. El pirata, mediano, según ya ha sido observado, no buscaba la notoriedad. Se conten!aba con hacer botín y retirarse luego a la sombra, disfrutando apaciblemente de sus beneficios, sin el menor deseo de oír resonar el mundo con el ruido de sus proezas. Así es que ignoraríamos casi todo de la vida y los actos de estos hombres, de no publicar un tal capitán Charles Johnson un libro sobre la piratería. No hay que olvidar que las postrimerías del siglo XVII y los comienzos del XVIII, época en que vivía Johnson, se caracterizan por lo que tal vez fuera la altura cumbre de la piratería pura de todos los tiempos; o sea que en aquel período el pirata correspondía más fielmente que nunca a la concepción popular de lo que debía ser un pirata.
La primera edición del célebre libro de Johnson apareció en 1724. Fue publicada por Ch. Rivington, jefe de la editorial Bible and Crown, ubicada en Saint Paul's Churchyard. En 1890, la antigua negociación de Rivington pasó a manos de los editores ingleses de la presente obra, y su marca, una biblia dominada por una corona, sigue siendo el emblema de la casa.
El frontispicio del libro lleva a guisa de título un texto de más de doscientas palabras. He aquí lo que dice, suprimiendo las digresiones y comentarios del capitán Johnson:
Historia general de los saqueos y asesinatos cometidos por los piratas más notorios, así como de sus costumbres, su disciplina y su ley, desde su primera apariCión y establecimiento en la isla de la Providencia, en 1617, hasta este año de 1724.
Nunca se supo cosa alguna del autor. Fuese cual fuere su personalidad, lo cierto es que dispuso de conocimientos profundos de la piratería. Su Historia tenía la reputación de contener más leyendas que hechos; pero los testimonios descubiertos en días recientes han demostrado la veracidad de los dichos de Johnson, y ya no cabe dudar de que, en conjunto, merecen nuestra plena confianza.
Hubo en la Real Marina cierto capitán Charles Johnson, empleado en 1682 por sir Thomas Lynch en la tarea de buscar al pirata Hamlin del barco La Trompeuse, así como a algunos otros corsarios de Jamaica. Suponiendo que Johnson tuviera por entonces veintiséis años, lo que parece poco probable, tendría sesenta y ocho en 1724, en el momento de publicarse la Historia de modo que si bien tal hipótesis no debe rechazarse de manera absoluta, la probabilidad de que el autor sea idéntico a aquel capitán, no deja de ser en extremo débil.
Hasta fecha muy reciente era harto difícil procurarse algún ejemplar de la Historia de los Piratas; pero en los últimos años han sido publicadas varias reimpresiones.
Resulta imposible dar aquí siquiera un breve resumen de las vidas de todos los héroes de Johnson. Baste con dos ejemplos, el de Roberts, por ser éste el personaje más aproximado al pirata popular de la ficción; y el de Misson, porque su carácter y modo de pensar no se encuentran en ningún otro.
El primero, el capitán Bartolomé Roberts, era, al igual que tantos otros piratas, de origen galés.
Son varias las razones que hacen de él una figura notable aun en medio de sus notables compañeros. Primeramente, sólo bebía té, y por lo tanto, resulta ser el único abstemio conocido de toda la cofradía. También se mostraba muy rígido en materia de disciplina, y a bordo de su barco todas las luces debían ser apagadas a las ocho en punto. Todo hombre de su tripulación que desease continuar bebiendo después de esta hora había de hacerlo en el puente. Mas por ardiente que fuese el celo de ese apóstol de la abstinencia, no acertó suprimir por completo la costumbre de beber.
Si Roberts hubiese vivido en nuestros días, probablemente le hubiéramos encontrado como miembro de alguna sociedad de vigilancia local. No admitía mujeres a bordo de sus barcos; y hasta impuso a las tripulaciones una ley según la cual era reo de muerte, todo marino que trajese a bordo una mujer disfrazada de hombre.
Tampoco permitía jugar dinero a los naipes, ni a los dados; tan grande era su repugnancia hacia el juego. Observando estrictamente la santidad del día del Señor, concedía descanso a los músicos el séptimo día. Y se trataba de una pequeñez, pues el cargo de músico distaba mucho de ser una sinecura, ya que todo pirata tenía el derecho de hacerse tocar un aire a cualquier hora del día o de la noche. Acostumbraba proteger por un guardia a las mujeres capturadas, y se sospecha que era grande la competencia entre los granujas de a bordo por hacerse designar como centinela.
No se toleraba ninguna riña entre los tripulantes. Todas las querellas habían de arreglarse en tierra, colocándose los duelistas espalda contra espalda, y usando como arma la pistola o la navaja, según la usanza de los piratas.
Bartolomé, que solía vestirse con esmero antes de cada batalla, era, cosa insólita, un guapo ente los piratas. Alto y moreno, acostumbraba vestir casaca y calzón de rico damasco, sombrero con pluma encarnada, y collar de oro, del cual colgaba una gran cruz de diamantes. Empuñaba una espada y tenía dos pistolas sujetas a un fajín de seda, que llevaba a guisa de cinturón.
La primera vez que oímos hablar de él, es en noviembre de 1719, momento en que se dispone a salir de Londres como patrón de un pegrero, el Princesse, con destino a Anamaboe, en la costa de Guinea para traer de allí un honrado cargamento de ébano. En Guinea su barco fue capturado por otro galés, el pirata Howel Dawis. No teniendo alternativa alguna, Roberts se adhirió a los piratas, y pronto llegó a ejercer el oficio tan hábilmente como cualquier profesional.
Muerto en combate el capitán Dawis, la tripulación se reunió en consejo para llenar la así creada vacante en el mando. Había varios candidatos, todos alertas y vivos, hombres honrados por el título de lores, tales como Sympson, Ashplant, Antis y otros. Uno de estos lores, Dennis, designó a Roberts en un discurso que contenía una advertencia interesante y una explicación que no lo era menos. Decía el aludido Dennis:
Si un capitán tiene la imprudencia de extralimitarse en un momento cualquiera en sus atribuciones, ¡que lo maten! Su muerte será para sus sucesores una advertencia de las consecuencias a las que puede conducir toda especie de soberbia.
Habiendo expresado esta amonestación, mi lord Dennis prosiguió:
Eso no obstante, propongo mientras nos encontremos sobrios, que detengamos nuestra elección en un hombre valiente y navegador capaz; en alguien que por su juicio y bravura sea apto para defender nuestra comunidad, protegiéndonos contra los peligros y las tempestades de un elemento inestable, así como contra las fatales consecuencias de la anarquía. Y este hombre, afirmo que es Roberts. He aquí un mozo fuerte, digno desde todos los puntos de vista de nuestra estimación y de nuestro favor.
Esta proposición fue aclamada por unanimidad, menos una sola voz, la de lord Sympson que esperaba ser elegido y que salió de la reunión con aire moroso, gruñendo que poco le importaba la persona elevada a capitán, con tal que no fuese un papista; y Roberts no lo era. Así pues, el recién llegado se veía elegido jefe, aunque hacía apenas seis meses que era pirata. Puede decirse que entre aquellos hombres el verdadero mérito no tardaba en ser reconocido y recompensado.
El nuevo comandante contestó en su discurso que dado que había mojado sus manos en agua sucia y que debía seguir siendo pirata, tanto valía hacerlo de capitán que como simple marino. Tal manera de expresar su agradecimiento tal vez no revelase mucho tacto, ni gratitud; pero fue apreciada sin duda alguna por el auditorio.
Roberts no tardó en hacer ver a la tripulación la clase de capitán que se habían dado, tomando y incendiando un fuerte vecino, bombardeando la ciudad y prendiendo fuego a dos barcos portugueses; y todo esto para vengar la muerte, por demás perfectamente justificable, del llorado capitán Dawis, ocurrida en aquellos parajes.
Después, Roberts atravesó el Atlántico del Sur, llegando a Bahía, en Brasil, donde descubrió cuarenta y dos naves portuguesas, todas cargadas y listas para salir hacia Lisboa. Roberts, dando muestras de la más asombrosa audacia, se lanzó derecho sobre el barco más cargado, lo atacó, lo abordó y se lo llevó. La presa transportaba, además de ricas mercancías, cuarenta mil moidoros y una cruz de diamantes destinada al rey de Portugal.
Desde Brasil, Roberts se dirigió hacia las Antillas, y allí se puso a saquear el comercio de Jamaica y la Barbada. Cuando la situación comenzó a hacerse insostenible, el capitán hizo rumbo al Norte, hacia Terranova, causando estragos entre las flotas pesqueras y los establecimientos franceses e ingleses.
En dos ocasiones, Roberts había recibido muy rudo trato, una vez por un buque de la Barbada, y otra, por los moradores de Martinica. Por eso, al dibujar su nuevo pabellón, el capitán trazó una enorme silueta de su persona con la espada en la mano y erecto sobre dos calaveras, debajo de las cuales se leían las letras A. B. H. y A. M. H., lo que significaba una cabeza de barbadés y una cabeza de martiniquense. Y siempre, en lo sucesivo, cuando un nativo de una de las dos islas tenía la desgracia de caer entre las garras de Roberts, lo pagaba con su vida.
En abril de 1721, Roberts estaba de vuelta en la costa de Guinea, incendiando y robando. Entre los prisioneros que hizo en una de sus presas se hallaba un clérigo. Entonces, el capitán sintió el vivo deseo de tener a bordo de su barco un capellán para que cuidara de la salud espiritual de la tripulación; hizo, pues, cuanto pudo a fin de persuadir al eclesiástico a firmar un enganche, asegurándole que no tendría otras funciones que decir el sermón y preparar el ponche. Mas el reverendo no se dejó convencer y finalmente, Roberts le soltó con todo cuanto le pertenecía, menos tres libros de oraciones y un sacacorchos, objetos cuya necesidad se hacía sentir a bordo del Royal Fortune.
Se aproximaba el final de la carrera de Roberts, y no era pronto, pues ya tenía capturados cuatrocientos barcos, record que según se sabe no fue alcanzado por ningún otro pirata.
Un buque de guerra, el Surallow (capitán Chaloner Ogle), descubrió a los dos navíos de Roberts en Parrot Island. Como el crucero fingió huir, fue perseguido por uno de ellos mar adentro. Hubo combate, y al cabo de dos horas, el pirata arrió su pabellón, tirando al agua su bandera negra de manera que no pudiese erguirse contra ellos el día del juicio. A los pocos días, el Swallow regresó a Parrot Island para saldarle su cuenta a Roberts y al Royal Fortune.
Fue en la mañana, y Roberts hacía honor a su desayuno: una ropa vieja, un escabeche muy condimentado de las Antillas, cuando le trajeron la noticia de la llegada del Swallow. El capitán rehusó molestarse. Sin embargo, al ser avisado de que el crucero se disponía a atacar, Roberts subió precipitadamente al puente, hizo cortar los cables y huyó mar adentro. Fue el 19 de febrero de 1722. Principió un furioso cañoneo. Por desgracia, la mayor parte de la dotación, pese a la hora y al ejemplo de su capitán, ya estaba ebria e incapaz de oponer una resistencia tenaz. Apenas comenzado el encuentro, Roberts fue muerto por una carga de metralla que le hirió en la garganta. Su cadáver, vestido de traje de gala, con las armas y arreos del difunto, fue arrojado al mar, de conformidad con las instrucciones que había dado en vida. Así le fue ahorrada la suerte de sus hombres: todos fueron ahorcados en Cabo Coast Castle.
La Historia de Charles Johnson constituye una inagotable mina de documentación sobre los piratas. Aunque sus bandidos parecen haber tenido muy pocos principios morales y ningún sentido de disciplina, no por eso gustaban menos de establecer infinidad de reglas de conducta.
He aquí una lista de las introducidas por el capitán John Phillips, comandante del Revenge y último matamoros de los pescadores de Terranova.
1° Todo hombre debe obediencia a órdenes corteses; el capitán recibirá parte y media de todas las presas; el patlrón, el carpintero, el primer piloto, y el cañonero, cobrarán parte y cuarto.
2° Todo hombre que haga proposiciones de deserción o de ocultar cualquier cosa, será bajado a tierra con un frasco de pólvora, una botella de agua, una pistola y algunas balas.
3° Todo hombre que robe, sea lo que sea, a la hermandad, o que se entregue al juego, haciendo puesta de un duro o más, será abandonado en tierra o fusilado.
4° Caso que nos encontráramos con otro pirata, fuera cual fuere el momento, aquel que firman entonces los artículos del mismo, sufrirá el castigo que el capitán y la hermandad juzguen conveniente.
5° Todo hombre que hiera a otro mientras estén vigentes los presentes artículos, se verá aplicar la ley de Moisés, (es decir, cuarenta latigazos menos uno) sobre la espalda desnuda.
6° Todo hombre que rompa sus armas, o que fume tabaco en la bodega sin haber colocado un resguardo sobre su pipa, o que lleve una candela encendida sin colocarla dentro de una linterna, será sometido al trato previsto por el artículo anterior.
7° Todo hombre que no mantenga sus armas listas para el combate, o que muestre descuido en su puesto, perderá su parte del botín y sufrirá además el castigo que el capitán y la hermandad juzguen conveniente.
8° Todo hombre que pierda alguna articulación en combate, recibirá 400 duros; y si es un miembro, 800.
9° Si en un momento cualquiera de encontrarse en presencia de una mujer honrada alguien intenta violarla, este hombre será ejecutado en el acto.
Una vez puestos por escrito y debidamente aceptados por la hermandad estos artículos, cada hombre era invitado a prestar juramento de respetarlos posando la mano sobre la Biblia. Desgraciadamente, en el caso del capitán Phillips no se pudo encontrar Biblia a bordo del Revenge y tuvieron que jurar valiéndose de un hacha, objeto considerado como el más apropiado.
Redactados los preciosos artículos, con acompañamiento de mucho ponche o ron, pasábase al importante acto de elegir un pabellón que inspirase terror a quienquiera que lo viese. A veces se escogía el Jolly Roger, compuesto de un cráneo humano con dos tibias entrecruzadas, aunque muchos piratas prefiriesen una sencilla bandera negra o roja. Algunos se entusiasmaban por alguna cosa más compleja, como, por ejemplo, una anatomía humana, esto es un esqueleto empuñando con una mano un rummer (copa para ponche) y con la otra una espada.
Cuando los piratas no estaban ocupados en buscar dinero en el mar, ni en derrocharlo en tierra, ocurría que se les encontraba entregados a pasatiempos inocuos. Incluso se les veía bailar o representar una comedia; pero su diversión predilecta era una parodia de un juicio, en la cual cada pirata hacía por turno de acusado y de juez. Era una forma de broma harto siniestra, puesto que muchos de los actores habrían de defender, algún día su vida ante un verdadero juez y un verdadero tribunal. Johnson reproduce una de estas parodias que le había sido narrada por un testigo ocular. Si se trata de un mero juego de la imaginación, quien lo imaginara ha debido ser un artista.
Designados la corte y los criminales y encargado el fiscal de abrir la causa, el juez trepaba a un árbol con los hombros envueltos en una lona mugrienta que representaba la ropa talar; llevaba también un bonete de estopa en la cabeza y unas gafas gruesas sobre la nariz. Así ataviado, se instalaba en su asiento; a sus pies oficiaban algunos alguaciles armados de palancas y picas a guisa de mazas y de varas. Se introducía entonces a los reos que hacían mil muecas; y aquel que representaba al procurador general establecía la materia de acusación contra ellos. Los discursos eran muy lacónicos y el procedimiento de los más someros. Vamos a reproducirlo bajo forma de diálogo:
El Fiscal.- Con vuestra venia, Vuestra Señoría Y vosotros, señores del jurado; tenéis ante vos un prójimo que es un triste perro; un triste, muy triste perro; y espero humildemente que Vuestra Señoría ordene sin tardanza que le ahorquen. Ha cometido actos de piratería en alta mar y vamos a probar, sin ofender a Vuestra Senoria, que ese prójimo, que ese triste perro al que tenéis ante vos, ha escapado a mil tempestades, y, además, que ha llegado ileso a tierra cuando se perdió su barco; lo cual es signo seguro que no ha nacido para morir ahogado. Y sin embargo, no temiendo la horca, continuo robando y plagiando a hombres, mujeres y niños, saqueando cargamentos por todas partes, incendiando y echando a pique navíos, barcos o canoas, como si tuviese el diablo en el cuerpo. Pero eso no es todo, Vuestra Señoría: ha cometido villanías peores y vamos a demostrar que se ha hecho culpable de no beber más que cerveza de jengibre, y Vuestra Señoría no ignora que no se ha visto jamás individuo sobrio que no fuese un bribón. Vuestra Señoría, a buen seguro yo habría hablado mejor de lo que hablo en este momento; pero Vuestra Señoría sabe que se nos agotó el ron, y cómo quiere que un hombre discurra bien en el sentido de la Ley, cuando no se ha echado su trago. Eso no obstante, espero que Vuestra Señoría mande ahorcar a este prójimo.
El Juez.- Escúchame bribón, perro sucio, miserable. y sarnoso: ¿qué tienes que decir que te evite ser colgado en el acto y puesto a secar a la manera de un espantajo? ¿Eres culpable o inocente?
El Prisionero.- Inocente, Vuestro Honor.
El Juez.- ¡Inocente! Repítelo, tunante, y te hago ahorcar sin juicio.
El Prisionero.- Sin ofender a Vuestro Honor, soy un pobre diablo tan honesto como cualquiera que haya pasado su vida entre el espolón y el coronamiento de ún barco; sé maniobrar, tomar rizos, gobernar y hacer un empalme, como cualquiera que haya atravesado jamás por el agua salada, pero fuí capturado por un tal George Bradley (éste era el nombre del que representaba al juez), un pirata notorio y siniestro bribón de los que han escapado a la horca, y este maleante me forzó, sin ofender a Vuestro Honor.
El juez.- Contéstame, tunante, ¿cómo quieres ser juzgado?
El Prisionero.- Según Dios y las leyes de mi país.
El Juez.- Quieres decir, según el diablo. Bien, señores del jurado, oreo que ya no teñemos nada más que hacer sino fallar el veredicto.
El Fiscal.- Bien dicho, Vuestra Señoría; pues si se le permitiese a ese individuo hablar, a lo mejor se exculpa, y eso sería una afrenta para la Corte.
El Prisionero.- Os ruego, Vuestra Señoría, espero que Vuestra Señoría se digne considerar ...
El Juez.- ¿Considerar? ¿Cómo te atreves a hablar de considerar? Bribón, en mi vida consideré cosa alguna. Eso de considerar sería para mí un caso de conciencia.
El Prisionero.- Espero, sin embargo, que Vuestra Señoría se avenga a razones.
El ]uez.- ¿Entienden ustedes las habladurías de este canalla? lo que quiero que sepas, especie de malandrín, es que no estamos aquí para avenirnos a razones, sino para obrar según la ley. ¿Está listo el almuerzo?
El Fiscal.- Sí, Vuestra Señoría.
El ]uez.- Entonces escúchame, bribón, en el banquillo. Escúchame, hampón. Vas a expiar por tres razones: primero, porque no es conveniente que presida aquí como juez sin que se ahorque a nadie; segundo, colgarás, porque tienes una cabeza endiabladamente patibularia; Y tercero, irás a la horca, porque tengo hambre, pues has de saber, tunante; cada vez que el almuerzo del juez esté listo antes de haber terminado el proceso, el prisionero va a la horca, como es natural. Esto es lo que exige la ley. Lleváoslo, calabocero.
Los piratas del libro de Johnson constituían una extraña mescolanza de desechos de la humanidad. Pero ninguno fue un pájaro tan raro como el mayor Stede Bonnet, rico terrateniente de la Barbada, cuyos vecinos se escandalizaron al descubrir que se había ido para hacerse pirata. Aunque algunos se mostraron afligidos más bien que furiosos cuando se enteraron de que su capricho de hacer el pirata se debía a un desorden de su espíritu, que ya había sido harto visible en él algún tiempo antes de aquella lamentable decisión y que según se decía había sido causado por las congojas de su vida conyugal. Fuera lo que fuese, el mayor estaba poco calificado para ese oficio, él que nada entendía, de esas cosas de mar.
Inútil es decir que el famoso Edward Teach, alias Blackbeard (Barba Negra), recibió por parte del historiador de los piratas toda la atención que merecía. Siempre se ha creído que Teach era nativo de Bristol; pero según el autor anónimo (probablemente Charles Leslie) de las Trece cartas de un caballero a su amigo, publicadas en 1740, parece que Teach nació en Jamaica. He aquí lo que refiere:
En aquella época, el famoso Teach, conocido generalmente bajo el nombre de Blackbeard, infestaba las aguas americanas. Era un hombre de temple en extremo sanguíneo y cruel hasta el salvajismo. Su nombre se convirtió en espantajo. Como ciertos gobernadores habían mostrado lenidad en perseguirlo, acabó por paralizar casi completamente el comercio de algunas colonias del Norte. Nació en Jamaica de padres muy honorables; su madre vive aún en Spanish Town, y su hermano sirve actualmente como capitán del tren en la artlllería. Teach fue atacado por un teniente de buque de guerra (Roberts Maynard, fue de la corbeta de Su Majestad Pearl) y muerto tras sangrienta y encarnizada lucha. Dícese que cogió su vaso y bebió por la condenación de aquellos que diesen o pidieran cuartel. Su cabeza fue enviada a Virginia y exhibida en una estaca.
Teach llevaba un diario del que desgraciadamente sólo se han encontrado dos fragmentos, que tienen cierto sabor a lo Roberto Luis Stevenson. Helos aquí:
1718. Se acabó el ron. Nuestra hermandad es bastante pobre. ¡Qué endemoniada confusión reina entre nosotros! Y los bribones que complotan. Se habla mucho de separación. He abierto el ojo para hacer alguna presa.
(Más tarde). Capturé una con muchos licores a bordo. Así mantuve a la hermandad en calor, ¡y cómo! Todo el mundo se tranquilizó.
Nueva Inglaterra era en aquel entonces el gran mercado, donde se ponía en venta el producto de los saqueos: las mercancías capturadas a lo largo de la costa de América o en las Antillas o en el Océano Indico. Cuando los piratas se hallaban demasiado lejos de los complacientes puertos norteamericanos, entonces se veían obligados a buscar un refugio seguro para carenar sus barcos, reparar su aparejo, y conseguk víveres y agua. La isla que satisfacía de manera ideal todas estas necesidades era Madagascar. Se encontraba además a buena distancia del derrotero de los buques de guerra del rey de Inglaterra o de otras potencias indiscretas. Los indígenas, con pocas excepciones, no eran hostiles. Y la última, aunque no la menos importante, ventaja: Madagascar constituía una base favorable para operaciones en el Mar Rojo y sobre la Costa Malabar, ricos campos de caza a mercantes, y particularmente a los barcos costeros indios o moros, sin hablar de ocasionales capturas de transportes de la Compañía de las Indias Orientales. Johnson trata de los piratas de Madagascar en el segundo tomo de su Historia General publicado en 1726.
Los bribones que describe en esta parte de su libro forman una colección de restos de naufragio tan impresionante como la del primer tomo. No hablaremos aquí más que de uno solo y lo escogimos porque parece, a muchos respectos, un p1rata único en su género. No se sabe hasta qué punto su historia puede considerarse como verídica. Todas las demás vidas de piratas escritas por Johnson son más o menos auténticas; pero conviene señalar que no ha aparecido hasta hoy ningún documento susceptible de corroborar su historia del pasmoso Misson.
Este extraordinario personaje descendía de una vieja familia francesa de Provenza. Fue el Benjamín de una numerosa prole y recibió una buena educación. A los quince años, revelaba ya inusitadas aptitUdes para las humanidades y la lógica y se distinguía honorablemente en las matemáticas. Deseoso de hacer fortuna con la espada, fue enviado por un año a la Academia de Angers. Terminados sus estUdios militares, su padre se disponía a comprarle una comisión en un regimiento de mosqueteros, cuando el joven Misson, que había leído libros de viajes, le suplicó con tanta insistencia le permitiese navegar, que el viejo Misson le hizo admitir como voluntario a bordo del buque de guerra La Victoire, crucero mandado por el señor Fourbin. Después de embarcarse en Marsella, el joven cadete tomó parte en una expedición en el Mediterráneo, y en esta ocasión mostró gran celo en el cumplimiento de sus deberes y no perdió ninguna oportunidad de aprender cuanto pudiera sobre la navegación y construcción de barcos, sacrificando incluso su dinero para gastos personales con tal de recibir una instrucción particular del piloto de maniobra y del carpintero.
Cuando La Victoire hizo escala en Nápoles, Misson recibió permiso para visitar Roma y fue esta ciudad la que decidió el cambio de su carrera.
Durante su estancia en la Ciudad Eterna, el joven marino conoció a un padre dominico, un tal signor Caraccioli, el cual profesaba opiniones poco ortodoxas sobre el sacerdocio. Hasta puede decirse que sus conceptos tocante a la vida eran apenas compatibles con el dogma. Los dos hicieron amistad entrañablemente, amistad que acabó por inducir al sacerdote a colgar los hábitos y a reunirse con la tripulación de La Victoire. Dos días después de su salida del puerto, tropezaron con un corsario de Salé, resultando un terrible combate cuerpo a cuerpo, en el curso del cual tanto el ex-eclesiástico como Misson se distinguieron por su bravura.
El siguiente viaje de Misson fue hecho a bordo de un buque plrata, el Triomphe. Encontrando un día entre Guernesey y Start Point un barco inglés, el Mayflower, él y sus compañeros se apoderaron del mercante después de dominar una valiente resistencia. A continuación, Misson regresó a bordo de La Victoire, en el momento que el crucero francés salía de La Rochela con rumbo a las Antillas.
Durante la travesía, Caraccioli no perdió una sola ocasión para predicar a su joven amigo el evangelio del ateísmo y comunismo, con tal éxito que a poco tiempo el converso voluntario manifestaba ideas tan avanzadas como las de su preceptor. Los dos apóstoles pasaron entonces a exponer sus conceptos a la tripulación y tuvieron la satisfacción de ver su punto de vista adoptado en seguida por casi todo el mundo, especialmente lo relativo a la propiedad particular.
Se produjo entonces un acontecimiento feliz que venía oportunamente a dar aliento a la nueva acusa. El Victoire tuvo un encuentro, en aguas de la Martinica, con un buque de guerra inglés, el Winchester, que terminó explotando. El capitán Fourbin perdió la vida en el curso del combate, y su muerte fue el punto de partida de una nueva era.
La nueva era, como era de esperar, principió por un diluvio de discursos. Primero tomó la palabra el signor Caraccioli, dirigiendo a Misson una larga y elocuente arenga, en la que le invitó a asumir por autoridad propia el mando del Victoire. Le exhortó a imitar el ejemplo de Alejandico el Grande, el de Enrique IV, y el de Enrique VIII de Inglaterra. Le recordó cómo Mahoma, con un puñado de camelleros, fundó el imperio otomano, y cómo Darío, asistido por muy pocos compañeros, se posesionó de Persia. Enardecido por estas excitativas, el joven Misson aceptó su nombramiento con un discurso -su primero hasta la fecha, pero que estaba lejos, según había de revelar el curso de los sucesos, de ser el último. El resultado fue un triunfo para el arte oratorio, pues los excitados marinos franceses contestaron con el grito: ¡Viva el capitán Misson y su teniente, el sabio Caraccioli!
Misson, dándoles las gracias con algunas palabras amables, prometió hacer cuanto le fuese posible en su calidad de comandante, para ayudar al encumbramiento de la República marítima recién nacida. A continuación, los oficiales se retiraron a la gran sala, donde se desarrolló una amistosa discusión a propósito del nuevo orden. El primer problema que se planteó fue la de la bandera bajo la cual habría de navegar el barco. El piloto de maniobra recién electo, Mathieu le Tondu, marino valiente, pero de espíritu simple, recomendó el pabellón negro como el más propio para infundir terror. Tal insinuación desencadenó un torrente de elocuencia por parte de Caraccioli, el nuevo teniente, el cual opuso que ellos no eran piratas, sino hombres resueltos a mantener la libertad que les habían conferido Dios y la Naturaleza, y a convertirse en guardianes de los derechos y las libertades del pueblo. Habló hasta el completo agotamiento de sus pulmones, haciendo al desgraciado piloto de maniobras -que debe haber sentido profundas mortificaciones por haber hecho tan inconveniente sugestión- una inspirada conferencia sobre el alma; la necesidad de sacudir el yugo de la tiranía; la opresión y la pobreza; y la miseria de la vida en las existentes condiciones, comparada con las Pompas y la Dignidad. Concluyó demostrando que su política no debía ser la de los piratas, pues éstos eran gente sin principios y entregadas a una Vida disipada en tanto que ellos debían vivir como hombres valerosos, justos e inocentes, siendo su causa la de la libertad. Por lo tanto, no era bajo el pabellón negro como debían navegar, sino bajo una bandera blanca, sobre la que se vería bordado el lema: Por Dios y por la Libertad.
Los marinos sin grado, excluídos de estos debates, se habían reunido fuera de la gran cámara, desde donde llegaban a sus oídos algunas migajas de aquel discurso. Al final, arrebatados por el entusiasmo, prorrumpieron en gritos violentos tales como: ¡Libertad! ¡Libertad!, ¡Somos hombres libres!, ¡Viva el gallardo capitán Misson y el noble teniente Caraccioli! Y así, frente a la costa de la Martinica, la joven República recibió su bautismo en medio del mismo torrente de elocuencia que presidiría al nacimiento de la Revolución Francesa, en París, medio siglo más tarde.
La primera presa capturada por los piratas de la bandera blanca fue una corbeta inglesa, mandada por un tal capitán Thomas Butler, y el acontecimiento tuvo lugar a una jornada apenas de SaintKitts. Después de haberse saciado con una barrica o dos de ron y echado mano a otras diversas provisiones, pero sin mostrar la menor dureza frente a los tripulantes ingleses e incluso prescindiendo de quitarles sus prendas, a la usanza de los piratas, les permitieron proseguir su ruta, con la estupefacción del capitán Butler que admitió espontáneamente que no había encontrado jamás tamaño candor en circunstancias análogas. Y para completar la expresión de su gratitud, hizo formar a su tripulación y ordenó tres vigorosos hurras británicos en honor del virtuoso pirata y de sus hombres; hurras que fueron lanzados con toda la cordialidad deseable.
Camino de la costa africana, Misson capturó un barco holandés, el Nieuwstaat, de Amsterdam. El cargamento resultó consistir en polvo de oro y diecisiete esclavos negros. Estos últimos suministraron al capitán Misson el texto para uno de sus pequeños sermones a los marinos. Llamando a todo el mundo al puente, hizo las siguientes observaciones sobre el vil tráfico de esclavos.
Es imposible que el comercio de seres de nuestro género sea cosa grata a los ojos de la divina justicia. Nngún hombre tiene poder sobre la libertad del prójimo, y puesto que quienes profesan una noción ilustrada de la Divinidad, venden a seres humanos como bestias, esta gente demuestra que su religión no es más que una mueca de farsantes y que sólo se distinguen de los bárbaros por su nombre pues sus prácticas no son más humanas.
Deteniéndose un instante para tomar aliento, el buen capitán prosiguió, diciendo que:
Por su parte esperaba expresar también el sentimiento de todos sus honrados compañeros; que no había sustraído su cuello al indignante yugo de la esclavitud (esta metáfora la había robado a Caraccioli) y afirmado su propia libertad, para reducir a la servidumbre a otros hombres. Que por importantes que fuesen los elementos que distinguían a los europeos: color, costumbres y ritos religiosos, no por eso dejaba de ser verdad que todos los humanos eran criaturas del mismo Ser Omnipotente y dotados de una razón idéntica.
Alzando su voz al tono más patético, Misson concluyó declarando a los negros que deseaba verles tratados como hombres libres (pues quería quitades hasta el nombre de esclavos); y los repartió entre las diferentes mesas para que los marineros pudiesen aprender tanto más rápidamente su idioma, darse cuenta de las obligaciones que tenían frente a ellos, y llegar a ser más aptos y más dispuestos a defender su libertad que les era conferida en virtud de su justicia y humanidad.
Naturalmente, ese discurso fue recibido con aplausos unánimes y espontáneos. Una vez más el buque pirata Victoire resonó con el grito de ¡Viva el capitán Misson! Los negros, libres de sus grilletes, fueron vestidos con las ropas de sus antiguos amos holandeses, y conmueve leer que manifestaron con ademanes su agradecimiento. por haber sido librados de sus cadenas.
Mas una nube vino a oscurecer lentamente la hermosa reputación de aquellos superpiratas. Algunos marineros del último barco capturado, habiéndose ofrecido de buen grado a servir bajo las órdenes de Misson, habían sido acogidos a bordo como miembros de la tripulación. Hasta entonces, ninguna blasfemia, ni expresión licenciosa había herido los oídos del capitán o de su ex-sacerdote, hoy teniente; ahora los marinos holandeses se pusieron a iniciar a sus nuevos camaradas en las vías profanas y en la borrachera. Enterado de estos hechos, Misson estimó que había que destruir la mala hierba en su germen. Conque hizo subir a cubierta a todo el mundo, franceses y holandeses, y después de haber pedido al capitán holandés tradujera sus observaciones, manifestó que antes de tener la desgracia de recibir a su bordo a los recién llegados, jamás sus oídos habían sido escandalizados con la profanación del Gran Creador; pero después, con profunda tristeza, había oído caer muchas veces a sus hombres en aquel pecado, cosa que no les proporcionaba ni provecho, ni placer, y que arriesgaba atraer sobre ellos una severa punición.
Recordó a sus oyentes la facilidad con la que cedemos a la influencia de quienes nos rodean y el refrán español: Haced vivir juntos a un ermitaño y a un ladrón: o el ladrón se hará ermitaño o el ermitaño se hará ladrón. Añadió que la confirmación de ese adagio le veía a bordo de su barco, pues no podía atribuir las blasfemias e imprecaciones que había oído salir de los labios de sus honrados compañeros, sino al odioso ejemplo de los holandeses. Que no era éste el solo vicio que habían traído, pues antes de su llegada, sus hombres habían sido hombres, mientras que ahora, bajo su ejemplo bestial, se les veía degenerados en brutos, ahogando aquella única facultad que distingue al hombre del animal: la razón.
Acalorándose a cada palabra, el capitán Misson gritó que se negaba a verles precipitarse en aquel vicio odioso, recordándoles el puesto que le habían hecho el honor de confiarle y que le imponía el deber de salvaguardar con ojo vigilante el interés general. A continuación advirtió a los holandeses que mandaría dar latigazos y una paliza al primero que sorprendiese con un juramento en la boca o con la cabeza llena de aguardiente, para servir de ejemplo al resto de la comunidad.
Luego, bajando la voz y volviéndose hacia los marinos franceses, prosiguió:
En cuanto a sus compañeros, sus amigos, sus hijos, aquellas almas honradas, generosas, nobles y heroicas, que tenía el honor de mandar, les suplicaba que se tomasen el tiempo de reflexionar, meditando los peligros que corrían -¡y por cuán poco placer!- al imitar los vicios de sus enemigos; ciertamente adoptarían como regla suprimir lo que de otro modo les alejaría del manantial de la Vida y, por consiguiente, les privaría de Su protección.
El discurso tuvo el efecto apetecido y nunca en lo sucesivo, cuando algún miembro de la tripulación tenía ocasión de mencionar el nombre del capitán, olvidaba hacerle preceder por el epíteto de el bueno.
Aquellos piratas castos no tardaron en capturar y saquear buen número de ricos mercantes, pero siempre a manera de caballeros, de modo que no había víctima que no se mostrara en extremo sorprendida por la disciplina, la calma y la humanidad de aquellos piratas de tipo novedoso. A una de las presas, un navío inglés, le quitaron sesenta mil libras; pero en el encuentro resultó muerto el capitán. Este accidente hizo hendirse de dolor el corazón del pobre Misson. Para dar expresión a su pesar mandó enterrar al difunto en la ribera, y, siendo uno de sus hombres picapedrero, le hizo erigir sobre su tumba un monumento con el siguiente epitafio: Aquí yace un honrado inglés. Al final de un servicio fúnebre muy conmovedor, Misson rindió al extinto los últimos honores con una triple descarga de cincuenta pistolas y con su artillería ligera.
El Victoire, cumplida la ceremonia, hizo rumbo a la Isla Johanna, en el Océano Indico, que había de ser, por muchos años, el home de Misson y de sus hombres. Allí se instalaron, el capitán casándose con la negruzca reina de los parajes, y Caraccioli conduciendo al altar a la sobrina de la soberana; en tanto que una parte de la tripulación se unía en vínculos mabrimoniales a una o varias damas de menor grado.
Consagramos a Misson más espacio de lo que merece en una obra de este carácter; pero su carrera fue tan rica en accidentes asombrosos o encantadores, que uno se siente tentado a traspasar los límites convenientes. Bástenos decir que durante varios años Misson continuó pronunciando discursos, saqueando barcos, y aun -esporádicamente y cuando no podía evitarlo- matando de mala gana a sus enemigos.
Finalmente, dejó la Isla Johanna, llevando a sus acólitos a una solitaria bahía de Madagascar, donde, al desembarcar, pronunció otro pequeño discurso. Anunció a sus fieles oyentes que allí podrían construir una ciudad y que por fin tendrían un sitio que sería suyo, y un refugio para cuando la vejez les volviese ineptos para aguantar los duros trabajos, y donde podrían gozar de los frutos de su labor y concluir sus días en paz.
Esta colonia ideal, que recibió el nombre de Libertatia, fue organizada sobre bases estrictamente socialistas: ninguno de sus miembros poseía propiedad personal; todo el dinero se guardaba en un tesoro común, y no había valla alguna que separase la tierra de uno de la de otro. Construyeron un arsenal y fortificaciones. Pronto Misson había terminado dos navíos, el Enfance y el Liberté, que fueron enviados en viaje redondo en torno a la isla, con misión de trazar un mapa de la costa, aprovechándose la ocasión pasra convertir a los esclavos libertos en buenos marinos. Se edificó también una casa de reuniones, y se constituyó un gobierno. La primera asamblea eligió a Misson Conservador -así llamaron al presidente- por un espacio de tres años. Durante este período, vería atribuírsele todas las insignias de la realeza. El capitán Tew, un pirata inglés a quien Kidd había perseguido hasta su propia pérdida, fue nombrado almirante de la armada de Libertatia; Caraccioli llegó a ser secretario de Estado, en tanto que el Consejo estaba constituído por los más capaces enbre los piratas, sin distinción de nacionalidad, ni de color. El problema de la lengua, pues se hablaba con igual frecuencia el inglés, el francés, el portugués, y el holandés, fue resuelto mediante un nuevo idioma, una especie de esperanto, construído con palabras de aquellas cuatro lenguas.
Durante no pocos años la Utopía de los piratas prosperó; más a la larga la República se vió asaltada por una serie de desgracias; la catástrofe final fue una súbita e imprevista invasión de los indígenas, amistosos hasta entonces; ataque que obligó a Misson y a los pocos sobrevivientes a buscar su salvación en el mar. Sorprendido por un huracán, su barco se fue a pique: Misson y toda su gente perecieron ahogados. Así terminó una época que podríamos llamar la piratería sin lágrimas.
Fue el hombre más dulce
que jamás haya barrenado un barco
o cortado una cabeza.
(Byron).
Un relato original de la vida de los piratas de Madagascar ha llegado hasta nosotros con un libro raro, Madagascar o el diario de Robert Drury, publicado en 1729. El autor sufrió un naufragio en la costa de la isla y pasó allí quince años priSionero, llevando la vida de los indígenas. Cierto día, tuvo la oportunidad de visitar los establecimientos de los piratas, y he aquí la descripción que hace de las cosas vistas:
Uno de aquellos hombres era un holandés de nombre Jan Pro que hablaba muy bien el inglés. Vestía chaqueta corta con gruesos botones de plata y otros adornos; pero no llevaba medias e iba descalzo. En su cinturón asomaba un par de pistolas y empuñaba una tercera con la mano derecha. El otro individuo vestía a la manera inglesa, llevaba como su compañero dos pistolas en la faja y una en la mano. Jan Pro vivía muy confortablemente en una casa guarnecida de vajilla de estaño, con una cama con columnas y cortinas; y otros objetos semejantes, pero sin sillas; había muebles sustituídos por algunas arcas. Había una cabaña especial para la cocina, y donde se alojaba el esclavo cocinero; en la misma choza se gurdaban también las provisiones, y había además una especie de invernadero. Todo estaba cercado por una empalizada, como lo son en aquel país las viviendas de los hombres importantes; pues Jan Pro era rico: tenía numerosos castillos y la mar de esclavos. Su fortuna procedía principalmente de sus incursiones contra los moros, pues su buque había capturado más de una vez las riquezas que llevaban a Santa María. Pero como dicho buque se había hecho viejo, cayendo en ruina, a tiempo que ellos llegaban a ser inmensamente ricos, transportaron su instalación a Madagascar, eligieron gobernador a un tal Thomas Collins, de oficio carpintero, y construyeron un fortín, el cual armaron con los cañones de su navío. Hacía nueve años que vivían así sin cometer acto de piratería alguno.
Antes de pasar a otras ramas y a otros representantes de la profesión, conviene que mencionemos a dos mujeres piratas sobre cuyas fechorías Charles Johnson nos proporciona muchos detalles. En nuestros días en que lo que se acostumbraba a llamar el sexo débil ha acabado por invadir todos los oficios menos la Iglesia, no puede conceptuarse de anormal el que algunas hembras hayan elegido de buen grado una carrera tan ruda y varonil como es la de pirata. Pero en el siglo XVIII, el hogar era considerado todavía como único lugar decente para la mujer y se comprende que el hecho de que los viajeros se expusieron a verse degollados en alta mar por una dama, provocase un gran escándalo.
Huelga decir que tanto Ann Bonney como Mary Read se distinguían por su aspecto agraciado. La primera, una irlandesa, era la hija natural de un abogado de Cork y siendo muy niña se expatrió con su padre a Carolina. Allí se convirtió en una muchacha robusta y turbulenta, de temple altivo y batallador, y que le metía en muchos líos, como por ejemplo, el día en que mató con un cuchillo a su criada inglesa. Mas, aparte de tales explosiones ocasionales de su mal genio, era una hija obediente y bondadosa.
Después de algunas intrigas amorosas, Ann se casó clandestinamente con un marino. Cuando su padre se enteró de ello, se indignó y la expulsó de su casa. El marino, asustado, salió con su barco y no se volvió a saber de él. Pero pronto se presentó un enamorado más valiente, el bello, rico e intrépido capitán John Rackam, pirata conocido de un extremo a otro de la costa bajo el nombre de Calico Jack. Los procedimientos practicados por Jack para conquistar una mujer o capturar un barco, eran sin rodeos y se resumían en la fórmula: no perder un minuto, abordar de improviso, poner los cañones en acción, y abalanzarse sobre la presa.
Su printoresco e impetuoso adorador le trastornó la cabeza a Ann, de tal manera que consintió en acompañarle al mar disfrazada de marino. Pasaron una deliciosa luna de miel a bordo, hasta el momento en que Ann le hizo cierta confesión. Calico Jack navegó entonces hacia Cuba y desembarcó a su esposa en una ensenada, donde tenía un refugio y amigos que le prometieron cuidarla. Después de dar a luz, Ann volvió a bordo del buque pirata, tan ágil como el que más en el manejo de la cuchilla y la pica y siempre entre los primeros en subir al abordaje de una presa. Pero sus días felices estaban contados, pues en octubre de 1720, al cruzar las aguas de Jamaica, los piratas se vieron sorprendidos por la súbita aparición de una corbeta enviada por el gobernador de la isla Con misión de capturar a Rackam y su tripulación. Durante la subsiguiente lucha, los piratas se condujeron de una manera poco heroica, escondiéndose debajo del puente, excepción hecha de Ann Bonney y su amiga Mary Read (de la que hablaremos en seguida), que se batieron valientemente hasta verse capturadas, sin dejar de censurar con invectivas la cobardía de sus compañeros del sexo masculino. Conducidos a Jamaica, los prisioneros fueron juzgados por piratería en Santiago de la Vega y condenados a muerte el 28 de noviembre de 1720.
Ann, de nuevo encinta, pidió que su ejecución se pospusiese a causa de su estado, lo cual le fue concedido. Si bien parece que no fue ahorcada, se ignora la forma en que murió.
El día en que su amante Calico Jack fue llevado al cadalso, el reo obtuvo como favor especial el permiso de ver a Ann; pero no parece que haya encontrado gran confortación en este encuentro de despedida, pues recibió, como única manifestación de simpatía, las palabras: Lamento mucho verte así, pero si te hubieses batido como un hombre, no te verías ahora en el caso de ser colgado como un perro.
Acabamos de mencionar el nombre de Mary Read que fue condenada a muerte al mismo tiempo que Ann Bonney. Los comienzos de su vida fueron aún más románticos que los de Ann, y Johnson, su historiador, al hablar de las dos mujeres teme manifiestamente tropezar con las dudas del lector acerca de la veracidad de los hechos referidos. Los incidentes de su vida de aventuras -observa- son tan asombrosos que algunas personas pudieran sentirse tentadas a ver en toda aquella historia una novela inventada; mas dado que ha sido confirmada por miles de testigos, entiendo que por los habitantes de Jamaica presentes a su juicio y que han oído la historia de su vida y las circunstancias del primer descubrimento de su sexo, la veracidad de aquellos hechos no queda más sujeta a dudas que la existencia en el mundo de hombres tales como Roberts y Blackbeard, que fueron piratas.
Habiendo refutado así todas las dudas posibles, pasemos ahora a un examen de la vida y los actos de la señora Mary Read.
Poco se sabe de su origen fuera del hecho de que su madre era una viuda joven y alegre. Por muchas y buenas razones, la pequeña Mary fue criada como un muchacho, y al cumplir los trece años pasó a hacer las veces de lacayo en casa de una francesa. Pero Mary se cansó pronto de este poco divertido oficio y se enganchó a bordo de un buque de guerra. Tampoco esta existencia la cautivó, pues a poco tiempo se alistó como soldado raso en un regimiento de infantería de Flandes, haciendo servicio activo y distinguiéndose por su valor personal inusitado. Sintió una vez más el deseo de cambiar y abandonó la infantería por un regimiento de caballería. Uno de sus camaradas de regimiento era un jinete flamenco. Mary se enamoró locamente de él y le reveló el secreto de su sexo. El flamenco, que era un hombre de honor, insistió en hacerle cambiar su uniforme por un vestido femenino, y al mismo tiempo le pidió su mano. Las bodas de los dos soldados hicieron sensación y entre los asistentes figuraron algunos oficiales. El recién casado dejó el ejército, y el joven matrimonio abrió en Brede una taberna, Las tres Herraduras, posada que existe todavía.
Murió el marido, y la viuda, poniéndose una vez más el traje de hombre, se enganchó en otro regimiento de Holanda; mas incapaz de adaptarse de nuevo a la vida militar, desertó a poco tiempo y se embarcó como marinero a bordo de un mercante con destino a las Antillas. En camino, el barco fue capturado por el capitán Rackam, el pirata. Fue entonces cuando Mary se juntó a los voluntarios que se pasaron al lado de los piratas, y firmó sus artículos, pero sin revelar su sexo.
Por poco su carrera de pirata toma un brusco fin: el capitán Woodes Rogers acababa de ser enviado a la isla de la Nueva Providencia, en las Bahamas, con instrucción de ofrecer el real perdón a todos los piratas dispuestos a reformarse, ofrecimiento que Rackam y los suyos aceptaron. Mas resultaba difícil para un hombre, o una mujer, acostumbrados a la piratería, tomar gusto por un oficio honrado, y pronto Calico Jack surcaba de nuevo los mares, acompañado por Mary. Capturaron gran número de barcos; a bordo de uno de ellos navegaba un mozo de aspecto atractivo, que llamó inmediatamente la atención de Mary, aunque ella se guardó de descubrirle sus sentimientos. Un día, el joven marino tuvo una disputa con otro pirata. Como el barco estaba anclado junto a la playa, convinieron bajar a tierra para arreglar el asunto de conformidad con las reglas establecidas. Fácilmente puede imaginarse la angustia de la pobre Mary y cómo se moría de temor de que el otro resultase demasiado fuerte para el muchacho; pues cuando le coge a uno el amor, entonces empuja el corazón a los actos más nobles. En el caso de Mary, el acto noble consistió en provocar al peligroso adversario de manera que se batiese primero con ella, lo cual logró. Y manejó tan diestramente la espada y la pistola que le mató en el acto. Hecho esto, Mary se las arregló para revelar el tan celosamente guardado secreto de su sexo al mozo de aspecto atractivo; inmediatamente se desposaron, y Mary declaró que consideraba este casamiento tan válido ante su conciencia como si hubiese sido celebrado por un sacerdote y en una iglesia.
Cuando, poco después, Mary se encontraba al lado de Ann Bonney y de los demás piratas en el banquillo de los acusados de Santiago de la Vega, la Corte se mostró favorable a su absolución y la habría puesto en libertad, de no intervenir un testimonio abrumador. Quedó demostrado que cierto día al preguntarle Rackam qué placer encontraría en una vida que la exponía constantemente al peligro de perecer por el fuego, la espada o el patíbulo, Mary había contestado que por lo que respectaba a la pena de la horca, no le parecía un castigo tan impresionante; y de cualquier modo, si no hubiese que temer la cuerda, todos los cobardes se harían piratas, de tal manera que no quedase a los valientes más que morir de hambre.
A eso, el tribunal decidió que no cabía hacer excepción en su caso, y Mary fue condenada a muerte.
LA pez y el alquitrán habían puesto callos en sus manos,
Esas manos otrora suaves cual terciopelo.
Sobre el ancla remaba, el plomo manejando,
y sin miedo corría buscando el aparejo.
A comienzos del siglo XVIII, la piratería había llegado a ser en Norteamérica un comercio importante. Tenía depósitos y agentes en casi todos los puertos desde la ensenada de Salem, en la Carolina del Norte, hasta Charleston, en la del Sur. En cualquiera de estas plazas resultaba fácil encontrar voluntarios aunque la zona principal de reclutamiento seguía siendo Terranova. A cada temporada llegaban a esta isla cientos de barcos pesqueros, trayendo desde el Oeste de Inglaterra gran número de pobres diablos de marinos que recibían de sus armadores una paga mísera, teniendo que costear por añadidura su pasaje de vuelta al terminar la pesca. Esta última y después la preparación y el secamiento del bacalao en la playa eran trabajos en extremo duros, y la única distracción de los pescadores consistía en emborracharse con black strap, infame mezcla de ron, melaza y cerveza. El black strap no se conseguía sino pagando, como habían de pagarse las necesidades más elementales de la vida, de manera que llegado el momento de regresar a Inglaterra, muchos de los marineros ya no tenían bastante dinero para pagar el pasaje. Era con los infelices de esta especie con los que contaban los piratas para proveerse de tripulantes, partiendo de la máxima de que la necesidad carece de ley.
El Golfo de Florida hormigueaba de piratas que podían encontrar a cada momento un refugio en las Antillas o en las posesiones españolas. Sus barcos llegaban casi siempre de Nueva York, de Newport y de Filadelfia. Incluso decíase que en este último puerto: la gente no se contentaba con echar ojeadas a los piratas sino que iban hasta a besarlos, tanto a los hombres como a los barcos. Y no eran sólo los mercaderes los que hacían causa común con los corsarios. Algunos gobernadores de la colonia eran conocidos por recibir regalos o sobornos, que los determinaron a volver la espalda cada vez que se operaba un desembarque de botín.
De cualquier modo, las autoridades se sentían poco inclinados a tomar medidas severas en contra de los piratas. Estos últimos, según hemos visto, no eran mirados con ojos hostiles por los colonos; antes bien sucedía lo contrario, pues se hacían negocios espléndidos con la compra a vil precio de mercancía robada. Si algún gobernador enérgico y honrado intentaba cumplir con su deber, se le oponía toda clase de obstáculos. Aun cuando lograba capturar a un pirata, no había adelantado mucho, pues en las colonias no existía autoridad judicial alguna para castigarle y era preciso enviarle con los testigos a Inglaterra, donde debía ser juzgado por la Corte del Almirantazgo, procedimiento largo, oneroso y molesto. Así, pues, no le extraña a uno ver que los poderes cerraban los ojos ante lo que pasaba en sus barbas.
Un informe redactado por Edward Randolph, inspector general de aduanas en las colonias norteamericanas, arroja deslumbradora luz sobre las prácticas de los piratas de la costa de Nueva Inglaterra. El documento lleva el título: Discurso sobre los piratas, con remedios propios para suprimirlos. Fue uno de los numerosos memorándums, despachados a la metrópoli por el infatigable Randolph, y está fechado en 1695. Después de extenderse sobre las condiciones de la piratería, describiendo cómo los piratas se las arreglaban para saquear los mercantes españoles e introducir después en Nueva Inglaterra grandes cantidades de dinero acuñado o en lingotes, así como ricos brocados de iglesia, argentería de culto y demás tesoros, el inspector general de aduanas señala que gran número de aquellos filibusteros han extendido su derrotero hasta el Mar Rojo donde quitan a los moros todo cuanto poseen, sin tropezar con resistencia, transportando luego su botín hacia ciertas plantaciones del continente americano o hacia las islas adyacentes, donde es recibido y almacenado, después de lo cual los piratas vuelven a recorrer el mismo circuito.
A continuación, el autor pasa a una descripción detallada de las principales plazas hacia las que suelen dirigirse los piratas y donde encuentra hospitalaria acogida; quita el velo de las relaciones existentes en aquel entonces entre los bandidos y los residentes del gobierno en las Bahamas y en las diversas otras colonias. Resulta de manera manifiesta que la corrupción se arraigó y se extendió hasta el punto de convertirse en escándalo público; pues Randolph está en condiciones de citar las sumas exactas de los tributos en efectivo, pagados en varias ocasiones. Concluye haciendo algunas recomendaciones enérgicas, entre las que figuran una elección más cuidadosa de los gobernadores; la persecución de los piratas hasta su madriguera; la concesión del perdón a los grandes corsarios; y la confiscación de todos los bienes que hayan pertenecido a piratas y que se encuentran en manos de las autoridades. Este memorándum constituye un interesante documento contemporáneo, que no ha sido publicado hasta la fecha. La reproducimos en el apéndice VI.
Pero el mal había echado raíces demasiado profundas; eran excesivas las influencias que se agitaban tras los bastidores para que tales recomendaciones pudiesen producir el menor efecto. Los magistrados continuaban recibiendo sus obsequios, y el público sus mercancías baratas. Aun cuando por ventura se cogía a un pirata, no por eso dejaban los magistrados de cobrar, y el público se veía gratificado con un espectáculo de primera, como lo muestra el caso de John Quelch. Muchas son las historias reveladoras de la especie de fiesta romana que era para todas las clases sociales de los puertos de Nueva Inglaterra, la ejecución de un pirata en la horca; pero ninguna está tan saturada de detalle como ésta.
Fue en julio de 1703 cuando un elegante bergantín, el Charles, recién construído y armado como corsario por algunos de los más notables ciudadanos de Boston, recibió del gobernador de Massachussets, ]oseph Dudley, una comisión que le permitía saquear los barcos franceses a lo largo de la costa de Arcadia y de Terranova.
Mientras el Charles anclaba frente a Marblehead, en Massachussets, estalló un motín entre la tripulación. El capitán fue arrojado al mar y el bergantín se largó conducido por el cabecilla de los revoltosos, John Quelch. A los tres meses, los piratas cruzaban aguas de Brasil, llevando como pabellón el Old Roger, o sea, un esqueleto empuñando con una mano una ampolleta, mientras de su corazón atravesado por una flecha caían tres gotas de sangre, que recogía con la otra mano. Al cabo de un breve lapso de tiempo, habían capturado nueve mercantes portugueses y un riquísito botín, incluyendo un quintal de polvo de oro y plata acuñada por valor de cien mil libras, municiones, armas de fuego, y grandes cantidades de telas finas, de víveres y de ron. Habiendo conquistado en pocos meses una fortuna para sí mismo y para sus hombres, Quelch volvió a casa.
Por qué se le ocurrió a Quelch elegir entre todos los puertos del mundo a Marblehead, es cosa que no se explica. Toda la región se había indignado ante la rebelión a bordo del Charles y los ataques posteriores de aquel hombre contra los barcos de una nación amiga; y no bien había Quelch echado pie a tierra, cuando se abrió conbra él una instrucción judicial, ordenada por el fiscal de la Corona. Su tripulación, que acababa de dispersarse con su parte del botín, fue encontrada rápidamente, y al cabo de diez días, veinticinco piratas, incluyendo a Quelch, se hállaban encerrados en los calabozos de Boston.
El 9 de junio.de 1704, los veinticinco prisioneros aparecieron ante una delegación de la Corte del Almirantazgo (desde 1701, de acuerdo con un decreto de Guillermo III, tales juicios podían ser fallados fuera de Inglaterra). Si Quelch hubiera limitado su actividad a mercantes franceses, es posible que la comisión conferida al Charles por el gobernador, le hubiese salvado, aunque la había usurpado por medio de una rebelión; mas el hecho de haber saqueado y matado a los amigos de su reina, quedaba establecido de una manera demasiado clara. Además, algunos de sus hombres, habiéndose convertido en delatores, juraron que había dado muerte al capitán de un barco portugués. Se pronunció una sentencia de muerte contra Quelch y veintiún hombres de su tripulación, aunque trece de estos últimos habían recibido en el mes de julio el perdón, con tal que pasasen al servicio de la reina.
Casi todas las horas que transcurrieron entre la declaración de la sentencia y la ejecución, fueron consagradas a la salud espiritual de los condenados. "Los clérigos de la ciudad habían hecho más que las tentativas ordinarias para instruir a los reos y conducirlos al arrepentimiento. Todos los días se les predicaban sermones, y a diario los ministros rezaban con ellos y los catequizaban; también recibían numerosas exhortaciones personales y no se les escatimó nada que pudiese servir a su salvación.
El reverendo Cotton Matter, que parece haber sentido gran placer de escenas tan penosas, pronunció un sermón que luego publicó y que llevaba el título: Discurso con motivo de un espectáculo trágico, ofrecido por algunos infelices condenados a muerte por piratería. Comenzaba así:
Muchas veces os hemos dicho, os hemos dicho con llanto en la voz, que os habéis perdido por el pecado; que nacisteis pecadores; que vivisteis pecadores; que vuestros pecados han sido numerosos y grandes, y que los pecados por los que ahora vais a morir son de una gravedad poco común ...
El viernes 20 de junio fue un día de gran fiesta para Boston; pues aquel día los reos desfilaron en procesión desde la prisión hacia el muelle, por un camino guarnecido de varias filas de bostonenses boquiabiertos. El remo de plata, emblema de la Corte del Almirantazgo, era llevado a la cabeza del cortejo, seguido por los agentes de policía de la ciudad, el preboste mariscal, sus oficiales y dos ministros del culto, uno de los cuales, ¿es preciso decirlo?, era el reverendo Cotton Matter. Detrás de estos personajes andaban los prisioneros escoltados por cuarenta mosqueteros.
Al llegar al muelle, los delincuentes fueron embarcados en canoas y conducidos a través del puerto hasta el cadalso que había sido erigido en el islote de Nix's Mate. Allí, los infelices fueron alineados debajo de la horca para aguantar una última y prolija arenga del reverendo Cotton Matter. Terminada ésta, el eclesiástico hizo arrodillarse a los malhechores y a la asistencia, mientras decía en voz alta una oración interminable. No se encuentra una sola palabra de esperanza o de consuelo en ese rezo, en el cual el orador se elevó a sublimidades como éstas: y ahora tomemos nuestro vuelo hacia la gracia soberana. ¡Oh!, que los pobres hombres que habrán de comparecer dentro de breve rato ante el terrible tribunal de Dios, al menos aparezcan marcados, por el efecto de la gracia soberana, con aquellos signos de tu favor, sin las cuales es espantoso comparecer ante el terrible tribunal. ¡Oh Dios de Grandeza!, ¡haz que tu gracia soberana opere en tan terrible ocasión!
Se aproximaba el momento final, cuando, de acuerdo con una vieja costumbre, los reos recibieron permiso para dirigir a la muchedumbre las anheladas declaraciones. El capitán Quelch decepcionó a los ministros de Dios, pues en vez de repetir las habituales trivialidades sobre el arrepentimiento que sentía por sus malas acciones, y de poner a su auditorio en guardia contra la tentación de imitar su triste ejemplo, adoptó una actitud demasiado provocadora ... Así, cuando hubo subido a la plataforma, levantó su sombrero y se inclinó ante los espectadores, como si no se tratase de él. Ciertamente no se comportó como un hombre que iba a morir.
Un testigo ocular, que publicó posteriormente una descripción de aquella escena, observó que los clérigos, al trasladarse al teatro de la ejecución, habían expresado el vivo deseo de verle glorificar a Dios en el momento de su muerte por una sincera confesión de los pecados que le habían llevado a su perdición, de suerte que no pudieron menos de sentirse decepcionados cuando Quelch exclamó: Señores, tengo muy pocas cosas que decirles; y lo que tengo que decirles es que deseo ser informado de las razones por las que estoy aquí. He sido condenado únicamente por consideraciones de oportunidad. ¡Qué el Señor se compadezca de mi alma!
El buen efecto de las últimas palabras fue un tanto estropeado por la añadidura de una amenaza de índole económica: Hubieran debido concedernos el beneficio de haber traído dinero a Nueva Inglaterra. ¡Y nos cuelgan por eso!
Todos los otros prisioneros hablaron con humildad, expresando la esperanza de ver sus pecados perdonados, a excepción de un irlandés, Peter Roach, que parecía desinteresarse de aquello y no dijo apenas nada.
El juez Sewall, que escribió un diario, hace las siguientes anotaciones sobre la gran multitud que se hallaba presente:
Cuando pude ver hasta qué punto la ribera estába cubierta de gente, sentí estupefacción. Algunos dicen que había cien barcas. El primo Moodey de York dice que eran ciento cincuenta. El señor Cotton acompañó a la ejecución al capitán Quelch y a los otros desde la prisión hasta Scarlit's Wharf y de allí, en una canoa, hasta el cadalso, erigido aproximadamente a mitad del camino entre la punta de Hanson y el cobertizo de Broughton. Cuando el patíbulo hubo sido levantado a la altura conveniente, los siete malhechores subieron. El señor Matter rezó por ellos desde su canoa, pues se había quedado allí. Se sujetaron las cuerdas al tablado. Cuando hicieron caer la plataforma, las mujeres lanzaron tales gritos que mi mujer, que estaba sentada en la puerta junto al vergel, los oyó y se sorprendió, pues teníamos viento sudoeste y nuestra casa se encuentra a más de una milla del lugar.
Hecha la justicia de manera tan satisfactoria, no quedaba más que distribuir con generosidad el botín de los piratas. Si se quiere dar crédito a las opiniones expresadas, el proceso ha sido uno de los casos más evidentes de asesinato jurídico, que han aparecido en los anales americanos. Pero entre los que recibieron una parte del dinero robado, figuraron el juez Sewall, que cobró 250 700 libras, y el fiscal, que se vió obsequiado con 360 000 libras, en tanto que el abogado defensor de los acusados embolso 200 000. El sheriff estuvo ciertamente satisfecho de sus 50 000 lo mismo que el verdugo, que recibía 20 000 por haber levantado la horca. Cuando todo el mundo hubo recibido su parte, se había gastado la suma de 7 361 904 libras sobre el dinero robado a los portugueses.
Dos años más tarde solamente, los funcionarios de la provincia se mostraron dispuestos a entregar a la Corona lo que quedaba de las monedas, los lingotes y el polvo de oro, importados por el capitán Quelch. Pesado por un orfebre de Boston, el total produjo 788 onzas, y después de haberlo encerrado en cinco bolsas de piel, el tesoro fue enviado en el buque de guerra Guernsey al Lord Tesorero de Inglaterra, para el uso de su Majestad. Ningún testimonio permite afirmar que un solo chelín haya vuelto alguna vez a los bolsillos de los propietarios portugueses.
Todos los monarcas británicos, unos tras otros, dictaron penas, prometieron ventajas y publicaron proclamas con objeto de asustar o de seducir a los piratas; pero sin el menor éxito. Las guerras del siglo XVIII sólo sirvieron para aumentar el número de corsarios de todas las naciones, y, como lo dijo el reverendo Cotton Matter, el corsario degenera tan fácilmente en pirata. Inmediatamente después de aquellos conflictos sobrevino la revolución norteamericana, así como un cambio radical en la constitución política del Occidente europeo; cambio que acarreó un debilitamiento de la Ley y del orden.
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