Índice de Historia de la piratería de Philip Gosse | CAPÍTULO SEGUNDO del Libro II | CAPÍTULO CUARTO del Libro II | Biblioteca Virtual Antorcha |
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HISTORIA DE LA PIRATERÍA
LIBRO SEGUNDO
CAPÍTULO III
LOS CORSARIOS BAJO EL REINADO DE ISABEL
El reinado de Isabel vió desarrollarse un pronunciado nacionalismo que acabó por encontrar en los audaces navegantes de Inglaterra un empleo como miembros de una marina no oficial, pero reconocida y altamente eficaz. Al principio de su reinado, existían en Gran Bretaña cuantas condiciones pudieran ser favorables al desenvolvimiento de la piratería. El país en pobre; el comercio languidecía, extendiendo la desocupación entre los marineros (Richard Hakluyt, que estaba calificado mejor que nadie para opinar al respecto, atribuía la aparición de la piratería entre los ingleses y los franceses -fenómeno que contrastaba con lo que sucedía en España y en Portugal- al hecho de que las dos naciones ibéricas tenían suficientes empleos para sus marinos y, por eso, no producían piratas, mientras que nosotros y los franceses somos los más infames si se juzga por nuestras piraterías desmesuradamente bajas y cotidianas); las mercancías valiosas pasaban constantemente por el canal; y, por último, tanto bajo el reinado de Eduardo VI como bajo el de María habíase dejado caer en decadencia la marina de guerra inglesa, y eso igualmente desde el punto de vista cualitativo y desde el numérico, haciendo imposible una policía efectiva.
El hábito de considerar como botín las mercancías españolas y portuguesas ya se había arraigado tan profundamente en la vida nacional bajo Felipe y María que no era de esperarse que cayera en desuso bajo una soberana cuya ascensión al trono marcaba la ruptura entre Inglaterra y España y cuyo primer acto importante fue cortar el sólido vínculo de la religión común, abjurando la fe católica. Durante la era de Felipe y María, las principales víctimas de los piratas habían sido los portugueses; pero ahora los marinos británicos parecieron darse cuenta de que les era lícito molestar con igual imprudencia a los españoles.
Tanto los portugueses como los españoles utilizaban Amberes como puerto de importación de las mercancías que distribuían en la Europa Septentrional y en la Central, en lo cual les habían precedido los ingleses hasta 1568, año en que comenzaron las complicaciones con España. Los españoles traían al emporio de Amberes sus propios vinos y los de Gascuña, el trigo y la sal de los demás países mediterráneos, y todos los noveles y variados productos de las Américas. Los portugueses depositaban allí sus vinos de Madera, las especias de Extremo Oriente y las maderas preciosas de Brasil. Sus rutas cruzaban inevitablemente las aguas familiares a los pobladores de Cornualles y Devon, que conocían las mareas y corrientes de aquella zona como un jardinero conoce el huerto cultivado por sus propias manos.
Al examinar la correspondencia diplomática de los primeros años del reinado de Isabel, siente uno sorpresa ante el hecho de que las protestas contra actos de piratería constituyesen la rúbrica más importante del servicio de los embajadores. Figura entre aquellos documentos un voluminoso legajo relativo a Thomas Wyndham, hijo de un habitante de Norfolk y que, luego de haber servido en la marina contra los franceses, llegó a ser consejero y vicealmirante bajo Enrique VIII:
... hombre áspero e imperioso que se hizo más enemigos que amigos entre sus semejantes, pero que se mostró siempre capaz de mantener leales a sus tripulaciones; espécimen perfecto del tipo creado en tan numerosos ejemplares por el régimen y la personalidad de Enrique VIII y cuyas tradiciones fueron trasmitidas a la edad de oro de los capitanes de la época isabelina.
La empresa personal de Wyndham tenía por objeto la captura en el Canal, de los mercantes cargados de azúcar y el traslado de sus cargamentos a Waterford, donde eran vendidos a encubridores londinenses, los cuales tenían agentes allí y en los demás puertos irlandeses.
No habían transcurrido dos años desde la subida de Isabel al trono, cuando ya el embajador de España protestaba por la captura en el mar -colmo de una serie de actos de agresión-, de gentilhombres españoles y de su venta en pública subasta en Dovres, pagandose hasta cien libras por un español bien vestido que prometiese un cuantioso rescate. La ira del obispo de Cuadra, que representaba por entonces a Felipe II ante la corte de Isabel, se dirigía particularmente contra dos individuos de nombre de Poole y Champneys, los cuales se habían apoderado de algunos barcos españoles procedentes de las Antillas, en el momento en que cruzaban entre las Azores y las Canarias. En 1560, los dos hombres bajaron a tierra en uno de los puertos de las Islas Canarias, donde fueron detenidos y encarcelados por los españoles. Después de haber languidecido en su prisión hasta la Navidad del año siguiente, aprovecharon la ocasión de huir un día en que toda la población de la isla oía misa, introduciéndose furtivamente a bordo de un barco anclado en el puerto. Y así lograron regresar a Inglaterra.
La fuga de los dos piratas inmediatamente antes de ser juzgados, enfureció a los españoles aún más que sus crímenes. Todos los mercaderes y navíos ingleses que se hallaban en las Islas Canarias fueron detenidos en el acto y se infligieron toda clase de castigos a personas perfectamente inocentes, acto que amenazaba hacer estallar una crisis entre ambas naciones. El asunto se difería, sin embargo Isabel y el destino se confabulaban para retardar el conflicto lo más posible. La reina tranquilizó a los españoles expresándoles sus excusas, e hizo un esfuerzo sincero para hacer entrar en razón a sss irresponsables merodeadores.
En 1564, Isabel escribía a Sir Peter Carew que puesto que de acuerdo con noticias recibidas, las costas de Devonshire y Cornualles estaban infestadas de piratas, le ordenaba equipar a toda prisa dos o tres barcos sólidos en algún puerto de la región, con objeto de capturarlos. Fiel a su habitual inclinación hacia la economía, Su Majestad propuso que las tripulaciones de aquellos barcos cobrasen en beneficio sobre el botín o que no recibiesen de nosotros más que el aprovisionamiehto, en otros términos que se aseguraran su sueldo mediante lo que lograsen quitar a los piratas. Concluía su carta con la siguiente sugestión práctica: Los susodichos merodeadores podrían ser persuadidos con la esperanza de obtener nuestro perdón, a ayudar a entregarnos el resto de sus compañeros en vista de que tal práctica nos dió recientemente muy buenos resultados en un asunto análogo.
Puede decirse, en suma, que la reina se esforzó sinceramente, durante los primeros años de su reinado, por remediar los excesos de sus súbditos; pero el hábito de la piratería, viejo de muchos siglos, había echado fuertes raíces en el país para que resultase posible romperlo con medios tan limitados.
Tuvo pleno éxito en limpiar el Canal de los corsarios aislados, que trabajaban fuera de las grandes asociaciones de piratas y que no tardaron en sentir el peso de la mano real de una manera lo suficientemente dura pan decidirse a buscar un terreno de caza más apropiado, al sur de Irlanda y en torno a las islas de la costa occidental de Escocia. En cuanto a la piratería en escala grande, triunfó cqntra todas las medidas de la reina.
Y es que los agentes de los corsarios se hallaban demasiado mezclados a los poderes legislativos y ejecutivos de Inglaterra, y demasiado ligados, por lazos de sangre, a la clase gobernante, para ser extirpados sin una campaña que habría asumido la envergadura de una guerra civil.
Si accidentalmente algún pirata que pertenecía a una de aquellas poderosas organizaciones era capturado, las influencias que obraban a su favor, lograban obtener su completa liberación después de un breve servicio disciplinario en la marina de la reina.
Los verdaderos pilares de la piratería eran los grandes terratenientes que actuaban a la vez como beneficiarios de aquélla y como administradores de la Ley en sus distritos. La opinión local les era favorable. La clase media del condado se sentía muy feliz de recibir una renta exorbitante por algún reducido almacén que normalmente no habría producido más que un par de chelines al año. Los pequeños funcionarios de los puertos habían cobrado durante tanto tiempo la recompensa de su sigilo que acababan por considerar ese sueldo como única razón de ser de sus cargos. Los anales rebosan ejemplos como el del alcalde de Southampton, quien después de haber sido sobornado por algunos ricos corredores, traficantes con mercancías robadas, soltó a varios piratas cogidos con las manos en la masa; o el caso de otros burgomaestres, comandantes de puerto y oficiales de aduana, que actuaban casi abiertamente en connivencia con los corsarios.
Aun más importantes que ellos eran los altos jefes de la marina, los gobernadores y sheriffs de los condados, en suma, los notables que dirigían aquellas operaciones en medio de una seguridad llena de dignidad social. De cuando en cuando, la queja de un embajador o las disculpas aducidas por algún pequeño funcionario, al que habían logrado sonsacar la verdad, revelaban que tal augusto servidor de la corona movía los hilos tras los bastidores. Vemos apareCer entonces nombres históricos como los de William Hawkins, hermano del famoso tesorero de la Marina, y Sir Richard Grenville, el Inmortal héroe del Revenge, que pasaron uno y otro ante el Consejo de la Corona, acusados de piratería.
Con mucho los más grandes de aquellos magnates de la piratería fueron los Killigrew de Cornualles. Esta vieja familia que dió a la nación muchos ministros, diplomáticos y soldados distinguidos, engendró una verdadera oligarquía de corsarios capitalistas. La cuna del clan se hallaba en Arwenack, en Cornualles, y su cabeza era, en tiempos de Isabel, sir John Killigrew, vicealmirante de Cornualles y gobernador real hereditario del castillo de Fendennis. Este dignatario actuaba como una especie de director general de los asuntos de la familia.
El padre de sir John había sido pirata. También su tío Peter, siendo joven, solía merodear por el Mar de Irlanda. Uno de sus parientes, sir John Wogan, vicealm1rante de Gales del Sur, vigilaba por los intereses de la familia en aquella costa; también él fue juzgado por piratería. Otro deudo, John Godolphin, ejercía el oficio de corredor en su propio distrito de Cornualles al mismo tiempo que la importante base de Tralee, en Irlanda, se encontraba en manos de un viejo amigo y vecino de sir John. Varios otros primos administraban sucursales a lo largo del litoral de Devon y de Dorset.
Entre sus socios figuraban el lord irlandés Conchobar O'Driscoll, el famoso sir Finian de las naves, y el terrible John Piers. Este último cooperaba con su notable madre, una hechicera muy conocida en Cornualles.
En manos de aquella familia se hallaban no solamente las operaciones de encubrimiento y de reparto de las mercancías robadas, sino todos los asuntos de detalle, a excepción de los actos de piratería mismos. Los Killigrew controlaban: el pago de sueldos a las tripulacionés y los demás gastos de navegación; los sobornos a los funcionarios; la compra y el flete de barcos; el suministro de aprovisionamientos; y las contribuciones en efectivo cobradas por la nobleza de Dorset, Devon y Cornualles, renta de la que participaba ocasionalmente también uno u otro hidalgo del condado de Somerset. El capitári pirata no recibía más que una quinta parte del valor de la presa; la parte leonina del botín correspondía a los encubridores, pues tal era la usanza en ese género de negocios y parece que la misma regla es observada entre las pandillas de contrabandistas de alcohol en los Estados Unidos. El valor de cada una de las presas no era, por cierto muy elevado y la captura de un cargamento valuado en mil libras o más constituía un caso raro. Pero la regularidad con que las presas entraban en el puerto convertía aquella industria en altamente lucrativa, y fue mediante la piratería como se pusieron los cimientos de la fortuna de más de una de las grandes familias. Puede parecer extraño que una Europa tan débilmente poblada como estaba en el siglo XVI (la población de Inglaterra no pasaba por entonces de unos tres millones de almas), tuviera una navegación tan activa; pero no hay que olvidar que la mala condición de los caminos terrestres convertían el mar en el instrumento más cómodo y menos costoso de transportes locales. Mientras la excesiva codicia de los piratas no paralizaba el tráfico, la navegación ofrecía en general el medio más económico y rápido para llevar mercancías de un punto a otro de Inglaterra.
Aunque a menudo el botín se vendía en puertos importantes, tales como Plymouth o Southampton, se daba la preferencia a las bahías pequeñas y apartadas. La de Lulworth, la más oriental, era muy apreciada. Había otras en Devon y Comualles, como también en el sur de Irlanda; todas a disposición del sindicato de Killigrew.
Falmouth era probablemente tan importante como cualquier otro puerto de Inglaterra en cuanto al tráfico con el botín de los piratas; pues era la cuna de los Killigrew. Su bella mansión de Arwenac se alzaba junto al mar en un rincón aislado del puerto de Falmouth, y estaba conectada con la playa por un camino secreto. El castillo de Pendennis era el único edificio cercano, y éste, pese a su armamento de más de cien cañones, constituía para los barcos piratas un refugio más bien que una amenaza. En Arwenac, lady Killigrew ofrecía hospitalidad a los más respetables corsarios, y los parientes de los Killigrew imitaban su ejemplo en sus propias moradas. Cierto pirata notorio que operaba en el canal de Bristol y frente a la costa de Gales del Sur, solía apearse en casa del agente del Almirantazgo. Es más: el sindicato tenía reservados para descanso y comodidad de las tripulaciones, hogares especiales en los puertos donde se vendía el botín, y su uso era conocido de todos.
Cierto incidente harto característico pone en evidencia hasta qué punto Falmouth ofrecía un refugio a los bandidos. Un día, al entrar en el puerto con su buque, cierto pirata se encontró bruscamente cara a cara con algunos cruceros de la Marina Real, anclados en la bahía. La situación era delicada, pero fue resuelta pronto por el tacto de sir John Killigrew. Sin perder un minuto, el vicealmirante se hizo conducir al barco insignia de la escuadra y pasó allí un par de horas en una conversación a solas con el jefe de aquella fuerza naval, el capitán Jones. La conferencia tuvo por resultado un acuerdo según el cual el capitán Jones iba a emprender una pequeña excursión al interior del país, a expensas de los Killigrew; El caballero salió con cien libras en el bolsillo, dejando al pirata la libertad de desembarcar su cargamento.
Era muy raro, por lo demás, que algún empleado de los Killigrew se viera obstaculizado seriamente, en sus andanzas. Aunque el Canal era vigilado por buques de guardia estacionados en algunos puntos, no se conoce ningún caso de que uno de los hombres del sindicato haya sido cogido in fraganti. Antes bien sucedía lo contrario, como, por ejemplo, en 1578, cuando varios piratas asaltaron y saquearon el barco costero del vicealmirante, el Flying Heart, en aguas de Gales. Durante toda aquella época, no aparece ni un solo informe mencionando la captura de un pirata en el Canal de Bristol, aunque los corsarios hormigueaban literalmente en las cercanías de la Isla de Lundy, entregándose a innumerables saqueos.
Sólo cuando las víctimas resultaban ser personas verdaderame.nte influyentes se tomaban medidas de represión serias, y era entonces cuando intervenía la autoridad central de Londres. Tal fue el caso del conde de Worcester, en 1573. Este grande atravesaba el Canal entre Dovres y Boloña, llevando consigo una bandeja de oro, enviada por la reina Isabel como regalo de bautizo para la nieta de Carlos IX, cuando su barco fue atacado por piratas; y si bien el conde logró escaparse con la bandeja, sin embargo dejó en manos de los asaltantes una suma de quinientas libras, además de perder entre muertos y heridos una docena de personas de su séquito. El resultado de este asunto fue una batida general contra los corsarios de la Mancha. Pero de los cientos cogidos y encarcelados, sólo se ahorcó a tres. Es probable que intervinieran poderosas influencias.
Su torpeza en la elección de sus víctimas fue lo que acabó por llevar al banquillo de los acusados a la anciana Lady Killigrew. Esta extraordinaria mujer había asistido a su padre, Philip Wolverston, distinguido gentilhombre pirata de Suffolk, antes de convertirse en una valiosa colaboradora de su marido. Pero en 1582, lady Killigrew se extralimitó. El día del Año Nuevo, un mercante de la Ansa llevando a bordo un cargamento de ciento cuarenta y cuatro toneladas, fue obligado por una tempestad a buscar refugio en el puerto de Falmouth. El barco fondeó precisamente frente a Arwenack. Siendo esta casa la residencia del comisario de asunto de piratería y reinando la paz entre Inglaterra y el Iresto del mundo, el piloto podia creer razonablemente que no tenía nada que temer. Pero dió la casualidad que el navío extranjero fue visto por Su Señoría desde la ventana de su salón. La dama se informó y supo que el barco llevaba a bordo mercancías de valor, y que sus propietarios, dos nobles españoles, Felipe de Orozo y Juan de Charis, se habían apeado en una fonda de la aldea de Penryn, para esperar allí el fin de la tormenta.
En la noche del 7 de enero, una embarcación arrancó de la ribera, llena de hombres de sir John Killigrew, armados hasta los dientes. La propia lady Killigrew gobernaba el timón. Abordando el mercante, los mozos de Cornualles, capitaneados por Su Señoría, saltaron al puente, acuchillaron a los tripulantes cogidos de improviso, y arrojaron los cadáveres al agua. Lady Killigrew y dos de sus servidores regresaron a Arwenac House con varias piezas de paño de Holanda y dos barriles llenos de duros, en tanto que los marineros de Cornualles condujeron el barco a Irlanda, donde se procedió a la liquidación del resto del botín. Los propietarios dirigieron en seguida una queja debidamente formulada a los comisarios de asuntos de piratería de Cornualles, cuyo presidente era el hijo de la agresora. La investigación estableció que no había testimonios susceptibles de inculpar a alguna persona conocida. El jurado pronunció el sobreseimiento de la causa: indudablemente el barco había sido robado, pero era imposible saber por quién.
Charis y Orozo, sin embargo, se mostraron tenaces. Se trasladaron a Londres y llevaron el pleito a las autoridades supremas, con el resultado de que el conde de Bedford, miembro del Consejo de la Corona, dió instrucción de abrir una investigación, sin retroceder ante pesquisas en el lugar del crimen.
Finalmente, lady Killigrew, Hawkins y Kendal aparecieron ante el jurado de Launceston. Declarados culpables, fueron condenados a muerte. Los dos hombres murieron en el cadalso; lady Killigrew se salvó, siendo indultada en el último momento.
Poco a poco, a medida que avanzaba el reinado de Isabel y se hacían cada vez más densas las nubes precursoras de la guerra en el cielo del país, el gobierno comenzó a hacer sentir su autoridad, suprimiendo la piratería o bien colocando a los piratas en puestos de la marina. En 1581 la bahía de Lulworth fue cerrada al sindicato por el vicealmirante de Dorset, el cual hizo construir un castillo en East Lulworth y estableció una severa vigilancia en el puerto.
En 1583, el Consejo de la Corona concedió a los habitantes de Weymouth medios de defensa contra un pirata de mala fama, Thomas Purser. Este, habiendo intentado un golpe de mano muy insolente Contra aquella ciudad y rechazado después de haber capturado un mercante de La Rochela, se retiró gritando la amenaza de volver y destruir la ciudad con todos los barcos que encontrase en el puerto.
Tropezamos en los archivos de este viejo puerto atlántico con frecuentes inscripciones reveladoras de un crecimiento de las detenciones y encarcelamiento de piratas. He aquí un ejemplo: una cuenta de gastos efectuado en 1586 por el alcalde de Lyme Regis con motivo del transporte de diez corsarios a la prisión de Worchester:
Desembolsos en relación con el traslado de los piratas
Prima pagada por once caballos y ocho hombres empleados en escoltar a los prisioneros a Dorchester ... 28 chelines - 6 peniques
Item pagada por alimento y bebida de los prisioneros durante su estancia aquí ... 2 chelines - 6 peniques
Item al guardián que ha vigilado a los prisioneros ... - 12 peniques
ltem pagada por dos cuerdas para atar a los prisioneros ... 1 chelin - 2 peniques
Item pagada al calabocero de Dorchester por recibir a los prisioneros (en número de diez, a 4 pen. cada uno) ... 3 chelines - 4 peniques
Item pagada por gastos de Sir Harder, almuerzo y cena, así como forraje pan su caballo, durante doce días, y por hacer las indagaciones, así como por la verificación del auto de prisión ... 14 chelines - 6 peniques
Nos llevaría demasiado lejos describir detalladamente las actividades de cada uno de los piratas independientes; además, sus carreras se parecen tanto que resultaría monótono relatarlas todas. Una de las figuras más características es la del capitán John Callys, hombre de familia distinguida y de buena educación, como muchos representantes de su oficio. Entre sus parientes encontramos al conde de Pembroke, uno de los pares más poderosos del Reino. Callys principió navegando bajó las órdenes del sir John Berkeley. Después se hizo pirata. Su base era Glamorgan, en el país de Gales. Muy respetado de la nobleza local, pasaba sus horas de ocio como huésped de los notables del país. Solía operar solo, uniendo a veces sus fuerzas a las de dos corsarios extranjeros, el conde Higgenberte y Symon Ferdinando Portingale, o bien a las de su viejo amigo, el capitán Robert Hickes, que terminó sus días en la horca.
Callys fue capturado el 15 de mayo de 1577, frente a la isla de Wight. Encontraron en su posesión la suma de veintidós libras y siete chelines, que sirvió de prueba contra él durante su proceso. Aunque su causa fue mala, se salvó, haciéndose delator y dando informes sobre sus encubridores. Tales servicios, más un soborno de quinientas libras, pagado por sus amigos, le valieron la liberación.
Callys, asustado tal vez por haber estado al borde del cadalso, desapareció de su zona de operaciones anterior y no se volvió a oír hablar de él hasta 1580, año en que casi le cogieron en el ejercicio de su antigua profesión. Perdió en el incidente su barco y todo cuanto poseía. Reducido entonces a aceptar un empleo menos elevado, navegó a bordo del Minikin, buque pirata que pertenecía a un tal Bellingham, asumiendo un cargo de los más modestos. No se sabe de manera segura la forma en que pereció. Según el capitán John Smith, el fundador de Virginia, el antiguo pirata Collis, que durante mucho tiempo mantuvo alerta con sus hazañas la costa del país de Gales, conquistó fama hasta el día en que la reina Isabel, bendita sea su memoria, le hizo ahorcar en Wapping. Pero es más probable que se reuniera con los corsarios berberiscos y hallara la muerte en algún encuentro naval.
Si Isabel, en suma, se mostró severa hacia los piratas que operaban en aguas del país, mostró mayor indulgencia frente a quienes se aventuraban más lejos. Como la hostilidad de la nación hacia los españoles se hacía cada vez más violenta, la reina no solamente cerró los ojos ante las agresiones contra súbditos de España, sino que incluso invirtió capital en las empresas piratas. Siempre la piratería había contado con el beneplácito del Estado en tiempos de guerra; pero bajo Isabel, el Estado se convirtió en cómplice de aquélla, aunque Inglaterra se hallaba en paz con el mundo entero. Ese aliento oficial no solamente hizo afluir riquezas considerables a un país pobre, sino que logró algo mucho más importante: desarrolló una raza de matrinos sólidos que había de ser la salvación de Inglaterra en mortal peligro y que, habiendo causado la caída de su principal enemiga, la convertían en señora de los mares.
Fue hacia Oeste, hacia los territorios inmensos y poco conocidos de América, país del oro, hacia donde dirigían sus envidiosas miradas los súbditos más aventureros de Isabel. Por más que el Papa de Roma se empeñaba en trazar límites en el mapamundi, deoretando hasta dónde debía extenderse la supremacía de España y en qué punto había de comenzar la de Portugal, los espadachines herejes no le hacían caso. Tal presión, que producía efectos en los piratas más agresivos, cerrándoles las aguas nacionales, los rechazaba cada vez más lejos de Inglaterra y la Ley.
Es así como ciertos corsarios ingleses se adhirieron a los berberiscos, instalándose en alguna de las fortalezas moras y haciéndose turcos, en tanto que otros que preferían conservar su calidad de británicos y de cristianos, emigraban rumbo a las Antillas o las Canarias, surcando el Océano con la esperanza de capturar algún galeón que regresase penosamente a España con su pesado cargamento de oro o de piedras preciosas. Ricas presas esperaban, pues, a los más intrépidos marinos, a los que no vacilaban en trasladarse a las Antillas e irrumpir en el dominio de España.
Así nació la más audaz y fascinadora de las aventuras, la de la gran piratería en el Atlántico, y así surgió la gran raza de los corsarios ingleses: de los Hawkins, Drake, Grenville, Frobisher, Cumberland y de tantos otros. Los franceses fueron los que enseñaron el camino de los establecimientos españoles, pero pronto se vieron aventajados por los británicos y los holandeses.
Holanda era la más reciente de las potencias navales europeas. Después de la primera derrota de Guillermo de Orange en los Países Bajos, gran número de rebeldes neerlandeses se hicieron a la mar para huir de las espantosas condiciones de vida en aquel país y hostigar al enemigo nacional. Adoptaron el nombre colectivo de Zeegeusen -mendigos del mar- pues el apodo despectivo de gueux -mendigos-. había sido aplicado a todos los partidarios de Orange por el cardenal Granvella, ministro de Felipe II en los Países Bajos. Su principal fortaleza era La Rochela, donde un hugonote, el príncipe de Condé, tenía reunidos a corsarios miembros de diversas naciones protestantes, a los que había provisto de cartas de contramarca autorizándolos para estorbar la navegación católica, fuera francesa o española.
Esa extraña mescolanza de cofrades holandeses, ingleses y franceses, corría los mares hallando durante años un fácil abrigo en los puertos del Canal. El jefe de los gueux era el conde de Marck, el cual, aunque durante varios años tuvo su cuartel general en Dovres, era muy popular también en todas las ciudades de la Mancha, hasta Plymouth, y sus hombres no lo eran menos. Desde todo el Oeste de Inglaterra afluían los reclutas a sus filas, y a poco tiempo su flota, cuyo objeto primitivo había sido patriótico y religioso, se convirtió en algo muy parecido a una manada de lobos que se abatían sobre los mercantes de todas las naciones sin distinción. Al final del primer año de su existencia los gueux disponían de un centenar de buques propios, habiendo capturado más de cien presas.
Durante tres años, aquella curiosa República flotante se desarrolló con la simpatía política de la nación inglesa y con la ayuda financiera de los mercaderes ingleses. Pero poco a poco, a medida que se paralizaba el tráfico en el Canal y que disminuía el botín llevado a los puertos británicos, los mismos negociantes comenzaron a apelar al gobierno para que suprimiese a sus recientes amigos y aliados. Isabel se mostró dispuesta a ceder, ya que los gueux amenazaban envolverla en desagradables complicaciones. Por demanda del embajador de España, cerró el puerto de Dovres a los holandeses, y envió en enero de 1573 a sir William Holstocke, contralor de la marina, con dos cruceros, contra los gueux. Los gruesos cañones de Holstocke resultaron excesivamente fuertes para los merodeadores, y sUs métodos implacables no tardaron en poner fin a sus actividades.
Mientras tanto un número cada vez mayor de ingleses cruzaba el Atlántico en busca de botín y hasta hubo uno que terminó su viaje dando la vuelta al mundo. El embajador de España en persona protestó ante la reina, exigiendo intempestivamente que hiciera ahorcar a El Draque. Pero los tiempos habían cambiado. Por toda respuesta, Su Majestad mandó preparar su embarcación y bajó por el Támesis para ir a hacer caballero al maestro ladrón del mundo conocido, en el puente de su Golden Hind. Y consagró así con su sello aquella escuela de piratas cuyo representantes debían formar una parte tan grande de esa flota que, en julio de 1588, salió al encuentro de la Armada Invencible y que alcanzándola en el instante en que se disponía a entrar en el Canal, la barrió de la faz del Océano.
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