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HISTORIA DE LA PIRATERÍA
LIBRO TERCERO
CAPÍTULO III
EL SIGLO XIX
Durante los siete años que duró la revolución americana, o sea de 1775 a 1782, hubo un hormigueo de piratas en las Antillas. El mayor número de ellos, que fueron ingleses, franceses, españoles o norteamericanos, estaban encargados de comisiones más o menos auténticas. Los trastornos graves se produjeron en épocas posteriores, en el transcurso de la larga lucha entre Inglaterra y Francia, que marca el período de 1793-1815. En aquel momento, multitud de los llamados corsarios eran en realidad neutrales, interesados mucho más en hacer presas y botín por su propia cuenta que en prestar ayuda a uno u otro de los beligerantes. Terminada la guerra, miles de hombres que habían servido a bordo de aquellos corsarios se vieron sin empleo -precisamente el mal que hacía nacer la piratería.
Los nuevos piratas eran peores que cuantos se había visto antes. Sus predecesores, no obstante sus vicios y su crueldad, no habían sido desprovistos por entero de rasgos de humanidad y a veces se mostraban capaces de heroísmo. La nueva generación fue cobarde sin el menor mérito que pudiese rescatar su villanía. Formados por el hampa de los marinos rebeldes de las sublevadas colonias españolas y la chusma de las Antillas, se revelaban como una turba de sanguinarios salvajes que no osaban atacar sino a los débiles y que no sentían más respeto hacia la vida de sus inocentes víctimas que el que manifiesta un carnicero hacia la de su ganado. Por consiguiente, nos encontramos en presencia de una monótona lista de matanzas y saqueos en la que se advierte apenas algún acontecimiento o personaje susceptible de hacer saltar la chispa de la imaginación.
El único villano pintoresco de esta gavilla tal vez se nos presente en la persona de Jean Lafitte, hombre que implantó el reinado del terror en el Golfo de México; se proclamó a sí mismo dictador de Galveston, atribuyéndose el poder de vender letras de contramarca a sus cofrades; vió puesta a precio su cabeza en cinco mil dólares por el gobernador de Luisiana, y se vengó ofreciendo cincuenta mil dólares por la cabeza del gobernador.
España no podía, o no quería, hacer nada para poner término a la amenaza que pesaba sobre la navegación en las Antillas. Durante la mayor parte de aquel período, la absorbía el conflicto con sus colonias sudamericanas, que suministraban el grueso de las tripulaciones piratas, así como las comisiones en virtud de las cuales éstas pretendían navegar, aunque tales comisiones resultaban ser, en los más de los casos, o falsificaciones o papel mojado, comprado a funcionarios subalternos. Incluso los efectos de la enérgica cooperación de las marinas inglesa y norteamericana se veían reducidos a cero, debido a los oficiales españoles de Cuba, que extraían pingües beneficios del papel de esta colonia como cámara de compensación de los piratas.
Inglaterra y Norteamérica, sin embargo, se obstinaron en su propósito, a despecho no solamente de la indiferencia local, sino también de increíbles sufrimientos: de la fiebre amarilla, de interminables jornadas sin descanso, pasadas bajo el sol de los trópicos en embarcaciones desprovistas de cubiertas, y del constante peligro de epidemias y ataques. Y tal perseverancia no fue vana: hacia 1835, las dos potencias habían limpiado virtualmente las aguas de las Antillas y el Atlántico del Norte.
Prácticamente puede decirse que aquel período de la piratería finalizó con la captura del Panda en 1835. No solamente tuvo este asunto en su tiempo una resonancia internacional, sino que constituye además una ilustración casi completa de lo que fue la piratería a lo largo de la costa norteamericana a principios del siglo XIX. Existe afortunadamente un relato escrito por un testigo ocular del suceso, un miembro de la tripulación del Mexican, barco cuya captura llevaría al cadalso a los bandidos del Panda. Los detalles de la narración son tan sorprendentes que merecen ser reproducidos in extenso.
Me encontraba en el almacén de Peabody en la mañana de nuestra salida, y no tardaron en llegar otros miembros de la tripulación. Tras de esperar un rato, alguien sugirió que fuésemos en busca del cocinero Ridgely, que por entonces se hospedaba en casa de una señora Ranson, mujer de color que vivía en Becket Street. Salimos. Ridgely estaba allí, pero no mostró interés alguno por ir con nosotros, pues deseaba pasar en aquella casa un domingo más. Sin embargo, como insistimos, hizo sus preparativos y salimos todos juntos. En el patio tropezamos con una gallina negra, que a nuestra llegada voló por encima de la barrera, batiendo las alas y emitiendo un estridente cloqueo. El cocinero estaba loco de terror, repitiendo con insistencia que algo nos iba a suceder; y que aquello era señal de mal agüero; y corrió a buscar un guijarro para aplastar la cabeza al bípedo criminal. El pobre imbécil no logró su propósito asesino, pero no siguió gruñendo.
Hacia las diez pasamos revista de todos los presentes a bordo del bergantín; hicimos formar, y luego nos pusimos a transportar los rollos de moneda destinados a la compra de nuestro cargamento de vuelta. Embarcamos así veinte mil dólares en plata, contenidos en diez cajas de dos mil cada una; también llevábamos unos cien costales de salitre y cien cajas de té. El dinero fue arrimado en la tilla, situada debajo de la gran cámara, y no había un solo hombre a bordo que no supiera dónde lo habíamos metido. Cuando al fin todo quedaba listo, aparejamos y nos hicimos a la mar con viento sudeste. Una vez fuera del puerto y habiendo amarrado el ancla, arreglamos el barco; el capitán hizo llamar a todo el mundo y luego distribuyó los cuartos. Yo estaba de cuarto con el primer piloto, y el joven Thomas Fuller estaba con el capitán.
Acordándose de varios actos de piratería cometidos hacía poco contra mercantes de Salem, el capitán Butman temía visiblemente, -o tal vez tuviera una corazonada-, que algo malo fuera a acaecer; pues al día siguiente, cuando estaba de servicio en el aparejo, escuché una conversación entre el capitán y el primer piloto. Hablaban de los piratas. El capitán decía que pelearía buen rato antes de soltar el dinero. La conversación fue larga, y el capitán parecía muy preocupado. Creo que fue al día siguiente de esta conversación entre el capitán Butman y el señor Reed cuando el primero vino a hablar conmigo en el momento en que me encontraba en el timón. Me preguntó cómo soportaba estar lejos de casa; le contesté que me sentía como siempre muy bien. Supe después que había hecho la misma pregunta a toda la tripulación.
Hicimos rumbo sin incidente notable hasta la tarde del 19 de septiembre (de 1832). Después de la cena, todos estábamos sentados en grupo durante el relevo de la tarde (entre las seis y las ocho) y nos contábamos historias de piratas; y como es natural, nos pusimos algo excitados. Bajé a las doce de la noche; a las cuatro de la mañana siguiente, llamaron a mi cuarto. Cuando subimos al puente, el primer piloto vino diciendo que tendríamos que abrir el ojo, porque cerca de nosotros navegaba un barco que había cruzado nuestra ruta en popa y pasado a sotavento. Me senté entre las bitas, y habían transcurrido apenas un par de minutos, cuando un barco cortó nuestra ruta en proa, y se acercó a barlovento. Ibamos a buena velocidad, cuando lo señalé; el primer piloto miró a través de sus anteojos de larga vista, pero no pudo distinguirlo. Le dije que a buen seguro le vería a barlovento al amanecer. Cuando se hizo de día, descubrimos delante una goleta con gavia que pasaba a unas cinco millas, teniendo las mismas amuras que nosotros. Teníamos una ligera brisa de sudoeste y hacíamos rumbo casi a sudoeste. A las siete, subió al puente el capitán, y tuvimos entonces el primer indicio de que la goleta nos daba caza.
Me encontraba en el timón en el momento en que el capitán salía del camarote. Miró en dirección de la goleta y en cuanto la vió, cogió sus anteojos de larga vista y trepó a la gran cofa. Cuando hubo bajado de su puesto de observación, cerró los anteojos y nos dijo: Es precisamente el que yo esperaba. He podido contar treinta hombres en su puente ... También dijo que veía a un hombre en la gavia de trinquete, que vigilaba, y que aquel barco le parecía muy sospechoso. Luego nos mandó poner todas las velas (pues la goleta no parecía hacer mucha velocidad), pensando que así lograríamos alejarnos de ella.
Mientras largaba la gran gavia, me senté sobre el palo mayor y me dejé izar hasta las barras para ver mejor. Ví entonces otro navío, un bergantín, al este de nosotros, y lo señalé. Entretanto, la goleta había hecho rumbo con gran rapidez, porque cuando bajé, estaba a proa. De todas estas apariencias y de su manera de navegar, concluímos más tarde que llevaba a remolque un ancla flotante. Cuando nos fuimos a desayunar, la goleta se encontraba en proa y parecía perseguir al otro barco. Entonces, el capitán dió orden de cambiar de rumbo, y nos dirigimos hacia oeste, tomando pleno viento, para tener más velocidad y desembarazarnos cuanto antes de la goleta. Después del desayuno, cuando volvimos a subir al puente, la goleta vino derecho hacia nosotros, con todas las velas puestas. Noté que alguien había colocado dos barriles de pólvora junto a nuestras dos carronadas, los únicos cañones que teníamos. Pero de cualquier modo, nuestros medios de defensa resultaban enteramente inútiles, puesto que la distancia sobrepasaba el alcance de nuestros cañones.
Poco antes, la goleta había disparado un cañonazo en nuestra dirección para que nos pusiéramos al pairo, lo cual el capitán se disponía a hacer en el momento en que llegué al puente. La goleta enarboló entonces los colores nacionales (el pabellón colombiano), contrabalanceó su gran gavia y se inmovilizó a cerca de media milla a barlovento de nosotros. Era una goleta de gavia de aspecto largo y bajo, con un calado de quinientas toneladas aproximadamente, pintada de negro con una delgada tira blanca, y llevaba debajo del espolón una figura con una cornucopia pintada de blanco. Tenía los palos inclinados hacia atrás y una gavia de bellas dimensiones; en suma, un verdadero clíper de Baltimore. No podíamos distinguir el nombre. Llevaba a bordo cuando menos treinta hombres, e iba armado de un largo cañón de eje, de treinta y dos libras, flanqueado por cuatro piezas de bronce, dos a cada lado.
Nos llamaron desde el barco, gritando palabras inglesas. Nos preguntaron de dónde veníamos, a dónde íbamos, y cuál era el cargamento que llevábamos. La misma voz de la goleta invitó a nuestro capitán a presentarse junto al barco en una canoa para enseñarle nuestros papeles. Bajamos un bote, y el capitán Butman, acompañado de cuatro hombres - Jack Ardissone, Thomas Fuller, Benjamín Larcom y Fred Trask-, se embarcó. En el momento de partir, el capitán Butman estrechó la mano al piloto Reed, diciéndole obrara como mejor le pareciese, si no le volvía a ver.
La canoa del Mexican abordó el flanco de la goleta, pero le ordenaron colocarse en proa, donde cinco de los piratas saltaron a nuestra emba!Ccación sin permitir a ninguno de nuestros hombres subir a bordo de la goleta; luego ordenaron al capitán que volviese con ellos a su barco. Llevaban pistolas metidas en el cinturón, y largas navajas en las mangas. Antes de arrancar, uno de los piratas que se encontraban en nuestro bote preguntó a su capitán en español qué debía hacer con nosotros, y recibió la respuesta: Los gatos muertos no maullan. Registrad el barco desde abajo hasta arriba y traed a bordo cuanto os sea posible. Ya sabréis qué hacer con ellos.
Las órdenes del capitán por ser dadas en español, no fueron entendidas más que por un sólo hombre del Mexican, Ardissone, el cual prorrumpió en lágrimas, balbuciendo en mal inglés que estábamos perdidos.
Nuestra canoa regresó al bergantín, y el capitán Butman y los cinco piratas subieron a bordo. Dos de ellos bajaron al camarote; los otros tres se pasearon por el puente. Apareció nuestro primer piloto que había estado en el camarote, con los piratas, y dijo que nos reuniéramos en la parte trasera para subir el dinero. Me encontraba con Larcomb junto a la escala del cuartal, y nos disponíamos a bajar al camarote, cuando tropezamos con el jefe de los piratas, quien, mientras subía, dió la señal de ataque.
Los tres piratas estacionados en el puente se abalanzaron sobre Larcomb y sobre mí, hiriéndonos en la cabeza con sus largas navajas. Una gorra escocesa que por ventura llevaba puesta, con un pañuelo de algodón metido por dentro, me salvó de una grave herida, pues el golpe fue tan violento que atravesó una y otro. Nuestro piloto señor Reed intervino tratando de apartar a los bandidos que entonces se volvieron contra él.
Bajamos primero al camarote y después a la tilla. Eramos ocho. Seis de nuestros hombres volvieron al camarote. El camarero y yo recibimos orden de llevar el dinero hasta la cubierta del camarote, lo que hicimos, y nuestra tripulación lo transportó entonces de allí al puente.
Mientras tanto, el cabo pirata que mandaba (el tercer piloto) con gritos había avisado a la goleta que acababan de hallar lo que buscaban. La goleta envió entonces una embarcación ocupada por dieciséis hombres, y habiendo subido éstos, nos mandaron bajar las cajas con el dinero a aquel bote, en el cual las transportaron a bordo del pirata. La canoa volvió entonces con doce hombres más, y empezó un registro minucioso. Nueve de los piratas se precipitaron al camarote, donde nos encontrábamos el capitán, Jack Ardissone y yo, y atacaron al primero con sus cuchillas; al mismo tiempo, uno de ellos le golpeó la cabeza y los hombros con una bocina. Viendo que estábamos indefensos, di un salto para tratar de izarme al puente por la ventana del camarote, agarrándome a las amarras de la lancha. Jack Ardissone, adivinando mi movimiento, me cogió por el pie en el instante en que me disponía a saltar y así me salvó, pues ciertamente habría errado mi salto, cayendo al mar. Entonces, Jack y yo nos echamos a correr con los piratas en pos de nosotrps, dejando al capitán a quien habían golpeado e injuriado todo el tiempo, a fin de sacarle más dinero. Nos lanzamos hacia la escotilla. Jack, no creyendo la trampa tan próxima, cayó en la bodega y yo encima de él. Por una razón u otra, los piratas abandonaron la persecución antes de haber alcanzado el orificio entre los puentes; de otro modo, habrían caído con nosotros. A Jack se le quebraron dos costillas. Debajo del puente teníamos todo el espacio libre, pues no había cargamento, y podíamos andar de un extremo del barco a otro.
La tripulación se reunió entonces debajo del castillo, decidiendo esperar allí. No nos encontrábamos mucho tiempo en nuestro escondrijo, cuando vimos llegar corriendo al señor Reed perseguido por el cabo de los piratas, que le pedía su dinero. El primer piloto dijo entonces a Larcomb que se fuera a buscar lo que le había entregado anteriormente para que lo ocultase en lugar seguro; eran doscientos dólares en moneda y Larcomb los había escondido en la bodega, por debajo de las tablas. Larcomb se fue a sacarlos, volvió y los entregó al pirata, el cual deshizo la bolsa, extrajo un puñado, reató el saco y subió al puente. Allí tiró el puñado de monedas al agua para indicar así a sus compañeros a bordo de la goleta que había descubierto más dinero.
Entonces, los piratas amagaron al capitán Butman diciendo que si hallaban más dinero que no les había sido entregado al pedírselo ellos, nos degollaban a todos. Parece que les seguí al camarote, porque les oí proferir esta amenaza ante el capitán. Anteriormente, los miembros de la tripulación habíamos contado nuestro dinero personal y después de comprobar que sumaba cerca de cincuenta dólares, lo habíamos puesto en el barril de salmuera, el cual metimos a escondidas en el espolón. Ahora, oyendo aquella amenaza, corrí a advertir a la tripulación; sacamos el dinero del barril y lo escondimos entre la bordada y el forro del buque. Cayó sobre la carlinga. Posteriormente, nuestro carpintero determinó felizmente su posición exacta, así que no perdimos un solo centavo. ¡Cosa extraña!, el primer lugar que registraron al penetrar en las partes bajas del barco fue precisamente el barril de salmuera. Los piratas examinacon también rigurosamente nuestras prendas, llevándose la ropa nueva, el tabaco, etc ... En el camarote, registraron el arca del capitán, pero sin descubrir los setecientos dólares que tenía escondidos en eJ doble fondo. Con anterioridad le habían quitado un par de dólares que llevaba en el bolsillo, así como su cadena de oro; en tanto que al primer piloto le aliviaron de su reloj.
Así, mientras el grupo de piratas encargados del registro proseguía su tarea, permanecíamos en los entrepuentes. Hacia las doce tuvimos la impresión de que reinaba gran calma a bordo. Sin embargo, todos convenimos en no arriesgarnos a subir al puente, prefiriendo defendernos con bastones, caso que ellos intentasen bajar; de cualquier modo, estábamos decididos a vender nuestras vidas lo más caras posible. Teniendo cierta propensión a la curiosidad, osé ir a echar un vistazo arriba para ver lo que estaban haciendo. Inmediatamente, me encontré con un cañón de pistola apoyado en mi pecho y recibí la orden de subir al puente, lo que hice seguro de verme arrojado al agua. Uno de aquellos individuos me agarró por el cuello y me mantuvo así, disponiéndose a hundir su navaja en mi pecho. Le miré a los ojos, y dejó caer su cuchillo; luego me mandó buscar las puertas del castillo, que estaban abajo. Descendí y se las traje; pero por lo visto no sabían colocarlas, pues me llamaron de nuevo para reponerlas en su sitio. Eran tres los piratas que me vigilaban, y de pronto, al colocar la última puerta, oí el TUido de un puñal lanzado. Apoyé el canto de la puerta sobre mi vientre y haciendo una rápida voltereta, me agaché por debajo del castillo. El cuchillo siguió mi movimiento, pero pasó sin herirme. Bajé por la escala hasta el fondo. Los piratas izaron entonces la puerta que yo había dejado caer, la amarraron, y nos encontramos encerrados todos en el interior del casco.
También amarraron la escala trasera que conducía a la cámara, encerrando igualmente a los oficiales. Los ruidos que oíamos por encima de nuestras cabezas, indicaban que los piratas habían comenzado su obra de destrucción. Todas las maniobras móviles, incluyendo los guardines, fueron cortadas, las velas hechas jirones, las berlingas desaparejadas; los instrumentos de navegación y todos los objetos móviles a los que pudieron echar mano fueron demolidos; oímos caer las vergas y rodar de un bordo a otro el palo de cangreja. A continuación, como descubrimos en el curso de los sucesos, los piratas llenaron la cocina de materias inflamables tales como pez, filásticas alquitranadas, estopa, etc., y les prendieron fuego, después de haber arrojado la gran vela sobre el tejado de la cocina. Hacía ya más de una hora que vivíamos en esta angustiosa espera, cuando todo ruido cesó, a excepción del chapoteo del mar contra el casco. Durante todo el tiempo, la tripulación había permanecido acorralada en la oscuridad del castillo, incapaz de prever cuál sería el siguiente acto del enemigo, ni en cuánto tiempo vendría la muerte para cada Uno de nosotros.
Al fin, hacia las tres de la tarde, Thomas Fuller vino corriendo a informarnos que los piratas abandonaban el barco. Uno tras otro, los miembros de la tripulación pasaron al camarote, y allí, mirando por las dos pequeñas portas de arcaza, vimos cómo los piratas se dirigían hacia la goleta. El capitán Butman estaba de pie sobre la mesa, contemplando el espectáculo a través de una lumbrera, único medio de salida que los piratas habían olvidado cerrar. Le dijimos que el olor de humo nos hacía temer que hubieran prendido fuego al bergantín. Respondió que lo sabía y nos ordenó mantenernos quietos. Bajó de la mesa, se arrodilló para rezar y al cabo de algunos minutos se levantó, ordenándonos con gran tranquilidad volver a proa y añadiendo que ya nos llamaría cuando nos necesitase.
No habíamos vuelto a pasar mucho tiempo debajo del castillo, cuando en efecto nos llamó a popa para pedirnos que fuéramos a buscar cuantos baldes encontrásemos debajo del puente y que los llenáramos con el agua de los toneles de la bodega. A nuestra vuelta, abrió de nuevo la portilla y se deslizó al puente. Le pasamos un pequeño cubo lleno de agua, y entonces se arrastró a lo largo del barandal, en dirección de la cocina, guardándose de incorporarse y escapando así a la observación de la goleta. El fuego comenzaba precisamente a atravesar le techumbre de la cocina; pero el capitán llegó a tiempo para impedir que cundiera afuera, regando la superficie del tejado con algunos chorros. Continuó obrando así durante largo rato, pues no osaba apagar el fuego de una vez, por temor de que los pintas, advirtiendo la desaparición del humo, se dieran cuenta del fracaso de su funesto propósito. Reducido el incendio a proporciones inofensivas, el capitán abrió el cuartal de popa y nos hizo subir al puente. La goleta, siendo un velero muy veloz, ya se había alejado tanto del Mexican, que sólo se distinguía su casco.
Afortunadamente, y gracias a la astucia y previsión de nuestro capitán Butman, los más preciosos de los instrumentos náuticos: la brújula, el cuarto de círculo, el sextante, etc., habían escapado a la destrucción. Paxece que les había puesto a salvo debajo del puente de popa, cubriéndolos con un montón de estopa, tan pronto como se hubo dado cuenta de la identidad de la goleta. Al registrar el barco, los piratas pasaron por alto aquel escondrijo a pesar de rozado muchas veces durante la visita.
El bergantín se puso en marcha viento en popa y rumbo al Norte, y como por intercesión de la divina providencia, se levantó una fuerte brisa que antes de caer la noche se había convertido en violenta tempestad acompañada de truenos y relámpagos. Abandonamos el bergantín dejándole huir al viento sin una pulgada de velamen. Navegamos hacia el Norte hasta la mañana siguiente; entonces cambiamos de rumbo hacia el Oeste. En el curso de los días siguientes viramos varias veces de bordo, alternando los rumbos. Finalmente gobernamos con dirección a nuestro puerto, y esta ruta fue conservada cuidadosamente hasta que llegamos a Salem el 12 de Octubre de 1832.
Mas éste no fue el fin de la aventura del Mexican. La segunda parte de la historia la constituyó el juicio contra los piratas del Panda, que tuvo lugar en Boston, tres años más tarde.
Se supo entonces qué suerte había tenido la tripulación del Mexican al salir ilesa de aquel encuentro. Después de haber incendiado el bergantín y cuando ya el barco pirata se hallaba bastante lejos de su víctima, hasta entonces el capitán Gibert se enteró de que sus órdenes de degollar a toda la tripulación no habían sido obedecidas. Juró, blasfemó, y amenazó con volverse atrás y cuidar de que no quedara ningún sobreviviente para contar la historia.
Se organizó una caza y finalmente el Panda encalló sobre la costa occidental de Africa, en el río Nazareth, donde fue descubierto e identificado por el capitán Trotter del buque de guerra británico Curlew, encargado de patrullar aquellos parajes, en busca de negreros. Trotter atacó y capturó el Panda. La mayor parte de los piratas se salvaron huyendo a tierra; pero una docena de los fugitivos cayeron en manos de un jefe indígena que los entregó al crucero inglés. Encadenados inmediatamente y enviados a Inglaterra, fueron trasladados a otro buque de guerra, el bergantín Savage, a bordo del cual los prisioneros llegaron a Salem, en los Estados Unidos, a fines de otoño de 1834.
El proceso de Boston causó gran excitación. Doce piratas en cadenas -he aquí un espectáculo que no se veía todos los días.
El juicio comenzó el 11 de noviembre y duró dieciséis días, al final de los cuales el jurado declaró culpables a Gibert, De Soto y cuatro marinos más, formulando en el caso de De Soto una viva recomendación de clemencia por su conducta generosa, noble y abnegada al salvar la vida a setenta personas del barco Minerva.
El mencionado suceso se remontaba al año 1831. En aquel entonces De Soto navegaba como piloto a bordo de un velero que regresaba a La Habana procedente de Filadelfia. Cierto día, al franquear el barco los arrecifes de las Bahamas, De Soto vió un navío varado, cuyos mástiles y vergas hormigueaban de formas humanas. Arriesgando su vida y su barco, De Soto salvó a setenta y dos náufragos, a los que llevó a La Habana. Una compañía de seguros de Filadelfia, deseosa de expresar su admicación ante tal valor y abnegación, le obsequió una copa de plata. Aquel acto de heroísmo salvó a De Soto de la horca. Posteriormente, incluso recuperó la libertad merced a un indulto del Presidente Andrew Jackson. El carpintero Ruiz se benefició también con un sobreseimiento por ser irresponsable.
Para terminar la historia del Panda y el Mexican, citaremos un extracto de un periódico de Boston, publicado el día de la ejecución:
Cinco de los piratas han sido ahorcados esta mañana a las diez y media. Los reos fueron acompañados al cadalso por un sacerdote español, pero ninguno de ellos se confesó, ni expresó arrepentimiento. Todos protestaron hasta el fin su inocencia. La noche anterior, el capitán Gibert fue encontrado en su celda con un pedazo de vidrio con el cual pensaba suicidarse. Y uno de sus hombres (Boyga) se cortó el cuello con una tira de hojalata, hallándose tan debilitado a causa de la hemorragia sufrida que fue preciso llevarle en hombros al patíbulo y sentarle sobre una silla en la trampa, en el momento en que ésta iba a caer. La actitud de los delincuentes parece indicar que hasta el último instante habían esperado obtener perdón.
Con la ejecución de la tripulación del Panda, la piratería, en cuanto amenaza contra el comercio en aguas norteamericanas, pasó a la historia. Durante algunos años todavía, un puñado de bandidos siguió merodeando en torno a Cuba y a ciertas islas apartadas de las Antillas; mas los daños causados fueron de escasa importancia. La continuidad de la paz y la creciente consolidación de las nuevas Repúblicas convirtieron en poco remunerativos los riesgos inseparables del oficio de pirata de alta mar.
Antes de pasar a otras cuestiones, conviene mencionar un juicio por piratería que en su tiempo produjo alguna sensación.
La historia comienza en abril de 1821, época en que Aarón Smith firmó su contrato de enganche como primer piloto a bordo del Zephir, barco conducido por el capitán Lumsden, y que debía salir de Kingston, en Jamaica, con destino a Inglaterra. El 29 de junio, el Zephir, se hizo a la mar con cargamento y siete pasajeros. Smith no tardó en descubrir que su capitán era a la vez un ignorante y un cabezón; pues aunque no era un secreto para nadie que la ruta más segura era el paso a barlovento, Lumsden insistió en tomar la ruta a sotavento, porque era la más corta, a despecho del bien conocido riesgo de ser capturado por los piratas.
Hacía cinco días que el Zephyr navegaba en alta mar y el barco se encontraba frente a Cabo Antonio, punta sur de Cuba, cuando el vigía señaló una goleta sospechosa que venía derecho a su encuentro. Cuando la goleta alcanzó al Zephyr se vió que su puente estaba lleno de hombres. Toda resistencia o escapatoria pareció imposible; el capitán Lumsden se entregó, y el mercante inglés fue sometido al saqueo. Cuando todos los objetos de algún valor hubieron pasado a manos de los piratas, éstos permitieron a su víctima proseguir su ruta con toda la tripulación, menos Aarón Smith que tuvo que trasladarse a bordo del enemigo, pues los piratas desearon conservarlo como oficial de navegación. De manera que le dieron orden de gobernar rumbo a Río Medias, en Cuba.
A las dos de la misma tarde, los piratas llegaban a aquel puerto, cuando Smith vió gran número de embarcaciones y canoas que se dirigían hacia el corsario.
El capitán me dijo que esperaba una numerosa compañía entre la que figuraban dos o tres magistrados y sus familias, así como varios sacerdotes. Añadió que yo vería también a algunas hermosas muchachas españolas. Le expresé mi asombro de verle tan poco asustado ante la perspectiva de encontrarse en presencia de magistrados. Prorrumpió en risa y me dijo que no conocía el carácter español. Los regalos de café y otros pequeños obsequios -explicó- me aseguran su constante amistad; y gracias a ellos no ignoro nada de lo que ocurre en La Habana y me entero a tiempo de cualquier medida hostil que se prepare contra mí.
Cuando los botes y las embarcaciones hubieron amarrado junto al barco, los huéspedes: dos jueces, un cura y varias damas, así como algunos otros señores, fueron recibidos con gran pompa por el capitán al que felicitaron por sus éXitos. A Smith le presentó con amabilidad a los invitados como su último recluta y su oficial de navegación. Después, el grupo bajó a la gran cámara para beber a la salud del capitán. Una de las damas propuso bailar, sugestión que fue aceptada por el muy hospitalario anfitrión. Otra de las jóvenes, la hija de un magistrado, eligió como pareja a Smith, con profundo desagrado de éste.
Decliné este honor de manera bastante seca; pero la joven, haciendo caso omiso de mi obvia aspereza, insistió en querer saber el motivo de mi renuencia. Le contesté con candor que mis pensamientos estaban demasiados preocupados por mi triste situación y la pena que ésta había de causar a mi mujer, para que pudiese sentir interés por tales diversiones.
En realidad, Smith era soltero (aunque, según veremos, su corazón no estaba libre), mas a bordo, al exigir que le dejasen regresar a su país, pretendía tener mujer e hijos en Inglaterra. La joven no parece haber sido excesivamente ingenua; pues le contestó con un aire de graciosa candidez: No es posible que usted sea casado, porque me han dicho que los hombres que lo son se guardan de confesarlo.
La joven española y el inglés se retiraron entonces a un rincón a fin de platicar larga y confidencialmente sobre tópicos tocantes a la galantería, la honra y el abatimiento moral. Smith supo que se llamaba Serafina, pero parece probable que permaneciera en completa ignorancia de su apellido. La muchacha afirmó compadecerle y sentir un interés tan vivo por su caso que procuraría persuadir a su padre, el magistrado, a conseguir su libertad.
A medida que avanzaba la velada, la melancolía de Smith iba tiñéndose visiblemente de matices tiernos de amoríos. Cuenta que Serafina era joven, ignorando, a todas luces, el mundo y los artificios que se practican en él. Cuando un hombre comienza a experimentar tales sentimientos, entonces se encuentra en un estado peligroso. Serafina era sencilla en sus modales y tenía un aire de sinceridad y de franqueza en todo cuanto hacía o decía, y eso en tal grado que en circunstancias enteramente distintas habría podido ejercer una influencia más grande. Sus facciones eran armoniosas y atractivas, sin ser bellas; sus ojos brillantes, animados y llenos de inteligencia. Era morena y su apariencia general de las que inspiran interés a la primera mirada. En cuanto a su carácter, era bondadosa, benévola y humana, y tenía sentimientos fuertes y ardorosos que se manifestaban claramente tan pronto como alguna cosa despertaba su interés.
Después de algunos bailes, Serafina pretextó una indisposición y se sentó. Entonces le hizo a Aarón tantas preguntas sobre la magnificencia y la riqueza de Londres, que el ardor de sus sentimientos y el interés que me manifestaba me hicieron pensar que había producido una tierna impresión en su corazón. Pero la intimidad de su téte á téte fue interrumpida por la ruda intrusión del capitán que me ordenó que devolviese inmediatamente a la joven dama a su compañía -orden que no osé desobedecer.
A las primeras horas de la mañana, los invitados comenzaron a despedirse, y el capitán distribuyó obsequios a sus huéspedes. El primero consistía en una caja de tela y seda, otrora propiedad de Aarón, y que fue ofrecida al sacerdote que se mostró encantado, diciendo al capitán que podía tontar con sus rezos y que debía atribuir sus éxitos actuales a sus intercesiones ante la Virgen. Ninguno de los invitados dejó la goleta sin regalo -procedente del Zephyr y todos regresaron a tierra felices y contentos.
Hacia mediodía llegaron embarcaciones más numerosas, trayendo multitud de cubanos deseosos de comprar botín y entre los primeros que subieron a bordo se encontraban Serafina y su padre. La joven, llamándolo aparte, le dijo que su madre sentía vivos deseos de verle y que ella iba a obtenerle permiso de bajar a tierra. Como respuesta a tal atención, Aarón confesó que no era casado, sino que tenía el corazón libre. Esta confesión pareció darle mucho gusto.
Comenzó la venta, y Smith, encargado de las básculas, tuvo que pesarles el café a los compradores. Como ni el capitán, ni ningún miembro de la tripulación entendía de aritmética, fue Smith quien hubo de establecer las facturas, y una vez arregladas las cuentas, se hicieron a un lado los negocios y un gran banquete reunió a todo el mundo. El capitán, que hablaba un poco el inglés, ordenó en voz baja a Smith que preparase una mixtura de alcoholes. propia para provocar una ebriedad inmediata. Cuando el brebaje hubiese producido su efecto, se proponía improvisar un remate de las prendas robadas a bordo del Zephyr.
Smith desempeñó su papel a la perfección, haciendo circular copas llenas de una mezcla de vino, ron, aguardiente y cerveza, que encantó a los invitados. El resultado colmó las esperas del capitán. La subasta fue una verdadera locura, y los objetos más modestos alcanzaron precios inmensos.
Mientras toda la compañía desollaba la zorra sucumbiendo a los efectos del cordial inglés, los enamorados, pues se habían convertido en tales, gozaban de una cariñosa conversación que terminó con la promesa de huir y de casarse en la primera ocasión.
Al seguir nuestra historia hasta aquel momento, se siente uno inclinado a pensar que al joven héroe le habrían podido suceder aventuras peores que la de caer en manos de piratas cubanos de ese temple; pero fue entonces cuando apareció el anverso de la medalla. En el curso de los días siguientes y mientras las piratas cruzaban en busca de nuevas presas, asomó la sospecha de un motín urdido por algunos miembros de la tripulación, y el movimiento, apenas nacido, fue sofocado con la más salvaje crueldad. Al tercer día apareció una vela: fue un mercante holandés que se dejó llevar a Cuba sin disparar un solo tiro. Al entrar al puerto, los piratas recibieron la noticia de que el magistrado, padre de Serafina. había sido herido por el disparo de un ladrón, y con motivo de este accidente se pidió al capitán enviase sin pérdida de tiempo a Smith para que curase las heridas. El capitán, aunque poco dispuesto a soltar al inglés, no deseaba ofender a su amigo y patrón. Así que permitió a Aarón bajar a tierra, pero con escolta. Un examen de la herida, reveló que era leve; mas el astuto Smith exageró su gravedad para tener así la posibilidad de ver a su Serafina con mayor frecuencia.
A la tercera o cuarta visita, como la pareja se había retirado a otra habitación con el propósito de cambiar algunas palabras amarosas y un beso, Aarón advirtió que sus ojos y todo su rostro estaban radiantes de amor y alegría, y adiviné que me reservaba una noticia feliz. Lo tengo todo preparado -le gritó Serafina con pasión, arrojándose a sus brazos-. El guía está listo y no nos queda más que fijar la cita y encontrar la oportunidad.
La grata comunicación le conmovió profundamente:
Estreché a la querida y encantadora criatura entre mis brazos, sintiéndome demasiado emocionado para poder pronunciar una sola palabra; y mientras la apretaba contra mi corazón, vertí lágrimas de felicidad y de gratitud.
Serafina fue la primera en recobrar su presencia de ánimo.
Ruborizándose por encontrarse en tal postura, se desprendió dulcemente de mis brazos; luego me advirtió de que haría bien en estar en guardia, procurando no dejar ver a nadie mi emoción.
La hacendosa Serafina lo tenía todo pensado: a los dos días, Aarón se presentaría en su casa so pretexto de someter a su padre a una operación quirúrgica; y ella se las arreglaría para tener listos, en el momento de su visita, dos caballos y un guía seguro.
¡Ay!, llegado el momento, el guía se reveló como un traidor y fue necesario demorar la fuga hasta que se hubiesen desvanecido las sospechas despertadas por culpa suya.
Mientras tanto, los piratas tuvieron la suerte de hacer algunas pequeñas presas, además de capturar un gran barco inglés. Como siempre, los habitantes del puerto se apresuraron a sacar un provecho escandaloso de la venta del botín; pero esta vez el gobernador de La Habana se enteró del asunto, y uno de los magistrados previno a los piratas.
Se llegó fácilmente a un acuerdo con la policía, la cual tuvo la complacencia de desaparecer en el momento crítico. Después entró en el puerto otro pirata cubano con los cargamentos de tres barcos ingleses, y se repitió el espectáculo de ponerse en venta las mercancías robadas. A bordo de otra presa, un navío norteamericano, se encontraban dos pasajeros, un oficial español y su esposa. La dama estaba muy enferma, debido en parte a la travesía, pero sobre todo al terror que le inspiraban los piratas. Smith, que ya había adquirido una verdadera reputación de médico y era llamado cada vez que se presentaba un caso de enfermedad o de herida, recibió la orden de cuidar a la enferma hospitalizada a bordo del mismo barco en que vivía él. Como consecuencia de su tratamiento, la señora se repuso rápidamente y quiso mostrarle su gratitud.
Había muy poco sitio a bordo; los tres prisioneros: Smith, el oficial español (a los ojos del primero un bruto sin ninguna educación) y su mujer, dormían en el mismo camarote, sobre colchones colocados en el piso. Esta circunstancia dió lugar a cierto mal entendimiento que habría podido ser causa de complicaciones. Pero dejemos la palabra a Aarón:
Habían preparado para el oficial y su esposa un colchón junto al mío, en el camarote donde el matrimonio pasó aquella noche. Me mostré muy solícito con la señora, le hice probar manjares de arrurruz guisado con vino y vigilé lo mejor que pude su comodidad. La dama me manifestaba una viva gratitud; pero las pruebas de su agradecimiento llegaron a un grado de ardor que me hizo temer consecuencias graves. Cierta noche, mientras dormíamos tendidos cada uno sobre su colchón, me desperté para encontrar a mi lado a la dama, dormida y con sus brazos en derredor de mi cuello. La desperté con suavidad y la informé respetuosamente de su error, y entonces volvió , sin proferir palabra al lado de su esposo legítimo. Consideré lo sucedido como accidente fortuito, resultado de la estrecha vecindad de nuestros colchones. Mas la noche siguiente, me vi arrancado de mi sueño por sus caricias, y esta vez las consecuencias amenazaron ser fatales para mí. El marido se despertó en el mismo momento, advirtió que su mujer no se encontraba a su lado, la vió conmigo, y comenzó a vociferar, armando tal escándalo que despertó al capitán. Juzgué prudente hacerme el dormido. La española, al darse cuenta de la situación, lanzó un débil grito, pero recobró inmediatamente su presencia de ánimo y logró tranquilizar a su desenfrenado esposo, persuadiéndole que se había equivocado en el sueño y que su honor de marido quedaba intacto. El creyó aquello tanto más fácilmente cuanto que me veía dormido.
La situación continuaba siendo llena de peligros; pero el capitán, que había entrado para ver lo que sucedía y que recibió la misma explicación que el marido, salió riendo a carcajadas, y su alegría no tardó en poner fin al embarazo de todos los interesados.
Smith parece haber sido uno de aquellos afortunados, o desafortunados, a quienes todas las mujeres adoran. Después del desgraciado episodio del colchón, decidió adoptar una conducta más circunspecta, aunque -y lo observamos con tristeza- no alude en manera alguna a sus deberes hacia Serafina. Es preferible una vez más citar sus propias palabras:
Desde aquella memorable noche, el español vigilaba celosamente a su bella compañera; yo, por mi parte, me mostré reservado y prudente en mis relaciones con ella. Pero su falta de buen sentido hizo abortar todas mis precauciones. Me encontraba abajo, en el camarote, preparando un remedio para un enfermo, cuando la dama se alejó furtivamente de su esposo y bajó. No bien entrada en el camarote, se sentó sobre mis rodillas, y rodeando familiarmente mi cuello con su brazo, se puso a besarme. En el mismo instante entró el oficial que la había seguido de cerca, y gesticulando furiosamente corrió al puente para llamar al capitán y pedir que me infligiese un severo castigo. Como la primera vez, la dama me defendió declarando que su marido debía haberse equivocado y que no había pasado nada. Explicó cómo había podido ocurrir que la viera sentada sobre mis rodillas: ella se había resbalado a causa del movimiento del barco y yo la había cogido entre mis brazos, impidiendo así que cayera y se hiriese gravemente. Como el mar estaba agitado y el carca bajo el balanceo daba bruscas sacudidas, su historia no pareció del todo inverosímil, y el capitán declaró que no había lugar de infligir un castigo.
El marido celoso que no creía una sola palabra de un cuento tan abracadabrante, adoptó un aire de satisfacción constreñido y salió del camarote murmurando amenazas de venganza; pero con gran alivio de Smith, el matrimonio español fué puesto en libertad al día siguiente y partió para La Habana.
Durante algunos días, el buque pirata permaneció anclado en el puerto y no ocurrió ningún acontecimiento notable. De pronto malas noticias en una carta, en la que los magistrados advirtieron al capitán que debía salir sin tardanza. Al parecer, las quejas recibidas por el gobernador de La Habana con motivo de actos piratería, habían asumido proporciones tales, que el funcionario, obligado a recurrir a medidas drásticas, acababa de despachar una tropa de quinientos soldados con órdenes de capturar a los piratas, al mismo tiempo que cinco lanchas cañoneras debían acecharlos del otro lado de los arrecifes, caso que intentasen huir.
Los piratas salieron del puerto la misma noche, y al amanecer su barco se encontraba en una solitaria ensenada, protegida por la selva que la ocultaba por entero a la vista desde el mar. Al cabo de algún tiempo y despejada la costa de enemigos, los piratas abandonaron su escondite y volviendo a cruzar en busca de presa, capturaron un mercante francés que dejaron limpio.
Una noche. de tormenta, mientras el barco fondeaba junto a la costa y encarnado el capitán a causa de un violento acceso de fiebre, la tripulación se embriagó. Smith aprovechó la oportunidad para huir. Llevándose en su saco de viaje sus instrumentos náuticos y algunas galletas, se deslizó en una barca de pesca, amarrada a popa del buque pirata, cortó el cable y se dejó arrastrar por la corriente. Tan pronto como se encontró lo suficientemente lejos para no ser oído, izó la vela y tomó la ooección de La Habana. Después de navegar todo el día y la noche siguiente, acabó por entrar en el puerto de La Habana, creyendo terminados todos sus infortunios. Mas al pasar por una de las calles principales de la ciudad, he aquí que ve avanzar hacia él, a la cabeza de un destacamento de soldados a su viejo amigo, el capitán español. Este le hace detener por su tropa, le lleva al palacio del gobernador y allí le acusa de piratería y de robo de cierta suma de dinero, hurto del que pretende haber sido víctima.
Smith pasó varios días encerrado en un calabozo oscuro y lleno de sabandijas de la prisión municipal. Al fin, fue llevado ante el juez y sometido a un largo interrogatorio. Terminado éste, el fugitivo se vió tasladado a la cárcel judicial, donde se encontró en compañía de cuatrocientos o quinientos prisioneros de todas las nacionalidades, que se ganaban un poco de dinero enrollando puros, oficio que Smith aprendió a ejercer, al igual que ellos, a las siete semanas de su instrucción. Al cabo de algún tiempo, fue conducido ante el tribunal para justificarse de la acusación formulada contra él por el capitán español; pero se vió remitido a la audiencia siguiente a fin de permittr a los jueces deliberar sobre su caso. Luego, cierto día, uno de los magistrados vino a verle en su calabozo y entonces le anunció con franqueza que podría recuperar su libertad por la suma de cien doblones, pero que de negarse a pagar sería entregado al gobierno de Jamaica que había pedido su extradición.
Smith que no tenía ni un centavo y mucho menos cien doblones, explicó al juez que no se encontraba en condiciones de efectuar pago alguno. Al día siguiente, tres oficiales ingleses del buque insignia de sir Charles Rowley, acompañados por una guardia de soldados españoles, le condujeron a bordo del crucero Sibyl. Allí, con gran asombro suyo, le pusieron grilletes y le encerraron en la bodega común como a un criminal.
Tras una larga travesía, el Sibyl llegó a Deptford, donde Smith se vió librado de sus cadenas, pero sólo para ser transferido a la prisión de Newgate en espera del día en que había de comparecer ante el tribunal del Almirantazgo bajo la acusación de piratería.
El proceso, que causó gran sensación entre el público, comenzó el 20 de diciembre en Old Bailey. Se escuchó a gran número de testigos y fue principalmente el testimonio de un representante del bello sexo el que determinó al jurado a pronunciarse a favor del reo. El ángel salvador era la señorita Sophia Knight, una persona de nótable encanto. Al ser llamada a la barra, se mostró en extremo emocionada, y al verla el prisionero se deshizo en llanto. Sophia Knight declaró haber conocido íntimamente al acusado hacía tres años, y añadió que esperaba su llegada a Inglaterra para casarse con él. A este punto de su deposición, por poco se desmayaba, prorrumpiendo en lágrimas. El prisionero que parecía profundamente conmovido, se puso a llorar también. Y el enternecido jurado pronunció un veredicto de absolución.
La historia no nos dice si la leal señorita Knight se casó con Aarón o si (eventualidad harto improbable) éste volvió al lado de Serafina.
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