Índice de Historia de la piratería de Philip Gosse | CAPÍTULO TERCERO del Libro I | CAPÍTULO QUINTO del Libro I | Biblioteca Virtual Antorcha |
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HISTORIA DE LA PIRATERÍA
LIBRO PRIMERO
CAPÍTULO IV
EL SIGLO XVII
A fines del siglo, la organización de los corsarios quedaba terminada. Habiendo principiado en la época del primer Barbarroja, los beglerbegs enviados de Constantinopla para gobernar el Africa Septentrional, habían instalado, como gobernadores de Argel, centro principal de los corsarios, no una mayoría de turcos o de moros, sino de renegados europeos que se encumbraban al primer rango del oficio predominante del país gracias a la fuerza de su puño y a su audacia y habilidad. Algunos de los conversos incluso llegaban al puesto de beglerbeg. Kair-ed-din, hijo de un griego, tuvo por sucesor a un sardo, al que siguió un corso. Ochiali fue calabrés; su sucesor, Ramadán, sardo. Después de él se sucedieron un veneciano, un húngaro, y un albanés. En 1588, las treinta y cinco galeotas de Argel eran mandadas por once turcos Y veinticuatro renegados, representantes de casi la totalidad de las naciones cristianas del Mediterráneo y hasta de países más lejanos. Algunos de estos extranjeros habían sido capturados de niños y convertidos al islamismo a la fuerza; mientras que otros habían aceptado la circuncisión de buen grado, tomando nombres musulmanes, atraídos por la fortuna y las aventuras que prometía el mando de un buque berberisco. En 1586, master John Tipton, primer cónsul de Inglaterra en Argel, informaba que el tesorero del Hasan Aga, era un eunuco y renegado inglés, hijo de Francis Rowlie un negociante de Bristol. Casi todos los conversos llegados a altos cargos adquirieron una reputación de administradores competentes e incluso humanos.
Mas después de Lepanto, el carácter de la administración sufrió un profundo cambio, cosa fatal cuando un poder decentralizado y que debe manifestarse sobre grandes extensiones, ofrece a servidores corruptos la oportunidad de enriquecerse rápidamente lejos de la vigilancia del gobierno central. Los bajás enviados de Constantinopla acostumbraron a vender su cargo a turcos ricos, incompetentes y bribones en la mayoría de los casos, y animados por la única ambición de recuperar el precio pagado y de sacar tanto dinero como les fuese posible antes de abandonar su puesto. Durante aquel período, los más emprendedores entre los renegados estaban más o menos independientes de la autoridad central, a cambio de la obligación de desembolsarle el diezmo que constituía la principal fuente de recursos del gobierno de Constantinopla. Así, pues, los reis o generales de las galeras eran libres de actuar a su antojo. De ahí que volvieran los días de la piratería pura y simple y que fuera a florecer como nunca antes.
En 1606, se produjo un acontecimiento que había de revolucionar tanto la técnica como los objetivos de la piratería. Aquel año, Simón de Danser enseñó a los argelinos el arte de construir navíos redondos, esto es, barcos de velas cuadradas y el de maniobrárlos. Fue una transición tan importante como el paso desde la vela hacia el vapor, y quizá, aun más preñado de consecuencias; pues los veleros navegaban por todas partes donde navegaban los vapores, sobrepasando las posibilidades más extremas de las galeras de remo. Desde aquel momento, no solamente el litoral, sino toda la cuenca del Mediterráneo, en invierno como en verano y durante las tempestades como durante las calmas, llegaba a ser accesible a los corsarios; y hasta las largas rutas marítimas seguidas por las grandes flotas españolas de plata y oro se veían infestadas por ellos. Los bandidos expertos del Mar del Norte y de la Mancha: ingleses, holandeses, y franceses, encontraron en demasiadas ocasiones la gallina de los huevos de oro limpia antes de que ellos mismos pudiesen apoderarse de su producto; lo cual, claro está, les causó un vivo resentimiento, dando origen a nuevas complicaciones; pues el verse frustrado del botín antes de haberlo capturado es cosa tan aflictiva como dejárselo robar después.
El bienhechor de los corsarios, Simón de Danser (apodado, a veces, El Viejo, para distinguirle de su hijo que le sucediera en el oficio) principió como simple marinero de Dortrecht. Llegado a ser capitán de un barco, se convirtió en corsario al servicio de los Estados Generales neerlandeses durante la insurrección contra España. Tras una infructuosa expedición hacia el Mediterráneo, Simón de Danser hizo escala en Marsella con objeto de reparar averías y de cargar aprovisionamientos; mas la tentación ejercida por ese puerto tan animado, resultó demasiado fuerte. Habiendo gastado todo el dinero que poseía, vendió su barco y dispuso del producto de la venta lo mismo que de sus propios bienes. Perdido su mando, reclutó a algunos nervi del puerto, robó una pequeña embarcación y se hizo a la mar por su cuenta, convirtiéndose así en pirata auténtico. A poco tiempo, capturó un barco grande, al que se mudó con su tripulación. Numerosos marinos ingleses y moros se reunieron con él y no habían transcurrido muchos meses cuando se encontró a la cabeza de una pequeña flota cuya unidad más grande llevaba a bordo trescientos hombres y sesenta cañones. Habiéndose elevado así al rango de una potencia naval, hizo causa común con un pirata inglés de nombre Warde; lo cual aumentó singularmente su fuerza.
No fue, sin embargo, sino en 1606 cuando Simón de Danser se estableció en Argel, donde tenía ya tal fama que le valió una acogida calurosa. Entonces fue cuando enseñó a sus nuevos amigos el arte de la construcción naval moderna, recibiendo como recompensa la base y el mercado que requerían sus actividades. Su colega Warde prestó el mismo servicio a Túnez y fue recompensado de la misma manera.
Durante tres años, el holandés cruzó por el Mediterráneo, logrando lucrativos golpes de mano y ganándose una gran fortuna. Se hizo, construir un palacio en Argel, donde agasajó a bajás y beyes. Cierto día, recibió la noticia de que una escuadra inglesa y una española surcaban el Mediterráneo con orden de capturarlo vivo o muerto. No ignoraba tampoco las inquietantes historias sobre la vida insegura de los ricos extranjeros establecidos en Argel. Comenzaba a sentir también escrúpulos de conciencia: no había abjurado nunca la religión cristiana como lo habían hecho tantos hombres de su especie. En suma, decidió retirarse a la vida privada.
Mas el problema de su respetabilidad presentaba ciertas dificultades. No resultaría fácil dejar Argel llevándose su fortuna. Más difícil todavía sería encontrar un país donde fuera bienvenido, ya que habían puesto precio a su cabeza en todas partes donde deseaba establecerse por el resto de su vida. El segundo problema fue resuelto primero. Después de algunas negociaciones con el rey de Francia, Enrique IV, Simón de Danser consiguió comprar el perdón de este monarca y se preparó para pasar de las ganancias de Argel a los encantos de París. Y es que el soberano francés, al mostrarse clemente hacia el pirata, se dejaba guiar por un motivo que por lo pronto se cuidaba de revelar.
La fuga de Argel fue llevada a cabo con una astucia que le ahorró gastos en dinero sonante. Cierto día entraron en el puerto cuatro buques piratas cargados de mercancías selectas, que fueron puestas en venta. Danser las compró casi por entero; luego subió a bordo so pretexto de pagar allí el precio convenido. Como de costumbre, los remos de aquellos barcos eran manejados por esclavos cristianos. Ocurrió un incidente: mientras la mayor parte de las tripulaciones musulmanas se hallaban en tierra, estalló una riña, organizada de antemano, entre los esclavos y los guardias moros, apostados a bordo. Estos últimos fueron dominados y muertos a excepción de algunos oficiales que debían servir de rehenes caso que la empresa saliese mal. Dueño entonces de cuatro navíos, Danser se hizo mar adentro, y llegó felizmente a su retiro preferido, el puerto de Marsella.
Allí, y a despecho del perdón real, el holandés tuvo una recepción tan hostil que al recorrer las calles tenía que hacerse acompañar por una guardia de corps de matones, que le escoltaban con revólveres cargados y listos para disparar. Muchos mercaderes de la ciudad habían sufrido pérdidas severas a manos del holandés, y tuvo que indemnizarlos antes de salir de Marsella. Después prosiguió su camino hacia París, obedeciendo una orden del rey. Desde la capital, envió un mensaje a Holanda en el mes de Diciembre de 1609, avisando que había obtenido el real perdón y que, por lo tanto, ya no se encontraba fuera de la ley, añadiendo la información, en apariencia poco coherente con el resto, de que la reina acababa de dar a luz una hija.
Esta niña, bautizada Enriqueta María, había de ser más tarde la esposa de Carlos I de Inglaterra.
Fue entonces cuando el rey de Francia divulgó la misión a que había destinado a su nuevo súbdito. Los franceses acababan de querellarse con sus antiguos aliados y una flota estaba siendo puesta en pie para acometer contra la Goleta, en Túnez. Enrique IV, recordando oportunamente un viejo refrán que aconseja emplear a un ladrón para coger a otro, nombró al corsario jefe de una escuadra de la expedición. La empresa salió a maravilla: los buques del bey fueron quemados y llevados a Francia y cuatrocientos cincuenta cañones, más un botín de cuatrocientas mil coronas.
Siete años después, sin embargo, los corsarios se desquitaron con el apóstata. La historia es relatada con todo lujo de detalles por Williams Lithgow, escritor y viajero, que fue testigo ocular del asalto a La Goleta.
Llevaba allí como cinco semanas -escribe Lithgow-, cuando me cupo la buena suerte de ver llegar, el 16 de febrero, un barco holandés, el Meennin de Amsterdam, procedente de Tetuán con destino a Venecia. A bordo de este barco encontrábase cierto capitán de nombre Danser, el cual había sido en otro tiempo un reputado pirata y un famoso comandante del mar, así como un muy viejo enemigo de los moros. Era enviado en calidad de embajador por el rey de Francia, con misión de hacerse entregar veintidós navíos franceses capturados y que debían ser devueltos. Aquello fue un estratagema del bajá para atraer a Danser hacia la ciudad, no obstante que el holandés estaba retirado del servicio y se había casado en Marsella.
Llega, pues, al puerto, acompañado por dos señores franceses que bajan a tierra para cumplimentar al bajá. Son recibidos muy amistosamente, y al día siguiente el bajá con un séquito de doce personajes se va a bordo a hacer una visita. Danser considera como un honor muy grande el que el bajá se presente en persona. De manera que le recibe con todas las atenciones que le son debidas, al son de la trompeta y en medio del trueno de los cañones. El encuentro fue de los más cordiales entre el hipócrita bajá, y Danser lleno de gratitud, pues aquella mañana le habían devuelto los barcos, completamente equipados y provistos de todo. Cuando hubieron bebido más de la cuenta, el bajá invitó a Danser a ir a verle al fuerte, a la mañana siguiente; invitación que Danser aceptó por desgracia suya. A la hora convenida, el holandés bajó a tierra con doce señores, y al aproximarse al castillo vió venir a su encuentro a dos turcos. El grupo franqueó el puente levadizo; mas apenas hubo entrado Danser por debajo de la bóveda, se cerraron las puertas y su séquito tuvo que esperar fuera.
Danser fue conducido ante el bajá y acusado de haber robado a los moros numerosos barcos, gran cantidad de botín y excesivas riquezas, como también de haberIes dado muerte sin la menor compasión. Acto seguido, le decapitaron y arrojaron su cuerpo al foso. Hecho esto, todos los cañones dispararon para hundir el buque de Danser, el Meermin, pero éste logró escapar, salvando los más grandes obstáculos.
En cuanto a los señores dejados en tierra, se les acompañó en forma cortés y sin molestarIes en modo alguno hasta sus barcos; es decir, hasta los barcos que acababan de serles devueltos, y una vez a bordo de los cuales se hicieron a la mar rumbo a Marsella.
Toda Europa, y Holanda en particular, debían continuar aportando al personal berberisco, más de una contribución apreciable; pero ninguno de estos servicios puede compararse al que prestara al Islam el marino de Dordrecht, enseñándole a construir y a aparejar navíos con la misma habilidad que los cristianos.
Los corsarios no tardaron en aprender la lección de Danser. Maniobrando sus nuevos veleros, extendieron constantemente el campo de sus expediciones al ver que los barcos de vela no solamente les permitían un radio de acción más amplio, sino que además los libraban de la necesidad de transportar víveres para cien o doscientos esclavos remeros. El tráfico a través del Atlántico se convertía cada vez más en su meta principal; pues había adquirido una importancia de primer orden, en tanto que los golpes de mano sobre la costa de España resultaban mucho menos fáciles después de la expulsión de los últimos moros de Andalucía en 1610. Sin la complicidad de ribereños simpatizantes, las incursiones se hacían más arriesgadas en el mismo grado en que los asaltos en alta mar llegaban a ser más provechosos.
No había de transcurrir mucho tiempo para que el terror que hasta entonces dominaba a los estados mediterráneos se transmitiese a los reinos del Norte. Ya en 1616, sir Francis Cottington, embajador de Inglaterra ante la corte de España, escribía al favorito de Carlos I, el duque de Buckingham:
El poderío y la audacia de los piratas berberiscos, tanto en el Océano como en el Mediterráneo, han tomado ahora una envergadura tal que no se recuerda ningún acontecimiento que haya causado en esta Corte una tristeza y depresión comparables a las que están suscitando las diarias noticias sobre los excesos de aquéllos. Su flota se compone en total de cuarenta veleros de doscientas a cuatrocientas toneladas cada uno; su capitana desplaza quinientas. Operan divididos en dos escuadras; una de dieciocho velas, patrulla constantemente en las aguas de Málaga y a la vista de la ciudad; la otra, frente a Cabo Santa María, entre Lisboa y Sevilla. La escuadra que se encuentra dentro del estrecho acaba de entrar en la rada de Mostil, ciudad de la provincia de Málaga donde su artillería bate el puerto y el castillo. Indudablemente, habría tomado la ciudad, de no acudir en su ayuda soldados de Granada. Pero aun así capturaron varios buques, entre otros tres o cuatro de la costa occidental de Inglaterra. Obligaron a dos grandes barcos ingleses a encallar sobre la playa; luego ellos mismos desembarcaron en la costa y los quemaron. Desde entonces no se alejan de las aguas de Málaga, interceptando todas las naves que pasan y paralizando así todo el comercio con aquella parte de España.
Entre 1569 y 1616, la flota de los corsarios incluyendo en total unos cien buques, había capturado cuatrocientos sesenta y seis barcos británicos, cuyas tripulaciones fueron vendidas como esclavos. Los cónsules de Inglaterra en Argel escribían incansablemente a su gobierno pidiendo una intervención con objeto de aliviar la suerte de los prisioneros ingleses y apremiando para que se tomasen medidas contra la creciente insolencia de los argelinos. En 1631, el cónsul se dirigió directamente al rey señalando que si los rescates no eran pagados sin pérdida de tiempo, habría pronto en Argel un millar de esclavos británicos; solamente de su última expedición, los corsarios habían traído cuarenta y nueve veleros ingleses. Su carta terminaba con la siguiente advertencia: Dicen que si Vuestra Majestad no se da prisa en enviar los rescates, irán a Inglaterra y sacarán a los hombres de la cama, como acostumbran hacerlo en España.
Aquello no era una amenaza vana. Poco después, no menos de treinta corsarios, procedentes de su nueva base de Salé, en Marruecos, devastaban las costas del Atlántico. Uno de ellos fue capturado realmente en el estuario del Támesis. La población del oeste de Inglaterra se puso tan nerviosa que apagaron al faro de Lizard porque guiaba a los piratas. El Canal no era más seguro para los mercantes que descuidaban de navegar con caravanas. En 1625, el alcalde de Plymouth hacía saber que en el curso de aquel año, los berberiscos habían capturado un millar de marinos de las regiones occidentales.
El viaje más largo emprendido alguna vez por aquellos merodeadores fue el de Islandia. El jefe de la expedición era, al igual que Danser, un holandés; pero a diferencia de éste, había tomado el turbante. Se llamaba Jan Jansz y era popular entre los moros bajo el nombre de Murad Reis. Para evitar confusión con el Murad precedente, el discípulo de Barbarroja y Ochiali, le citaremos con su nombre europeo.
Jan Jansz, lo mismo que casi todos los marinos holandeses que se hicieron piratas, principió su carrera por cuenta de los Estados Generales, luchando contra los españoles durante la guerra de independencia. Pero este método de guerra casi legal dejaba más gloria que provecho, por lo cual Jansz se extralimitó en su misión, alargando su camino hasta la costa berberisca. Allí hostigó a los barcos de todas las naciones cristianas sin distinción, y aun sin eximir los de Holanda; salvo que cuando atacaba a algún buque español, no dejaba nunca de izar los colores del príncipe de Orange, a manera de homenaje a su país natal. Al acometer contra las naves de las demás naciones, enarbolaba la Media Luna roja de los turcos.
Al principio navegaba como segundo de un famoso corsario de nombre Solimán Reis de Argel. Muerto su jefe en 1619, se estableció en Salé. Este puerto (su nombre daba náuseas a toda la cristiandad) gozaba de una situación admirablemente adaptada a la nueva forma de la piratería, puesto que se encontraba sobre la costa del Atlántico, a sólo cincuenta millas de Gibraltar, permitiendo así a los corsarios acechar todos los barcos que pasaban por el estrecho y, lanzándose de un salto, cerrar el paso a los correos de las Indias Orientales y de Guinea. La flota de Salé era poco numerosa, -dieciocho buques en total-, sus unidades habían de ser pequeñas porque una barra impedía el acceso al puerto a las embarcaciones de mayor calado, excepto cuando se las descargaba previamente.
Nominalmente, el puerto se hallaba bajo la autoridad del emperador de Marruecos; pero poco tiempo después de la llegada de Jansz, los habitantes de Salé se declararon independientes, proclamando lo que de hecho era una República de piratas, gobernada por catorce capitanes con un presidente que asumía al mismo tiempo el rango de almirante. El primer electo fue el holandés, el cual, deseoso de demostrar a sus compatriotas adoptivos en qué grado se había convertido en uno de los suyos, casó con una morisca, aunque tenía mujer e hijos en Haarlem.
Bajo la hábil administración de ]ansz, los negocios prosperaron. Pronto el jefe de Estado tuvo que buscarse a un suplente. Eligió para este cargo a un compatriota, Mathys van Bostel Oosterlynck. El vicealmirante celebró su nombramiento, imitando el ejemplo de su jefe, es decir, haciéndose musulmán y casándose con una española de catorce años, pasando por alto que una esposa y una hija le echaban de menos en Amsterdam.
Jansz, gracias a las presas capturadas, a sus rentas de almirante, que incluían los derechos de anclaje, de pilotaje y demás ingresos del puerto, y a las comisiones cobradas sobre las mercancías robadas, acabó pronto por hacerse inmensamente rico. Mas por fastidiosa que a veces le pareciese la rutina del oficio, no dejó de ser pirata en alma y cuerpo, aprovechando toda oportunidad para salir de caza. Durante una de sus expediciones, en noviembre de 1622, mientras tentaba su suerte en la Mancha, se le agotaron los víveres y tuvo que hacer escala en el puerto de Veere, en Holanda, para completar sus aprovisionamlentos. Empresa aparentemente arriesgada; pero el almirante de Salé era súbdito del emperador de Marruecos, y éste acababa de firmar un tratado con los Estados de Holanda. Así es que Jansz podía reclamar legalmente los privilegios del puerto, aunque fue recibido de una manera bastante fría.
La primera persona que vino a visitarle a bordo fue la señora Jansz, holandesa, acompañada por todos los pequeños Jansz.
Su mujer y todos sus hijos -cuenta un escritor contemporáneo- subieron a bordo para suplicarle que abandonase el buque; los familiares de los tripulantes imitaron su ejemplo, pero fue en vano, pues aquéllos sentían demasiada rabia hacia los españoles y demasiado afán de botín ... No solamente rehusó la dotación dejar el barco, sino que aun se vió aumentada por algunos reclutas, no obstante la severa orden de la municipalidad que prohibía a cualquier persona tomar servicio a bordo de aquel barco. Y es que después de casi medio siglo de guerra contra España, los tiempos eran duros para Holanda; la juventud de Veere se sentía tentada mucho más por la esperanza de una vida opulenta, ganada saltándole al cuello al viejo enemigo, que asustada por el descontento de los concejales, y Jansz salió de Veere, teniendo a bordo más gente que cuando había entrado.
Algunos años después, Jansz volvió a hacer escala en Holanda. Esta vez acababa de escapar a un desastre. Había tropezado frente a la costa con un gran buque que ostentaba el pabellón holandés. Olvidándose momentáneamente de los tratados, Jansz se enamoró en seguida de aquel hermoso barco e intentó apoderarse de él. Es probable que de triunfar el corsario, los juristas le hubieran sugerido un medio de reivindicar las ventajas del tratado. Mas el asunto tomó un cariz distinto: Cuando Jansz se presentó a lo largo del navío, el pabellón holandés fue arriado, se izó el estandarte de España, y en un abrir y cerrar de ojos el puente se cubrió de soldados españoles. Los acorralados piratas se salvaron milagrosamente tras una lucha desesperada, que les costó gran número en muertos y heridos, y se estimaron felices de poder refugiarse en el puerto de Amsterdam.
Jansz pidió a las autoridades auxilio para sus enfermos y heridos, lo cual le fue negado fríamente. El infeliz pirata había intentado violar el tratado; había sufrido un fracaso, recibiendo el merecido castigo. ¡Y ahora le infligían otra pena al verse negar toda ayuda, como si hubiese tenido éxito! Ni siquiera se le permitió enterrar a sus muertos, de suerte que el único medio de desembarazarse de los cadaveres que se pudrían a bordo de la nave, fue echados debajo de la helada superficie del agua.
Después de varios años relativamente malos, pasados en el estrecho de Gibraltar, Jansz resolvió tentar la suerte en una región hasta la que aún no se había aventurado ningún pirata, ya fuera berberisco u otro. En 1627, enganchó como piloto a un esclavo danés que pretendía haber visitado Islandia, y le dió órdenes de conducirle a aquellas tierras lejanas. Las tres naves de Jansz llevaban, además de marinos moros, a tres renegados ingleses.
Para aquella época, semejante viaje constituía una empresa en extremo audaz; pero los resultados no respondían en un modo alguno a los riesgos corridos. Los piratas saquearon la capital, Reykjavik, mas por todo botín se llevaron una cantidad de pescado salado y algunas pieles, y para calmar su desengaño, capturaron y arrastraron hacia sus barcos a cuatrocientos (ochocientos, según algunos) islandeses, hombres, mujeres y niños.
A su regreso, Jansz instaló su cuartel general en Argel. Poco después, tuvo la mala suerte de caer en manos de los valientes Caballeros de Malta.
El buen padre Dan, que relata esta historia, cuenta también que al pasar ante la casa de Jansz después de que la noticia de su captura había llegado a Argel, vió a más de cien mujeres acudir para expresar a la señora Jansz mora sus condolencias por los infortunios de su esposo. No se sabe de qué manera Jansz logró recuperar su libertad; pero lo cierto es que era libre de nuevo en 1640, operando una vez más al servicio del emperador de Marruecos.
El 30 de diciembre de aquel año, un navío holandés entró en el puerto de Salé. Jansz era por entonces gobernador de la ciudadela. El barco traía al nuevo cónsul neerlandés acompañado -¡oh, grata sorpresa!- por la hija del pirata, Lysbeth, una joven bastante atractiva.
El encuentro conmovió a todos los presentes. Jansz aparecía sentado con gran pompa sobre un tapiz, apoyando el cuerpo en almohadas de seda y rodeado de todos sus servidores. Cuando el padre y la hija se encontraron cara a cara uno con otra, los dos se echaron a llorar y tras de haber conversado durante un rato, Jansz se despidió con ademanes de monarca. Luego, Lysbeth se fue a vivir al lado de su padre en el castillo que tenía en Maladia, a algunas millas en el interior, pero la opinión general a bordo era que estaba harta de aquella gente y de aquel país. Lo cierto es que ya en agosto regresó a Holanda, y no se volvió a hablar de ella. Es de suponer que se casó con algún digno holandés que no tenía nada que ver ni con el mar ni con Marruecos.
¿Cómo murió Jansz? Nadie lo sabe. La sola indicación que tenemos y que no presagia nada bueno, se encuentra en una biografía del corsario, escrita por el maestro de escuela de Ostzaan y que termina con esta frase: Su fin fue muy penoso.
Durante el siglo XVII, la piratería tomó un desarrollo tal que ya no es posible poner de relieve a cada uno de los capitanes. Las principales rutas transatlánticas, sin hablar de los riesgos habituales de la navegación en aquella época, se convirtieron en tan peligrosas como los caminos más apartados de Calabria o de Albania en vísperas de la primera guerra mundial. El comercio se encontraba en condiciones lamentables; no eran cosa rara las hambres en las ciudades, ni la dispersión de las familias, ya sea que sus miembros se viesen separados para siempre, o que los hogares se disolviesen, arruinados por los rescates pagados a fin de arrancar a los horrores de la esclavitud, a los familiares raptados. En realidad, aquel mal tan arraigado debía su existencia a la torpeza de la política de los estados cristianos de Europa. Los turcos ya no eran lo suficientemente fuertes para proteger a sus hermanos de la costa berberisca. Si todas las potencias, atormentadas de esta manera, o al menos tres o cuatro de entre ellas, se hubiese puesto de acuerdo, uniendo sus fuerzas, en cualquier momento habrían podido barrer a los piratas del Africa Septentrional. Mas precisamente tal unión era imposible. Cuando Francia estaba en guerra contra España, encontraba en los moros aliados útiles. La política indujo a los holandeses a adoptar, a principios del siglo XVII, una conducta análoga: veían con agrado que los piratas saqueasen a los enemigos de su comercio cada vez más próspero. En uno u otro momento, los suecos y los ingleses obraban de la misma manera. Como resultado, los estados civilizados del Occidente, en vez de exterminar a los bandidos, les pagaban tributos por no molestar a sus propios barcos; compromiso con que aquéllos sólo cumplían cuando les daba la gana. Y es que se sentían al abrigo de represalias tanto si faltaban a su palabra, como si se entregaban a actos bárbaros.
Ocasionalmente, tal nación, exasperada por una serie de agresiones por parte de los berberiscos, hacía una tentativa de represalias; mas estas expediciones aisladas y, a menudo, mal preparadas, a las que el apoyo oficial sólo se daba de labios afuera, apenas si traían enmienda alguna. Inglaterra, Francia, España, Holanda o Suecia, despachaban una escuadra que, apareciendo en el puerto de Argel, Tripoli, Bugle o Tunez, disparaba algunos cañonazos. Entonces el admirante era recibido por el bajá o el bey, el cual se dignaba aceptar graciOsamente un magnífico regalo y firmaba un nuevo tratado, prometiendo ya no molestar nunca más los navíos de aquella nación particular, ni conservar en cautividad a ninguno de sus súbditos. Apenas ida la flota, los piratas volvían a poner manos a la obra. En 1620, sir Robert Mansell fue enviado por el gobierno inglés con la misión de hacer cumplir tal promesa, y lo consiguió. Mas antes de que hubiese regresado a Inglaterra, cuarenta mercantes británicos habían sido apresados en las rutas comerciales y llevados a los puertos argelinos.
Cromwell fue el primer soberano inglés que rehusó toda transacción con los corsarios berberiscos. Envió en 1655 una escuadra bajo el mando de Blake con instrucción de darles caza y de exterminarlos. El gran marino disponía de una fuerza suficiente para asegurarse el éxito. Entrando atrevidamente en el puerto de Túnez en medio de las salvas de los cañonazos de la fortaleza, Blake quemó todos los buques que allí anclaban. Luego se dirigió hacia Argel y llegado a esta ciudad, se llevó a todos los esclavos originarios de Inglaterra, Escocia, Irlanda y las islas anglonormandas, que encontró a su alcance. El intransigente protector y el heroico almirante habían mostrado a Europa lo que un monarca firme y un marino capaz podían hacer contra. aquella peste. La victoria fue cantada por toda la cristiandad y celebrada públicamente con panfletos como éste:
Los bárbaros piratas a orillas tunecinas
Han sentido los efectos de su mano vengadora.
En el curso de los veinte años siguientes, se pusieron en pie toda una serie de expediciones punitivas; mas ninguna de ellas dió resultados, hasta el día en que sir Edward Spragg, imitando el ejemplo de Blake, quemó la flota argelina en el puerto de Bugie, en 1671, con la consecuencia de que el populacho se sublevó, asesinando al aga y entregando su cabeza a los británicos, ansioso de demostrar así que deseaba paz. Los saludables efectos de aquella enérgica acción duraron cinco años, y fue entonces necesario enviar a John Narbrough para que pusiese una vez más en razón a los argelinos. Pero en vez de someter la plaza a un bombardeo, Narbrough prefirió adoptar la habitual manera suave, pagando seis mil duros a cambio de la liberación de cierto número de cautivos ingleses. El mismo almirante fue enviado de nuevo en 1677, esta vez para castigar a los piratas de Trípoli, cuya insolencia no había hecho más que crecer a tiempo que se reprimía a sus hermanos del Norte. Tras interminables palabrerías con el bey, Narbrough acabó por darse cuenta de que no había nada que ganar con este método. Decidió recurrir a medidas más eficaces. A media noche despachó al interior del puerto doce embarcaciones provistas de bombas incendiarias, bajo el mando de su primer teniente Cloudesley Shovell (que llegó a ser el famoso almirante Shovell). En menos de una hora, todos los barcos enemigos eran presa de las llamas, con gran asombro de los turcos. De una manera o de otra, debió haberse recogido de paso algún botín; pues a la mañana siguiente, el almirante hizo repartir entre sus valientes oficiales y marinos, como recompensa, la suma de mil novecientos cincuenta y seis duros.
Hasta el momento en que se infligió a los piratas el castigo final, o sea un siglo y medio más tarde, parece que la perspicacia de ciertos prisioneros les causó más daño que las escuadras de represalias. Un encuentro de este orden es descrito de manera pintoresca en un folleto de 1681, intitulado: Relato verídico del reciente y sangriento combate entre el capitán Booth del Aventura y Hadje Alí, capitán del Dos leones y Corona de Argel, ocurrido el 17 de septiembre de 1681 a la altura de Cabo de Trafalgar.
El buque argelino estaba armado de más de cuarenta cañones gruesos y de algunos pequeños. Llevaba a bordo trescientos veintisiete soldados turcos y moros, y su dotación incluía ochenta y ocho esclavos cristianos. Su comandante, Hadje Alí, era un renegado danés, nativo de Copenhague.
El Aventura estaba dando caza a un pequeño velero francés, cuando al alba de aquel día, su vigía señaló el poderoso barco argelino, el cual llevaba a remolque una presa inglesa. Los moros que la tripulaban se apresuraron a subir a bordo de su propia embarcación, abandonando la presa a su suerte. El capitán la amarinó, halló a dos esclavos ingleses escondidos en la bodega y les ordenó seguirle de cerca con el barco mientras diera caza al argelino.
A la una de la tarde, las dos naves se encontraban bordo a bordo. Se desarrolló una furiosa batalla que continuó hasta las nueve, momento en que ambos adversarios habían sufrido tantas averías en los palos y aparejos que, se desengancharon, ante la necesidad de proceder a las reparaciones indispensables. Poco después se reanudó la lucha, continuando toda la noche, hasta las nueve de la mañana siguiente. Entonces se produjo un accidente que pareció sellar la suerte de los ingleses. Dejemos la palabra al capitán Booth:
~ Hacia las nueve de la mañana, acababa yo de retirar a un homr~edel armamento de cada una de las piezas del entrepuente donde mejor podian pasarse sin él, para armar los cañones de la toldilla, y uno de los inválidos del rey, que tenía allí su puesto de' combate, llenando los proyectiles de pólvora, estaba introduciendo la pólvora en tres cartuchos, cuando de pronto una gruesa bala enemiga cayó sobre la pieza, alcanzando los tres cartuchos que tenía en la mano. Los cartuchos se encendieron y le arrojaron fuera de su puesto, haciendo saltar las siete u ocho granadas que había allí. Estas granadas mataron o hirieron a todos los hombres en torno mío y fue milagro el que yo mismo me salvara con una ligera herida en el cuello causada por un casco de granada.
Por el más grande de los azares, en el instante siguiente se abatió el palo mayor del argelino e inmediatamente después, los piratas pidieron cuartel.
Ambos buques habían sufrido averías graves. A bordo del pirata encontraron a Hadje Alí y a cinco de sus oficiales cubiertos de heridas. Cuatro de éstos eran renegados de Holanda y Hamburgo; el quinto era un sobrino del gobernador de Argel. También capturaron a un viejo turco, un antiguo almirante de Argel, de nombre Abram Reis, que participaba en el viaje por placer suyo. Un esclavo cristiano del navío pirata declaró al capitán Booth, que sin la intervención de Abram Reis, de ese orgulloso anciano que no buscaba más que su placer, los piratas se habrían entregado mucho tiempo antes; pero el viejo alentaba a los turcos hablándoles de los triunfos que arrebató en tiempos pasados a los cristianos, y citando sus combates contra los buques de guerra holandeses, su encuentro con Sir Richard Beach que mandaba el Hampshire, y otras muchas contiendas...
El cambio de la política francesa y el desarollo comercial de Francia bajo Luis XIV acabaron por arrojar este país a brazos de los enemigos de los corsarios, y desde aquel momento los franceses, imitando el ejemplo inglés, emprendieron varias expediciones punitivas contra los moros, sin gran éxito hasta el siglo XIX.
Una de estas expediciones, la de 1683, es característica a la vez de los métodos y de la brutalidad empleados en aquellos conflictos. El marqués de Duquesne, comandante de la escuadra francesa, disparó seis mil proyectiles sobre Argel, matando ocho mil personas y destruyendo gran número de casas. El populacho se sublevó, asesinó al bey y eligió como su sucesor al capitán de las galeras Hadji Hasan, apodado Mezzomorto (medio muerto) a causa de su aspecto cadavérico. El nuevo bey envió un mensaje al almirante amenazando sujetar a un francés de Argel a cada boca de cañón, si no cesaba inmediatamente el cañoneo. No era una amenaza vana. Al continuar el cañoneo, el bey eligió su primera víctima, Jean Le Vacher, vicario apostólico. El noble anciano que había sacrificado treinta años de su vida al servicio de los infelices cautivos cristianos, fue arrastrado hacia el muelle, atado a una boca de cañón y lanzado en dirección de la flota francesa. Ello no obstante, los franceses sólo retiraron su escuadra después de haber agotado sus municiones. Cuando a mediados de Agosto, la flota salió de Argel, veinte franceses más, entre ellos el propio cónsul, habían sufrido la suerte del venerable sacerdote.
Cinco años después, los franceses reanudaron el cañoneo, y cuarenta y ocho franceses más fueron disparados por los piratas. Puede verse en el Museo de la Marina, en París, un viejo cañón capturado en Argel y que había recibido el nombre de La Consular por haber lanzado al aire al cónsul.
Y aquello continuó durante más de un siglo: un puñado de mercaderes independientes de la costa africana, capturando enormes cantidades de dinero y de esclavos, sufriendo represalias, humillándose, firmando alianzas, violándolas, y cobrando, en virtud de acuerdos o bien a la fuerza, tributos a todas las naciones del mundo occidental.
Un incidente, aparentemente sin gran alcance, pero harto significativo, mostrará mejor que nada el carácter extraño de las relaciones de los piratas con Europa. En 1780, el bey de Argel compró al gobierno sueco diez cañones. Las piezas habían sido ensayadas por el fabricante; pero ello no satisfacía a los corsarios quienes quisieron hacer un ensayo por su parte. Después de haber cargado el primer cañón de pólvora, llenándole hasta la mitad, acercaron la mecha. El cañón hizo explosión, matando a dos argelinos e hiriendo a algunos hombres más. Aunque el accidente no pudo ser imputado sino a la ligereza de los piratas, el cónsul tuvo que pagar una fuerte indemnización. El bey pidió quinientas libras nada más que por la nariz estropeada de uno de los corsarios. En total, el negocio costó al gobierno sueco cerca de siete mil libras. Tenemos la impresión de asistir a una de las querellas habituales entre dos estados igualmente soberanos, hasta que recordamos que se trata de una transacción entre un gobierno cristiano y un nido de ladrones.
Al fin se levantó una potencia joven, una potencia situada fuera de Europa, y que osó negar el tributo pedido por los corsarios berberiscos. Apenas nacidos, los Estados Unidos habían sido obligados a aceptar la misma humillación que deshonraba a las naciones del Viejo Mundo, pagando entre 1785 y 1789 al bey de Argel un inmenso tributo anual en efectivo por la concesión meramente nominal de una carta de franquicia para sus mercantes. En 1798, el señor Eaton, cónsul americano en Túnez, enviado a Argel con la misión de conducir allí cuatro barcos que representaban el tributo de los Estados Unidos, escribía a su gobierno: ¿Es creíble que esa bestia coronada (el bey) tenga por tributarios a siete reyes de Europa, dos Repúblicas y un continente, cuando su entera fuerza naval es inferior a dos escuadras de buques de línea? Y sin embargo, al año siguiente, el tributó ascendió a cincuenta mil dólares, veintiocho cañones y diez mil proyectiles, sin contar una gran cantidad de pólvora, de beta y de alhajas.
Finalmente, la opinión pública de los Estados Unidos se indignó en grado tal que el Congreso ordenó la construcción inmediata de una flota para poner fin a la cuestión de los corsarios. La amenaza de medidas radicales no tardó en producir efecto en el bey: aceptó dejar tranquilos a los barcos americanos con tal que el Presidente le regalase una fragata convenientemente equipada con pólvora y armas. Al enterarse de ello, el bey de Túnez se apresuró a escribir por su parte al Presidente explicándole que le sería imposible asegurar por más tiempo la paz, si no le enviaba en el acto diez mil fusiles con sus accesorios y cuarenta cañones. El sultán de Marruecos, no queriendo quedarse atrás, presentó a su vez su demanda. Pero el yusuf de Trípoli echóselas de potencia perjudicada y declaró la guerra el 15 de Mayo de 1801, haciendo derribar el asta de la bandera del consulado americano.
La joven República aceptó el reto, eligiendo su hora. En 1803, el comodoro Edward Preble se dirigió hacia Gibraltar con una escuadra de flamantes buques de guerra. El Philadelphia de treinta y seis cañones y el Vixi fueron enviados a establecer el bloqueo del puerto de Trípoli.
El 31 de octubre, el Philadelphia encalló al dar caza a un navío que intentaba entrar en Trípoli, forzando el bloqueo. Pese a todos los esfuerzos, no se logró ponerlo a flote, y pronto los tripulantes vieron acercarse al buque varado, enjambres de embarcaciones. El resultado del combate que iba a librarse era fácil de prever. Los americanos, no obstante su heroica defensa, fueron hundidos por fuerzas superiores, y tras haber celebrado un consejo con sus oficiales, el comandante, capitán Bainbridge, deseoso de salvar la vida de sus hombres, decidió arriar el pabellón. Antes de hacerlo, procuró anegar los pañoles, practicando agujeros en el casco, y obstruir las bombas, con lo cual aseguró la inutilización total del buque. A poco tiempo, los piratas subieron a bordo, y después de despojar a los oficiales de sus bienes y prendas, los encarcelaron en tierra junto con el resto de la tripulación. El infeliz Bainbridge tuvo un mes después la penosa experiencia de vér el Philadelphia puesto a flote por los piratas y entrando en el puerto con los cañones colocados en sus sitios.
En cuanto recibió la noticia de la catástrofe, el comodoro Preble que preparaba sus buques para la campaña del año siguiente, detuvo inmediatamente su plan, decidiendo destruir el barco capturado por los piratas. Eligió para la ardua empresa a un joven teniente, Stephen Decatur, al que confió el mando de una galeota, el Intrepid. El buque transportaba cinco oficiales y setenta hombres, apretados como arenques sobre unas tablas arrojadas por encima de algunos barriles de agua, sin tener siquiera sitio para sentarse.
Después de una travesía agitada a causa del mal tiempo, la pequeña embarcación llegó a la altura de Trípoli. Decatur decidió realizar su ataque la misma noche. Mientras entraba en el puerto sólo algunos de los tripulantes, disfrazados de marinos malteses, se mostraban en el puente, desde el cual podían ver perfectamente el Philadelphia, anclado a una milla de distancia, junto a la muralla del fuerte.
Sin vacilar, el Intrepid se colocó al lado del gran barco de guerra. Cuando un moro gritó una advertencia desde el puente del Intrepid, el piloto, un siciliano, le contestó en idioma tripolitano que habían perdido el ancla durante una ráfaga y pedían permiso de lanzar un cabo de maroma al buque de guerra, para poder mantenerse junto a él durante la noche. Completamente engañados, los piratas ayudaron a amarrar la galeota. En el momento siguiente resonó el grito: ¡Americanos!, ¡americanos!, y la batalla comenzó al ordenar el comandante el abordaje. Inmediatamente los marinos yanquis saltaron por encima del barandal con tal furia que al cabo de diez minutos el Philadelphia estaba reconquistado, con ínfimas pérdidas por parte de los asaltantes. Desde aquel momento, los sucesos se desarrollaron conforme el plan y se prendió fuego al barco por varios lados. Cuando todo ardía a pedir de boca, Decatur dió órdenes de regresar a la galeota, de armar los remos y de remar por la vida. Y era hora, pues casi todas las baterías del fuerte habían comenzado a disparar sobre ellos.
La escena ha sido narrada por uno de los oficiales presentes en el ataque, el cual escribe:
Hasta aquel momento los buques y las baterías del enemigo habían permanecido silenciosos; ahora estaban listos para entrar en acción, y cuando la tripulación lanzó tres hurras en honor de la hazaña, la respuesta fue una descarga general de los cañones enemigos. La confusión que reinaba entre los moros impidió próbablemente una buena puntería, y aunque la galeota quedó expuesta al fuego durante media hora, el único proyectil que dió en el blanco atravesó tan sólo la vela mayor. Corríamos un riesgo mucho mayor del lado del Philadelphia, cuyas baterías dominaban el paso por el cual nos estábamos retirando; sus cañones estaban cargados y se disparaban con creciente violencia a medida que iban calentándose. Pero escapamos también a este peligro y mientras remaba con todas sus fuerzas, la tripulación de la galeota se ocupaban más en admirar la belleza de las mangas de fuego que arrojaban en medio de nosotros los proyectiles, y contemplar el espectáculo del incendio en el buque, que en medir el riesgo que corríamos de recibir las balas turcas. El aspecto del Philadelphia era realmente magnífico. Las llamas del interior iluminaban sus portas y, trepando a lo largo de los árboles y de los aparejos, formaban columnas de fuego que al tropezar con las cofas se desviaban dibujando magníficos capiteles; en tanto que las sucesivas descargas de los cañones causaban la impresión de que el buque estaba animado con una fuerza directora. La muralla de la ciudad, las baterías del puerto, los mástiles y aparejos de los cruceros anclados, resplandecientes bajo el fuego de la artillería, daban al cuadro un segundo plano y un fondo bien armonizados con su parte central. Pronto, ayudados nuestros esfuerzos por una ligera brisa, logramos salir fuera del alcance de los cañones ...
No fue sino en el mes de julio del año siguiente cuando el comodoro Preble estuvo listo para atacar Trípoli. Fueron necesarios cinco asaltos antes de que la fortaleza de los piratas se entregase a los americanos. Y durante los dos años siguientes la costa siguió sometida a un severo bloqueo. Finalmente, en junio de 1805, se firmó un tratado según las cláusulas del cual los tributos quedaban abolidos para siempre y se confirmaba a los mercantes norteamericanos la libertad de navegar por todas partes del mundo sin ser molestados por los piratas.
Mas sucedió lo de siempre: la ruda lección infligida a los piratas por los Estados Unidos, fue olvidada pronto. Europa continuaba discutiendo, amenazando y pagando. Al fin la actitud de los corsarios se hizo tan insolente que Inglaterra se decidió a acabar con el asunto. En 1816, se dió carta blanca a lord Exmouth para actuar a su antojo, y el almirante se presentó frente a Argel con una poderosa flota, reforzada por una escuadra holandesa bajo el mando del vicealmirante barón Van Capellan.
Esta vez, la antorcha que prendió fuego al polvorín fue una ordenanza del bey de Argel decretando el encarcelamiento de todos los italianos de Bona y Orán, protegidos por los británicos. El edicto tuvo por consecuencia la matanza, en Bona, de un centenar de italianos indefensos, acuchillados en el momento de oír misa. Otros cien resultaron heridos, y ochocientos fueron llevados a prisión, después de despojarlos de sus bienes.
Las flotas aliadas llegaron a Argel el 27 de Agosto. Mientras tanto, el almirantazgo había despachado el crucero Prometheus para acudir en ayuda del cónsul de Inglaterra y de su familia, cuyas vidas corrían gran peligro.
La esposa y las hijas del cónsul, disfrazadas de guardias marinas, llegaron sin incidente a bordo del Prometheus; mas fue preciso imaginar otro ardid para salvar a un nene, hijo del matrimonio. A tal efecto, el médico de la marina hizo ingerir al niño un narcótico. Los hombres que le llevaban escondido en un canasto cubierto de fruta y de verduras, franqueaban la puerta del arsenal cuando por desgracia se puso a llorar. En el acto, el médico, tres guardias marinas y los remeros de la canoa del barco fueron detenidos y arrastrados ante el bey. A los tres días, el bebé fue devuelto a su madre. Unico ejemplo que existe de su humanidad escribía lord Exmouth en un despacho.
Tan pronto como la flota hubo llegado a Argel, el almirante exigió la liberación inmediata de los prisioneros. No recibió respuesta alguna, y sin dar un paso más, abrió las hostilidades.
Entonces -escribe el almirante- comenzó un cañoneo tan vivo y tan nutrido que no creo que se haya contemplado nada igual desde una toldilla. Continuó sin interrupción desde las tres hasta las nueve, y no cesó completamente sino hasta las once y media. Los buques que obedecieron mis órdenes, ocupaban su puesto con una tranquilidad y precisión maravillosas y que sobrepasaban mis más ambiciosas esperanzas. Jamás en ninguna ocasión el pabellón británico ha recibido una ayuda más calurosa y honorable.
La batalla se enfurecía gradualmente. Hasta las mujeres, que en aquellos tiempos acompañaban a sus maridos a bordo de los buques de guerra, tomaron parte manejando los cañones al lado de sus hombres. A las diez de la noche, las principales baterías enemigas quedaban reducidas al silencio y todas las embarcaciones del puerto ardían. El incendio se extendió al arsenal, a los depósitos y a los polvorines, ofreciendo a los ojos un espectáculo de salvaje grandeza y de una intensidad que no podría describir ninguna pluma.
Al día siguiente se firmó un tratado que libertaba a mil seiscientos cuarenta y dos esclavos. El bey tuvo que expresar públicamente sus excusas ante el cónsul de Inglaterra, señor MacDonald, que había sido encarcelado medio desnudo y en una celda destinada a los reos condenados a muerte.
Esta lección, -y todo el mundo lo deseaba vivamente-, habría podido tener efectos duraderos. Pero ¿qué sucedió? Apenas desaparecida del Mediterráneo la flota inglesa, se vió a los piratas volver a su ocupación familiar.
El populacho argelino, decidiendo que su bey era perseguido por la mala suerte, le estranguló y le reemplazó por otro, de nombre Alí Jodja. Pero ese bribón que afectaba gustos literarios, resultó ser aún más canalla que su predecesor. Si podemos dar crédito al señor Shaler, el cónsul americano, al hacer en compañía de los demás cónsules extranjeros su primera visita oficial al bey, tuvo que pasar ante una veintena de cadáveres, y cuando llegaron hasta él, lo encontraron magníficamente vestido y con un libro en la mano, como si lo hubieran interrumpido en sus estudios.
A consecuencia de la reciente operación de lord Exmouth, las habituales remesas de mujeres europeas habían sido suspendidas, de suerte que el bey que parece haber tenido una propensión tan viva hacia el bello sexo como hacia la literatura, se vió obligado a recurrir a otros medios diferentes a la piratería para completar su harem. Cierto caso que pone de relieve su villanía y que hizo particular sensación en Europa, ha sido publicado por sir Sidney Smith, entonces presidente de la Asociación por la redención de los esclavos en los países berberiscos.
Sir Lambert Playfair, que le informó sobre este caso, relata lo siguiente:
Una joven sarda de nombre Rosa Ponsombio, prometida de cierto hombre, fue persuadida una noche, bajo un pretexto cualquiera, a presentarse con su madre en el consulado de Francia. Al regresar a casa, la muchacha fue raptada por algunos emisarios del bey, los cuales, después de arrojarle una manta sobre la cabeza, la llevaron al serrallo. La infeliz fue obligada a cambiar de religión y de traje. Cierto día, sin embargo, se las arregló para tirar por encima del muro un papel dirigido al cónsul de Inglaterra, informándole de su triste condición y advirtiéndole, lo mismo que a los cónsules de España y de Holanda, vigilar bien a sus hijas a las que su raptor tenía reservada la misma suerte. En efecto, después de la muerte del bey, encontraron entre sus papeles una agenda con la siguiente anotación:
La hija del señor Mac Donald, joven y bella, para mi harem; la hija del cónsul de España, que es fea, será destinada al servicio de la favorita; haré cortar la cabeza al cónsul de Inglaterra y al cónsul de España, y todos los cónsules serán muertos si se atreven a protestar.
En vano intentó sir Sidney Smith salvar a aquella joven; todos sus esfuerzos, aun combinados con los del señor Richelieu, ministro francés, no lograron libertarla, y permaneció como cautiva en el serrallo del bey hasta 1818, cuando murió de la peste, epidemia que causó estragos en Argel y que fue propagada en toda Europa por los barcos argelinos.
En aquella época, el tráfico de esclavos florecía pese a todos los tratados y a todos los bombardeos. El congreso de Aquisgrán decidió tomar medidas contra los piratas berberiscos, con objeto de combatir aquella plaga. En septiembre de 1819, una armada anglo-francesa se presentó en la bahía de Argel y se formularon las más terribles amenazas, las cuales no tuvieron ningún efecto, puesto que finalmente la flota se marchó, dejando tras sí a un bajá que reía a carcajadas y que continuó como antes.
Pero el día del ajuste de cuentas se aproximaba. Llevados a la desesperación, los franceses enviaron desde Tolón, el 26 de mayo, una poderosa escuadra bajo el mando del almirante Dupierre, con un ejército de treinta y siete mil soldados, incluyendo caballería y artillería. El 13 de junio, el cuerpo expedicionario desembarcó y se atrincheró. Los franceses comenzaron entonces un avance lento, pero tenaz, sobre Argel, derrotando a los moros en todos los combates que tuvieron lugar en el camino. El 4 de julio se dió principio a un bombardeo de la ciudad; el fuerte principal cayó y los polvorines hicieron explosión. Al día siguiente, los franceses entraron en Argel. El bey y su familia fueron deportados a Nápoles, a bordo de una fragata. Poco a poco fueron sometidas por Francia todas las tribus vecinas, comenzando por Túnez, y después de una existencia de tantos siglos, el azote de la cristiandad quedó dominado para siempre.
Aunque hubo todavía, en el curso del siglo XIX, reincidencia esporádica de piratería, se obtuvo en casi todos los casos la captura y el castigo de los culpables. A medida que progresaba la ocupación de la costa berberisca por varios estados de la Europa Meridional, estas recrudescencias accidentales perdieron cada vez más su carácter grave, hasta que los últimos vestigios de la actividad de los corsarios se extinguieron a comienzos del siglo actual.
Índice de Historia de la piratería de Philip Gosse | CAPÍTULO TERCERO del Libro I | CAPÍTULO QUINTO del Libro I | Biblioteca Virtual Antorcha |
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