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HISTORIA DE LA PIRATERÍA
LIBRO CUARTO
CAPÍTULO IV
EL JAPÓN Y LA CHINA
Lo mismo que los árabes del Mar Rojo y los fenicios, los chinos practicaban la piratería aun antes de existir una Historia escrita; por otra parte, los documentos del Celeste Imperio, de los que tenemos conocimiento, se remontan a épocas más remotas que los relativos a otros países. Existen, en los archivos de Pekín, descripciones compuestas hace muchos siglos sobre los piratas que infestaban las bahías y los ríos de la costa china. Pocas han sido traducidas, y una mina de información espera todavía al sabio que tenga la erudición y paciencia necesarias para su explotación. Estos documentos se hallan incluídos en los tres últimos de los sesenta tomos de las Memorias relativas al Sur de las Montañas Meilhing, y conducen a la historia de la piratería hasta fines de la dinastía Chow.
Durante el intervalo entre aquella historia antigua y los tiempos modernos, la mayor parte de los piratas de los Mares de China fueron japoneses y europeos más bien que chinos. En la Edad Media, China era un país mucho más rico que su vecino allende el Mar Amarillo, ofreciendo tentadoras oportunidades a los audaces marineros japoneses. Los piratas japoneses operaban con grandes flotas y vestían trajes encarnados y sombreros amarillos. Sus principales golpes de mano se dirigían contra las costas de China y sus embarcaciones se internaban a menudo profundamente en el interior del país, saqueando las ciudades alejadas del litoral. En combate, los japoneses llevaban dos espadas, y los chinos no podían rivalizar con ellos en la lucha cuerpo a cuerpo. Cada vez, en cambio, que los chinos capturaban a algún pirata japonés, no tardaban en sumirle en una caldera con agua hirviendo; procedimiento propio, por cierto, para estimular, en vez de mitigar, el ardor combativo de los invasores, pues más valía en tales circunstancias hacerse matar que entregarse. Los piratas japoneses no limitaban sus incursiones a la costa china, sino que descendían hasta el sur, aventurándose hasta el estrecho de Malaca. No fue sino a mediados del siglo XVI cuando se logró reducirlos.
Uno de los corsarios nipones, Yajiro, fue un pionero de la Iglesia cristiana en Extremo Oriente. Se convirtió en bandido del mar del mismo modo que se convierten en criminales muchas personas honradas, esto es, como consecuencia de haber matado por accidente a un hombre y de verse obligado a huir del país. En el curso de su carrera, Yajiro, hizo escala en Malaca en el momento en que allí predicaba San Francisco Javier, y se convirtió al cristianismo. Acompañó en 1549 al santo hasta el Japón a bordo de un barco conocido por Junco del Ladrón. Al salir Javier de Japón, colocó a Yajiro a la cabeza de la Iglesia por él establecida; pero los sacerdotes portugueses se mostraron tan celosos del converso japonés elevado por encima de ellos, que Yajiro se disgustó: dimitió sus funciones y volvió a la piratería. Encontró la muerte durante una incursión en tierras chinas.
Apenas desaparecidos los corsarios japoneses, comenzaron a llegar a las costas de China, los europeos. Los nuevos intrusos dieron a los chinos la impresión de ser más bárbaros que los peores entre los orientales. El primero que apareció en el Mar de China, Simón de Andrada, un portugués que intentó establecerse como negociante en 1521, cometió todas las violencias imaginables yendo tan lejos para robar niños de ambos sexos a los que vendía como esclavos. Cierto comandante portugués, Antonio de Faria, derrotó en 1540 a un pirata frente a Gujerat, mas no tardó en imitar a su adversario; se fue a buscar fortuna entre los chinos y entonces no se contentó con saquear mercantes, sino que incluso se atrevió a violar las sagradas tumbas de los emperadores chinos en las inmediaciones de Pekín.
El más afamado de los aventureros europeos en mares de China fue, con mucho, Méndez Pinto, un portugués del siglo XVI, quien adquirió merecida celebridad como explorador, viajero, escritor y pirata.
Su más notable hazaña fue asociarse a un pirata chino con objeto de suprimir a un rival de Malabar. En cierta ocasión, Pinto surcaba el mar con su tripulación portuguesa, cuando plugo a Dios conducir a nuestro camino un junco de Patana, mandado por un chino de nombre Guiai Panian, amigo de la nación portuguesa y que había adoptado tanto nuestro modo de vestir como nuestras costumbres. Llevaba a su bordo una treintena de portugueses, hombres selectos y aptos, a quienes pagaba bien y que eran todos muy ricos.
Ese encuentro entre piratas casi terminó en tragedia, pues no bien nos había visto aquel pirata -escribe Pinto-, cuando decidió atacarnos, tomándonos por portugueses y, cosa natural, dado que era un viejo soldado, sintió deseos de apoderarse de nosotros y convertirnos a la piratería. Así, pues, nos ganó el viento y nos saludó con quince cañones, lo cual nos asustó muchísimo.
Afortunadamente, el bando de Méndez Pinto pudo hacer saber a tiempo a Panian con quiénes estaba tratando, y mientras las dos tripulaciones fraternizaban, sus capitanes se ponían de acuerdo acerca de las condiciones de una asociación. Después de haber navegado juntos durante algún tiempo, tropezaron con un barco sin puente a cuyo bordo hallaron trece moribundos. Al trasladarlos al buque de Pinto, supieron que acababan de salvar a ocho portugueses y sus criados, que se habían escapado tras sangriento combate contra un pirata de Malabar: Coia Acem; éste había dado muerte al resto de la tripulación formada de más de ciento cincuenta hombres, robando tanto el navío como el valiosísimo cargamento. Aquellos pocos sobrevivientes lograron escaparse de noche.
Esta noticia excitó en grado sumo a Pinto y a sus compatriotas, los cuales, con ardor impresionante y vivas aclamaciones, izaron las velas y se lanzaron en busca del pirata Coia Acem que se ufanaba del título de Vampiro de los Portugueses.
A poco tiempo, Pinto llegó de noche a la desembocadura de un río, donde había sido señalada la presencia de los piratas de Malabar, y envió espías a tierra. Estos volvieron con la noticia de que la presa se hallaba a cerca de dos leguas río arriba. A la caída del día siguiente, protegidos por la oscuridad, los piratas portugueses remontaron sin ruido el río hasta tropezar con los de Malabar, quienes, al verlos, hicieron resonar una campana de alerta, cuyo sonido provocó tal ruido y confusión, tanto entre los que se encontraban en tierra. como entre los de a bordo, que nadie podía escuchar a nadie.
Sin más ceremonia, los buques portugueses abrieron el fuego con todas sus piezas, acostaron veloces y los hombres saltaron al abordaje. Se siguió un sangriento combate cuerpo a cuerpo que pareció más salvaje a causa del ruido espantoso de los tambores, gongas y campanas, acompañado por el tronar de los gruesos cañones que repercutía sobre las rocas y accidentes de terreno circundantes.
Al cabo de un cuarto de hora, dos de los juncos enemigos quedaban hundidos, un tercero ardía, y cientos de piratas habían perecido muertos en combate o ahogados. En el instante en que la batalla parecía terminada, Coia Acem, alumbrado por las llamas de su junco incendiado, se presentó ante sus hombres y los exhortó a nuevos esfuerzos.
Llevaba una cota de malla forrada de satén carmesí y bordada de una franja de oro, prenda que había pertenecido a algún portugués; y gritando con todas sus fuerzas para que todos le oyesen, conjuró a sus partidarios, en cuanto musulmanes y fieles creyentes de la santa ley de Mahoma, a no dejarse vencer por unos esclavos tan endebles como esos cristianos que no tienen más valor que gallinas o mujeres barbadas.
Las condenadas palabras de aquel demonio los alentaron a tal punto -escribe Pinto-, que atropados en un solo grupo, atizaron la lucha y nos hicieron frente con tanta valentía que fue cosa terrible ver cómo perdidamente se arrojaron sobre nuestras armas.
Los dos jefes se enfrentaron entonces cara a cara. El portugués, empuñando su espada con ambas manos, le asestó a Coia Acem un tremendo golpe en la cabeza; la hoja atravesó su cota de malla, partiéndole la cabeza en dos; un segundo golpe, de través, le arrancó las dos piernas.
La muerte de Coia Acem puso fin al combate. Sólo cinco de los piratas de Malabar se salvaron, pero no por mucho tiempo. Los metieron atados en la cala, con el propósito de forzarlos por medio de torturas a confesar ciertas cosas que era preciso saber; mas temiendo la muerte que les esperaba, tuvieron el valor de abrirse mutuamente el cuello con los dientes.
El total de las bajas en este encuentro fue, por parte del enemigo, de trescientos veinte muertos o ahogados. Los portugueses perdieron cuarenta y dos hombres.
He aquí lo que encontraron los piratas vencedores al bajar a tierra:
En medio de un delicioso valle, junto a un pintoresco río de aguas frescas, en las que abundaban los musgos y las truchas, los portugueses descubrieron una hermosa casa o pagoda, llena de enfermos y heridos que Coia Acem había alojado allí para cuidarlos. Hallábanse entre ellos varios mahometanos de su familia y algunos de sus mejores soldados, en número de noventa y seis. Al ver a los portugueses desde lejos, se pusieron a enternecerlos, implorando perdón; pero aquéllos no podían oír sus súplicas, pues no era posible perdonar la vida a quienes habían matado tantos cristianos. Así se los dijeron, después de lo cual prendieron fuego a la casa en seis o siete lugares, y como era de madera alquitranada y cubierta con hojas de palmera secas, ardió con rapidez espantosa. Era un espectáculo desgarrador oír los lamentables gritos de los infieles que se encontraban en el interior, y verles arrojarse con la cabeza delante por las ventanas, donde nuestros hombres, locos del deseo de venganza, los recibían sobre sus picas y alabardas.
El más ilustre de los europeos víctimas de piratas japoneses fue John Davis, explorador ártico y uno de los hombres más grandes que haya producido la raza de marinos ingleses del siglo XVI. En diciembre de 1604, Davis salió de Cowes, con destino a las Indias, como primer piloto a bordo del Tiger, mandado por sir Edward Michelborne. Después de una larga y monótona travesía, el Tiger llegó a Bintang, al Este de Singapur. Frente a esta isla, notaron un pequeño junco dislocado y apenas flotable, pero literalmente cubierto de japoneses que tras haberse entregado a saqueos en China y capturado la mísera embarcación sobre la que ahora se sostenían, habían naufragado en la costa de Borneo. El inglés socorrió a los náufragos, subveniendo a sus necesidades más urgentes.
Durante dos días, el barco inglés y el japonés permanecieron anclados uno al lado de otro, y las dos tripulaciones fraternizaron. De pronto, sin la menor advertencia, los piratas se lanzaron sobre los veinte ingleses que se encontraban en su junco, matándolos y arrojando sus cadáveres al mar: A un mismo tiempo, veinticinco japoneses presentes a bordo del Tiger se lanzaron sobre sus confiados bienhechores. Herido por múltiples y furiosos golpes, Davis cayó de lo alto de la toldilla y expiró casi inmediatamente.
Pero los ingleses lograron aventajar a los asaltantes, y después de un cuerpo a cuerpo espantoso, habiendo matado a los veinticinco bandidos temerarios, se escaparon con el Tiger, aunque con muy pocos sobrevivientes ilesos.
El más célebre de todos los piratas que hayan infestado jamás el Mar de China, fue Koxinga, el segundo de una larga dinastía. Su caso confirma el curioso hecho de que las disposiciones para la piratería parecen transmitirse de generación en generación.
El padre de Koxinga, Chen Chi Ling, era un pobre jornalero al que la necesidad constriñó a emplearse en un establecimiento portugués de Macao. Allí se ganó una fortuna. Entonces se fue a visitar a uno de sus tíos que vivía en Japón, y se casó con una japonesa llamada Tagawa con la que tuvo un hijo, Koxinga, nacido en 1623. A continuación, Cheng abandonó Japón e invirtió su capital en una flota de piratas, con tanta suerte que al cabo de pocos años controlaba prácticamente todo el comercio de la costa sudoccidental de China. Además de saquear las ciudades y juncos chinos, Cheng Chi Ling incluso robaba los bienes de la Compañía de las Indias Orientales Holandesas.
Muchos años antes de aquellos acontecimientos, China había sido invadida y, en gran parte, conquistada por los manchúes. La dinastía de los Ming oponía a los invasores una última resistencia en el extremo sur del imperio. El soberano Ming, recurriendo a una medida desesperada, invitó a Cheng Chi Ling a asumir el cargo de almirante de la flota imperial, y gracias a tal alianza, logró rechazar a los manchúes. A título de recompensa, Cheng pidió que el emperador adoptase a su hijo y le hiciera príncipe. Al ver rechazada su demanda, el pirata entró en negociaciones con los manchúes, los cuales le llamaron a Pekín so pretexto de discutir la posibilidad de elevarle a emperador de las provincias del sur. Apenas llegado a Pekín en 1640, Cheng fue encarcelado, torturado y, finalmente, ejecutado.
Koxinga tomó entonces el manda de la flota paterna. Deseoso de vengarse de los manchúes, se adhirió de buena gana a los Ming. Durante veinte años, el pirata asoló la costa, quemando y saqueando villas y aldeas hasta que se le ocurrió al gobierno manchú un expediente extraordinario: prescribió a los pobladores de ochenta aglomeraciones ribereñas destruir sus moradas y emigrar hacia el interior del país. Koxinga enfocó entonces su atención sobre los antiguos enemigos de su padre, los holandeses de la isla de Formosa.
En mayo de 1661, Koxinga, a la cabeza de una flota de seiscientos buques, atacó las fuerzas neerlandesas de Fort-Zelandia. Durante nueve meses, el valiente comandante holandés resistió, pero al fin capituló temiendo, si el fuerte fuese tomado por asalto, ver a mujeres y niños expuestos a los horribles suplicios que Koxinga infligía notoriamente a los prisioneros. Después de este suceso, toda la isla de Formosa pasó a la dominación de Koxinga. Este, sin embargo, no vivió lo bastante para disfrutar de su triunfo: murió al año siguiente y le sucedió su hijo Cheng Ching.
Koxinga se distingue por el hecho de que perteneciera al grupo reducido, pero selecto, de los príncipes piratas que habiendo alcanzado el grado más alto de la escala del poder, aciertan a mantenerse en la cumbre.
Sus hechos influyeron profundamente en el curso de la historia del Extremo Oriente, y es a él a quien se debe el hecho de que Formosa viniera a formar parte del imperio chino. A los ojos de los chinos, sus actos de patriotismo prevalecen en tan alto grado sobre los medios de piratería a los que recurrió para consumarlos, que fue canonizado oficialmente. Fundó una dinastía que se perpetuó hastá épocas muy recientes, y uno de sus descendientes directos figuró entre los rarísimos nobles hereditarios del imperio chino.
No es sino a principios del siglo XIX cuando comenzamos a encontrar relatos extensos sobre las actividades de los piratas chinos. En 1831, Charles Neumann tradujo una obra china contemporánea de Yuentsze Yung Lun, que abarca el período entre 1807 y 1810. El original, publicado en Cantón en 1830, está consagrado, sobre todo, a las proezas de un solo pirata, y este pirata extraordinario es una mujer.
La dama aquella era la viuda de un Ching quien, siendo almirante de todas las flotas piratas, se había convertido en tal obsesión para el gobierno, que en 1801 el emperador le nombró Senescal de las Caballerías imperiales. Los deberes de ese alto cargo parecen haber sido meramente nominales, pues poco después de su nombramiento, veíasele devastando las costas de Anam, y Cochinchina; y continuó así hasta que, finalmente, los habitantes se sublevaron y degollaron al terrible Ching.
Los sobrevivientes de aquella matanza se retiraron a bordo de sus barcos y se hicieron a la mar, pero solamente para combatir en adelante bajo el mando de la viuda de su jefe. La dama (que llamaremos la señora Ching, puesto que la historia no le dió ningún otro nombre) tomó posesión del mando efectivo sobre seis grandes escuadras que formaban la flota pirata. Cada una de ellas enarbolaba un pabellón de uno de los siguientes colores: rojo, verde, amarillo, negro, azul y blanco, y obedecía las órdenes de un teniente conocido, al igual que los jefes bucaneros, con algún nombre de guerra, como, por ejemplo: El Ave y la Piedra, El Azote del Mar de Oriente, La Joya de toda la Tripulación, o El Pasto de las Ranas. Antes de la muerte de su esposo, la señora Ching había mandado la escuadra más antigua, con pabellón rojo.
Bajo las órdenes de su nuevo almirante, los piratas se hicieron pronto más temibles que nunca y en tal grado que la paz y la tranquilidad fueron cosa desconocida para los habitantes de la costa durante diez años.
La señora comandante exigía una disciplina estricta. Impuso a sus tripulaciones un código de reglas que se parecían bastante a las acatadas por los primeros piratas europeos. He aquí tres de sus artículos:
1° 5i alguno de los hombres baja a tierra por su cuenta o si comete el acto llamado flanquear las barreras, será taladrado por las orejas ante toda la flota; en caso de reincidencia, será ejecutado.
2° Queda prohibido apropiarse el menor objeto de un botín procedente de robo o saqueo. Todo será registrado, y el pirata recibirá dos partes de cada diez, y las ocho restantes corresponderán al almacén denominado fondo general. El sustraer cualquier cosa de este fondo acarreará la muerte.
3° No se permite a nadie someter a sus deseos a las mujeres cautivas apresadas en las villas o en el campo traídas a bordo; primero debe pedirse permiso al ecónomo y esperarlo retirándose a la bodega del barco. El violar a una mujer sin permiso del ecónomo será castigado con la muerte.
La señora Ching era también una excelente mujer de negocios. Todo el botín capturado debía ser inscrito cuidadosamente en un registro que a tal efecto se llevaba en el almacén. Con respecto a su oficio profesaba conceptos más elevados que los concebidos por los extraños. Entre las prescripciones por ella establecidas encontramos una que prohibe el uso de la fea palabra botín, ordenando sustituirlo por la de productos trasbordados.
La inteligencia ilustrada de la dama produjo resultados felices, entre los cuales no fue menor la creación de relaciones amistosas entre los piratas y la población; relaciones que eran mantenIdas en estricta conformidad con sus órdenes: así, el vino, el arroz, y cualquier otro producto requisado a los habitantes del país debía ser pagado, y todo despojo de los aldeanos era acreedor a la pena capital. Como resultado, la flota pirata estaba siempre bien provista de víveres y pólvora de cañón, y la disciplina de las tripulaciones era poco menos que ejemplar.
Sus talentos de estratega fueron puestos en evidencia por una batalla que se libró en 1808 entre sus buques y una flota gubernamental enviada para atacarla. Al acercarse los navíos imperiales, la señora Ching no lanzó contra el enemigo sino una pequeña parte de sus fuerzas, ocultando el resto tras un promontorio, y cuando los imperiales mordieron el cebo, hizo salir de su escondite el grueso de sus escuadras y de repente los acometió por la retaguardia. El combate se prolongó desde el alba hasta horas avanzadas de la tarde: Los cadáveres flotaban por ambos lados del buque y un número considerable de piratas pereció allí mismo, pero finalmente los gubernamentales derrotados, tuvieron que rendirse. El almirante de la armada imperial, prefiriendo, sin embargo, la muerte al deshonor de ser capturado, agarró a Paou por la cabellera y le hizo una mueca, esperando que el así insultado pirata le matara. En vez de esto» el teniente de la señora Ching, animado con gran admiración por la intrepidez del viejo almirante Kuo Lang, le habló con dulzura tratando de calmarle. Pero Kuo Lang, viendo abortar sus insultos, se suicidó y expiró sobre el puente de su barco a los pies de la señora Ching.
Tan profunda fue la emoción del teniente Paou ante el trágico fin de su valiente adversario, que pronunció en el puente de la capitana y en medio de chinos muertos o moribundos, el siguiente discurso. Dirigiéndose a la señora Ching y a los piratas, dijo:
Nosotros somos como vahos dispersados por el viento; nos parecemós a las ólas marinas sublevadas por un torbellino. Cual bambúes rotos sembrados sobre el mar, así flotamos y nos hundimos por turno, sin gozar jamás de reposo. Nuestros triunfos en la encarnizada batalla pronto harán pesar sobre nuestros hombros el fardo de las fuerzas unidas del gobierno. Si nos persiguen en los estrechos y bahías del mar -y los mapas se hallan en sus manos-, ¿no tendremos mucho que expiar? ¿Quién creerá que aquellos acontecimientos se han producido sin mi intervención y que no tengo culpa alguna en la muerte de este oficial? Todo el mundo me acusará de haber asesinado alegremente a un comandante cuando ya se encontraba vencido y tomado su barco. Y aquellos que lograron escapar, no tardarán en exagerar mi crueldad. Si se afirma en contra de mí la acusación de haber asesinado este oficial, ¿cómo osaré someterme, suponiendo que tal deseo me venga en lo futuro? ¿No me veré tratado como autor de la cruel muerte de Kuo Lang?
Para vengar el desastre de la flota y la muerte del almirante Kuo Lang, el gobierno chino dió orden al general Lin Fa de atacar a los piratas. Mas al llegar a la vista de la armada enemiga, le falló a Lin Fa el valor e intentó retirarse; pero los piratas le dieron caza y lo alcanzaron en Olang Pae. En el preciso instante en que iba a principiar el ataque, cayó el viento y las dos flotas permanecieron cara a cara, inmovilizadas. Los salvajes piratas se mostraron tan impacientes de saltarles al cuello a sus compatriotas» que arrojándose al agua alcanzaron a nado los barcos enemigos y treparon a bordo con sus puñales entre los dientes. Así se lanzaron sobre los tripulantes, y antes de transcurrir mucho tiempo, eran suyos todos los buques imperiales y yacía muerto el pusilánime general.
Al año siguiente, el gobierno envió una flota de cien embarcaciones bajo el mando del almirante Tsuen Mow Sun para reparar el desastre sufridó por Lin Fa. Durante la batalla que se libró, los cordajes y las velas de pleita de los piratas se encendieron, y la señora Ching dió la orden de retirada. Tsuen ordenó entonces a sus cañoneros que apuntasen sobre los timones a fin de inmovilizar al enemigo. El encuentro terminó con la completa derrota de las fuerzas de la señora Ching, que habían sufndo gran numero de bajas entre muertos por balas y cuchillos, ahogados y prisioneros. La heroína de la jornada del bando de los vencidos fue la mujer de uno de los piratas, que permaneció en el timón de su barco, rehusando abandonar su puesto. Armada de dos navajas, una en cada mano, continuó defendiéndose con ferocidad y varios soldados recibieron heridas de su mano, antes de que fuese derribada por una bala de mosquete. Cayó en la bodega y fue hecha prisionera.
Antes de que el gobierno tuviera tiempo de glorificar a los vencedores, la señora Ching había restablecido la situación. Reuniendo rápidamente a sus dispersados partidarios y llamando en auxilio suyo a otros dos jefes piratas, se lanzó en busca de la flota imperial, y al dar con ella, se abatió sobre el enemigo con el resultado que nos revela la descripción hecha por uno de las marinos regulares:
Nuestra escuadra se desbandó, obligada a huir en desorden y, consecuentemente, hecha pedazos. Un ruido infernal desgarraba el ciclo; cada uno luchaba por defender su vida y apenas si quedaban en pie cien hombres.
Incapaz de someter de una vez toda la organización de la señora Ching, el gobierno intentó destruirla trozo por trozo. Poco después de la última batalla, un convoy de mercantes chinos, escoltado por varios buques de guerra, avistó a la Joya de toda la Tripulación, a punto de pasar por Tang Pae con su escuadra. Aprovechando la ausencia del resto de la flota pirata, el comandante imperial decidió atacar y aniquilar la escuadra aislada. El combate duró hasta la puesta del sol y fue reanudado en la mañana siguiente. Durante la noche, las fuerzas enemigas se encontraban a tal proximidad una de otra, que los piratas y sus adversarios podían cambiar insultos. Al reanudarse la lucha, los exhaustos piratas, si se debe dar crédito a ciertos observadores a bordo de los mercantes, comenzaron a mezclar pólvora de cañón a su bebida, lo cual llevó el color de sus mejillas y ojos al rojo vivo, pareciendo excitar su determinación. La batalla continuó furiosa durante tres días enteros, hasta que ambos adversarios vieron agotadas sus fuerzas y tan averiados sus buques que se separaron sin que ninguno de ellos insistiese en ganar la victoria.
La Joya de toda la Tripulación no tardó en reponerse de la paliza recibida y volvió a sus acostumbradas empresas, quemando ciudades y robando mujeres. El gobierno chino encomendó al almirante Ting Kwei Heu la misión de apoderarse de él. El almirante no se apresuró; durante varios días habían caído abundantes lluvias, circunstancia que, según creía, retendría a los piratas en su puerto. Conque aprovechó la tregua para poner orden en el lastre de sus barcos. Se hallaba entregado a esta operación, cuando apareció la señora Ching a la cabeza de una escuadra de doscientos juncos piratas, sorprendieron a Ting Kwei con sus anclas en el fondo y sus velas cargadas. Sus oficiales no estaban ávidos de sangre ni de gloria: espantados por el gran número de enemigos, pálidos de terror, se mantenían apegados al asta del pabellón, sin manifestar el menor deseo de combatir. Ansioso de darles ánimo, el almirante los imploraba en nombre de su padre, su madre, su esposa y sus hijos y hacía brillar ante sus ojos la esperanza de enormes recompensas que les serían concedidas por la patria, si cumplían con su deber. Enardecidos por esta más que romana exhortación, los atemorizados oficiales recobraron los ánimos y se libró un furioso combate, en el curso del cual el propio Joya de toda la Tripulación cayó segado por una bala de cañón. Durante un momento, los piratas estaban a punto de retroceder; mas oportunamente llegaron refuerzos bajo las órdenes del teniente Paou. Este tomó al abordaje el buque insignia del gobierno; el almirante Ting Kwei se suicidó y los veinticinco buques gubernamentales capitularon.
Después de aquellos sucesos, no hubo más remedio que dejar tranquila a la señora Ching que, con una flota más poderosa que nunca, recorría los mares de China al antojo de su encantadora voluntad. El decimo-octavo día del octavo mes, la dama acometió con quinientos juncos la ciudad de Shaonting, robando cuatrocientos hombres y mujeres. Durante el resto del año, 1809, consagró toda su atención a los ríos chinos que remontaba, saqueando y asesinando a diestra y siniestra, capturando cientos de hombres y mujeres, especialmente de estas últimas, y devastando las ciudades y villorrios de ambas orillas. El terror que inspiraba era tan grande que los campesinos huían y se ocultaban con la sola noticia de su proximidad.
A veces, los aldeanos se defendían; así en Kan-Shin, donde los vecinos atrincherados opusieron una resistencia desesperada. Un héroe, Kei Tang Chow, el maestro de boxeo de este pueblo, después de haber matado diez piratas, combatió valientemente al lado de su mujer. También el padre de la señora Kei Tang se lanzó sobre los asaltantes, matando a varios; pero finalmente el heroico trío cayó muerto a los pies de los asesinos.
Los piratas, después de acabar con la resistencia de la aldea, entraron en cuatro grupos y comenzó el saqueo. Los hombres de la señora Ching se llevaron enormes cantidades de tela y mil ciento cuarenta prisioneros de ambos sexos. El pueblo de Kan Shin fue arrasado por el fuego y tan bárbaramente. devastado que en toda su extensión no habreis podIdo oir el ladrido de un perro, ni el cloqueo de una gallina.
Cerca de cien mujeres se habían ocultado en los arrozales de la vecindad; pero el lloriqueo de un nene las traicionó y los piratas se las llevaron también. Entre estas mujeres se encontraba la bella Mei Ying, esposa de Kei Chow Yang. Cuando uno de los piratas la agarró de la cabellera, ella le injurió furiosamente, de suerte que al llegar a bordo su aprehensor la amarró a un mástil; pero Mei Ying le insultó con invectivas aun más punzantes y entonces el pirata la arrojó al suelo, rompiéndole dos dientes, de modo que su boca estaba llena de sangre. Ahora el pirata intentó atarla de nuevo. Mei Ying dejó que se aproximara y en el momento en que la rozaba, cogió la ropa del agresor entre sus ensangrentados dientes y se arrojó con él al río, ahogándose los dos.
El emperador de China, lo mismo que muchos monarcas europeos, al fracasar el método de la violencia, ensayó el del perdón. Así sucedió que O Po Tae, el jefe de la escuadra del pabellón negro, abandonó a la señora Ching y se sometió al emperador con todos sus hombres. Disponía O Po Tae de ocho mil marinos, ciento sesenta juncos, quinientos cañones pesados y cinco mil seiscientas armas diversas. El gobierno chino le designó, como territorio para él y sus tropas, dos ciudades, y hasta le confirió un cargo lucrativo, honor que determinó a O Po Tae a cambiar su nombre por el de Heo Been, que significa Esplendor de la Instrucción.
La señora Ching, naturalmente, se mostró muy apenada por aquel acto de traición por parte de uno de sus tenientes; mas al mismo tiempo se le ocurrió que acaso pudiera resultar provechoso hacer como él. Soy diez veces más fuerte que O Po Tae -se dijo-, y el gobierno, si me someto, tal vez me trate como trató a O Po Tae. Sin embargo, la tarea de concertar los pormenores de la sumisión de la señora Ching y de sus ensangrentadas huestes, amenazaba malograrse por demasiado delicada, cuando apareció un emisario en la persona de un tal doctor Chang, médico de la concesión portugesa de Macao.
Tras prolongadas discusiones y regateos, fue convenido que la señora Ching y sus tripulaciones recibirían el perdón imperial y que cada hombre, en el momento de su rendición, recibiría una cantidad de carne de cerdo, de vino y de dinero.
Desde entonces, el gobierno chino se encontraba lo suficientemente fuerte para tratar con las escuadras piratas que aun no se habían entregado. El Azote del Mar de Oriente hizo acto de sumisión; no así El Pasto de las Ranas que prefirió huir con su escuadra a Manila. En resumen, fueron capturados quinientos piratas, varones y hembras, y pacificados más de cuatro mil, con noventa y seis barcos. Se decapitó a varios jefes, así como a ciento cincuenta marinos. Después reinó la paz en los mares desde Oriente hasta Occidente, por lo menos durante cierto tiempo. La viuda de Ching terminó sus días en confortable oscuridad como animadora de una importante empresa de contrabando.
Desde aquel momento -concluye con lirismo el historiador chino- los barcos comenzaron a ir y venir con toda tranquilidad. La calma reinó en los ríos y la serenidad en los cuatro mares. El pueblo vivió en paz y abundancia. Los hombres vendieron sus armas y compraron bueyes para labrar sus campos. Cumplieron sacrificios, recitaron plegarias en lo alto de las colinas e impartieron dulzura a sus días, cantando canciones tras sus biombos.
El gobernador de la provincia, en agradecimiento de los servicios prestados por la pacificación de los piratas, recibió, por edicto del Hijo del Cielo, la autorización de llevar la pluma de pavo real.
Parece interesante oír hablar de los piratas de la señora Ching también desde otro punto de vista, el de un prisionero inglés. Se trata de un tal Glasspoole, oficial a bordo del Marquis of Ely, barco de la Compañía de las Indias Orientales. Tuvo la desgracia de ser capturado por los piratas en septiembre de 1809, a pocas millas de Macao. Glasspoole, acompañado de siete marinos británicos, regresaba de la concesión portuguesa a bordo del Marquis of Ely, un cúter sin puente y debido al mal tiempo perdió su barco. Durante tres días, él y sus hombres erraron por el mar en aquella embarcación descubierta, sin víveres ni brújula, hasta el momento en que el cúter fue capturado por un junco de ladrones o piratas chinos.
Una veintena de bribones de aspecto salvaje -escribe Glasspoole-, ocultos en el fondo de la canoa, saltaron a bordo, empuñando en cada mano una corta espada. Apoyaron una sobre nuestras nucas y otra sobre el pecho, y así, con los ojos fijos en su oficial, esperaban la señal de matarnos o de perdonarnos la vida. Viéndonos incapaces de la menor resistencia, el jefe metió su arma en la vaina y los otros imitaron en seguida su ejemplo. Entonces nos llevaron a su embarcación y de allí a bordo de su junco, con las más salvajes manifestaciones dF alegría y, a lo que suponíamos, con la intención de torturarnos y de hacernos sufrir una muerte cruel.
Una vez a bordo, los piratas quitaron a los ingleses cuanto llevaban encima y los sujetaron al puente. Después de un interminable interrogatorio, se decidió que Glasspoole sería puesto en libertad a cambio de un rescate de sesenta mil dólares, y se envió una canoa a Macao con un mensaje que informaba a las autoridades sobre los términos del trato. Antes de llegar la respuesta, la flota pirata que contaba cerca de quinientas velas levantó anclas y salió para una proyectada expedición, cuyo objeto era remontar los ríos y exigir tributos a las ciudades y aldeas ribereñas. Durante varias semanas se aplicó, días tras día, el mismo procedimiento: la flota anclaba frente a una villa o poblado y a menos de poder rescatarse por una crecida suma de dinero, el lugar era saqueado y luego arrasado por un incendio.
A veces, los habitantes se atrevían a disparar sobre la flota pirata; pero tal resistencia causaba escaso daño a los bandidos y, en cambio, perdía a los defensores.
Los ladrones, llevados a la exasperación -relata el señor Glasspoole-, estaban decididos a vengarse; se dejaron llevar por la corriente fuera del alcance de las balas y allí fondearon. Cada junco envió unos cien hombres a cada orilla para cortar el arroz y destrozar los naranjales, lo cual fue ejecutado con maestría sobre varias millas agua abajo. Durante nuestra estancia en aquellos parajes, los piratas recibieron información de que nueve chalanas cargadas de arroz se hallaban ancladas en una cala río arriba. Inmediatamente, enviáronse algunas embarcaciones para robarlas. Al día siguiente aparecieron las chalanas y fueron reunidas con la flota. Diez o doce hombres de su tripulación habían sido capturados a bordo, sin oponer resistencia alguna, circunstancia favorable, pues el jefe declaró que les permitiría hacerse ladrones si aceptaban prestar los juramentos habituales ante Joss. Tres o cuatro de los prisioneros mostraron renuencia y fueron castigados de la manera más cruel: después de atarles las manos sobre la espalda, les pasaron por debajo de los brazos una cuerda sujeta a la punta del mástil y los izaron a una altura de tres o cuatro pies encima del nivel del puente. Hecho esto, cinco o seis hombres se pusieron a azotarlos con bastones de caña hasta que parecían muertos; entonces los colgaron de la punta del mástil y los dejaron así suspendidos durante una hora, después de lo cual los bajaron y esto se repitió hasta que cedieron y murieron.
El 28 de octubre, el señor Glasspoole recibió por fin un mensaje del capitán May del Marquis of Fly: su jefe ofrecía un rescate de tres mil dólares, pero se declaraba dispuesto a pagar más si fuese preciso. Mientras tanto, los cautivos ingleses habían sido obligados, so amenaza de suplicios y tratos atroces, a tomar las armas y a combatir al lado de los piratas; Glasspoole y su cuartelmaestre, en particular, estaban al cuidado de uno de los grandes cañones.
Durante un encuentro con una flota del gobierno, que dió lugar a furiosos, aunque intermitentes, combates, Glasspoole salió bien librado por dos veces: al caer una bala de doce libras a tres pies de él y al dar otro proyectil en un pequeño montón de bronce que le servía de asiento. En esta batalla, Glasspoole hizo servicio activo a bordo de la capitana pirata, y cuenta cómo, en lo más fuerte de la lucha, la señora Ching, almiranta de los ladrones, le salpicaba a cada instante con esencia de ajo, considerada por los piratas en cierta medida como ensalmo contra los proyectiles.
Finalmente, después de muchos sufrimientos y riesgos, los regateos sobre el rescate de los prisioneros dieron resultado, y los ingleses fueron devueltos a la desembocadura del río y entregados a sus compatriotas, harto felices de recuperar su libertad después de tres meses de cautiverio.
Los horrores de la vida a bordo de los juncos piratas chinos encuentran una descripción muy viva en el relato del señor Glasspoole.
Los ladrones no tienen residencia fija en tierra, sino que viven continuamente a bordo de sus navíos. La popa queda reservada al capitán con sus mujeres, de las que habitualmente tiene cinco o seis. Cada hombre ocupa un rincón de unos cuatro pies cuadrados, en el que instala a su mujer y a su familia. El número de seres humanos así hacinados sobre un exiguo espacio permite suponer que deben ser en extremo sucios, y esta conjetura corresponde, sin efecto, a la verdad, en tal grado que sus juncos hormiguean de toda clase de sabandijas y, sobre todo, de ratas cuya reproducción alientan, puesto que estos roedores les sirven de alimento e incluso los consideran como verdadera golosina; por demás, son muy pocos los bichos que ellos no se comen. Durante nuestra cautividad, ¡hemos vivido tres semanas de gusanos con arroz! Adoran el juego y pasan todas sus horas de ocio jugando a los naipes y fumando opio.
Si bien ninguna mujer pirata llegó a alcanzar, en el transcurso de la historia, un prestigio y una fama comparables a los alcanzados por la viuda de Ching, sería faltar a la memoria de otra viuda, más reciente, la señora Hon Cho Lo, dejarla sin breve mención en el presente libro.
La señora Lo, al igual que la señora Ching, era casada con un pirata, y muerto éste en 1821, le sucedió en el mando de su flota. A poco tiempo se había convertido en el terror de toda la región de Pakhoi, manteniendo las mejores tradiciones del oficio en una fuerza de sesenta juncos de alta mar. Joven y bella, la señora Hon Cho Lo se empeñó, sin embargo, en hacerse una sólida reputación de asesina y pirata.
Durante la última revolución, la señora Lo se alió a las fuerzas del general Wong Ming Tong y recibió el grado de coronel. Terminada la guerra civil, reanudó sus actos de piratería, sorprendiendo de cuando en cuando, por vanidad, alguna aldea, y robando habitualmente, en esta ocasión, de cincuenta a sesenta muchachas a las que luego vendía. Su breve, pero brillante carrera halló un brusco fin en octubre de 1922.
La guerra entre Inglaterra y China a propósito del comercio de opio terminó en 1842 por la cesión de Hongkong a los vencedores. Esta isla era y había sido siempre una de las principales incubadoras de la piratería china y la instalación de una potencia extranjera no tuvo otro efecto que el de determinar a los bandidos a mudar hacia madrigueras más seguras en el mismo territorio.
Aunque los piratas ya no operaban en aquel entonces sino en gavillas dispersas, su temeridad no había disminuído en la misma proporción que su poderío, y éste distaba mucho de ser nulo. Al contrario, bajo la hábil dirección de dos malandrines, Shap Ng Tsai y Chui Apoo, los bandidos causaron estragos considerables, no solamente al tráfico marítimo y a las poblaciones chinas, sino sobre todo al comercio británico. Durante el verano de 1849, la escuadra británica en mares de China aniquiló por sí sola cincuenta y siete juncos piratas, matando a más de novecientos hombres.
Aquella escuadra que operaba sobre un espacio de mil millas de aguas peligrosas y poco conocidas, tenía por comandante al capitán y futuro almirante sir John Dalrymple Hay. El día del aniversario de Trafalgar, en 1849, sir John condujo su pequeña flota a la angosta y peligrosa ensenada, en el fondo de la cual Shap Ng Tsai tenía alineados sus bien armados buques. Después de un violento bombardeo, todos los juncos quedaron destruídos y la capitana del pirata hizo explosión. Shap Ng Tsai y gran número de sus hombres lograron llegar a la ribera. Poco después, el jefe pirata se rindió a las autoridades chinas, las cuales, fieles a su tradicional método de complacencia le concedieron el perdón completo y un fructuoso puesto de funcionario.
En cuanto a Chui Apoo, resistió un año más, hasta el día en que su flota sufrió una derrota desastrosa, aunque él mismo pudo huir al interior de China. El gobierno había puesto precio a su captura, estímulo que indujo a algunos chinos a prenderle en territorio del Celeste Imperio y a llevarle a Hongkong, donde los tribunales ingleses le condenaron a cadena perpetua. Chiu Apoo consideró esta pena como una injuria tan grave que se ahorcó en su celda en marzo de 1851.
Había en aquel entonces entre los piratas algunos personajes particularmente extraños, en gran parte europeos. El señor Eli Boggs, un norteamericano, no era el menos fantástico. El corresponsal del Times, que presenció su juicio por piratería en julio de 1857, escribe sobre este hombre:
Era casi imposible creer que ese buen mozo, de cabellos peinados con esmero, de rostro femenino, alumbrado por una sonrisa encantadora, y de manos delicadas, pudiese ser el mismo pirata cuyo nombre había sido asociado, durante tres años, a los más audaces y sanguinarios actos de piratería.
Cuando Boggs se levantó para presentar su defensa ante el tribunal, habló duante dos horas sin asomo de temblor y sin la menor tentativa de apelar a la compasión de sus jueces. En el curso del proceso, quedó establecido que el acusado había sido visto en compañía de los piratas; que en varias ocasiones había actuado como su comandante, y que le habían visto disparar sobre los hombres de los barcos asaltados. Sin embargo, como ningún testigo podía jurar que había visto a Boggs matar a un hombre, el clemente jurado le absolvió del crimen de asesinato, pero lo declaró culpable de piratería, y Boggs fue condenado a cadena perpetua.
Una vez extendida en China la navegación a vapor, la piratería en escala grande se convirtió en empresa excesivamente arriesgada para constituir una inversión remunerativa a los armadores; su ejercicio cayó en manos de individuos mediocres y aislados. Mas aunque los días de los grandes jefes tales como Cheng Chiling, Koxinga, Ching Yih y Shap Ng Tsai habían pasado a la historia, la tradición de la piratería no desapareció nunca enteramente del Celeste Imperio. Se produjeron frecuentes resurrecciones, y de manera especial durante los desórdenes de años recientes. El lector curioso de saber cómo ese oficio se practica en las condiciones de la navegación moderna, encontrará un relato detallado sobre el tema que le interesa en el Times del 12 de diciembre de 1929 (véase el apéndice VII).
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