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HISTORIA DE LA PIRATERÍA
APÉNDICE I
LOS PIRATAS DE LA ÉPOCA CLÁSICA
Las primeras alusiones a la piratería en el Mediterráneo, que aparecen en la literatura, revelan que aquélla había llegado ya a cierta respetabilidad. Uno de los personajes de Homero, al saludar a un marino que desembarca en la costa de su país, le pregunta si navega por cuenta de algún mercader o como pirata. El héroe de su primer poema épico, Aquiles, había sido, por definición propia, pirata antes de alistarse en la guerra de Troya; y su segunda obra tiene por protagonista a un hombre que se vería condenado a muerte por un tribunal del almirantazgo de nuestros días. Herodoto comenta su primer libro con el relato sobre las hazañas de cierto corsario, describiendo sin asomo de reprobación sus éxitos al capturar algunos mercantes que transportaban cargamentos de Siria a Egipto. De hecho, para la mayor parte de los autores griegos la piratería era un oficio reconocido como cualquier otro, y pirata era sinónimo de navegador. El oprobio no se adhería a aquel hombre sino cuando el que lo llevaba se ponía al servicio del enemigo.
Resulta bastante fácil reconstruir, según aquellos documentos antiguos, los métodos de los corsarios primitivos. Sus embarcaciones eran ligeras, poco profundas y de fondo llano. La velocidad era esencial para el ataque y la fuga; no menos indispensable parecía el débil calado, pues permitía a las tripulaciones, al ser acorralados por los buques enemigos, refugiarse en aguas donde sus buques cazadores, de construcción más pesada, no podían seguirlas. Los lugares de asalto favoritos coincidían con las rutas comerciales conocidas de todos. Por entonces, en los albores de la navegación, estos derroteros eran fáciles de determinar de antemano. El nauta sólo se guiaba por la vista; navegaba a lo largo de la costa y se orientaba por marcas bien conocidas tales como montañas, promontorios e islas. Naturalmente, ese método primitivo excluía la navegación nocturna, y ningún marinero mediterráneo de aquellos tiempos osaba intentarla. El navío echaba ancla a la puesta de sol y esperaba la salida del sol para proseguir su viaje en seguridad.
Tales principios de navegación hacían la táctica de los piratas tan sencilla como la de los salteadores de caminos y más fácil todavía les resulfaba huir. En cuanto al primero de los casos, bastaba con que el pirata se mantuviera tranquilo en alguna rocosa ensenada hasta que hubiese avistado su presa y que luego se lanzara sobre ella. Cuando la presa era demasiado rápida, huía; y cuando era demasiado fuerte, entonces era el asaltante el que huía. Pero el barco mercante demasiado móvil o demasiado fuerte para ser tomado al abordaje de día, se convertía en impotente de noche; pues los piratas no tenían más que espiar el lugar en que fondeaba al anochecer, protegido por la oscuridad, y asaltarlo cuando la tripulación se hallaba dormida. Entonces lo invadían con alaridos espantosos y lo tenían capturado antes de que las soñolientas víctimas pudieran darse cuenta de lo sucedido. Luego, la nave era llevada por su propia dotación y bajo los latigazos de los vencedores a la madriguera de los piratas, donde se procedía al reparto del botín. Pero los barcos no constituían el único objetivo de los piratas primitivos. No era raro verlos reunirse en gran número y emprender rápidos golpes de mano contra las ciudades costeñas. Todavía se advierten en muchas islas del Mar Egeo, ruinas de altas torres antiquísimas que habían sido construídas para servir a los isleños de refugios contra las incursiones piratas. Estas torres eran utilizadas también como vigías, desde lo alto de las cuales se señalaba la presencia de corsarios en proximidad de la costa. A tal efecto, se enviaban a los moradores de la comarca señales de humo durante el día, y de fuego por la noche. En ese género de incursiones, la sorpresa constituía el factor esencial. Se resumían en una llegada relampagueante, en el rápido arrebatamiento del máximo botín y de prisioneros, que era posible reunir en pocos minutos, y en una loca huída mar adentro antes de que los vecinos ribeiteños pudiesen reaccionar.
Un golpe de mano de esta clase se halla descrito de manera muy viva en el libro IX de La Odisea. Contiene una moraleja harto convincente, aprovechada por los piratas inteligentes, y cuyo descuido era pagado muy caro por los estúpidos:
El viento que me empujaba desde Ilion me condujo a proximidad del país de los cicones, y después hasta Ismaro, donde sometí a saqueo la ciudad y maté a los habitantes. Y de aquella ciudad nos llevamos a las mujeres, así como gran cantidad de mercancías, y repartimos unas y otras entre nosotros de manera que nadie saliese frustrado por culpa mía. Entonces dí órdenes de emprender la huída a toda prisa; pero mis hombres, cegados por su gran locura, no me escucharon. Quedaba todavía mucho vino por beber y se retrasaron sacrificando rebaños de carneros en la playa, de suerte que regresaron arrastrando los pies y con paso titubeante. Mientras tanto llegaron los cicones y llamaron a grandes gritos a otros cicones, sus vecinos del interior, que eran más numerosos que ellos y al mismo tiempo más valientes, y hábiles en combatir tanto desde lo alto de sus carros como a pie. Así se reunieron al alba más numerosos que las hojas y las flores en la primavera. Luego se alinearon en orden de batalla junto a sus buques veloces, y sus huestes acometieron con lanzas guarnecidas de bronce. Mientras durraba la mañana resistimos sus asaltos y los rechazamos, aunque nos sobrepujaban por su número. Mas en el momento en que el sol marcaba la hora de llevar al establo el ganado, los cicones hicieron mella en los aqueos y los dominaron, y seis de mis gallardos compañeros de cada navío perecieron, pero con el resto escapamos a la muerte y al sino.
Entonces proseguimos nuestro viaje muy afligidos y al mismo tiempo felices de habernos librado de la muerte, aunque lamentábamos la pérdida de nuestros queridos compañeros.
Más de una vez en los anales de la piratería vemos a los representantes de la Ley tomar desquite bien sea porque los ladrones no tuviesen bastante paciencia o porque se fiaran en grado aún menor unos de otros para interponer una distancia entre los perseguidores y ellos mismos, antes de proceder al reparto del botín.
La cita de Homero indica también la naturaleza del botín que se llevaban los piratas. La parte más valiosa consistía en seres humanos. El tráfico de esclavos constituye el rasgo dominante de la piratería mediterránea y el único hecho espantoso que la distingue de la práctica de los bucaneros del Atlántico durante los siglos XVI y XVII. Estos últimos, por cierto, no despreciaban completamente el beneficio que producía el robo de los negros; mas su principal esfuerzo se encaminaba hacia la captura de cargamentos diferentes a los humanos.
Fue precisamente el lucro extraído de la venta, o el rescate de los esclavos, el que permitió crear las grandes organizaciones piratas, tan poderosas que hasta los Estados más orgullosos se vieron obligados a comprarlas como único medio de protección. Sus negocios asumieron proporciones tales que en el período de su apogeo revisten funciones reconocidas los centros de intercambio y, especialmente, el de la isla de Delos, en el Mar Egeo, centros a los que se llevaban todos los cautivos de las costas mediterráneas como a un mercado regular.
El primer choque entre un Estado mercantil y piratas organizados, del que tenemos relatos auténticos, tuvo por protagonistas a fenicios y griegos.
Los fenicios de la época homérica de hecho detentaban el monopolio del tráfico mediterráneo. Ellos eran quienes llevaban las piedras preciosas, especias y sedas del Oriente, transportadas a través de los desiertos y embarcadas en sus puertos hacia las ciudades del Mar Egeo y las dos riberas del Mediterráneo occidental. Fueron no solamente los primeros navegantes y mercaderes de aquella edad, sino también los colonizadores de la Francia meridional, de España y de Noráfrica. Cartago y Marsella figuraban entre los vástagos de la metrópoli fenicia. A la manera de auténticos imperialistas, los fenicios colonizaban con miras al establecimiento de mercados en beneficio propio, y a medida que se extendían más lejos sus empresas, pasando finalmente más allá de las Columnas de Hércules y hasta la costa occidental de Africa, su comercio se hacía cada vez más rico al mismo tiempo que crecían en la misma proporción los riesgos condicionados por las grandes distancias de los viajes. Su espíritu de empresa acabó por conducirlos hasta el enigmático y tempestuoso Norte, al buscar el precioso ámbar amarillo del Báltico, y hasta Gran Bretaña, donde fletaban hacia Tiro y Sidón el estaño, a cambio de productos del Oriente. Incluso se supone que dieron la vuelta a Africa en un viaje que duraría tres años.
Los griegos contemporáneos, aunque mucho más pobres y sin gran aptitud para la navegación, eran los enemigos naturales de sus vecinos del Este. Gente agitada, turbulenta y atrevida, ocupaban posiciones geoglráficas admirables para cortarle al comercio fenicio todas sus rutas, espiando e interceptando los barcos mercantes y buscando refugio en las innumerables bahías rocosas que recortan las extensas costas de la Hélade. Tal vez haya. exagerado Montesquieu al llamar piratas a todos los griegos primitivos; mas no por eso es menos cierto que en determinada época la piratería constituía probablemente la principal y ciertamente más lucrativa rama de las actividades marítimas de la península. Parece más que verosímil que el fin de la guerra de Troya viera a muchos héroes diferentes a Ulises pasar su tiempo y ganarse'la vida de la misma manera que él; era un fenómeno consecutivo a las grandes guerras el que los marinos vueltos a casa y faltos de empleo se adhirieran a un equipo de corsarios ya existente o que formasen una partida nueva.
Durante la mayor parte de aquel período, los fenicios carecían de una marina de guerra capaz de hacer frente a tales enemigos. Las costosas incursiones de los piratas eran el tributo que habían de pagar por sus riquezas nacidas del mar. Ocasionalmente, los fenicios, que eran un pueblo lleno de recursos y apenas más honesto que los otros, recuperaban sus bienes, pagando al despojador con la misma moneda. Disfrazados de apacibles mercaderes, se introducían en algún puerto helénico, exhibían sus mercancías a bordo de su barco e invitaban a los habitantes a venir a ver, a admirar y a comprar. Los clientes, claro está, se componían sobre todo de mujeres. Tan pronto como se habían reunido en número satisfactorio, el buque se hacía a la mar, y las damas griegas se veían convertidas en mercancías, dejando de ser clientes.
Fue, sin embargo, un fenicio, uno de los reyes de Creta de la dinastía de Minos, quien hizo la primera tentativa resuelta y feliz ,de desembarazar el Mediterráneo de piratas. Habiendo principiado como pirata, esta poderosa familia acabó por establecer en la isla, durante el siglo anterior a la guerra de Troya, la potencia militar más formidable de su tiempo.
Una vez estabilizado su poderío y sólidamente apoyado en el comercio, uno de los miembros del clan (ignoramos su nombre) constituyó, utilizando los bosques de su reino insular, la armada más temible que haya conocido la antigüedad, y se pusb a cazar y a exterminar inexorablemente a sus rivales. La situación geográfiCa de Grecia, colocada casi en el centro de los derroteros comerciales del Mediterráneo, le permitía vigilar todo cuanto pasaba por las adyacentes aguas griegas, y pronto su indomable energía había doblegado a las tribus helénicas a su voluntad. N o les quedaba más que aceptar un convenio que les prohibía poseer naves tripuladas por más de cinco hombres, excepto una sola, el Argos, que se les permitía conservar para defenderse de otros piratas.
En vida de este Minos, el tráfico mediterráneo gozaba de relativa seguridad. Pero muerto él, el poderío naval de Grecia declinó rápidamente. De nuevo florecieron los corsarios y hubo que esperar casi mil años para ver levantarse una potencia lo suficientemente fuerte para reducirlos.
El príncipe de los piratas de la era subsiguiente a la homérica fue Polícrates, tirano de Samos, quien prosperaba en el siglo VI antes de Jesucristo. En el apogeo de su dominación, poseía más de cien buques de guerra, e imponía su ley en todo el Mar Egeo. Más tarde, habiendo derrotado las flotas piratas rivales de Melita y Lesbos, se convirtió en soberano de toda la costa de Asia Menor. Desde allí, Polícrates pudo guiar a su antojo el vacilante poderío de Fenicia a la vez que paralizar a los temibles merodeadores del mar de la costa de Cilicia. Mas en el momento de su máxima autoridad, al disfrutar de la posición de un soberano legítimo, el tirano de Samos se mostró incapaz de curarse del hábito que había sido agente de su grandeza. Los barcos de los demás Estados no navegaban sino con su permiso previo pago de tributo; de lo contrario, arriesgaban ser capturados. En cierta ocasión, Polícrates incluso interrumpió el ceremonioso cambio de atenciones entre algunos de sus colegas soberanos, confiscando un navío que Amasis, rey de Egipto, enviaba a Lacedemonia para hacer entrega, como obsequio, al famoso atesorador de oro, Creso, rey de Lidia, de un coselete de lino, bordado de encajes de algodón dorado, y de una magnífica ánfora suntuosamente adornada con piedras preciosas.
Al igual que tantos otros caballeros provistos de lo necesario para comprar, Polícrates también sabía gastar. Mientras hacía de Samos la primera ciudad de su tiempo en cuanto a riqueza, la convertía igualmente en el mayor centro de arte. Su palacio figuraba entre las maravillas del mundo. Lo mismo que los piratas del Renacimiento, atrajo hacia su corte a los artistas contemporáneos y los retuvo de modo permanente en Samos, pagándole sumas inmensas por embellecer la ciudad con estatuas y edificios.
Demócedes, el primer médico de su tiempo, fue arrebatado así de Atenas mediante honorarios fabulosos, y el poeta Anacreonte, cuyos versos rebosan referencias al tirano, se convirtió por las mismas razones en amigo íntimo de Polícrates.
El tirano de Samos acabó como víctima del género de traición que él mismo había practicado con frecuencia y éxito. Oroetes, el sátrapa que Ciro colocara a la cabeza de Lidia, asedió Samos en 515 antes de Jesucristo; pero Polícrates resistió victorioso hasta el momento en que el persa, seduciéndole con el cebo de una transacción, le atrajo hacia tierra firme donde el príncipe versátil, pirata y mecenas, fue prendido y crucificado.
Después de la dominación de los griegos por los romanos y la destrucción de Cartago a consecuencia de la tercera guerra púnica, se introdujo una brusca recrudescencia de la piratería que conoció entonces una extensión que no había tenido nunca antes. Las dos naciones vencidas poseían cierta experiencia náutica y una sólida tradición de agresiones navales. El advenimiento de los romanos, al poner fin a su importancia marítima, había aumentado la desocupación entre sus navegadores, reduciéndolos, por lo menos pasajeramente, a una vida difícil. De ahí que volvieran en gran número al oficio primitivo de su raza.
Casi por vez primera en la historia fue establecida una clara línea de demarcación entre la piratería y la guerra. Roma, Estado organizado, poderío dominante, representaba la Ley. Cualquier violencia cometida contra alguno de sus súbditos, bien sea en tierra o en mar, ya no podía ser considerada, consiguientemente, como conflicto entre iguales, sino que se convertía en el acto en un retador proscrito frente a la Ley. El orgullo de Roma, no menos que su interés y su sentido del orden, exigía que sus mercaderes pudiesen ejercer su comercio tranquilamente tanto en tierra como en mar; pero había de transcurrir mucho tiempo antes de que su eficacia lograse satisfacer tal deseo. La pasión por el mar no era propia del temple de los romanos. Sus magníficos soldados combatían con éxito como compañías de abordaje; mas pocos eran los romanos hechos para la navegación. La mayor parte de su tráfico marítimo era atendido por extranjeros sometidos bajo la dominación romana, y no se hizo, de su parte, ninguna tentativa para crear una marina republicana. Habría, en el transcurso de los ochenta años que separan la caída de Grecia de la expedición punitiva emprendida bajo Pompeyo, constantes y perniciosas escaseces en los mercados de Roma, debidas al hecho de que el abastecimiento de la metrópoli se veía paralizado por la anormal recrudescencia de la piratería, y eso hasta el punto de comprometer varias veces la existencia misma de la República.
Durante la larga guerra civil, mientras todas las energías de Roma se hallaban absorbidas por la fratricida lucha entre Mario y Sila, los piratas se hicieron continuamente más peligrosos hasta que acabaron por someter a un severo bloqueo los puertos italos. Roma no tardó en sentir el estrangulador aprieto. El alimento que más hacía falta era el trigo, importado en grandes cantidades desde Egipto y Africa. El precio de los cereales alcanzó un nivel tal que la población de aquella gran capital se moría de hambre. Los pillajes de víveres se convertían en incidentes de todos los días. La policía de los mares ya no estaba asegurada siquiera nominalmente. Los piratas iban y venían a su antojo sin encontrar resistencia y Roma no podía ya hablar con orgullo del Mare Nostrum. El Mar Egeo, golfo de oro, había pasado enteramente a manos de los corsarios.
El peligro llegó a su paroxismo al encontrar los piratas un protector en la persona de Mitrídates, rey del Ponto y el más temible de los enemigos de la República. Del mismo modo que en épocas posteriores un potentado de Oriente emplearía los criminales en su lucha contra el Oeste, así Mitrídates tomó bajo su égida a los peores de los ladrones, los cilicios, abriéndoles sus puertos e incluso proveyéndoles de buques de guerra, por lo menos en una ocasión, al acompañar al superpirata Selenco en una de sus expediciones. Sus aliados ya no eran, por cierto, una turba de asesinos vulgares: habían evolucionado hasta presentar una apariencia de organización naval, atacando con arreglo a principios estratégicos, en lugar de sin orden ni unidad de mando como antes. Sus operaciones, al menos desde el punto de vista del jurista, comienzan a parecerse a una guerra más que a la piratería; pero una confusión análoga debía prevalecer durante unos mil setecientos años a cada apogeo de un ciclo de piratería. En la práctica seguía siendo piratería: las tripulaciones no estaban sujetas a la Ley del país bajo cuyas órdenes combatían; no recibían paga, puesto que eran remunerados mediante el saqueo cuyo producto repartían con arreglo a sus propias normas; trataban a los cautivos no como prisioneros de guerra, sino como víctimas de la pirateríá (aunque la distinción no fuese tan tajante como habría de serlo en épocas posteriores); y se daban clara cuenta de que ellos mismos, de ser capturados, no habían de esperar sino una ejecución global a menos de ser vendidos como esclavos, alternativa que dependía enteramente de sus aprehensores.
Finalmente, al hacerse la situación de Roma tan desesperada que acalló los odios de los partidos rivales, el Senado reanudó sus funciones de legislador nacional y en 67 antes de Jesucristo puso en pie una expedición destinada a salvar el Estado de la perdición. El mando se confirió a Pompeyo a quien la guerra civil había destacado como primer hombre de la República. Investido de poder dictatorial y con todos los recursos de Roma a su disposición, estimó su tarea tan formidable que pidió y obtuvo tres años para cumplirla. La confianza de que gozaba el dictador fue puesta en evidencia por la caída del precio de los cereales a la sola noticia de su nombramiento.
El deber más apremiante consistía en limpiar el Mediterráneo de los bandidos que lo infestaban, abriendo de nuevo los puertos italos y restableciendo el desaparecido comercio marítimo. A tal efecto, Pompeyo dividió la superficie de este mar en trece distritos, cada uno bajo el mando de un teniente encargado de registrar cuidadosamente cada rincón de las costas en busca de merodeadores, a quienes debía capturar o echar a pique en cuanto los descubriera. Pompeyo mismo se puso a la cabeza de la flota de Rodas que tenía por misión barrer el litoral de Africa, Sicilia y Cerdeña, mientras sus tenientes operaban en aguas de España y de Galia. Al cabo de cuarenta días, el comandante jefe pudo señalar que la totalidad de la cuenca occidental quedaba libre de corsarios.
Pompeyo hizo entonces rumbo al Este con sesenta buques para desalojar a los piratas de sus fortalezas matrices. Atemorizados por los triunfos del general romano en Occidente y por la noticia de su llegada, los corsarios huyeron de alta mar hacia ensenadas y puertos ocultos entre sus dentelladas costas. Los únicos que intentaron un asomo de resistencia fueron los barones marítimos de Galicia; Pompeyo los derrotó fácilmente a la altura de Coracesio. Las ciudades y los buques de Mitrídates se sometieron espontáneamente, debido en gran parte a la clemente reputación de que gozaba el vencedor, en una época en que la práctica corriente era clavar a tales enemigos sobre la cruz. En vez de entregar a sus prisioneros a la matanza, Pompeyo los instaló en las desiertas villas de Galicia convertida en provincia romana.
A los cuarenta días de la aparición de Pompeyo frente a la costa de Asia Menor, los piratas quedaban aplastados, tomadas todas las fortalezas y el Mediterráneo, de un extremo a otro, abierto al comercio romano. El botín fue inmenso: 400 buques capturados, además de 1300 destruídos. Habían sido quemados todos los arsenales piratas y arrasados todos sus baluartes. Se estimó en 10,000 los enemigos colgados y en 20,000 los hechos prisioneros. Entre los prisioneros libertados figuraba el almirante de la escuadra romana, estacionada anteriormente en Cilicia.
Así pues, en tres meses, en vez de en los tres años por él pedidos, Pompeyo pudo devolver su mandato a manos del Senado. Debían transcurrir dos milenios antes de que los piratas del Mediterráneo volvieran a recibir un castigo tan rápido y completo.
Durante las dos décadas siguientes, los mercaderes pudieron comerciar con tranquilidad relativa, amparados por el gobierno autoritario y eficaz de Julio César. A su muerte, en 44 antes de nuestra era, se desencadenó la anarquía en tierra y mar. Las facciones descontentas, huídas al extranjero, hostigaron desde allí a la República, ya por su propia cuenta, ya al servicio del enemigo. Entre los que combatieron contra la patria en el mar, figuraba -¡oh ironía!- Sexto Pompeyo, hijo del gran Pompeyo. Desterrado de Roma, reunió una flota integrada principalmente por compattiotas exilados y por esclavos, y desde su cuartel general en Sicilia, devastó las costas de Italia tan completamente que a los pocos años había restablecido la situación a la que antaño pusiera fin su padre.
Mas en aquel período, Roma no estaba lo bastante fuerte para doblegar al hijo sedicioso. Tuvo que firmar con él un tratado que le cedía Sicilia, Cerdeña y Aquea a cambio del libre paso de los mercantes italos. Sexto era demasiado pirata para respetar tamaño acuerdo y pronto se le veía saqueando y asaltando de nuevo hasta que Octavio mandó a Agripa a ocuparse de él. Agripa triunfó de su adversario en una batalla naval en aguas de Sicilia, y desde entonces hasta el ocaso del Imperio, Roma pudo conservar libres sus rutas marítimas. Con el eclipse de la civilización romana, la piratería misma declinó hasta el punto de caer en olvido, y la razón de que así fuera es evidente: durante un largo espacio de tiempo, hasta el momento de despertar de Europa, apenas si hubo tráfico marítimo que mereciese la pena de ser saqueado.
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