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3. De la situación del Imperio Bizantino durante el siglo XI y de la irrupción de los turcos seldyucidas.
Con la muerte, a principios del siglo XI, del reluciente Emperador Basilio II, y la sucesión al trono por su hermano Constantino VIII, la poderosa y dinámica dinastía macedónica entraba en el principio de su ocaso, arrastrando con ella al Imperio entero. Lógicamente, y debido en mucho a las insospechadas alturas en que elevó esta dinastía el poder y prestigio imperiales, el proceso de degradación del llamado Imperio Bizantino tardaría algún tiempo en concretarse. En efecto, no obstante las malas administraciones imperiales de Constantino VIII, Romano III, Miguel IV, Miguel V, las hermanas Zoe y Teodora, y de Constantino IX, el Imperio continuó en pié. Tampoco las rebeliones que en esos años frecuentemente estallaban en contra del Emperador en turno, ni los constantes embates por parte de los ejércitos enemigos del Imperio, ni las pésimas y suicidas políticas ministeriales que en el campo de la administración fiscal y de la armada causaban estragos terribles, pudieron acabar con él.
Quien tuvo, retuvo, señala un conocido dicho popular, y éste viene muy bien con el tema que aquí abordamos. Fue tan grande la gloria alcanzada por la dinastía macedónica, que hubo que transcurrir un tiempo bastante prolongado para que ella languideciese. Si con la quinta parte de los errores cometidos por las administraciones posteriores a la de Basilio II, cualquier Imperio o Reinado de mediana fuerza, hubiera sucumbido, no sucedió así con el Imperio bizantino.
Fue durante la administración de Constantino IX que se generaría un hecho de gran importancia y trascendencia para nuestro tema: la separación definitiva de las iglesias cristiana ortodoxa Oriental y cristiana católica Occidental. Este cisma, ocurrido en 1054, causado por diferencias de interpretación en los campos teológico, ritualístico y en el relativo al comportamiento que debían seguir los clérigos, no representó más que la lógica culminación de un proceso de distanciamiento originado muchísimos años atrás. Recordemos tan sólo el escándalo ocasionado por la iconoclastía.
Relacionado estrechamente con el desarrollo del movimiento reformista eclesiástico encabezado en Occidente por la abadía de Cluny, de donde, como ya en varias ocasiones lo hemos señalado, partían las líneas a seguir en lo que se refería a la política propia del papado romano, el altercado entre el Papa León IX y el Patriarca Miguel I Cerulairo, se basó en los siguientes puntos:
1.- En el terreno específicamente teológico, la diferencia de interpretación y valorización de la figura del Espíritu Santo, fue determinante (no entramos en detalles puesto que ello no constituye punto trascendente para el desarrollo de nuestro tema).
2.- En el campo específico del ritualismo, el asunto se basó en torno al uso del pan de ácimo en la celebración de la misa.
3.- En cuanto al comportamiento del clero, la diferencia estuvo en la valorización otorgada al nicolaitismo.
La fanática intransigencia mostrada por León XI y Miguel I, hizo imposible cualquier advenimiento o reconciliación. Además, no se puede pasar por alto la presencia de intereses políticos en este asunto. De parte del Patriarca Miguel I, existía el inocultable deseo de hacer prevalecer sobre el poder terrenal, al poder espiritual por él representado, lo que de hecho implicaba un intento de sometimiento del Emperador al poder patriarcal, movimiento éste bastante atrevido en un lugar en el que por historia y tradición la Iglesia dependía formalmente del Emperador en turno, sin embargo entendible si se toma en cuenta la suprema debilidad de Constantino IX como Emperador bizantino.
De parte del papado romano, existía la clara meta de someter a la iglesia cristiana ortodoxa de Oriente, con todo y su cacareado Patriarca, bajo su dominio. Tal era la consigna emergida de la abadía de Cluny para la consolidación del deseado dominio universal. Así. nada raro fue que quienes se trasladaron con la representación papal a Constantinopla para buscar una solución a las diferencias existentes entre el Papa y el Patriarca, fuesen los distinguidos clérigos clunicianos el cardenal Humberto de Silva Cándida y Federico de Lorena.
Este asunto terminó con las respectivas excomuniones del Papa León IX al Patriarca Miguel I, y del Patriarca Miguel I al Papa León IX. Aquel par de ridículas excomuniones, tan sólo pusieron en evidencia que el terreno propio del hermanamiento espiritual quedaba bajo la férula de las ambiciones e intereses políticos de quienes se autocalificaban como cabezas, guías o vigilantes, de sus respectivas iglesias. Ni el Patriarca, ni el Papa, cedieron un ápice en sus respectivas posturas, y el resultado de ello fue la separación de la cristiandad en dos credos que habían estado hermanados durante siglos.
El 11 de enero de 1055, moría el Emperador Constantino IX, y le sucedería, por un tiempo muy breve, su cuñada Teodora, quien fallecería al año siguiente (1056). Con su desaparición terminó la era de la poderosa dinastía macedónica. Vendrían después las administraciones de Miguel VI, Isaac I, Constantino X y de Romano IV, a quien le tocaría enfrentar, sin éxito, la irrupción, en los territorios imperiales, de los llamados turcos seldyucidas.
En efecto, durante el siglo XI hubo una transformación en los dominios islámicos. Mientras la dinastía llamada de los abasidas mantuvo su permanencia al frente del Islam, no se les presentaron mayores problemas a los diferentes Emperadores bizantinos, pero, con la aparición de las tribus nómadas provenientes de las regiones mongólicas a los territorios controlados por el Islam, el panorama presentó un súbito cambio.
El belicismo de esas tribus, entre las cuales sobresale la de los seldyucidas, generó el desplazamiento de numerosos núcleos de población y un desquiciamiento en el uso de las rutas comerciales, creándose un desequilibrio mayúsculo al interior del Islam, en cuyo seno, la existencia de fuertes discrepancias había producido un sin fin de divisiones que favorecieron el desarrollo del poder seldyucida.
No obstante su origen mongol, esta tribu había sido ya islamizada debido a la influencia que sobre caminos y rutas desplegaron, durante siglos, las caravanas de comerciantes adeptos al Islam. La aceptación del credo islámico fue bien recibida por esas tribus, puesto que por su propia condición de nomadismo y dispersión, que les emparentaba con las tribus nómadas árabes de donde había surgido el profeta Mahoma, eran, de hecho, bastante receptivas al contenido de aquellas prédicas. Así, cuando los seldyucidas hacen su aparición en los territorios del Islam, son ya creyentes convencidos. Tan sólo se les distinguirá por su exacerbado belicismo, y serán considerados, debido al divisionismo reinante en el Imperio islámico, como aliados imprescindibles por cada una de las facciones en pugna. Recordemos que en el siglo XI ya se encontraba muy extendida la costumbre de los islámicos, de usar esclavos turcos como carne de cañón para luchar contra sus enemigos. No pasaría mucho tiempo para que los seldyucidas demostrasen, a propios y extraños, de lo que eran capaces, terminando por consolidar posiciones y amenazando seriamente las fronteras del Imperio Bizantino.
Cuando en 1066 es designado Romano Diógenes, militar de renombre, como cabeza del Imperio Bizantino, bajo el nombre de Romano IV, se debió, precisamente, al peligro seldyucida que amenazaba las fronteras imperiales. Considerado como un gran estratega militar, Romano Diógenes pareció ser, para las clases dirigentes del Imperio, el hombre ideal para ocupar el puesto de Emperador. Ni Isaac I, ni mucho menos Constantino X habían sido capaces de elaborar una estrategia eficaz que terminase con la amenaza de los seldyucidas, quienes poco a poco iban invadiendo los territorios imperiales de Oriente. Así, cuando Romano IV fue coronado como Emperador, hubo de encarar ese gravísimo problema. Y todo parecía marchar para él sobre ruedas hasta que sobrevino la mayúscula desgracia de su derrota y aprisionamiento en las batallas de Mancicerta (agosto de 1070), viéndose obligado, para recuperar su libertad, a firmar un vergonzoso tratado en el que, además de adquirir el compromiso de pagar una gran cantidad de dinero, y de liberar a todos los prisioneros islámicos que se encontrasen en su poder, debía también proporcionar a los vencedores un contingente militar que actuase bajo sus órdenes. En cambio, los seldyucidas adquirieron un vago compromiso de respetar las fronteras imperiales sin especificar, claro está, su ubicación.
Tan grave descalabro trajo, como inmediata consecuencia, que en Constantinopla se destituyera al Emperador nombrándose a Miguel VII como su sucesor, y elaborándose un comunicado en el que se especificaba claramente que, para el Imperio, era nulo cualquier acuerdo o tratado que en cautiverio firmase o aceptase Romano Diógenes, por no tener éste ya la menor representatividad. La consecuencia que acarreó aquél apresurado comunicado fue la ocupación, por parte de los seldyucidas, de prácticamente todo el territorio imperial de Asia Menor. Al interior del Imperio, como suele ocurrir en casos de derrotas militares significativas, se creó una enorme confusión, produciéndose levantamientos en contra de Miguel VII, y uno de éstos, ocurrido en el invierno de 1077, acabaría derrocándolo, siendo substituido por Nicéforo III, quien también terminaría siendo derrocado por una sublevación, substituyéndole como Emperador, en 1081, Alejo Comneno, con el nombre de Alejo I. La suerte del en otro tiempo poderoso Imperio Bizantino parecía llegar a su fin.
Aquél cúmulo de noticias se esparció por Europa, causando impacto en Occidente al verse éste inerme ante la avanzada islámica que rompía el muro de contención que los bizantinos representaban. El pretexto del que haría uso el Papa Urbano II en su llamado para la realización de las cruzadas, se había producido. El escenario quedaba listo.
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