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7. Urbano II y el Concilio de Clermont.

En 1087 moría, después de haber ejercido un brevísimo pontificado de cuatro meses, el Papa Víctor III, sucesor de Gregorio VII. Este Papa fue el primero que hizo un llamado para emprender una expedición armada con el objeto de expulsar a los islámicos de los territorios que en Oriente mantenían ocupados. Ya desde el papado de Gregorio VII, los clunicianos se habían mostrado muy activos en la preparación de expediciones militares para lograr la reconquista de los territorios ocupados en la península ibérica.

El 12 de marzo de 1088, y siguiendo el camino indicado en las reformas promovidas por Gregorio VII, la asamblea de reformadores eclesiásticos, designa a Eudes de Lagery como sucesor de Víctor III. De nuevo, uno más de los sobresalientes discípulos egresados de la abadía de Cluny, era nombrado para ejercer el pontificado romano. Eudes de Lagery decidirá llamarse Urbano II, pero debido a la atmósfera de tensión y beligerancia, desencadenada años atrás por las disputas entre el Papa Gregorio VII y el Emperador Enrique IV, que ya había designado como Papa a Clemente III, instalándolo en Roma y protegiéndolo con su ejército, a Urbano II no le quedó más remedio que iniciar su pontificado fuera de la Santa Sede.

La existencia de dos Papas, o para ser más precisos, de dos obispos de Roma, no causaba la menor inquietud entre la población común europea, la que además se encontraba pésimamente informada al respecto. Al estar divididos los clérigos en dos bandos, el que apoyaba las reformas de Gregorio VII y el que las rechazaba, cada obispo, según el bando a que perteneciera, ordenaba lo conducente para que en su obispado tan sólo se hiciera referencia del pontífice romano que fuera su favorito. Para los enemigos de las reformas impulsadas por Gregorio VII no existía más Papa que Clemente III, y para los partidarios de las reformas, el Papa lo era Urbano II. Así, los fieles, desconociendo ese divisionismo, seguían la opinión de sus respectivos obispos.

Otra era la situación en el terreno nobiliario, en donde el panorama se presentaba de manera muy diferente. Un mundo de ambiciones y frecuentes traiciones era el propio de los señores feudales de ese tiempo, quienes debían su posición al juramento de fidelidad realizado ante un Duque, Rey o Emperador, volviéndose así sus vasallos. De esta manera, en el espectro político del feudalismo, se daba por hecho que todos los señores feudales se encontraban, desde el momento en que su señor así lo decidiese, en el bando que éste escogiese. Si, por ejemplo, el Duque X de Z optaba por someterse a la jurisdicción papal de Clemente III, todos sus vasallos debían hacer lo mismo; y si el Conde de P y R optaba por Urbano II, todos sus vasallos debían de seguir el mismo camino. Es en este marco en el que sí va a tener relevancia la existencia de dos Papas. Así, la estrategia iniciada por los clunicianos, lejos se hallaba de encontrarse perdida simplemente porque en la Santa Sede estuviese atrincherado el Papa nombrado por el Emperador. Si por Santa Sede entendemos el lugar en el que radica el espíritu de la Iglesia, y no los territorios antaño cedidos por Pipino el Breve al Papa Esteban II, tendríamos que llegar a la conclusión de que durante el siglo XI ese lugar correspondía única y exclusivamente a la abadía de Cluny, esto es, la Santa Sede estaría en Cluny.

El panorama aconsejaba actuar con pies de plomo, buscando unir cabos sueltos y concertando, a través de alianzas, una fuerza regional considerable. Para ello se requería la implementación de una política lo suficientemente flexible que permitiese adaptarse con rapidez a las cambiantes situaciones del momento, y así poder representar el libre juego de las dos caras, o sea, actuar de una manera ante unos y de otra ante otros; ser, o aparentar ser, conciliador y amigable, a la vez que fanático e intransigente.

En ciertas regiones de Francia y de Italia contaba Cluny con abiertas simpatías, además de que el control que ejercía sobre enormes extensiones territoriales, le otorgaba un poderío nada desdeñable; pero, igualmente tenía que enfrentar a poderosísimos enemigos, entre los que se encontraba, nada mas y nada menos que el mismo Rey de Francia, Felipe I, al que Urbano II terminó excomulgando usando como pretexto su adúltera unión con Bertrande de Montfort. El balance de aquellas simpatías y antipatías fue en Cluny objeto de meticulosos análisis para el diseño de la nueva estrategia que se buscaba implementar, y de la cual el Papa Víctor III había ya dado un adelanto con el llamado para expulsar a los islámicos de los territorios de Oriente.

Las transformaciones ocasionadas, tanto por la derrota bizantina ante los turcos, como por el rompimiento entre las iglesias cristianas de Oriente y de Occidente, al igual que el divisionismo reinante en el mundo islámico, generaban un marco geopolítico muy favorable para que triunfase la original táctica cluniciana de hacer del papado una institución de carácter universal por todos reconocida. Urbano II sería el encargado de concretar, en la práctica, los nuevos lineamientos de la política a seguir, y para tal efecto comenzó por amarrar los cabos sueltos, prestando atención a la consolidación de una fuerza regional respetable. Para ello actuó en dos sentidos, primero, realizó largas y agotadoras giras en las cuales se entrevistó tanto con representantes clericales de las localidades, como con laicos. Después, emprendió una activa labor diplomática mediante cartas y el envío y recibimiento de embajadas como la de los representantes del Emperador bizantino Alejo I, o la enviada por el Rey siciliano Roger I.

Todo indicaba que la situación creada con la implantación de las reformas de Gregorio VII iba a durar largo tiempo. Ni Enrique IV, ni sus sucesores iban, de la noche a la mañana, a abandonar su potestad de nombrar a los obispos, arzobispos y al mismo Papa, ni de dejar de influir para la celebración de concilios o sínodos, cuando lo estimasen conveniente. Su poder, basado en su fuerza militar y el número de sus vasallos, tan sólo podía ser enfrentado por un poder militar de similares proporciones y un número igual o mayor de vasallos. Los estrategas clunicianos estaban por completo convencidos de ello, y su anterior representante papal, Víctor III, ya había intentado la creación de ese poder militar paralelo mediante su llamado para expulsar a los islámicos de los territorios arrebatados a los bizantinos, pero como la muerte le impidiera llevar adelante esa idea, tocole a Urbano II el continuarla. Así, en una de sus giras asistiría a la celebración de un concilio en Clermont, mismo que inició sus labores el 18 de noviembre de 1095, y en cuyo orden de trabajos parece ser que se incluía lo referente a la manera de impulsar las reformas de Gregorio VII, así como analizar la conveniencia de hacer de la tregua de Dios una institución de observancia universal. Pero el punto de mayor trascendencia se centró en el asunto relativo a la excomunión del Rey francés Felipe I. Ahora bien, y como por lo general sucede en cualquier tipo de trabajos asamblearios, parece ser que el tema, no previsto, relativo a la convocación para formar una milicia o ejército que partiera rumbo a Oriente con el fin de proteger a la cristiandad de Constantinopla de la amenaza turco seldyucida, fue lo que acapararía la atención, y otorgase fama histórica a aquel concilio. En efecto, fue en aquella asamblea eclesiástica donde surgió el llamado a la cristiandad de Occidente para unirse al ejército libertador del maltrecho Imperio Bizantino.

En lo relativo a lo que ocurrió en Clermont, y ante la carencia de la documentación del concilio, tan sólo es posible intentar reconstruir lo sucedido acudiendo a los escritos de los cronistas, siendo muy cuidadosos con esa fuente de información, puesto que en la misma existen muchas exageraciones. Tanto Foucher de Chartres con su obra, Gesta Francorum Jerusalén expugnation, escrita en 1105, Roberto el Monje con su Hierosolymitana expeditio, Guibert de Nogent y su Gesta del per francos, como Baudry de Bourgueil, arzobispo de Dol con su obra, Historia Hierosolymitana, dejaron sus comentarios relativos a lo acaecido en el concilio de Clermont.

Se dice que de los treinta y dos o treinta y tres cánones surgidos de este concilio, tan sólo uno, el segundo, abordaba el llamado para formar un ejército que fuera a ayudar a la cristiandad de Oriente. Igualmente, se hace referencia a un sermón pronunciado, al terminar el concilio, por Urbano II, el día 27 de noviembre de 1095 en la plaza de Champ-Herms, en el centro de Clermont, ante una multitud compuesta por arzobispos, obispos, monjes, señores y pueblo llano, en el cual el Papa hizo alusión a la recuperación de Jerusalén concibiéndola como Ciudad Santa, y a la liberación del Santo Sepulcro, en manos de los infieles islámicos. Se cuenta que en aquél sermón, Urbano II prometió indulgencias, bendiciones y el perdón de los pecados de todo aquel que participara en el ejército libertador. También se menciona que ese sermón tuvo gran resonancia en toda Europa, por lo que, de ser cierta tal información, tendríamos, entonces que la política cluniciana entraba de lleno en una nueva faceta de desarrollo.

La convocación hecha por Urbano II para conformar un ejército que marchara rumbo a Medio Oriente, con las siguientes misiones: 1) defender a la cristiandad de Constantinopla, 2) recuperar la ciudad santa de Jerusalén y 3) liberar el Santo Sepulcro, constituyó el esperado reto a los detentores del poder terrenal, los Emperadores y Reyes opuestos a las reformas de Gregorio VII. En aquella convocatoria, el Papa ignoró a los grandes jefes políticos y militares del momento. Ni el Emperador Enrique IV, ni tampoco el poderoso Rey sajón, ni mucho menos el Rey francés, fueron tomados en cuenta para la promoción y organización de esa empresa militar. Actuando de tal manera, Cluny desafiaba al poder terrenal mostrando en la práctica la capacidad de convocatoria de sus representantes (Urbano II), y sus grandes dotes organizativos. La lucha entre el poder espiritual representado por los reformistas continuadores de la obra de Gregorio VII, y el poder terrenal del Emperador y de los Reyes, entraba a una novedosa faceta.


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