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9. La organización de la cruzada.
Resulta poco convincente el hecho de que la gran mayoría de los cronistas e historiadores hagan depender la empresa de la cruzada, única y exclusivamente del sermón pronunciado por Urbano II en Clermont, puesto que, en nuestra opinión, tal interpretación constituye una reducción al absurdo. La idea de materializar una expedición militar, que favorecida por particulares circunstancias, partiera a Medio Oriente para unificar a la cristiandad bajo el domino papal, deshaciéndose de la molesta presencia bizantina, llevaba ya algún tiempo revoloteando en las mentes de los clunicianos y de los eremitas. Es precisamente a estas dos vertientes del movimiento monástico a las que debiera señalarse como las promotoras de esa empresa, y no a lo expresado en un sermón por Urbano II. Además, todo parece indicar que fue la corriente monástica eremita la que primero se decidió a poner en práctica esa idea, y que el sermón pronunciado en Clermont sólo constituyó la desesperada y tardía reacción de los clunicianos para no verse desplazados de esa empresa.
Efectivamente, la organización y marcha de la multiplicidad de expediciones conformantes de la llamada cruzada popular, parece dar la razón a nuestro planteamiento. De hecho, la organización de la cruzada se desarrolla simultáneamente por dos vertientes, si no antagónicas, sí diferenciadas. Por un lado, los esfuerzos del movimiento monástico eremita se canalizarán en la llamada cruzada popular, misma que será motivo de mil críticas de parte de cronistas e historiadores, tanto por su carácter supuestamente anárquico como por la composición social de sus partícipes. Se asegura que en esta cruzada hubo muchos vagabundos, ladrones, prostitutas y asesinos. Anatematizada como una empresa aventurera, la cruzada popular terminará representando la anticruzada. Achacándoseles la mala reputación que dejaron en todos los lugares por los que pasaron, a esos cruzados populares se les señalará como los principales culpables del desprestigio de esa empresa.
Ahora bien, el hecho de que a esa cruzada hayan concurrido aventureros de todo género, no tiene nada de extraño, puesto que si se toma en cuenta que aquella expedición militar habría de transitar, para arribar a su destino, más de mil kilómetros por territorios desconocidos, resulta lógico que sólo ese tipo de personas se decidieran a participar. Conviene aquí el destacar que entre los pobladores comunes de la Europa de ese tiempo, la inmensa mayoría, por no decir la totalidad de ellos, no tenía la más remota idea de la ubicación de la santa ciudad de Jerusalén, ni mucho menos del tan cacareado Santo Sepulcro. La mentira propalada sobre las constantes y tumultuarias peregrinaciones a Jerusalén tan sólo reflejaba una fantasía colectiva. Quien acudía a Jerusalén no era precisamente la población común, sino algunos señores, Duques, Condes o Barones, ya que tampoco entre las clases aristocráticas se acostumbraba peregrinar. Sólo en el clero, en el movimiento monástico, existía un continuo ir y venir a los considerados santos lugares, para mantener la comunicación entre la cristiandad de Oriente y la de Occidente.
Así pues, ¿quién, si no el aventurero, podía alistarse para emprender una caminata de más de mil kilómetros por territorios desconocidos, habitados por culturas extrañas de las que no se tenía ni idea de su existencia? Por muy grande que fuera el fervor religioso entre los pobladores de la Europa del siglo XI, existía el sentido común, que evitaba que la gente, en su sano juicio, se uniera a una aventura de esas proporciones. Entonces nada de raro era la distinguida clientela que se hizo eco de las prédicas en pro de la organización de la cruzada popular.
Simultáneamente a la organización de esta cruzada, planeada por los eremitas, se preparó también la llamada cruzada señorial o cruzada de los Barones, impulsada por los clunicianos y su portavoz el Papa Urbano II. La participación de la aristocracia señorial franca y de los monjes clunicianos que contaban con experiencia en acciones militares, puesto que varios de ellos habían participado en las campañas de la reconquista en tierras ibéricas, otorgó un sesgo muy diferente a esta cruzada, frente a la cruzada popular. De igual manera, el criterio centralista, del que numerosas pruebas habían ya dado los clunicianos, sentó las bases de la organización de la cruzada señorial al hacer predominar el sentido de disciplina acuñado en la abadía de Cluny, que marcó la diferencia con el antiintelectualismo voluntarista del movimiento eremita.
En la organización de la cruzada señorial, la participación del Papa Urbano II, fue de gran importancia.
Urbano II designó al cluniciano obispo de Puy, Adhemar de Montiel, como su legado encargado de organizar, en su nombre y por su conducto, la cruzada.
Señalando el Papa que los bienes de los señores que se adhirieran a su llamado, quedarían bajo la custodia de los obispos de la zona territorial de que se tratase, y dictando una serie de instrucciones y recomendaciones con el objeto de sentar las bases que hicieran prevalecer la disciplina y el orden desde el inicio de la organización de esta empresa, prohibe a clérigos y monjes el sumarse a la cruzada si no cuentan con el consentimiento de sus superiores, extendiendo esta prohibición hacia los laicos, al enfatizar que todo aquél interesado en sumarse al esfuerzo liberatorio, debía solicitar y obtener la autorización del prelado de su respectiva parroquia. Con la puesta en práctica de medidas de este tipo, la cruzada señorial contará, desde su inicio, con una sólida estructura que le dará coherencia tanto en el aspecto militar como en el político. Un enrejado que mostrará la participación de innumerables elementos clericales, filtrará a quienes sean considerados positivos e indispensables, evitando la participación de los no deseados.
La organización de esta cruzada, quedara férreamente establecida a través de una rígida estructura piramidal en la que, en lo alto de su vértice, la figura del Papa representará la máxima autoridad de esta empresa. Debajo del Papa, con la obligación de acompañar a los expedicionarios cruzados en su traslado a Medio Oriente, se encontrará la figura de su representante directo, quedando claramente establecido que esa empresa representaba una acción militar del papado a través de su propio ejército. En seguida del representante papal, se encontraba un gran número de obispos encargados de aceptar la participación de los señores feudales así como de los clérigos, adquiriendo la responsabilidad del resguardo de los bienes de los señores mientras éstos se encontrasen en campaña. Por debajo de los obispos, estaban los abades encargados de la selección de los monjes que habrán de participar en la empresa bélica, y del acopio de donaciones para su financiamiento. Después de los abades, venían los prelados o curas populares, que tenían la responsabilidad de aceptar o rechazar, la participación de la población. Y será esta estructura férreamente piramidal la que echará a andar la cruzada de los Barones, que en realidad debería llamarse la cruzada papal, por ser el Papa la autoridad suprema e indiscutible de esa empresa militar.
Después de abandonar Clermont, Urbano II realizará una más de sus prolongadas y agotadoras giras visitando diversos poblados franceses, destacando su contacto, en Angers, con el monje eremita Robert d´Arbrissel.
Al contar con la experiencia del zipizape provocado por la falta de una correcta comunicación entre el Papa Gregorio VII y Hugo, el abad de Cluny, en el asunto suscitado en los Reinos de León y Castilla con el monje Roberto, a que ya nos hemos referido, y conociendo los planes eremitas para desarrollar, por su propia cuenta, una cruzada, no cometió Urbano II el error de dejar cabos sueltos que a la larga pudiesen perjudicar el desarrollo de la cruzada señorial. Por ello, decidió conversar directamente con uno de los eremitas inmiscuidos en la organización de la cruzada popular, y aunque no han quedado datos respecto a lo tratado en tal conversación, resulta obvio el suponer que Urbano II buscó convencer al monje Robert d´Arbrissel para que se uniese a su empresa.
Urbano II abandonará Francia, dirigiéndose a Italia, en agosto de 1096, dejando tras de sí toda una estructura política, administrativa y militar que llevará a cabo la empresa de la cruzada de los Barones. El Papa contaba, por fin, con un ejército tan o más poderoso que el de Reyes y Emperadores.
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