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4.4. La expedición de Volkmar.
La expedición comandada por el monje eremita Volkmar, tuvo un desenlace patético y un desarrollo por completo criminal. Fue en esta cuarta expedición en la que el fanatismo más extremo se hizo patente, mostrando hasta qué punto aquella loca aventura guerrerista podía ser contraproducente para la cristiandad de Occidente.
Guiado por el fanatismo apocalíptico característico del movimiento eremita que se empeñó en desarrollar la cruzada popular, así como por la soberbia y el engreimiento, ese núcleo de cruzados conformó una explosiva y depredadora expedición con marcados caracteres antisemitas.
Sumamente criticada por todos los cronistas que la abordan, esta expedición representa el ejemplo más acabado de a lo que podía conducir todo aquel amasijo de mentiras y sin razones que el movimiento monástico, en sus dos vertientes principales, la eremita y la cluniciana, se empeñó en difundir con tal de alcanzar su meta.
Resultó que entre aquellos expedicionarios, dos ideas les dieron la cohesión y fuerza para llevar a cabo su loca empresa. La primera se basaba en que siendo aquellas muchedumbres las representantes de los ejércitos de Cristo, adquirían por tal razón licencia para hacer y deshacer a su antojo, puesto que constituyendo un ejército divino, quedaban por ello liberadas de las leyes y normas mundanas. La segunda idea se centraba en una comprensión belicista liberadora de supuesto carácter integral. Así, la liberación de la cristiandad del dominio de los impíos, no se sujetaba única y exclusivamente a la liberación de Tierra Santa, entendiendo con estas palabras a los territorios ubicados en Jerusalén, sino que se extendía a todos los confines del mundo hasta entonces conocido. El proceso de liberación debía ser de carácter universal, y no circunscribirse únicamente a determinada región del Asia Menor. En la Europa de Occidente había tantos o más impíos que en Jerusalén, y dominaban por igual a la cristiandad latina. Tan torcida como maniática interpretación, centró la atención de aquellas multitudes fanáticas e ignorantes en la figura de los devotos del culto mosaico, generalmente conocidos como judíos, achacándoseles a éstos ser los descendientes del pueblo que había crucificado a Jesucristo, y quienes en aquellos tiempos amenazaban a Occidente con sus actividades económicas, explotando y aprovechándose de la cristiandad. Bajo tan rebuscada visión, un acto liberatorio digno del ejército de Cristo, lo era el exterminio de los practicantes del culto mosaico, por lo que ni tardos ni perezosos, aquellos expedicionarios se dieron a la tarea de llevar a cabo su práctica liberatoria integral y universalista, persiguiendo y exterminando a cuanto judío o sospechoso de serlo encontraran en su camino. Las ciudades de Worms, Treveris, Maguncia y Spira fueron testigas de abominables y multitudinarios asesinatos, saqueos, violaciones y todo tipo de vejaciones en contra de la comunidad judía, la que era bestialmente perseguida y sádicamente asediada por las huestes de aquellos autollamados soldados de Cristo. El robo, que era en sí el móvil que impulsaba a aquellas bestias con apariencia humana a perseguir a los practicantes de la religión mosaica, les produjo grandes dividendos por medio de los cuales atrajeron a más simpatizantes a su divina causa.
Formada por algunos miles de seguidores, aquella expedición depredadora inició su camino con rumbo a Medio Oriente, dejando a su paso la imborrable huella de sus saqueos, asesinatos y violaciones, internándose por territorio húngaro, en donde serían recibidos, tal y como lo merecían, por los temerosos pobladores, quienes conocían la fama de aquellos soldados de Cristo. Sería en la ciudad de Ovar, en donde aquellas ensoberbecidas masas de ignorantes y fanáticos enfrentarían su derrota. En efecto, los licenciosos expedicionarios de la cruz decidieron poner sitio a la señalada ciudad con el objeto de satisfacer su enorme apetito de rapiña, pero ello fue un error para su causa, puesto que su acción terminó en un rotundo fracaso militar. Los sitiadores fueron derrotados habiendo de huir de manera desorganizada, penetrando, algunos, en los territorios búlgaros, en donde serían prácticamente exterminados por los pobladores. Tan sólo unas decenas de los integrantes de aquella cuarta expedición arribaron, sanos y salvos, a territorio imperial bizantino, uniéndose, desde luego, a las fuerzas estacionadas en Constantinopla de Gautier Sans-Avoir y Pedro el Ermitaño. Ni Volkmar, ni el grueso de su ejército pudieron llegar a Constantinopla, ya que después del desastre del sitio de Ovar, regresaron a territorio alemán.
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