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4.6. La cruzada popular en Medio Oriente.
Sobre la triste suerte que corrieron los restos de las expediciones de Gautier Sans-Avoir, Pedro el Ermitaño y Volkmar, que lograron arribar a territorio imperial bizantino, los cronistas han dejado una historia que se confunde con el mito y la exageración. Por lo general se hace referencia a un número de cruzados francamente increíble, puesto que se menciona a cientos de miles de efectivos del ejército de Cristo en Medio Oriente, cuando en realidad el número de los restos de aquellas expediciones no ha de haber pasado de mil a dos mil efectivos, y esto exagerando la nota.
Lo cierto fue que esos famélicos, harapientos e ignorantes expedicionarios han de haber movido a repulsa a la Corte Real bizantina, la cual, si bien en un inicio les otorgó permiso de residir en los arrabales de Constantinopla, al paso de los meses arrepintiose de su original decisión al ver como aquella multitud andrajosa se dedicó a la más denigrante mendicidad afeando las calles de la rica y esplendorosa capital imperial. Incluso hubo quienes, practicando el robo y la estafa, pusieron en peligro la seguridad de la ciudad. Por estas razones, el Emperador Alejo I viose obligado a solicitar de los jefes de aquellos expedicionarios de la cruz, que abandonasen Constantinopla, indicándoles se trasladaran al Bósforo para esperar ahí a los ejércitos de la cruzada señorial, de la que ya se tenía conocimiento de su próxima partida.
No contando con otra opción, los jefes abanderados del ejército de Cristo hubieron de plegarse a las órdenes imperiales, dirigiéndose al lugar que se les indicaba.
Instalados junto al golfo de Mondania, en las cercanías de la ciudad de Civitot, aquellas famélicas y harapientas huestes levantaron un rústico campamento. Estando esos lugares rodeados de fértiles tierras en las que silvestremente se producían exuberantes naranjos, olivos y encinos, contaron esas multitudes con los víveres necesarios para su sobrevivencia, e igualmente la cercanía del lago de Ascanio proveíales del codiciado y vital líquido. Así, contando con frutos y agua, los expedicionarios de Cristo tenían a su alcance los elementos indispensables de sobrevivencia.
No representaba esa muchedumbre la imagen de un ejército libertador que inspirase temor y respecto. Parecíase más bien a una comunidad de mendigos que prodigaban lástima. Sus instrumentos de combate, constituidos por arcaicas y primitivas lanzas, arcos y flechas, así como de palos y garrotes, no alarmaban en lo absoluto a los ejércitos de los turcos seldyucidas. Carentes de caballería y de los conocimientos básicos en estrategias y tácticas militares, sin el menor sentido de la disciplina que les indujese a la aceptación de altos mandos y jerárquicas órdenes, tan sólo su voluntarismo fanático, respaldado por una demente idea según la cual, eran protegidos por el celo divino, era lo único que les otorgaba cierta cohesión y fuerza.
Otro gravísimo problema que enfrentaba aquel indisciplinado como neófito ejército, lo era su heterogénea composición étnica cultural. Alemanes, franceses, venecianos, lombardos y normandos, componían mayoritariamente la expedición libertadora. Diferentes idiomas y dialectos, al igual que un dispar cúmulo de costumbres y diferencias de todo género hacían prácticamente imposible alguna acción conjunta de cuantía que permitiese a aquella especie de primitiva confederación, superar las adversidades que enfrentaba. Cada etnia, cada cultura partícipe de aquella empresa bélica hacía tan sólo caso a sus respectivas jefaturas naturales, creándose un enorme vacío de comunicación y mando conjunto que imposibilitaba la supuesta labor militar liberadora.
Cuentan los cronistas que algunos contingentes de alemanes, lombardos y legurios, se aventuraron en una empresa militar cuyo objetivo era la toma del castillo de Exerogorgon, resguardado por tropas musulmanas. Así, bajo la jefatura de un mítico personaje de nombre Reinaldo, haciendo uso del factor sorpresa, cayeron de improvisto sobre la confiada y despreocupada guardia islámica, derrotándola y apoderándose de su objetivo. Sin embargo, y como resulta lógico, una vez tomada la fortaleza, aquellos cruzados simple y sencillamente no supieron qué hacer, puesto que careciendo de planes y estrategias de mayor alcance que la simple toma de una fortaleza, quedáronse varados ocupando aquél castillo que de nada les servía, cayendo así sitiados ante la pronta reacción musulmana para la cual la posesión de aquella fortaleza sí constituía un primordial objetivo militar.
De las penurias que hubieron de soportar aquellos ingenuos cruzados durante el sitio, han dejado datos los cronistas. Se cuenta que carentes de víveres y de agua hubieron de devorar los cadáveres de sus compañeros caídos, así como beber sus propios orines. A fin de cuentas, los sitiados se rindieron produciéndose entonces la fatal e inevitable venganza de las fuerzas musulmanas, que decapitaron a varios de ellos y esclavizaron al resto. La noticia de la catástrofe llegó al campamento de los expedicionarios quienes, presos de furor y clamando venganza, salieron en tropel en busca de los islámicos que habían asesinado a sus compañeros. Sin tomar ningún tipo de previsiones, aquella desordenada turba fue presa fácil de los ejércitos musulmanes, los cuales, emboscándola, la masacraron sin piedad. Gautier Sans-Avoir terminaría sus días atravesado por siete flechas islámicas, al igual que la inmensa mayoría de sus acompañantes.
La cruzada popular terminaba con la masacre de sus expedicionarios. Las mujeres y niños que acompañaban a aquellos soldados de Cristo acabarían siendo esclavizados y vendidos en los mercados de esclavos de Oriente.
El tan renombrado Pedro el Ermitaño, quien en los momentos de la tragedia se encontraba en Constantinopla, terminaría maldiciendo a sus antiguas legiones, acusándolas de indisciplina crónica y tachándolas de no ser merecedoras, por su desordenada actitud, de la protección de Cristo, señalándolas como inmerecedoras de portar el símbolo de la cruz. El tan cruel como injusto ataque realizado por el Ermitaño en contra de sus tropas, se constituyó en el patético epílogo de aquella loca aventura que fue la cruzada popular. Pedro el Ermitaño esperaría, en Constantinopla, el arribo de la cruzada señorial y a ella se uniría en su marcha rumbo a Jerusalén.
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