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2. De cómo se reestructuró Europa después del derrumbamiento del Imperio Romano.

Aunque desde el siglo III, el denominado mundo bárbaro empezó, por medio de ininterrumpidas pequeñas migraciones, a establecerse en los territorios del Imperio Romano creando los puentes de comunicación y entendimiento entre ambos mundos, no fue sino hasta el siglo V cuando se producirían los grandes movimientos migratorios que constituyeron una multitudinaria invasión sobre las tierras imperiales.

Dos factores, que al mezclarse generarían este particular fenómeno, fueron, por una parte, una fortísima explosión demográfica entre los pueblos conformantes del llamado mundo bárbaro, que ocasionó una migración hacia mejores tierras en donde establecerse, y el desplazamiento, por la otra, provocado por severísimos cambios climatológicos en las estepas mongólicas, de los pueblos guerreros ahí asentados, en busca de mejores condiciones para su supervivencia. Esa movilización de las etnias mongólicas, de entre las que sobresalía la de los hunos, hacia el centro de Europa, provocó un rompimiento en el equilibrio geopolítico de los considerados pueblos bárbaros, iniciándose un caos que se advirtió en el desplazamiento de enormes grupos humanos que buscaban refugio y protección ante lo que ellos consideraban el peligro mongol.

En pocas décadas, las legiones romanas fueron incapaces de detener los multitudinarios avances migratorios de pueblos enteros que huían ante el arribo de los hunos. Vándalos, godos, visigodos, sajones, francos, lombardos, borgoñones, frisones, alamanis, normandos, etc., en tropel penetraban a los territorios imperiales. El Imperio estableció infinidad de contratos de foederati (contrato de derecho público mediante el cual Roma especificaba las condiciones de alianza con otros pueblos, fijándose la vigencia y causas de la misma), con los considerados pueblos bárbaros. Sin embargo esa acción fue insuficiente para el intento de distribución de las recién arribadas poblaciones, en los territorios imperiales (por medio del contrato de foederati, las autoridades romanas permitían, en ciertos casos, el establecimiento de los ejércitos de los foederati, y a veces el de sus pueblos, pero especificando los límites territoriales). En sí resultaba ilusorio el suponer siquiera que la extensión de los asentamientos señalados a los pueblos foederati, iba a ser escrupulosamente respetada por éstos. Por supuesto que no ocurrió así, y de aquí el avance visigodo, encabezado por su Rey o jefe Alarico, hacia el interior de la península itálica.

En efecto, los visigodos, movidos por un particular deseo de alejarse lo más que pudieran de la zona de peligro de las incursiones hunas, decidieron, sin medir las consecuencias, seguirse de frente penetrando lo que ahora es Italia; las legiones romanas, al percatarse de ese hecho, temieron que los visigodos fuesen a tomar Roma, la capital del Imperio. En realidad, a los visigodos poco les importaba la toma de la capital imperial, y todo parece indicar que su finalidad era abandonar el continente europeo y trasladarse a las islas de Sicilia o Chipre. Buscando proteger la capital del Imperio, las legiones defensoras de Roma llamaron en su auxilio a todas las legiones que se encontraban resguarneciendo las fronteras de los territorios imperiales, y cuando éstas, obedeciendo tales órdenes, marcharon para defender Roma, dejaron desguarnecidas las fronteras, provocando de inmediato la masiva penetración de los numerosos pueblos que conformaban el llamado mundo bárbaro.

Controlado el peligro visigodo, las legiones romanas se aprestaron a los combates definitivos contra los impertinentes hunos. En tales acciones (las célebres batallas de los Campos Cataláunicos, desarrolladas a mediados del siglo V, concretamente en el año 451), actuarán en estrecha colaboración militar con las fuerzas romanas comandadas por Ascio, las fuerzas visigodas dirigidas por Teodorico I y las francas, acaudilladas por Meroveo. Atila, el llamado azote de Dios sería derrotado, quedando prácticamente desbaratada la afamada caballería huna que tantos dolores de cabeza diera a bárbaros y romanos. El peligro mongol quedaba momentáneamente conjurado, pero las consecuencias que había generado estaban a la vista: el en otra hora poderosísimo Imperio Romano, se pulverizaba sin que existiera fuerza o caudillo capaz de evitarlo.

La hora de los bárbaros había llegado, del poder de Roma ya tan sólo quedaría el simbólico recuerdo.

Más tarde, con la capitulación de Rómulo Augusto, el Imperio Romano dejó de existir, y tocaría a Odeacro, hijo de un ministro de Atila y jefe de la etnia mongólica de los hérulos, gobernar a la ciudad de Roma. Tiempo después, la invasión de las fuerzas ostrogodas encabezadas por Teodorico, acabaría con el gobierno de Odeacro, y éste moriría junto con su consejero Boccio y el obispo de Roma, el llamado Papa Simaco, por orden del jefe ostrogodo.

En los inicios del siglo VI, de lo que fuera el Imperio Romano no quedaba ya ni la sombra; sus antiguos dominios eran gobernados por Reyes bárbaros. En la Britania, una heptarquía dirigía la región; en la Galia, el dominio pertenecía a los francos; Provenza se había convertido en un Reino borgoñón; Aquitania y España eran dominadas por los visigodos, quienes hacían y deshacían a su antojo; en el norte de África y las islas del Mediterráneo, los vándalos eran los mandones; y en la mismísima Italia, el gobierno pertenecía a los ostrogodos.

Ante aquella situación, en Oriente, al Emperador del llamado Imperio Romano de Oriente, fundado en 395 con su capital en Bizancio, y después, en Constantinopla, al célebre Justiniano, se le metería en la cabeza la idea de reconstruir el antiguo Imperio, y para tal fin ordenó formar y organizar una poderosísima flota naval que respaldada por un bien organizado ejército, constituyó un poderío militar del que tan sólo se mantenía el recuerdo. A la cabeza de aquél ejército colocó el Emperador a un formidable guerrero, Belisario, a quien ordenó la recuperación de todos los territorios que habían pertenecido al Imperio Romano de Occidente. Belisario, ni tardo ni perezoso, se aprestó a cumplir la orden de su Emperador. Comenzó batiendo los dominios de los vándalos; después fue a las costas de España y zarandeó de tal manera a los visigodos que les obligó a replegarse a sus antiguos dominios. Igual acción desarrolló en Aquitania y la Galia, para después vérselas con los borgoñones, arrebatándoles los territorios imperiales. Marchó, con el mismo objetivo sobre Roma, pero los ostrogodos resultaron un hueso bastante difícil de roer, incluso para aquél poderoso ejército bizantino. Después de haber sudado la gota gorda, las fuerzas de Belisario derrotaron, por fin, a los ejércitos ostrogodos, y Roma fue reconquistada. El Emperador Justiniano había conseguido su meta de reconstruir el Imperio, pero ello no duró mucho, puesto que Justino II, su sobrino y sucesor, hubo de presenciar la manera en que aquél sueño se desvanecía. En efecto, al Emperador bizantino le tocó enfrentar una nueva invasión a los territorios imperiales; en esta ocasión fueron los ávares, otra etnia guerrera mongólica, que por similares motivos a los tenidos por los hunos, se vio forzada a emigrar a Europa central en busca de condiciones más favorables para su subsistencia. Los ávares, tan o más belicosos que los hunos, sembraron a su paso el caos y el terror. De nuevo los movimientos migratorios masivos de pueblos enteros, volvieron a presentarse; de nuevo las fuerzas imperiales, ahora bizantinas, fueron incapaces de controlar la situación; de nuevo el reconstruido Imperio Romano de Occidente volvía, irremediablemente, a desbaratarse.

Entre los llamados pueblos bárbaros que presurosos volvieron a tomar posesión de los territorios que los bizantinos les habían arrebatado, destacará, tanto por su particular desarrollo, como por la hegemonía que poco a poco impondría a sus territorios, la etnia de los francos, etnia compuesta por varias sociedades tribales tendientes al nomadismo y a no mantener relaciones estrechas entre ellas mismas. La principal característica en su desarrollo se centrará en la inteligencia de sus jefes o Reyes para realizar atrevidas acciones militares. Ya en las batallas que habían dado al traste con las aspiraciones de dominio de los hunos, los francos, encabezados por el mítico Meroveo, habían dado suficientes pruebas de su intrepidez y heroicidad.

Dividida en dos vertientes culturales principales, los austracios y los neustracios, la etnia franca inició, en el mismo siglo VI, después del súbito despertar del sueño de reconstrucción imperial bizantino, su unificación mediante el predominio de los franco-austracios, encabezados por el afamado Clodoveo.

La importancia de este Rey franco, además de la generada por sus victoriosas acciones militares, tuvo en su gran intuición política su climax. En efecto, Clodoveo buscará y logrará la unión franca-visigoda mediante su matrimonio con la princesa visigoda Clotilde, y será, por tal matrimonio, el primer Rey bárbaro convertido al catolicismo, generando con ello el inicio de sólidos lazos de amistad y cooperación entre la Iglesia de Roma y el Reino franco.

Durante el siglo VII, los Reinos europeos serían de nuevo sacudidos por otra invasión, en este caso eran los pueblos árabes quienes iban a Europa buscando dominios territoriales.

Surgido en la ciudad árabe de Medina, rápidamente se desarrolló un sólido concepto político y religioso, con marcadas características expansionistas de carácter beligerante, establecido en torno a la denominada hermandad del Islam, esto es, la hermandad de los voluntariamente sometidos a los dictados divinos (el vocablo Islam significa el sometimiento voluntario a Dios).

Desarrollada en torno a las enseñanzas de Mahoma, no tardó mucho esta nueva concepción para solidificar un fuerte gobierno y extender su influencia y poderío hacia los cuatro puntos cardinales. Persia, Siria y posteriormente Egipto serían, en poco tiempo anexados al que en no menos de un siglo fue el reluciente Imperio del Islam, con su capital, a mediados del siglo VII, en Damasco (un siglo después la cambiaría a la ciudad de Bagdad).

Los Reyes visigodos recibieron en ese siglo VII, la agresiva visita de las huestes islámicas, y en un brevísimo periodo de tiempo grandes regiones de la península ibérica quedarían bajo el dominio del Islam, siendo igualmente amenazadas varias islas del Mediterráneo.

La presencia islámica en Europa, con sus asentamientos en España, ponía en jaque al continente entero. A diferencia del semisalvajismo propio de las etnias mongólicas (hunos y ávares, por tan sólo mencionar a las más conocidas), que en el pasado habían invadido Europa central, los islámicos poseían, en contraparte, una cultura y una civilización mucho más sólidas y estructuradas que las de cualquiera de los llamados pueblos bárbaros, y de aquí el gran peligro que para el continente europeo representaba aquella invasión.

Portadores de una religión, un sistema de gobierno, una estructura de ordenamientos jurídicos bastante avanzada, así como de infinidad de inventos y adelantos en varios dominios del conocimiento y de las artes, el Islam superaba, en todos los terrenos, a los desarticulados y enfrentados Reinos y Ducados bárbaros. La débil resistencia que el Occidente oponía al avance islámico, tenía sus pilares, en materia de religión, en el catolicismo de la Iglesia de Roma; en el campo militar, en la fortaleza franca; y, en el terreno puramente ideológico, en el siempre presente recuerdo de la grandeza del Imperio Romano. Y sería, precisamente, la unión de estos tres elementos, lo que conformaría la poderosa muralla de contención que el Islam jamás pudo derribar.

Durante el siglo VIII, dirigía los destinos de la Austracia franca, el bastardo Carlos, menestral de Palacio. De hecho, durante la administración de los últimos Reyes francos de la dinastía merovingia, el Rey era tan sólo una figura decorativa, y quien se encargaba realmente de los asuntos del Reino no era otro que el mayordomo de Palacio, llamado menestral, de donde posteriormente se derivaría el vocablo Ministro.

Hijo de Pipino de Heristal, Carlos se destacó en seguida por sus dotes militares (de los que se desprendería el añadido Martel a su nombre, que significa martillo), primero, por sus victorias sobre los intentos de invasión de los frisones y los alemani (victoria de Vincy en 717), y posteriormente por su heroicidad al haber sido capaz de detener la intentona de invasión de los ejércitos islámicos comandados por el legendario Abderramán, en los célebres combates de Poitiers, en 732, donde la poderosa caballería islámica fue derrotada por la infantería franca.

Gracias a aquella victoria sobre los emisarios del Islam, evitando que extendieran sus dominios en Europa, Carlos Martel se convirtió en el mítico héroe de la cristiandad de Occidente, y la iglesia romana buscó estrechar sus relaciones con él, siendo Gregorio III, el obispo de Roma considerado como Papa, quien buscaría su protección contra el peligro lombardo que le amenazaba. Carlos Martel se mostró muy cauteloso y de hecho nada hizo para atender aquél llamado de auxilio. Lo que sí hizo, y eso constituyó su mayor logro después de su victoria sobre los islámicos, fue concebir y organizar la caballería franca. En efecto, maravillado por la rapidez y versatilidad de movimientos desarrollados por la caballería islámica durante los combates de Poitiers, Martel comprendió de inmediato cuál era el atributo militar que hacía de los islámicos enemigos tan poderosos en los campos de batalla: su caballería. Hasta ese entonces, en Europa, seguía predominando el concepto militar clásico utilizado antaño por las legiones romanas. Las compactas unidades de infantería, de desplazamientos tortuguescos, en las que jugaba papel de vital importancia el concepto de disciplina y de uniformidad en los lentísimos movimientos. Mantener el ritmo, conservar la calma y observar la disciplina eran los tres pilares en que se basaba aquél concepto militar. Pero la rapidez y versatilidad de las columnas de caballería islámicas, superaba por completo a la vetusta estrategia militar romana. Martel comprendió el por qué hunos y ávares habían logrado avanzar con la facilidad que lo hicieron, desbaratando las defensas romanas de Occidente y Oriente. La explicación radicaba en que tanto los hunos como los ávares contaban con la rapidez de sus destacamentos de caballería, y aunque eran indisciplinados y desordenados, aquella enorme ventaja compensaba con creces sus deficiencias.

Después de los combates de Poitiers, a Carlos Martel no le quedó la menor duda de que el ejército por él comandado, el de los franco austracios, debería, en el futuro, contar con sus destacamentos de caballería, y para lograrlo realizó una serie de acciones y cambios que le permitieran alcanzar su objetivo. Esos cambios estuvieron relacionados con la aparición del denominado vasallaje, contrato mediante el cual, el menestral de Palacio otorgaba en préstamo una extensión previamente determinada de tierra, para que de su usufructo pudiese el caballero alimentarse él y su caballo, así como prodigarle a este último todos los cuidados que requiriese, y en contraparte, el vasallo quedaba comprometido a acudir, en el momento en que recibiera del menestral la orden, a las acciones o campañas militares que se le indicasen. Con el paso del tiempo, el vasallaje experimentó profundas transformaciones, pero esto es harina de otro costal.

A Carlos Martel le sucedería, en el cargo de menestral de palacio, su hijo Pipino, apodado el Breve. Mostrándose en extremo atrevido en sus acciones, Pipino se aventuró a ir en pos del trono. Ya hemos señalado que los Reyes de la dinastía merovingia para el Reino franco austracio, no pasaban de ser meras figuras decorativas, puesto que recaía en el menestral la responsabilidad del quehacer en el Reino. Así, al Breve no le cabía en su cabeza el tener que seguir cumpliendo el papel de sirviente, cuando el amo nada hacía. En el desarrollo de sus planes, Pipino pidió la importante opinión del obispo de Roma, el llamado Papa Zacarías, quien de hecho bendijo sus planes. Envalentonado al contar con el apoyo episcopal romano, el Breve dio el paso decisivo, y en una asamblea celebrada en 751 se hizo nombrar Rey de los francos, y mandó al monasterio al bueno para nada de Childerico III. Mandar al monasterio a un Rey, significaba en el contexto de la cultura franco austracia, el destronarle.

Con el destronamiento de Childerico III, llega a su fin la dinastía merovingia y con Pipino el Breve se establece el periodo de transición para el surgimiento de la dinastía carolingia.

Ya sin estorbo al frente y después de que la iglesia romana, por primera vez en la historia, se aventurase a consagrar a un monarca coronándole en suntuosa ceremonia celebrada en la basílica de Saint Denis, las relaciones entre el episcopado romano y la monarquía franca se estrecharían sólidamente. A tal grado serían cordiales, que Esteban II, el obispo romano sucesor de Zacarías, cruzaría en 752 los Alpes para ir a entrevistarse personalmente con el Breve y pedirle, además de su protección en contra de sus eternos enemigos los lombardos, la sesión de algún Estado, nombre dado a los territorios en los que se ejercía potestad y dominio, para que la iglesia romana, a la vez de permanecer segura, fuese igualmente soberana. Pipino complació a Esteban II en ambas peticiones, y el obispo, agradecido, le nombró Patricius Romanorum.

A Pipino el Breve le sucederá su hijo Carlos, apodado el Magnífico, y que a la historia ha pasado con el nombre de Carlomagno.

Durante su Reinado, la consolidación y expansión de los dominios francos alcanzará su máximo esplendor. De similar manera, las relaciones con la iglesia romana ascenderán a insospechadas alturas. Con Carlomagno se presentará la primera campaña militar cuyo basamento ideológico estará centrado en una especie de guerra santa, de guerra de conversión de los infieles. En efecto, será contra los pueblos sajones que se habían mostrado reacios a abrazar la fe católica, que el resplandeciente Rey enfocará sus ejércitos, y así, mediante una sangrienta campaña militar caracterizada por la tortura y el ajusticiamiento de poblaciones sajonas enteras que se negaban a abjurar de sus creencias para convertirse al catolicismo, se presentará en la historia de Occidente la primera guerra realizada en nombre de la fe. Sin duda, la influencia islámica fue en este caso determinante, pues no es posible ignorar el famoso Djihäd o guerra santa en la cosmogonía del Islam, como una obligación a cumplir por sus adherentes.

También a Carlomagno le corresponderá la reinstalación del obispo romano, el llamado Papa León III, quien había sido expulsado de su cargo mediante un levantamiento popular. Los ejércitos francos de Carlomagno reinstalarán, por medio de la fuerza, a este obispo, surgiendo con ello la idea del predominio del poder terrenal representado por Duques, Reyes o Emperadores, sobre el propiamente espiritual de los epíscopos. La acción realizada por las fuerzas militares francas, quedaría como antecedente para que fuesen los poderosos jefes de regiones, Reinos o Imperios quienes se abrogasen el derecho a nombrar a los obispos, incluyendo, claro está, al de Roma.

Sería durante el llamado Imperio Carolingio que el desarrollo y proliferación del congregacionismo alcanzaría gran difusión. Varias asociaciones de monjes fueron poco a poco instalándose en los territorios imperiales contando, desde luego, con la tolerancia, acuerdo y protección del Emperador. Estaban estructuradas en base a la Regla de San Benito, y el conjunto de preceptos que regían la vida monástica de las congregaciones benedictinas señalaba:

1. La oración y la meditación realizadas en común, acompañadas de cantos, himnos y salmos, así como de lecturas teológicas.

2. Dedicación, a nivel individual, al rezo y a la meditación así como a la lectura y reflexión de textos teológicos y bíblicos.

3. Reunión comunitaria para tomar en asamblea las decisiones que convinieran a la congregación.

4. Comida comunal en silencio, amenizada con lecturas teológicas.

5. Observancia de la regla del silencio que tan sólo podía ser interrumpido durante los llamados recreos de conversación.

6. Obediencia plena y absoluta al hermano superior y a las órdenes que dictara para la realización de trabajos manuales o intelectuales.

Este abultado proceso de desarrollo del congregacionismo alcanzará, a principios del siglo X su punto culminante con la fundación, entre los años 909 y 910, de la célebre abadía de Cluny, realizada por Guillermo el Piadoso, Duque de Aquitania. Esta abadía se distinguiría por imprimir a la famosa Regla de San Benito, la observancia de una autoridad o cabeza de la congregación sumamente centralizada, en el dominio cuasi absoluto de una persona. La rigidez en seguir esta particularidad añadida a la regla común del movimiento congregacionista, distinguirá a Cluny de las demás congregaciones, otorgándole fama y renombre. No pasaría mucho tiempo para que su influencia se hiciese sentir entre la cristiandad de Occidente. Su formidable avance como centro cultural y escuela en la que se prepararán los futuros cuadros dirigentes de la iglesia romana, le otorgará un inestimable poder cada vez más depurado para disputar a Duques, Reyes y Emperadores la soberanía universal. Lo que más adelante se conocería con el nombre de Papismo monárquico, tendrá en Cluny su sostén ideológico.

Al desmembrarse el llamado Imperio Carolingio (siglo IX), emergerían, llenando el vacío de poder que aquel hecho generó en Occidente, los famosos Ducados germánicos que cristalizarán con la formación del llamado Sacro Imperio Romano, al que siglos más tarde se le añadiría el vocablo Germánico, y que tendría en Otón I a su organizador.

Si Pipino el Breve había concluido la heroica labor de su padre, Carlos Martel, al limpiar de islámicos las inmediaciones de Aquitania, y si Carlomagno se cubrió de gloria al desbaratar los asentamientos ávares establecidos en Hungría, Otón I alcanzaría igualmente la gloria con su victoria, en Augsburgo (año de 955), sobre los hunos, que pretendían invadir los territorios germanos.

Hijo de Enrique I, Duque de Sajonia, Rey a la muerte de Conrado de Franconia, a Otón I le tocó continuar el trabajo de su padre para unificar a los pueblos germanos. Mucho había avanzado en ese sentido Enrique I, por lo que Otón I tan sólo se concretaría a acentuar tal labor.

Apoyando su Reinado en los altos dignatarios de la iglesia, entre los cuales escogería a la mayoría de sus consejeros, Otón I otorgó, desde el inicio, protección y apoyo a la iglesia católica, por lo que sus relaciones con el episcopado romano serían bastante sólidas.

A mediados del siglo X, amenazados los territorios que el obispo de Roma gobernaba (aquellos cedidos por la concesión real de Pipino el Breve), tanto por sus sempiternos enemigos los lombardos, como por el peligroso avance logrado por la aristocracia romana, el llamado Papa vivía momentos de angustia. Así, desesperado ante tan tétrica realidad, buscó la protección de Otón I, ofreciéndole a cambio su reconocimiento como Emperador. Otón I acogió gustoso el trueque ofrecido, y a la cabeza de su ejército cruzó los Alpes para meter al orden a los lombardos proclamándose su Rey y amedrentando con su presencia a la arrogante aristocracia romana. La influencia que ejerció el poder de persuasión de las fuerzas germanas fue más que suficiente para acallar a la aristocracia y tranquilizar los bélicos ánimos de los lombardos. Por fin, el compromiso asumido por el obispo de Roma para con Otón I quedaría cumplido, mediante su coronación por el llamado Papa Juan XII, el 3 de febrero de 962. El reluciente Emperador adoptaría el título de Romanorum Imperator y sería aclamado por la cristiandad de Occidente como Rex Romanorum.

Teóricamente, y así lo entendió en la práctica el recién ungido Emperador, el título de Romanorum Imperator significaba el predominio de la soberanía imperial sobre el papado. El obispo de Roma quedaba sometido al dominio de Otón I, esto es, se convertía en su vasallo. Nada raro ni extraño fue, entonces, el que Otón I se pusiese, primero a designar a los obispos de sus dominios, haciendo a un lado las preferencias u opiniones que en tal sentido pudiese tener el epíscopo de Roma, y después, directamente influyese en el nombramiento del denominado Papa. Resultaba por completo natural que quien fuese coronado con el título de Romanorum Imperator ejerciera el gobierno de Roma y contase con la potestad para designar al obispo de esa ciudad. Aquella práctica desembocaba, por supuesto, en la implantación de un Imperio con claras tendencias teocráticas.

A Otón I le había coronado el llamado Papa romano, y éste ejercía la facultad de coronarle en cuanto representante directo del apóstol Pedro, quien había recibido su autoridad, nada más y nada menos que de Jesucristo. Así, Otón I recibía su poderío en cuanto Emperador, del mismísimo Dios. ¿Qué de extraño tenía entonces el que él se considerase con dominio pleno tanto en los asuntos terrenales como espirituales?

A Otón I se debe la imposición, en cuanto obispos de Roma, de los posteriormente considerados como antipapas (el término antipapa, acuñado después de las reformas impulsadas por el Papa Gregorio VII, se refiere a los obispos de Roma nombrados al margen o en contradicción a las reglas canónicas establecidas), León VIII y Juan XIII, y el derrocamiento de los posteriormente tenidos como Papas legales (el término Papa legal se refiere al nombrado de acuerdo a la legislación canónica establecida), Juan XII y Benedicto V.

Ante aquella experiencia del teocratismo de Otón I, se estructuró la reacción de la abadía de Cluny en pos de la recuperación de la soberanía pontificia romana, así como la implantación de las tácticas, estrategias y planteamientos teológicos para que aquél teocratismo imperial fuera íntegramente transportado de la persona del Emperador a la del obispo de Roma, el considerado Papa o Padre Venerable.


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