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7.5.4. Rumbo a Jerusalén.
Los ejércitos de la cruz habían experimentado un notable cambio, puesto que con la defección de Taticio, ya no marchaban junto a fuerzas imperiales. También, las defecciones de Esteban de Blois y Hugo de Vermandois, y la ausencia de Bohemundo de Tancredo y del hermano de Godofredo de Bouillon, habían alterado por completo la estructura militar original de las fuerzas de la cruz. La muerte de Adhemar de Montiel, obispo de Puy, y de su segundo, el obispo de Orange, le habían privado del liderazgo espiritual que le sirviese de base. Miles de los soldados de Cristo habían muerto, otros fueron heridos, y algunos desertaron. Entre los no combatientes, muchísimos murieron de hambre, de cansancio o a consecuencia de la epidemia de Antioquía, otros se habían instalado en las ciudades o los poblados tomados por los abanderados de la cruz, y hubo también los que tuvieron la desgracia de caer prisioneros de las fuerzas del Islam, siendo reducidos a la esclavitud.
Varios contingentes se habían sumado a la marcha libertadora de la cruz en distintos puntos de su recorrido, destacándose los expedicionarios genoveses y venecianos, así como los pobladores autóctonos.
Así pues, el ejército cruzado había experimentado una metamorfosis, y los soldados que partieron de Antioquía con rumbo a Jerusalén, no eran los mismos que dos años atrás marcharon a Nicea. Ya no pensaban ni actuaban como cuando arribaron a territorio imperial bizantino. En ellos se habían arraigado tétricas costumbres e inicuas creencias. Entre las primeras sobresalía su afición por la práctica del canibalismo, costumbre adquirida en los no pocos momentos de terribles hambrunas en donde se vieron forzados a devorar los cadáveres de los turcos muertos en combate. Con el paso del tiempo, el canibalismo se convirtió, no en práctica obligada por las circunstancias, sino en un ritual a través del cual, los antropófagos de la cruz suponían que adquirían las destrezas y habilidades que en vida habían tenido los individuos cuyos cadáveres devoraban.
El avance de los abanderados de la cruz desestabilizó la frágil hegemonía de los seldyucidas y de los damishmend, a grado tal que los fatimitas pretendieron llegar con los cruzados a un acuerdo para repartirse los territorios de esas etnias. Su propuesta consistió en ofrecer Siria a los expedicionarios de la cruz, quedándose ellos con Palestina, otorgando lo que no les pertenecía, y manteniendo en su poder lo que habían invadido. Gobernaba a los fatimitas el visir Shab-an-Shak al-Jamail, en representación del Califa menor de edad, Al-Mustali. Al enterarse el visir fatimita de la intención de los cruzados de apoderarse de Jerusalén, ordenó la invasión de Palestina, región que se encontraba en poder de los hijos de Ortoq, Sogman e Ilghazi, quienes reconocían la soberanía de Duqaq de Damasco. Así, cuando los fatimitas irrumpieron en territorio palestino, las fuerzas de Sogman e Ilghazi se replegaron, concentrándose en Jerusalén con la esperanza de poder resistir los embates fatimitas mientras arribaba ayuda de Damasco. Durante cerca de cuarenta días pudieron resistir, hasta que doblegados por el hambre y la sed, capitularon entregando la ciudad a las fuerzas invasoras. Así, los fatimitas eran los dueños de Jerusalén cuando las fuerzas de Raimundo IV, Godofredo de Bouillon, Roberto de Normandía y Tancredo, iniciaron su marcha hacia la Santa Ciudad, bordeando la costa con la finalidad de no perder contacto con los navíos genoveses, venecianos e ingleses que pululaban en el mar de Levante. La expedición arribó frente a los muros de Jerusalén, la tarde del martes 7 de junio de 1099.
En su largo recorrido de más de tres años, los ejércitos de Cristo habían liberado amplias regiones, importantes puertos, poblados y ciudades, formado un Condado, un Principado y dos territorios episcopales. Muchos señores habían estructurado obscuros feudos de dudosa extensión territorial. El ejército de la cruz era una fuerza temida y respetada por el mundo del Islam y los cristianos autóctonos. Su fama en Occidente había alcanzado insospechadas alturas. Sus hazañas eran contadas, plagadas de exageraciones, a lo ancho y largo de la Europa de Occidente, despertando dormidas ambiciones señoriales, y llamando la atención de Reyes y Emperadores.
El último objetivo del ejército de la cruz, la ciudad de Jerusalén, se encontraba bajo la potestad del gobernador fatimita Iftikhar ad-Dawla, el que al enterarse del arribo de los cruzados, tomó medidas para defender la plaza, ordenando que se secaran o envenenaran todos los pozos de agua cercanos a la ciudad; y expulsando a toda la población cristiana residente en Jerusalén. Ordenó concentrar todo el ganado en zonas bien resguardadas, disponiendo a su tropa a lo largo de las anchas murallas que rodeaban la ciudad, poniendo vigilancia especial en cada una de las puertas de acceso a Jerusalén.
Por su parte, el ejército de la cruz se distribuyó de la siguiente manera: Roberto de Normandía y sus tropas se estacionaron en la muralla norte, amenazando la Puerta de las Flores o Puerta de Herodes; Roberto de Flandes colocó a su ejército frente a la Puerta de la Columna o Puerta de San Esteban o de Damasco; Godofredo de Bouillon ocupó el frente noreste de la ciudad, atacando la Puerta de Jaffa, reforzado por las fuerzas al mando de Tancredo. Al sur se encontraba Raimundo IV y su ejército. Los lados este y sureste de las murallas quedaron libres al no contar los cruzados con fuerzas suficientes para cubrirlos.
El problema que de inmediato enfrentaron las fuerzas de la cruz fue la carencia de agua, puesto que las medidas defensivas de los sitiados secando y envenenando los pozos, resultaron efectivas.
Los jefes de la cruz optaron por conformar un supremo consejo que se reunió el día 15 de junio, después del fracaso de un intento de asalto a la Ciudad Santa, que costó severas pérdidas a los cruzados. En esa reunión se acordó el suspender los asaltos, hasta contar con la imprescindible maquinaria bélica que les apoyara. También se elaboraron los planes para conseguir madera y los elementos necesarios para la construcción de torretas, catapultas y arietes, ordenándose el envío de pequeños contingentes a lugares retirados.
El arribo al puerto de Jaffa de una flota mixta de genoveses e ingleses, colaboró en los planes de los jefes de la cruz, ya que en esas embarcaciones se encontraban todos los instrumentos para fabricar la maquinaria bélica.
La construcción de dos torres móviles, impresionó a los sitiados; pero el clima y la constante carencia de agua debilitaban a los soldados de Cristo, impidiéndoles iniciar un ataque.
Nuevamente se reunió el supremo consejo confederado para analizar la situación. Primero se trató lo relativo a la persona o institución a quien se debería reconocer la potestad de la ya tomada ciudad de Belén, resguardada por las tropas de Tancredo. Los eclesiásticos reclamaban la ciudad en la que había nacido Jesucristo. Y debido a que la discusión comenzó a acalorarse, el supremo consejo confederado prefirió posponer ese asunto. Después se abordó la propuesta eclesiástica relativa a la entrega, una vez tomada, de la ciudad de Jerusalén. La clerecía argumentaba contar con los suficientes derechos para que le fuese entregada la potestad de la Santa Ciudad, pero los señores se opusieron a la argumentación de los clérigos, reclamando que la ciudad, una vez tomada, quedara bajo el gobierno de un laico, increpando a los clérigos a que tomaran, si podían, la ciudad. Ante lo agitado de la discusión, el supremo consejo confederado decidió posponer el asunto.
A principios de julio llegó a oídos de los sitiadores que un gran ejército había partido de Egipto para ayudar a los sitiados, rumor que causó gran nerviosismo entre los cruzados.
Una vez más se reunió el supremo consejo confederal para analizar la situación. Todos los jefes de la cruz estaban convencidos de que ese sitio no podía durar más tiempo, y que era necesario iniciar el asalto final. Se establecieron los planes para llevar a buen término la toma de la ciudad, decidiéndose que el ataque se iniciara la noche del 13 de julio en el sector oriental de la muralla norte.
Tal y como se había planeado, el asalto inició durante la noche señalada, siendo de gran utilidad las dos torres móviles, que apoyadas por el continuo uso de las catapultas, pudieron colocarse pegadas a las murallas de Jerusalén. El asalto resultó victorioso, y la matanza que siguió al triunfo fue espantosa. Todos los musulmanes fueron pasados a cuchillo, y a los pobladores judíos los quemaron en el interior de uno de sus templos. Sólo el gobernador de la ciudad y su escolta salvaron la vida dando para ello una gran cantidad de dinero a los jefes cruzados. El triunfo se consolidó el 14 de julio de 1099.
Las matanzas perpetradas en Antioquía y Jerusalén, dieron pésima fama a los ejércitos de la cruz, a quienes se les comenzó a señalar como bandas depredadoras sedientas de sangre.
El 29 de julio de 1099, a las dos semanas del triunfo de los soldados de Cristo, moría, en Roma, el Papa Urbano II, sin haberse enterado del triunfo de la expedición militar que él, auxiliado por los monjes clunicianos, había convocado y organizado.
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