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3. De los lugares santos, las reliquias y los peregrinajes.

En sí, todas las religiones establecen durante su evolución, algún tipo de explicación, conceptualización o relación ya con lugares considerados santos, mágicos o intocables; con objetos de muy diversa índole, a los que se les atribuyen, por diferentes causas, cualidades específicas relacionadas, por lo general, con alguna forma de poder, o bien con la peregrinación ya psíquica o física mediante viajes o visitas rituales hacia donde están objetos benditos, mágicos o vinculados con alguna manifestación divina o sobrenatural (apariciones de santos, vírgenes o de Dios mismo).

Resulta claro que en lo referente al cristianismo pregonado durante la Edad Media por la Iglesia de Roma, el desarrollo de la idea o conceptualización de lugares santos, reliquias y peregrinajes, guarda estrecha relación con el sincretismo generado por el enfrentamiento y la consubstancialización del credo cristiano de Roma, con los credos autóctonos de los llamados pueblos bárbaros. Es necesario advertir la conveniencia de no confundir la figura, a la que ya nos hemos referido, de los peregrinos de la fe, que tanta importancia guardaron en los inicios del desarrollo del cristianismo como elementos transmisores de noticias e informaciones, con el peregrinaje en cuanto manifestación colectiva en pos de la purificación o la expiación de culpas y pecados.

Ya hemos abordado lo referente a la irrupción del llamado mundo bárbaro en los territorios del tambaleante Imperio Romano; igualmente nos hemos referido a la cristianización o conversión al cristianismo por parte de sus jefes o Reyes, particularmente en el caso de los franco austracios. Ahora bien, resulta entendible que la conversión de estos pueblos al cristianismo, ni fue espontánea, ni mucho menos adquirió un carácter de incondicionalidad. De hecho, debieron pasar siglos para que las poblaciones consideradas bárbaras conocieran, aunque de manera harto superficial, los principios básicos de las enseñanzas y del simbolismo ritual cristiano, y ese lentísimo proceso de aprendizaje que englobó a varias generaciones, quedaría condicionado, desde su inicio, a las semejanzas o aproximaciones que pudiese guardar con las creencias autóctonas de esos pueblos, generándose así el inevitable sincretismo, esto es, el surgimiento de un cristianismo campechano en el que convivirán, junto a lo que podemos llamar como genuina doctrina del cristianismo romano, trozos nada despreciables de creencias y rituales propios de los bárbaros. De esta mezcla entre las creencias y los rituales paganos con la doctrina y el ritual cristiano romano, nacerá la idea relativa a los peregrinajes, las reliquias y la veneración por lugares específicos considerados como santos.

Es, en las creencias y rituales propios de los pueblos tenidos por bárbaros, que se encuentra el origen de esas costumbres.

Bien podemos entender el por qué de esa tendencia bárbara para la veneración del peregrinaje, las reliquias y los santos lugares si tenemos en cuenta el nomadismo de esos pueblos. En efecto, acostumbrados a realizar continuas migraciones a lo largo de un amplio territorio, aquellos pueblos debían de justificar ideológicamente las causas que les obligaban a andar de aquí para allá. Por supuesto que tal explicación tenía como motivo principal el consolidar su cohesión interna, y así surgió una visión mágica por medio de la cual buscose justificar el nomadismo encumbrando la idea del peregrinaje, como una obligación a cumplir para lograr la purificación de pecados, culpas y faltas. Paralelamente emergería el criterio de los lugares considerados santos o mágicos, en los cuales podía lograrse protección contra el mal y, para redondear toda aquella explicación que buscaba justificar sus constantes migraciones, surgiría, paralela a la idea de los lugares mágicos o santos, la conceptualización fetichista de las reliquias u objetos portadores de poder. Piedras, talismanes, arena, etc., etc., objetos que al encontrarse en los santos lugares contenían poderes que protegían a su portador.

Resulta obvio que los drásticos cambios climatológicos marcados por las cuatro estaciones en el continente europeo debían conformar una especie de calendario ritualístico con el que aquellos pueblos se guiaban para preparar sus traslados. Paradójicamente, la llamada religión o culto de la oca cuya práctica se extendió hasta finales del siglo XV, nos demuestra la manera en que se guiaban aquellos pueblos nómadas que ya conocían las migraciones instintivas realizadas por estas aves. Así, siguiéndolas por la conveniencia que de ello sacaban, podían aquellos nómadas sobrevivir a las inclemencias climáticas. En sí el culto a la oca surge como una apremiante necesidad de sobrevivencia. Ahora bien, las ideas relativas a los peregrinajes, lugares santos y reliquias se ligan a este culto que era la explicación mágica para justificar sus desplazamientos y evitar su desintegración.

Cuando aquellos pueblos bárbaros se adhieren al cristianismo, lo hacen sin abandonar sus atávicas creencias, sobreviviendo así la pagana trilogía relativa a las peregrinaciones, las reliquias y los santos lugares. Resulta curioso el que muchos cronistas de las cruzadas pusiesen el grito en el cielo al constatar, sobre todo en la llamada cruzada popular, la práctica de una costumbre, por ellos considerada diabólica. Aquellos cruzados usaban, para dirigirse a Oriente, a una oca que, caminando o volando delante de la columna, le indicaba el camino a seguir. Esa práctica mostraba a las mil maravillas el arraigamiento del atavismo bárbaro del culto o religión de la oca.

Ahora bien, aquellas costumbres paganas no tan sólo serían toleradas por el movimiento congregacionista o monástico católico, sino que, incluso, serían avivadas por abades y monjes.

Existe, claro está, una explicación que hasta cierto punto justifica la actitud de aquellas congregaciones católicas. Téngase en cuenta que a la sazón, el Islam amenazaba seriamente al continente europeo, y que la religión de los voluntariamente sometidos a los dictados divinos predicaba, precisamente, como obligación a realizar por sus adherentes, el peregrinaje a su ciudad santa (La Meca), e incluso establecía una fortísima dependencia entre su adherencia y la ciudad sagrada, mediante la práctica del rezo diario en dirección a la santa ciudad. A aquella idea islámica, el cristianismo romano debía responder de alguna manera, y qué mejor forma que el recuperar las atávicas costumbres bárbaras con sus ritos paganos plagados de lugares mágicos (santos), con sus rutas de purificación (los caminos del peregrinaje) y sus tribales costumbres sobre amuletos y colgajos portadores de poder (reliquias).

Si Carlos Martel se había percatado, después de los combates de Poitiers, de que militarmente la mejor protección que existía contra el poderío islámico era imitándoles, usando sus propias armas con el desarrollo de la caballería, en el terreno político e ideológico, el movimiento congregacionista, particularmente la abadía de Cluny, terminaría firmemente convencido de la apremiante necesidad de enfrentar al enemigo (el Islam), con sus propias armas. Si el Islam hablaba de peregrinaje, la Iglesia romana también; si el Islam contaba con su lugar santo (La Meca), la Iglesia de Roma igualmente lo tendría; si el Islam pregonaba la guerra santa, la Iglesia de Roma pregonaría la suya. Recuérdese la campaña de conversión, a la que ya hemos hecho referencia, desarrollada contra los sajones por el afamado Carlomagno.

Ahora bien, los monjes de los monasterios y abadías estaban ciertos de que combatir a los islámicos no era una tarea a la que cualquiera se acometiera sin medir las consecuencias. Resultaba, pues, necesario el reforzar, apuntalar y fortalecer los caracteres, añadiendo a las antiquísimas costumbres paganas de los bárbaros, la bendición, la promesa del perdón de los pecados y el otorgamiento de divinas indulgencias por el epíscopo de Roma, dando, además, un sentido de conquista, de búsqueda y encuentro con objetos benditos pertenecientes a santos y apóstoles o directamente relacionados con la vida, sufrimiento y martirio del propio Jesucristo.

Era, pues, imprescindible y de vital importancia el inventar leyendas, pregonar fantasías y elaborar cuentos, en los que el peregrinaje, la existencia de lugares santos en donde hubiesen aparecido símbolos, vírgenes, apóstoles o el mismísimo Jesucristo, constituyera la trama principal. A tales tareas se acometieron los monjes de las congregaciones, y otra vez, la abadía de Cluny se destacaría por la gran imaginación mostrada por sus integrantes, en el dominio de la literatura fantástica y en el desarrollo de cuentos y mitos sobre la existencia de quien sabe cuántas reliquias.

Así, el inicio en la elaboración del discurso que muchísimos años más tarde (1095), justificase el llamado del Papa Urbano II en Clermont para la realización de la primera cruzada, tuvo su cuna durante la segunda mitad del siglo IX en el seno del movimiento congregacionista o monástico, y representa la entendible reacción de la cristiandad romana ante el peligro islámico que amenazaba dominar a Occidente. Fue nuevamente la abadía de Cluny el laboratorio en donde se realizarían los avances más importantes; donde se conformarían las justificaciones teológicas mejor estructuradas; y en donde se culminaría con la conceptualización teórica más acabada de ese discurso.


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