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4. De lo relativo al llamado Imperio Bizantino.
Con la caída de Roma en manos de los ostrogodos, la capital del Imperio quedaría en Constantinopla, la considerada Segunda Roma. Sin embargo, la continuación de la grandeza imperial en Oriente recibiría el absurdo e ilógico nombre de Imperio Bizantino. Resulta evidente que si lo que se pretendía era establecer una cortante diferencia entre los dominios griegos orientales y los latinos occidentales del Imperio Romano, más sensato, lógico y apegado a la realidad hubiese sido el nombrar al denominado Imperio Bizantino, Imperio Constantino, en alusión directa al nombre del Emperador romano fundador de Constantinopla. Curiosamente la ciudad o colonia de Bizancio, dejó de existir bastante tiempo antes de que a alguien se le hubiese ocurrido hablar del Imperio Bizantino, generándose el contrasentido histórico que otorga validez a la sentencia que señala que el Imperio Bizantino emergió en la historia después de que Bizancio dejó de existir. Conviene señalar que el mal llamado Imperio Bizantino, no es algo aparte del Imperio Romano, sino que es el Imperio Romano en sí, por lo que su presencia en la historia no puede ubicarse en el momento en que Teodosio I realiza la división administrativa de los territorios occidentales y orientales. Tampoco las invasiones de los pueblos considerados bárbaros que terminan apropiándose los territorios de Occidente, marcan su inicio, sino que definitivamente y por muchos aspectos, éste se encuentra en las acciones emprendidas por el Emperador Constantino el Grande, fundador, lo repetimos, de la ciudad de Constantinopla.
Por nuestra parte, abordaremos la historia del erróneamente llamado Imperio Bizantino a partir del siglo VII, ya que es precisamente su labor como muralla o escudo en contra del expansionismo islámico que amenazaba la Europa de Occidente, lo que le relaciona directamente con nuestro tema.
A principios del siglo VII, la situación del Imperio Bizantino era bastante crítica. Asediado, de un lado, por su sempiterno enemigo, el Imperio Persa, y, por el otro, teniendo que enfrentar el avance de los ávares y la migración eslava que generó, el ejército bizantino simple y sencillamente no se daba abasto. Todo parecía indicar que su fin se encontraba muy cerca, sin embargo, un auténtico golpe de audacia realizado por el Emperador Heraclio cambió drásticamente su situación. En efecto, mediante una serie de atrevidos movimientos tácticos en materia militar, el Emperador pudo asestar tremebundo golpe al centro neurálgico del ejército persa, obligándole a rendirse, y, en cuanto al avance de los ávares, gracias a una serie de intrépidas negociaciones acabó convenciéndoles de la inutilidad e intrascendencia de su belicismo, concretando con ellos una serie de tratados de los que el Imperio Bizantino sacó la mejor parte. En lo referente a la migración eslava, el asunto, mucho más complicado, fue objeto tan sólo de un conjunto de medidas de carácter transitorio que lo único que lograron fue el posponer ese espinoso y agudo problema.
Ante aquellos significativos triunfos, ni los bizantinos, ni los persas, ni los ávares ni mucho menos los eslavos, se percataron del proceso de gestación del movimiento islámico. Era tanto el entusiasmo bizantino por su evidente recuperación, y el desencanto de los persas por su derrota, que ninguno prestó la menor atención a lo que en Arabia ocurría, y por lo tanto ninguna medida tomaron ante el peligro que en su zona de influencia se estaba gestando, y amenazaba seriamente la existencia misma de los Imperios persa y bizantino.
Los primeros en pagar cara su falta de previsión en el campo político militar, fueron los persas. Cuando el Islam, convertido ya en un poder de carácter expansionista, lanza, a mediados del siglo VII sus vertiginosas y sorpresivas campañas militares, el Imperio Persa es por completo aniquilado. Los bizantinos no corren con mejor suerte, y así, los territorios imperiales de Siria, Egipto, Tripolitania y Cirenaica, caen bajo el poder del Islam, quedándole a la potestad bizantina tan sólo los territorios de Asia Menor, Grecia, algunas regiones de la península itálica, Sicilia y el territorio en disputa con ávares y eslavos. Así, todos los dominios bizantinos de África del Norte quedan bajo el control islámico.
Los ejércitos del Islam logran ser contenidos por las fuerzas bizantinas en el estratégico punto militar conocido como la línea de Tauro, ubicado al norte de Siria.
Ante la situación creada por la irrupción del Islam, los Emperadores bizantinos Constantino IV y Justiniano II se dieron a la tarea, a fines del siglo VII, de implementar una serie de reformas políticas, administrativas y militares que si bien volvieron algo más rígido el ya de por sí presente centralismo que caracterizó al denominado Imperio Romano de Oriente, sirvieron de maravilla para defender los territorios imperiales de la amenaza islámica.
El territorio imperial fue reestructurado en lo referente a su organización política, administrativa y militar, liquidándose el antiguo concepto de división administrativa de índole civil representada en las provincias, siendo éstas redistribuidas y agrupadas en la recién creada institución de los themas, la cual, suplantando como ya lo señalamos, el concepto de administración civil, encumbró el de administración militar. Contemplaba esta institución a las unidades militares como el pilar de la nueva distribución distrital. Gobernado por el llamado estratego, quien dependía directamente del Emperador, el thema transformó al Imperio en un lugar en que el dominio cuasi absoluto del militarismo, marcaba las pautas a seguir. Por otra parte, el pretorianismo propio de la administración central, cedió su lugar al logotetismo (en alusión al título de logotetas dado a los nuevos funcionarios imperiales), surgiendo así el brazo dictatorial que colaboraba para mantener el suprapoder del Emperador. Este logotetismo estaba integrado por un coordinado triunvirato de logotetas, en el cual a cada uno correspondía el respectivo dominio de los campos de la administración financiera, militar y general del Imperio, así como la referente a la administración de los bienes del Emperador.
Con esta nueva forma de organización imperial, hasta cierto punto copiada de los persas, los bizantinos consolidaron la hegemonía interna necesaria para sobrevivir ante el acoso del Islam, y los no menos graves problemas que ávares y eslavos le generaban.
Con su poderío militar, tanto terrestre como marítimo, estructurado mediante los themas y los logotetas, el Imperio consolidaba las bases necesarias para su mantenimiento por varios siglos más. Sin embargo, y no obstante lo positivo que para los bizantinos resultaba esta transformación política, administrativa y militar, generó también una serie de trastornos bastante severos que complicaron la cohesión del Imperio. Al efectuarse estos cambios, sucedió que algunos poderosos sectores o clases vieron de pronto amenazados sus intereses. Siendo el poder de los estrategos muy grande, tanto por la extensión territorial que dominaban, como por los grandes núcleos de población que quedaban bajo su potestad, generó esto un turbio panorama de cara a la administración central, dando pábulo a la inseguridad del Emperador y su triunvirato de logotetas.
Las clases dirigentes que se veían amenazadas en sus intereses, rápidamente establecieron alianza con algunos de los estrategos para frenar o suavizar aquellas reformas, y así, la usurpación del trono imperial realizada por León III, quien derrocó, en el año 717 a Teodosio III, no constituyó sino la demostración práctica de lo señalado. Con el encumbramiento al poder de León III, se inicia la denominada Dinastía Siria, así llamada en alusión al origen sirio del nuevo Emperador. El advenimiento de esta dinastía traería aparejadas tanto victoriosas campañas militares contra las intentonas de avance islámico, como el surgimiento del iconoclastismo, que generará un agudo rompimiento con el cristianismo pregonado en Roma por los Papas.
Si para el Occidente latino, las figuras de Carlos Martel y Pipino el Breve, constituyen la gloriosa apoteosis de la defensa de la cristiandad para con el avance del Islam, en el Oriente griego, parecida representación alcanzarán los Emperadores León III y su hijo Constantino V. Pero si en el estricto terreno de la heroicidad militar, la cristiandad tanto griega como latina podía vanagloriarse de contar con sus respectivos adalides, en el campo de la interpretación y búsqueda del camino a seguir para el encumbramiento universal de la fe cristiana, existía un abismo basado en las diferencias culturales del Oriente griego de cara al Occidente latino, abismo que tendía a ensancharse en mucho debido a que el eje del mal llamado Imperio Bizantino, al haber quedado enclavado en el Asia Menor, con su capital en Constantinopla, era mucho más vulnerable a las influencias de las culturas de Oriente. Por ejemplo, en lo acaecido con la denominada crisis del iconoclastismo, resultaba evidente la influencia ejercida por las religiones judía e islámica. En efecto, judíos e islámicos no permitían el desarrollo de representaciones pictóricas o escultóricas en sus respectivos lugares destinados al culto, por ver en tales manifestaciones claras desviaciones de carácter idolátrico, para ellos inadmisible. Ya hemos visto que el cristianismo latino no tan sólo toleró sino incluso azuzó esos usos y costumbres de los denominados pueblos bárbaros.
En el Imperio Bizantino existía, antes del arribo de la Dinastía Siria, una extendida simpatía y tolerancia para con los iconódulos, o sea los partidarios del desarrollo de las manifestaciones pictóricas y escultóricas en el seno mismo del ritualismo cristiano ortodoxo. En sí, la nebulosa historia de la aparición del iconodulismo en los centros dedicados al culto cristiano, parece venir de la época del Emperador romano Constantino el Grande, cuando éste, convertido a la fe cristiana, encumbró al cristianismo como religión oficial del Imperio. A raíz de esto, y quizá como muestra de agradecimiento, aunque lo más probable es que se debió al uso de las costumbres romanas, los obispos dieron luz verde para que en los templos de sus iglesias se colocara una pintura o escultura con la efigie del Emperador, hecho que en sí marcó el inicio del movimiento iconodulista, cuando, tiempo más tarde, comenzaron a añadirse otro tipo de representaciones, ya pictóricas o escultóricas, que dieron incluso realce a determinados templos, tomando éstos el nombre de lo representado por la escultura o pintura que se exponía. Por supuesto que tal práctica condujo, en no pocos casos, al desarrollo de un particular tipo de idolatría, la cual, desde el inicio de sus manifestaciones constituyó motivo de preocupación para no pocos teólogos y representantes eclesiásticos, siendo tema de discusión en sínodos y concilios. Pero fueron otro tipo de causas por completo alejadas del terreno específicamente religioso, las que sirvieron de acicate para el desarrollo del trágico enfrentamiento entre iconoclastas e iconódulos, y éstas las encontraremos en el terreno político, en la lucha por la hegemonía del control religioso, en las vulgares y mundanas ambiciones de Emperadores, Papas y Patriarcas.
La implantación del iconoclastismo por el Emperador bizantino León III, fue el intento por detentar en su persona, tanto el poder terrenal como el espiritual, conformándose, para el papado romano en el buscado pretexto para poder deshacerse del molesto Imperio Romano de Oriente.
En 726, el Emperador León III da la orden de retirar la pintura que, representando a Jesucristo cubría la puerta del palacio. Esa acción produjo un descontento mayúsculo que desembocaría en motines y revueltas; el llamado Patriarca Germán I, cabeza de la iglesia cristiana ortodoxa, manifestó abiertamente su oposición a las medidas iconoclastas implantadas por el Emperador. La lucha entre el iconoclastismo y el iconodulismo se iniciaba.
Rápidamente, la noticia de la decisión imperial bizantina se esparció entre la cristiandad de Oriente y Occidente, provocando una oposición generalizada. En Grecia, un intento de rebelión realizada por un puñado de enardecidos cristianos, quienes, encabezados por un tal Cosmes, emprendieron una expedición marítima con el objeto de forzar la renuncia del para ellos indigno Emperador, que terminó en un rotundo fracaso, bien sirve para brindar una semblanza general del ambiente reinante por la implantación de las medidas iconoclastas de León III.
El llamado Papa Gregorio II se vio obligado a protestar, de manera enérgica, en contra de la por él considerada, inadmisible acción de intromisión imperial en los dominios de la jerarquía eclesiástica.
Este asunto fue complicándose tanto al interior del Imperio, como al exterior, en sus relaciones con el mundo occidental. En lo interno, la enérgica actitud del Patriarca Germán I, oponiéndose a las reformas iconoclastas promovidas por el Emperador, terminó con su abdicación ante la severísima presión ejercida por León III para que aprobase el edicto imperial que establecía el iconoclastismo, siendo sustituido por el Patriarca Anastasio, hecho éste que generó la vigorosa condena de los obispos, clérigos y monjes bizantinos. En cuanto Occidente, el Papa Gregorio II no tardó mucho en convocar la realización de un concilio en el cual se acabaría condenando al iconoclastismo como una desviación herética, a lo que el Emperador bizantino respondió encarcelando a los delegados del papado romano que se encontraban en Constantinopla.
La implantación del iconoclastismo en el Imperio Bizantino, forzó un jaloneo entre el Emperador y el Papa romano, que inevitablemente conduciría a un gran cisma entre la cristiandad. Aquellos pleitos ahondarían el ya existente abismo que separaba a Oriente de Occidente, y destruiría los puentes de comunicación que entre ambas culturas existían.
El arribo de Constantino V al poder imperial, enrarecería aún más el ambiente de incomprensión y alejamiento entre esos dos bastiones de la cultura cristiana: Roma y Constantinopla.
En efecto, el laureado vencedor de la batalla de Acroino, en donde los islámicos mordieron el polvo, se mostró, en lo referente a la iconoclastía, mucho más inflexible e inconmovible que su padre, León III. Constantino V no sólo obligó al clero a que aceptara sus reformas, imponiendo al Patriarca y no pocos obispos, sino que fue mucho más lejos, presionando a la celebración de un concilio ecuménico para que apoyase la iconoclastía, terminando, de hecho, convocándolo y presidiéndolo él mismo. Su obsesión para que el iconoclastismo se convirtiera en base del credo ortodoxo fue tal, que no se detuvo en la persecución, tortura e inclusive la eliminación física de sus oponentes, los partidarios del iconodulismo. Tan férrea como bestial actitud provocó que en Roma, el Papa Esteban III, sucesor de Gregorio II, convocase a un sínodo para condenar la iconoclastía, y de paso aprovechase el cúmulo de condiciones que le eran favorables para deshacerse, al fin, de la tutela imperial bizantina, en cuanto heredera lógica del Imperio Romano. Colocando con tal acción, la primera piedra de lo que al paso del tiempo se convertiría en el anhelado Reino Universal en donde la conjugación del poder temporal de Emperadores, Reyes y Duques, con el espiritual de la Iglesia, produjo la síntesis de un cesarpapismo con el que ni tan siquiera Constantino el Grande pudo haber soñado. Así, el papado romano no tuvo el menor escrúpulo para diseñar una gran mentira mediante la fraudulenta elaboración de la llamada Donación de Constantino, con el objeto de buscar el convencimiento de propios y extraños acerca de que de ahí para adelante no existía más poder imperial que el del papado. Tan no es exagerado lo que aquí señalamos, que como prueba queda el incontestable hecho de que ni la tolerancia mostrada por León IV, sucesor de Constantino V, ni menos aún la cancelación del iconoclastismo, promovida por la emperatriz Irene durante su regencia realizada por la corta edad del Emperador Constantino VI, sucesor de León IV, cambiaron en algo la actitud del papado romano en su frenética carrera en pos de su anhelado dominio universal. De hecho, la coronación de Carlomagno como Emperador por el Papa León III, se efectuó poniendo como pretexto el hecho de que en Constantinopla, por todos tenida como la segunda Roma, gobernaba una mujer (la emperatriz Irene), y como eso contradecía el derecho consuetudinario, para el papado romano el Imperio se encontraba acéfalo, por lo que la coronación de Carlomagno, en cuanto Emperador romano, era válida de pleno derecho.
Después, y sólo después de haber logrado el predominio de la Roma de Occidente sobre la Roma de Oriente, fue cuando el papado romano tendería su hipócrita mano en cuanto simbólico hecho de intento de reconciliación entre la cristiandad ortodoxa y la católica, no cejando en la utilización de los bizantinos cuando le era necesario el hacerlo, por ejemplo, como una justificación en el llamado del Papa Urbano II a la realización de la cruzada, pretextando una supuesta ayuda al Imperio Bizantino.
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