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6. De la irrupción islámica.
Ya nos hemos referido, en varias ocasiones, al shock que representó para las culturas y poblaciones de los siglos VII y VIII, la irrupción del expansionismo islámico en Arabia. Varias son las causas que medianamente pretenden explicar el cómo y por qué emergió de una precivilización con características tribales, que deambulaba por las desérticas regiones arábigas, un movimiento político y religioso que en un corto periodo de tiempo se adueño de extensos territorios, enfrentando y derrotando a las entonces consideradas como las máximas potencias político militares, consolidando por varios siglos su dominio en esas zonas.
Las prolongadas y agotadoras campañas militares generadas durante la guerra entre persas (sasanidas) y bizantinos, constituyen, quizá, la primera de las razones que en parte explican el fenómeno islámico. En efecto, aquella larga guerra produjo constantes cambios en el espectro geopolítico de la zona en conflicto, generando grandes vacíos de poder. Así, bastaba con que un tercer poder ocupase estos puntos estratégicos para que, casi de inmediato, su importancia alcanzara semejantes o mayores niveles a los de los poderes hegemónicos enfrentados.
Otra explicación sobre este fenómeno la encontramos en la poca o nula simpatía, por parte de las etnias, culturas o civilizaciones autóctonas, residentes en los territorios del Imperio Romano de Oriente, para con los bizantinos, a quienes, de plano, no querían, soportándoles tan sólo a regañadientes. De hecho, este sentimiento de rechazo se manifestó de diversas maneras durante la guerra entre persas (sasanidas) y bizantinos, llegando incluso a constituirse, en varias ocasiones, en el auténtico pilar de algunas de las victorias obtenidas por los primeros. Por supuesto que esta resistencia silenciosa, expresada de una y mil maneras, en contra de la cultura y del dominio militar imperial, tan sólo esperaba el momento propicio para deshacerse del molesto dominio bizantino, por lo que ante el surgimiento del Islam, vieron en éste más a un aliado que a un enemigo.
Una explicación más, es la que incide, quizá en demasía, en las pugnas de carácter religioso que el desarrollo de la ortodoxia cristiana generó, poniendo particular énfasis en el enfrentamiento entre los llamados monofisistas, y la cristiandad ortodoxa. En sí, el cisma monofisista guarda relación directa con lo que ya hemos apuntado acerca de las diferentes interpretaciones que se elaboraron sobre la valorización dogmática de la figura de Cristo. Fue Enríquez, miembro de un monasterio de Constantinopla quien, en el siglo V elaboró una sui géneris versión del docetismo, mediante la cual terminó negando la presencia de dos naturalezas distintas (humana y divina) en Jesucristo. Esto ocasionó un zipizape entre clérigos e igualmente entre laicos, predominando, en Constantinopla, la repulsa a esa particular interpretación del monje, y terminando con la expulsión (excomunión) de los seguidores de las prédicas del tal Enríquez de la comunidad cristiana, generando un conjunto de rencores y sentimientos de venganza por parte de los excluidos (excomulgados). Históricamente los monofisistas establecerán alianza con los persas (sasanidas) en su guerra contra los bizantinos, y con la irrupción del Islam, también con éste establecerán alianza, misma que se mostrará en las constantes campañas militares cuyo objetivo lo constituía o la toma de Constantinopla o la lucha por el predominio marítimo del Mediterráneo.
Otra explicación pretende puntualizar el por qué de la victoriosa irrupción islámica, centrando su atención en los mecanismos implementados por sus jefes durante sus campañas expansionistas. Dos eran los caminos seguidos para ampliar sus dominios territoriales:
1. Por medio de la celebración de convenios o tratados con los pueblos conquistados o anexados al Islam, mediante los cuales se estipulaban los derechos y obligaciones tanto de los conquistados como de los conquistadores, siendo éstos de una flexibilidad e incluso, en no pocos casos, de una bondad sorprendentes. No existiendo la obligación, en ninguno de estos convenios o tratados, por parte de los pueblos conquistados, de abrazar el credo islámico. Se permitía e incluso se garantizaba el culto o práctica de los credos autóctonos, estableciéndose normas de diferenciación entre islámicos y no islámicos, cuya violación era fuertemente castigada, incluso con la muerte. Por ejemplo, el no islámico no debía vestirse como lo hacían los fieles al Islam; no podía acercarse a los lugares de celebración del culto del Islam; no podía hablar, ni mucho menos discutir, los temas filosóficos o teológicos propios de los fieles del Islam y, estaba sujeto a un régimen de tributación diferente al de los practicantes de la fe islámica.
2. Por medio de la fuerza, cuando la resistencia de las poblaciones autóctonas o, mejor dicho, de sus clases dirigentes, impedía la celebración de convenios o tratados. Pero incluso en este caso, los resultados, para el pueblo en sí, no eran, desde cualquier ángulo que se les viera, una tragedia. Ciertamente para los altos mandos militares, sacerdotales o industriosos y comerciales, el panorama, en caso de ser conquistados mediante el uso de la fuerza, no era nada halagüeño, ya que por lo general, las victoriosas fuerzas islámicas usaban de la tortura y ejecución pública, así como de la esclavitud y la expropiación de todos los bienes de los miembros de esas clases dirigentes, respetando, sin embargo, la vida, propiedades y tranquilidad de la población común, hecho éste que no les hacía parecer, a los ojos de los pueblos, como guerreros bestiales sedientos de sangre.
Otra opinión incide en el carácter sorpresivo de las campañas de expansión islámicas, poniendo, quizá excesivo énfasis en este factor estratégico militar. Así, según esta explicación, el factor sorpresa constituiría, en sí mismo, la explicación de la victoriosa expansión del Islam.
Ahora bien, sea cual sea las explicaciones que a cada quien convenzan, el hecho fue que durante los siglos VII y VIII, el Islam dominó extensas zonas territoriales y amenazó seriamente con someter, en Oriente, al Imperio Bizantino, y en Europa, a la mismísima Roma, manifestándose su cada vez más poderosa hegemonía en las rutas comerciales que unían al Oriente con el Occidente, e incluso a las propias de cada parte, esto es, las rutas comerciales interbizantinas e interoccidentales.
Pero si en lo relativo a la rápida expansión militar del Islam podemos encontrar varias hipótesis que intentan explicarla, mucho más difícil y controvertido es poder entender la aparición y el desarrollo de la religión islámica.
Surgida en una región poblada por grupos sociales poseedores de un muy corto desarrollo, nómadas por excelencia que ferozmente luchaban contra la adversidad de la aridez climática; pueblos camelleros que dificultosamente iban y venían a lo largo y ancho de espantosos desiertos, en donde los minúsculos y desperdigados oasis representaban el paraíso; pueblos conducidos por sus respectivos jeques, quienes ejercían la autoridad patriarcal de esos semisalvajes grupos humanos guiados por creencias sumamente primitivas copiadas de algunos rituales judaicos, en las que a las piedras y a los áridos cerros se les concedían atributos mágico-divinos. Pueblos que aún no traspasaban los límites del desarrollo tribal en el que la presencia de la purificación del peregrinaje, los lugares santos o mágicos, y los objetos poseedores de poderes protectores constituían el pan de cada día, y de entre esos pueblos surgiría una profunda y muy acabada concepción religiosa capaz de competir de tú a tú con las milenarias religiones orientales como la judía, y con la centenaria religión del cristianismo.
Contando tan sólo con un antecedente prounificador de esos clanes camelleros nómadas, impulsado en el siglo V por la tribu de los Kindas, que se esforzó por estructurar una especie de confederación intertribal para dar cohesión y proyección a las desperdigadas tribus arábigas, aconteció que en el siglo VII, un hombre llamado Mahoma púsose a predicar un particular credo que él afirmaba provenía de la inspiración divina y que él pregonaba en cuanto encargo como profeta, Aquella prédica que el profeta hacía devenir de la sacralidad de un libro en el que cuidadosamente reproducía las órdenes divinas llamado el Corán, rápidamente logró convencer a propios y extraños de las bondades y autenticidad de aquellas divinas enseñanzas. Confundidas en un inicio sus prédicas como devenidas del monofisismo, no pasó mucho tiempo para que adquirieran las características de originalidad que evidenciaban el surgimiento de una nueva religión. Quizá con la ayuda de los practicantes judaicos de la ciudad árabe de Medina, pudo Mahoma hacerse de los recursos necesarios para redoblar sus esfuerzos predicadores, pues es sabido que el profeta mantenía cordiales relaciones con la comunidad creyente judía y que incluso ésta pretendió atraerle a sus filas. Pero pasando por alto si tal información puede o no considerarse como verídica, lo cierto, lo innegable es que ese profeta en un muy corto periodo de tiempo extendió la supuesta verdad revelada, entre grandes núcleos de la población árabe que la aceptaron sin chistar.
No siendo nuestro objetivo el profundizar sobre los fundamentos teológicos del credo del Islam nos referiremos tan sólo a la influencia que ejerció para la formación del poder político militar árabe conocido como Imperio Islámico.
El desarrollo del Islam en cuanto poder político militar en proceso de expansión, se da posteriormente a la muerte del profeta Mahoma. A su fallecimiento, acaecido en 632, el liderazgo de la hermandad de los voluntariamente sometidos a los dictados divinos recayó en Abu Bakr, y a la muerte de éste, ocurrida dos años más tarde, fue designado Umar como el líder del islamismo, y durante el liderazgo de estos dos califas, particularmente en el de Umar, el Islam inicia su vertiginoso expansionismo. La victoria de Yarmuk (año 636) sobre los poderosos ejércitos bizantinos, otorgó una reluciente aureola a los ejércitos islámicos que terminaron apoderándose de la ciudad de Damasco, la capital de Siria, al igual que de Jerusalén y de toda la Palestina (fue Cesárea la última plaza fuerte de los bizantinos, que cayó en poder del Islam en el año 640). Siguió después la campaña para conquistar Egipto, apoderándose los islámicos, en 642, de Alejandría, en ese entonces capital de Egipto. En otra campaña paralela, iniciada con anterioridad en 637, el Islam se apropiaba Ctesifon, la capital iraquí, y para 642, penetrarían a Irán, triunfando en la batalla de Nehawend y apoderándose de extensas regiones del territorio iraní.
El asesinato del califa Umar en 644, ejecutado por un esclavo persa, y la elección de Utman para sucederle, provocará una serie de conflictos políticos interislámicos que se agigantaría con el asesinato de este líder en 656. Tal situación se convertiría en un obstáculo que frenaría el triunfante expansionismo islámico, generándose una especie de tregua que dio, además de un suspiro, la oportunidad de pertrecharse a los pueblos por ellos amenazados.
Con la designación de Alí como sucesor de Utman, los problemas internos del Islam, en vez de aminorar se avivaron a tal grado que a punto estuvieron de producir una guerra civil, pues muchos líderes menores de la gran hermandad islámica consideraron, y en ello tenían razón, que el asesinato de Utman había sido producto de un complot al que el recién elegido Alí no era ajeno. Aquella conflictiva situación terminaría con el asesinato de Alí en 661 y el encumbramiento de Mu Awiya al liderazgo del Islam, iniciándose el llamado periodo de la dinastía Omeya, durante el que tendrá lugar el desembarco islámico en las costas de Gibraltar a finales del siglo VII, y la derrota del ejército visigodo encabezado por el Rey Rodrigo. En el siglo VIII, el Islam, instalado ya en territorio europeo, iniciará su avance hacia el norte ocupando regiones del territorio franco, siendo finalmente detenidos por las fuerzas comandadas por Carlos Martel en la célebre batalla de Poitiers. En ese mismo siglo, Pipino el Breve terminaría la labor heroica de su padre obligando la retirada islámica del territorio franco; por esas fechas, en Constantinopla, León III y Constantino V realizarían acciones similares. Las fronteras entre el Islam y la cristiandad tanto latina como oriental quedarían establecidas, y no sería sino hasta poco más de dos siglos después, que ese panorama geopolítico fue trastornado radicalmente por la irrupción de las etnias de los turcos seldyucidas.
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