Índice de Por el poder de la cruz. Una breve reflexión sobre la Primera Cruzada de Chantal López y Omar Cortés | Capiítulo anterior | Capítulo siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
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Capitulo Segundo
Antecedentes inmediatos
1. De la situación de la Iglesia católica romana durante los siglos X y XI.
El aspecto general de la organización eclesiástica con sede en Roma no era, durante los siglos X y XI, muy apegado al discurso de prédica cristiano. Obispos, arzobispos, cardenales y el mismísimo Papa abrigaban una corrupción y soberbia de poder inauditas. Los cargos clericales se vendían al mejor postor sin importar si éste tenía o no conocimientos teológicos que le calificaran como apto para ejercerlo; en otros casos el cargo episcopal se transmitía hereditariamente de padre a hijo sin que mediase la intervención de la feligresía. Además constituía práctica común el que clérigos, obispos, arzobispos y el Papa de Roma, convivieran carnalmente con una o varias mujeres. También era muy común el que los clérigos a todo se dedicasen menos a su práctica espiritual. Se cobraba por la administración de los sacramentos, por las bendiciones y, obvia el señalarlo, por los perdones y las indulgencias. Lógicamente tan corrupto como hipócrita panorama generó un clero impreparado, ávido de riquezas y alejado por completo del conocimiento teórico y práctico del catolicismo, y por ello sumamente vulnerable a la intromisión de otras prácticas, apartadas o inclusive contrarias al credo católico.
Ante aquel auténtico caos, el resguardo de la fe católica quedo bajo la protección del movimiento congregacionista en el que la abadía de Cluny se presentaría como alternativa.
Ese monasterio, creado por y para la aristocracia (todos los monjes que en él eran aceptados pertenecían a la nobleza europea), por voluntad expresa de su fundador, Guillermo el Piadoso, Duque de Aquitania, quedo, desde un inicio, sujeto directamente a la tutela del papado.
Lugar de oración y meditación, Cluny estableció un conjunto de reglas de una severidad hasta ese entonces desconocida, lo que acarreó, como inmediata consecuencia, el que ese monasterio en mucho se diferenciase del caos reinante entre la clerecía y el papado católicos. No obstante su sujeción a la tutela papal, Cluny en mucho aventajaba al papado, puesto que el rigor de sus medidas disciplinarias internas no permitía el relajamiento de costumbres que imperaba entre los Papas.
En Cluny se rezaba, se leía, se meditaba bajo la estricta supervisión del hermano mayor o prior. La más mínima falta de observancia a la regla disciplinaria del monasterio, provocaba la inmediata expulsión o retiro del infractor, razón ésta por la que el interesado en adherirse a Cluny, debía previamente convivir, durante un periodo de tiempo, con los monjes clunicianos para que se convenciera de estar lo suficientemente dispuesto a observar las normas y disciplina interna del monasterio, siendo muchos los que claudicaban de sus originales pretensiones.
Estructurada de manera suprajerárquica, la abadía de Cluny logró lo que no había sido posible en ningún otro monasterio: presentar de cara a la cristiandad de Occidente una idea de disciplina y santidad única.
Para muchos visitantes, Cluny era un monasterio en el que los monjes pasaban todo el santo día orando y elevando plegarias comunes. Mas sin embargo, en esos casos sucedía que esos visitantes tan sólo se referían a lo que les impresionaba, dando cabida en sus comentarios a lo que querían o estaban deseosos de ver; pero de esto no se deduce que en Cluny tan sólo en rezos y cánticos se consumiera el tiempo. Por supuesto que en ese monasterio se oraba, pues esa era una de las labores del movimiento monástico o congregacionista: orar por el perdón de las faltas y pecados de otros, por lo general de los Duques, Reyes y Emperadores, al igual que por sus familiares. Ciertamente, en determinados periodos del año se rezaba quizá en exceso. Un viajero que estuvo de visita en Cluny, aseveró que durante su estancia, los monjes oraban, ininterrumpidamente, por más de dieciocho horas, pero no sabemos, por no haberlo especificado ese viajero, en qué época del año efectuó su visita. La fama y prestigio de la abadía de Cluny fueron en sorprendente aumento, y así, después de algunos años de haber sido fundada, empezaron a surgir monasterios que seguían, al pié de la letra, la regla disciplinaria que había establecido.
No tardó mucho en manifestarse la influencia cluniciana en las asambleas eclesiásticas de los concilios y sínodos. Los monjes, egresados de Cluny, que salían a ocupar los puestos de obispos, arzobispos o cardenales, fueron poco a poco influyendo para que en esas asambleas se elaboraran un conjunto de normas relativas ya al campo estrictamente judicial, al del arbitraje, o bien a lo que con toda propiedad puede ser llamado derecho de guerra. Así, en 990, el obispo de La Puy, Guido de Anjou convocó a un sínodo en el que se formularon normas cuya observancia pretendía garantizar, a los habitantes de la región, la tranquilidad en su vida cotidiana. A este conjunto normativo se le llamaría la paz de Dios. Señalaba, entre otras prohibiciones, la de no irrumpir en las iglesias, ni robar animales o ganado, ni estafar o robar a los viajeros, ni secuestrar a los campesinos. Más adelante se le añadiría la particularidad del juramento, siendo éste realizado por los fieles o adherentes a la iglesia, antes o después de la misa, comprometiéndose a su observancia y teniendo como testigo alguna reliquia, imagen o bien algún texto sagrado; así a la paz de Dios también se le conoce como la paz juramentada.
Paralelo a la paz de Dios existía el llamado juicio de Dios, que representaba un primitivo concepto procesal a través del cual se suponía la intervención divina manifiesta en la denominada prueba de fuego. Quien se declarase inocente de tal o cual falta, debía tomar con sus manos algún objeto metálico incandescente - por lo general un símbolo religioso -, y caminar una distancia determinada. Si lo lograba era, en el acto, considerado inocente, pero si no, se le consideraba culpable.
Del conjunto normativo llamado la paz de Dios o paz juramentada, se desarrolló un nuevo concepto denominado la tregua de Dios, mediante el cual se pretendía reglamentar tanto el uso de armas como los días en que se podía hacer la guerra, y, obvia el señalarlo, en los que ésta quedaba prohibida.
En el concilio de la archidiócesis de Ariés (1037-1041), el abad Odilón de Cluny, elaboró una carta pastoral en la que se llamaba a no hacer uso de las armas desde la tarde del miércoles hasta el alba del siguiente lunes.
El conjunto normativo de la tregua de Dios, fue también motivo de juramento, amenazándose a los infractores de quedar excomulgados en el momento mismo de cometer la infracción.
Por supuesto que no todos los pobladores respetaron la observancia de aquellos conjuntos normativos, sin embargo tuvieron su utilidad y hasta cierto punto mantuvieron, en algunas zonas, la tranquilidad. Ahora bien, la implementación de estas normas demostraba, aparte de su importancia en cuanto canales de pacificación, tanto su poder de convocatoria ya que a los juramentos acudían los señores, los Duques, e incluso el mismo Rey de Francia, como el control que era capaz de ejercer el movimiento monástico encabezado por la abadía de Cluny.
Mediante estas acciones en las que se conjugaban los conocimientos teológicos con los de las costumbres regionales, Cluny se encumbró como la vanguardia misma de la Iglesia, como la cabeza que dirige y el cuerpo que ejecuta.
Ahora bien, no fue sólo en Cluny en donde hubo oposición a la proliferación entre el clero, de la práctica de la simonía (compra y venta de cargos, indulgencias, perdones y bendiciones, así llamada por aludir a la leyenda sobre Simón el Mago cuando quiso comprarle al apóstol Pedro su don de hacer milagros), y del nicolaitismo (la costumbre de los clérigos de convivir carnalmente con una o varias mujeres), sino que igual labor desarrolló durante estos siglos la corriente monástica de los eremitas, los monjes que alejándose de la sociedad se iban a vivir a los montes para ahí dedicarse de lleno a la oración, meditación y contemplación.
Surgida en Italia, esta corriente rápidamente se extendió entre todos los pueblos y culturas de la cristiandad de Occidente. Alcanzando aquellos ascetas notoriedad tanto por su desprecio, de muchas formas manifestado, a las riquezas y frivolidades de la vida mundana, como por su severa forma de vida, comiendo vegetales, vistiendo harapos y remarcando su inclinación hacia la castidad. Esos monjes solitarios realizaban, de vez en vez, largas caminatas durante las cuales predicaban en las poblaciones que visitaban sus concepciones místicas y su llamado a la observancia de una forma de vida asimilada a la naturaleza creada por Dios; una forma de vida en concordancia plena con lo que se decía sostener, o creer, o predicar; una forma de vida alejada de las tentaciones hacia la riqueza, de las tentaciones generadoras de envidias y odios; una forma de vida acorde con el cristianismo alejado de los centros de poder, con el cristianismo que, en opinión de aquellos ermitaños, predicó Cristo.
La acogida que el eremitismo tuvo entre los pobladores de Occidente fue enorme, al igual que el cúmulo de leyendas que sus andanzas despertaron en las mentes poco cultivadas de los habitantes de la Europa medieval. Puede decirse que sin el desarrollo del eremitismo, el llamado que Urbano II realizaría en Clermont en pro de la cruzada, no hubiese tenido el éxito que tuvo.
Tanto el ascenso de Cluny como el fervor despertado por los eremitas, se explican por el pronunciado descrédito del papado romano, el cual, como ya lo hemos señalado, se encontraba carcomido por la simonía y el nicolaitismo. Una prueba contundente de ello la encontramos en la actitud del Papa Sergio III, quien junto con su amante, la famosa Marozia, engendró un hijo, el que después sería impuesto como Papa bajo el nombre de Juan XI.
El prestigio del papado no devenía, precisamente, de su autoridad moral, que se encontraba por los suelos, sino por ser el Papa el obispo de Roma; ciudad por todos venerada porque en ella reposaban los restos de los apóstoles Pedro y Pablo, y por eso considerada como ciudad santa, como ciudad elegida por la representación divina del apóstol Pedro. A Roma, y solamente a Roma era a quien la cristiandad rendía pleitesía.
El papado, sumido en el descrédito más humillante y espantoso, tan sólo movía a indiferencia, cuando no a repulsa. Sus ambiciones y nexos con los Emperadores, representantes del poder terrenal, resultaban, incluso para los más ignorantes de los ignorantes, evidentes. El colmo de los colmos lo constituyó la actitud del Emperador germano Enrique III, quien no tuvo el menor recelo para nombrar y destituir a tres Papas al hilo. Lo que demuestra hasta que grado era común la intromisión de los representantes del poder terrenal en el nombramiento de arzobispos y obispos. Esa realidad aumentaba aún más el desprestigio del Papa en Roma, puesto que éste aparecía, a los ojos de la cristiandad, tan sólo como un objeto decorativo que podía ser suplantado en el momento en que al Emperador se le ocurriera.
Tal situación fomentó, entre los monjes de la abadía de Cluny y los eremitas, un fortísimo deseo de reformas, que poco a poco fueron implementando, consolidándolas con la designación, en 1073, de Hildebrando de Soana como obispo de Roma, quien tomaría el nombre de Gregorio VII.
Fue aquel nombramiento impugnado por no pocos señores, Duques, Reyes e incluso por el mismo Emperador, a quien se unieron, como era de esperar, todos los clérigos que veían en el encumbramiento de Hildebrando al pontificado romano, un serio peligro para sus intereses. La designación de Gregorio VII desataría lo que se conoce como la lucha de las investiduras, y que era el combate por concentrar en una sola persona los poderes terrenal y espiritual.
Ya nos hemos referido al famoso Dictatus Papae del año 1075 que contiene las reformas impulsadas por Gregorio VII, mismas que traerían como consecuencia un fortísimo enfrentamiento entre este Papa y el Emperador germano Enrique IV, a quien el primero excomulgo doblemente y que fue capaz de influir para convocar y realizar un sínodo (el de Worms, celebrado en enero de 1076), en el que se acordó la destitución y excomunión de Gregorio VII. Este zipizape adquirió caracteres trágicos al acudir el Emperador germano a Roma con el fin de deponer mediante el poder de sus ejércitos, al Papa. Sólo la intervención de las fuerzas normandas fue capaz de garantizar la vida de Gregorio VII, quien hubo de abandonar Roma, muriendo poco tiempo después en el exilio.
El revuelo que provocó la reforma impulsada por Gregorio VII demostró que era en la abadía de Cluny donde se diseñaba la política papal, pues no puede dejarse de lado el hecho de que Hildebrando de Soana haya sido un distinguido monje de esa abadía. Con el diseño de una política papal, se inauguraba un nuevo proceso de desarrollo en pos de la consolidación del poder eclesiástico universal.
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