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CAPÍTULO XII

Tehuantepec

Conducción del armamento de Minatitlán a La Ventosa, Santa María Areu

25 de noviembre de 1859

A fines del año de 1859, el cirujano de un buque de guerra de los Estados Unidos que llegó a la Ventosa, me extrajo la bala que me hirió en la acción de Ixcapa. El mismo día de esa operación recibí pliegos del Gobierno Federal, residente entonces en Veracruz y los cuales había conducido el Comandante de Escuadrón D. Mariano Viaña, en que se me prevenía que escoltara y condujera desde Minatitlán hasta el puerto de Ventosa, un armamento de 8,000 fusiles, algunas carabinas y sables, muchas municiones labradas, 2,000 barriles de pólvora a granel y muchos quintales de plomo en lingotes; consignado todo al General Don Juan Alvarez, y de cuyo convoy era sobre cargo el General Don José María Pérez Hernández. Al día siguiente me levanté de la cama, monté a caballo y marché para Minatitlán, pues la urencia del servicio no me permitió esperar el restáblecimIento de la herida que había sufrido el día anterior, con motivo de la extracción de la bala, y un día más de detención habría ocasionado la pérdida del cargamento.

El Gobierno reaccionario tuvo noticia del envío de esas armas y mandó fuerzas de Orizaba y Córdoba a las órdenes del Coronel Don Juan Argüelles, con orden de interceptarlas. Los sublevados de Tehuantepec se movieron también con el propósito de asaltar el convoy. Tuve noticia de esos movimientos y una vez que llegué al río de la Puerta, me alarmé al ver que no había allí más vías que las fluviales, y que a la sazón no se encontraba en ese lugar más que una canoa. Resolví dejar allí a mis fuerzas, a las órdenes de los Capitanes Juan Omaña e Ignacio Castañeda, y entré en la canoa acompañado del Teniente Coronel Pedro Gallegos y de nuestros dos asistentes, sin ningún boga, y sin que ninguno de nosotros supiera remar. Llevados por la corriente que en el río de la Puerta es fuerte, y evadiendo las rocas para no estrellarnos en ellas, llegamos al río Coatzacoalcos, y después de muchas dificultades y de habernos destrozado las manos haciendo el trabajo de bogas novicios, llegamos al Súchil donde por fortuna estaba un americano, Mr. Wolf, Capitán de un vapor, que tenía necesidad de ir a Minatitlán. Lo comprometimos a que nos sirviera de patrón, y entonces, adiestrándonos en el trabajo de bogas pudimos llegar a MinatitIán en los momentos en que la columna procedente de Orizaba, se encontraba a diez leguas de aquella ciudad, y la goleta que conducía las municiones y pólvora estaba fondeada a medio río, y se esperaba al día siguiente el vapor Habana que conducía todo el material que no era inflamable. Engañando al Jefe Político y Militar de Minatitlán, que lo era el Teniente Coronel Don Francisco Zérega, lo mismo que al Administrador de la Aduana, Don Francisco Soto, y teniendo sólo por confidente al contador Don Francisco Mejía, que merecía toda mi confianza y la del Gobierno, y quien fue después Secretario de Hacienda bajo la Administración del Sr. Lerdo de Tejada, hice preparar cuarteles y rancho para mi fuerza, que suponía en número exagerado y que dije venía en quince canoas que debían llegar muy poco después, procedentes de la Puerta. Sostuve esta situación toda la noche y parte del día siguiente, mientras duró el trasborde de la goleta al vapor de río Súchil, de poco calado, que podía subir el río, y que en esos momentos me prestó la Compañía Luisiana de Tehuantepec. Con ese vapor hice mi primer viaje a Súchil, a donde habían llegado yá mis soldados, abriéndose paso a machete entre los bejucales y pantanos de la ribera. Puse mi tropa a bordo, fui a Minatitlán en donde cargué de nuevo al Súchil con el cargamento del vapor Habana, y de este modo me salvé del golpe con que me amenazaba la fuerza procedente de Orizaba.

En el Súchil había mandado preparar mil mulas procedentes de San Juan Guichicovi y otros pueblos demiges pertenecientes al Departamento de Tehuantepec y que eran amigos míos; pero las mulas de los indios, no obstante que diariamente hacen uso de ellas, no tienen aparejos, sino dos pequeños bultos de zacate que les ponen en el lomo, lo cual hacía difícil cargarlas con cajas de veinte fusiles en que habían sido empacados para el viaje marítimo. Entonces con madera y clavos facilitados por la Compañía Luisiana de Tehuantepec, con las tablas y cepos de las cajas en que habían venido las armas y con los carpinteros que había entre mis soldados, me puse a hacer nuevas cajas de diez fusiles. Durante toda esta operación, mi tropa tenía por todo alimento la pesca que podía hacer y que allí es muy abundante; plátanos, piñas silvestres y algo de caza. Emprendí por fín la marcha con mi convoy del Súchil a Tehuantepec, haciendo jornadas muy cortas, por los tiroteos que sostenía diariamente con el enemigo y las precauciones que era necesario tomar en tan penoso viaje, hasta llegar al llano de Saravia, a donde ya las autoridades de Tehuantepec me habían situado más de doscientas carretas tiradas por bueyes, que hacían más cómodo y defendible el convoy, y la Compañía Luisiana de Tehuantepec me había facilitado veinte de sus guayines que ocupé como carros. Así llegué sin novedad a Tehuantepec y sin ser ya molestado por el enemigo. Despedí las carretas y devolví los guayines que ocupaba diariamente la Compañía en su servicio.

Entretanto habían ocurrido sucesos trascendentales en el Estado. Creyendo el Gobierno de Veracruz que no había en Oaxaca jefes organizadores y con motivo de disensiones entre los jefes militares y caudillos civiles, el Sr. Juárez mandó al General Don Francisco Iniestra, a organizar una brigada que saliera a la mesa central a hacer la campaña contra los reaccionarios. El General Iniestra salió de Oaxaca para Tehuacán, con una fuerza de 2,000 hombres bien armados y municionados y con una muy buena moral; pero quejas en su contra de parte de sus jefes y oficiales, determinaron al Sr. Juárez a relevarlo con el Coronel Don Ignacio Mejía, quien encontró a Iniestra en Tecomavaca y siguió con la fuerza hasta Tehuacán, en donde debían incorporársele los Generales Alatriste y Carvajal. Como no aparecieron éstos, se retiró el Coronel Mejía a Teotitlán, en donde lo derrotaron por completo el 30 de octubre de 1859 las fuerzas reaccionarias a las órdenes de los Generales Don José Vicente Miñón y Don José María Cobos.

Cobos ocupó por segunda vez a Oaxaca y el Gobierno liberal del Estado se retiró de nuevo a la sierra de Ixtlán.

Luego que Cobos se posesionó de Oaxaca, envió una columna sobre Tehuantepec, a las órdenes del General Alarcón.

Yo ignoraba por completo lo que había ocurrido, cuando un día, muy poco después de haber llegado las armas a Tehuantepec, tuve la noticia de que el General Alarcón, con una fuerza procedente de Oaxaca, había pernoctado en Jalapa y pedía cuarteles en la Mixtequilla, distante dos leguas de Tehuantepec; y de que el Coronel Eustaquio Manzano, Jefe de las fuerzas procedentes de Pochutla sublevadas contra el Gobierno, unidas a Ignacio Ojeda y Manuel Santibáñez, que mandaban a los tehuantepecanos sublevados, llegaban a la Hacienda de Zuleta, distante cinco leguas al sur de Tehuantepec.

Estaba indicada mi marcha defensiva hacia Juchitán; pero no podía improvisar medios de transporte, pues apenas podría reunir en la ciudad de Tehuantepec de cincuenta a sesenta carretas. Pedí por extraordinario a Juchitán todas las carretas disponibles y fuerzas que me ayudaran a defender el convoy; y mientras llegaba ese auxilio, comencé a acarrear todo mi convoy con las pocas carretas que tenía, hasta el barrio amigo de San Blas, en los suburbios de Tehuantepec y en camino para Juchitán, y establecí la defensa en mi nuevo campamento lo mismo que la del Cuartel de Tehuantepec.

Al día siguiente recibí un auxilio de cerca de doscientas carretas, con las que pude mover todo mi convoy hasta Juchitán. Hice una gran picadura por donde me interné al monte, hasta lo más espeso de la arboleda, tapándola en seguida con nueva tala de grandes árboles, cuya remoción demandaba mucho tiempo y trabajo. Me dediqué después a organizar un batallón de juchitecos, cuyo mando di al Teniente Coronel Pedro Gallegos, y lo di a reconocer con el nombre de: Batallón Independencia. El enemigo no ocupó a Tehuantepec, porque se decía que yo había minado el convento, lo cual me habría sido fácil por disponer de gran cantidad de pólvora; y mientras practicó los respectivos reconocimientos, permanecí en los barrios de Santa María Areu y Santa María Tagolaba; pero yo creo que la causa de que no ocupara a Tehuantepec, no era tanto ese temor, como el propósito de dejar el río de aquella población interpuesto entre él y nosotros, para estar más seguro, pues lo habría dejado a su retaguardia, si hubiera pasado al centro de la ciudad.

Debo advertir que, no obstante el carácter eminentemente belicoso de los juchitecos, constituyen un gran peligro para el jefe que los manda si no los conoce bien, porque antes de todo combate y de salir de su pueblo, si hay que lr a pelear lejos, se embriagan tan exageradamente que cometen todo género de desórdenes, se hieren y matan en gran número y consumen muchas municiones. Para evitar este inconveniente, y como había yo establecido maniobras disciplinarias diariamente, estando un día en el campo de Instrucción, emprendí la marcha hacia el puerto de Ventosa, por el camino llamado del Monte Grande, por donde podía llegar a Tehuantepec sin descubrir mi dirección, aunque haciendo mucho rodeo, y sin dar lugar, por medio de este ardid, a que los juchitecos se embriagaran, pues no se encontraba ninguna bebida alcohólica en el monte.

Marché en esa dirección hasta cortar el camino que conduce de Tehuantepec a Ventosa y por el seguí mi marcha hacia aquella población. El río, que estaba crecido, dificultaba el paso para Tehuantepec, y para que el enemigo estuviera entretenido y no pudiera sentir la maniobra que yo ejecutaba por su retaguardia, había situado a su frente, río de por medio, en un lugar que se llama Portillo de San Blas, una fuerza de sanblaseños que lo tirotease durante toda la noche, víspera del asalto, y llamara su atención por ese lado.

En la madrugada del 25 de noviembre de 1859, llegué a la primera avanzada del enemigo, en el camino para la Ventosa. Cuando descubrí la fogata de la avanzada, dejé mi caballo en el camino con la columna, y acompañado de cuatro oficiales, notables por su audacia, nos internamos a pie y sigilosamente, por un sembrado de maíz que nos cubría bien, hasta llegar a donde estaban los hombres que formaban la avanzada o puesto de vigilancia, a quienes sorprendimos por completo, sin disparar un solo tiro, y sin que se pusiera en salvo un solo hombre de los que la servían. Si uno sólo de ellos hubiera escapado, o si hubiera sonado un solo tiro, no habría sido posible el éxito del asalto, porque el enemigo habría tenido noticia de mi presencia por su retaguardia.

Estaba tan confiado el enemigo, de que en caso de atacarlo, vendríamos por el camino directo de Tehuantepec a Juchitán, que tenía en él una avanzada con una fuerte patrulla de caballería, a más de tres leguas de Tehuantepec; es decir, su avanzada se encontraba más cerca de Juchitán que de aquel punto, pues llegaba hasta la laguna de las Ciruelas que le servía de defensa. El núcleo principal de su infantería, estaba en una casa situada frente a la plaza, que pertenecía a Gregorio Reina y estaba convertida en cuartel; otra fuerza considerable ocupaba el cerro de la Cueva y otra el cerro de Tagolaba, que está situado en el barrio de ese nombre. Formé una columna que debía atacar el cerro de Tagolaba, a las órdenes del Capitán Don Francisco Cortés, otra que atacara el cerro de la Cueva, a las órdenes del Teniente Coronel Gallegos, y me quedé con la fuerza suficiente para atacar personalmente el cuartel de la plaza. Las columnas asaltantes de los cerros de la Cueva y Tagolaba debían moverse cuando oyeran los primeros tiros de mi asalto, que debía verificarse al tocar diana el enemigo. Situé mi columna a pocos metros de la plaza, y moví las otras dos a sus respectivos destinos, en espera de la señal convenida.

Al amanecer tocó el enemigo llamada de banda, primero dentro del cuartel y repitió después este toque en la plaza; y cuando la banda formada frente a la puerta del cuartel comenzaba a tocar diana, salí con mi columna rápidamente por una de las bocacalles que parten de la plaza y entré al cuartel antes de que la banda pudiera replegarse y dar aviso de lo que ocurría en el exterior. La sorpresa fue tan completa que tropezamos con la Guardia acostada en el zaguán, y de la misma manera sorprendimos en seguida a las cuadras. Después de un fuego que no duraría media hora, el cuartel era mío, y pude proteger a la columna del Capitán Cortés que descendía ya del cerro, por haber sido gravemente herido su jefe, y mandé proteger al Teniente Coronel Gallegos que consumaba la ocupación del cerro de la Cueva.

Ocupadas todas las posiciones del enemigo, y cuando parecía que ya no había con quien combatir, llegó el Coronel Trujeque que había salido con su Cuerpo de caballería a hacer una especie de descubierta hacia el camino de Tehuantepec a Juchitán; oyó el fuego, pero como no conocía el éxito del combate, vino a meterse entre nosotros creyendo que éramos la fuerza enemiga, y así causó nuevos y muy vivos fuegos. Luego que comprendió su error, huyó rumbo a Oaxaca sin perder más que muertos y heridos, pues nosotros no teníamos caballería con que perseguirlo. El enemigo quedó completamente derrotado, sin embargo de que su fuerza era de más de mil hombres, y la fuerza con que yo lo ataqué apenas llegaba a trescientos setenta, incluyendo la de San Blas, que lo tiroteó durante la noche, y que al formaliZarse el asalto, pasó el río y tomó parte en el. Después de esta victoria pasé el río, y en los guayines de la Compañía Luisiana de Tehuantepec conduje a los heridos a Juchitán, por no haber elementos para curarlos en Tehuantepec, pues la ciudad estaba casi desierta. Los juchitecos se habían regresado desde luego a sus pueblos en desorden, y las fuerzas oaxaqueñas se habían dispersado en el camino en busca de alimentos; de manera que poco antes de llegar a ese pueblo apenas me quedarían 40 hombres; y si regresa Trujeque en vez de correr para Oaxaca, con seguridad me habría derrotado.

Antes de salir de Tehuantepec creí necesario dirigir una alocución a mis soldados, y no me imaginé que alguien hubiera tomado nota de ella. Muchos años después, cuando en 1883 visité las oficinas del Herald de Nueva York, se me mostró esa alocución impresa en inglés y publicada por el Herald de aquella época, y que sin duda, había sido escuchada por alguno de los americanos que había en ese punto; quien la remitió a aquel periódico.

Al tener noticia el Sr. Juárez de la victoria de Santa María Areu, me mandó de Veracruz el despacho de Coronel de Guardia Nacional de Oaxaca, expedido por la Secretaría de Guerra, lo cual era irregular porque al Gobernador del Estado y no al Presidente correspondía dar ese empleo.

Dos o tres díás después de esa victoria me avisó el vigilante, que al efecto había yo puesto en el puerto de Ventosa, que estaba a la vista una goleta, y que según las señales que hacía, era la que debía mandar el General Álvarez para embarcar el convoy. Entonces mandé reunir el número de carretas que se necesitaba para transportarlo, y componer el camino que conduce de Juchitán a Ventosa por la playa, pasando por la hacienda del Zapotal, y marché para Ventosa en donde embarqué todo el armamento.

Pocos días después de nuestro arribo a Tehuantepec con el convoy, el General Pérez Hernández me manifestó que era necesario que él fuera a Acapulco para traer la embarcación que debería recibir el armamento en la Ventosa, porque no obstante que ya había avisado al General Alvarez el día de su salida de los Estados Unidos, el tiempo estaba avanzado y el buque no llegaba. Con este motivo lo embarqué en un pequeño bote, con el Comandante Octaviano Marín que le servía de ayudante, y así llegó a Acapulco. No volvió el General Pérez Hernández, y tuve que mandar las armas con el Sr. José M. Romero, hermano del Sr. Don Matías, del mismo apellido, que estaba conmigo en Tehuantepec.

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