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CAPÍTULO II

Adolecencia - Estudios

1837 a 1852

Cuando tenía yo seis años de edad fui enviado a la escuela de primeras letras, llamada en Oaxaca Amiga, en que se enseñaba a los niños a leer solamente, reunidos los de ambos sexos y siendo todos de muy tierna edad. Allí se aprendía muy poco. Después fui a una escuela municipal donde aprendí a leer y a escribir, en cuanto esto se enseñaba entonces, es decir, mal, pues más tarde y casi siendo ya hombres, era cuando teníamos que aprender; y en 1843, cuando contaba yo trece años de edad, entré al colegio Seminario Conciliar de Oaxaca.

Los recursos que entonces se exigían para graduarse de bachiller en artes, conforme al plan de estudios vigente, eran dos años de latinidad y tres de filosofía. El primer año de latinidad se llamaba de mínimus y menores. En 1843 era profesor de mínimus el Presbítero Don Nicolás Arcona; siendo rector el Canónigo Don Vicente Márquez quien fue después Canónigo y más tarde Obispo de Oaxaca. Entre los condiscípulos que tuve en esa cátedra y que después figuraron algún tanto en el Estado, recuerdo a Don José Adrián Santaella, Don José Blas Santaella, Don Flavio Maldonado y Don Joaquín Ortiz, quien fue amigo y compañero de armas mío, tenía aptitudes especiales para la milicia, y falleció en una acción de guerra.

Por haber entrado a la clase, a mediados del año escolar, no pude examinarme al terminar éste, y a principios del año siguiente de 1844, entré a la nueva cátedra de mínimus de la que era profesor el Presbítero Don Macario Rodríguez, pues se seguía la costumbre de que cada año comenzaba el curso de latinidad un profesor nuevo, quien continuaba con los mismos alumnos hasta que éstos acababan el curso de artes.

A fines de 1844 me examiné del primer año de latinidad, y en 1845 del segundo, llamado de medianos y mayores. En 1846 comencé el curso de Filosofía que comprendía en el primer año el estudio de Lógica y Metafísica, en el segundo el de Física general y Matemáticas, y en el tercero el de Física particular y Ética. De todos estos cursos me examiné con buen éxito al fin de los años escolares de 1846, 1847 Y 1848.

En el curso de Filosofía tuve de condiscípulos, como hombres que después se distinguieron de varias maneras, a Don Juan Palacios, que llegó más tarde a ser Canónigo de Oaxaca, a Mariano Jiménez, quien fue después General y Gobernador de Oaxaca y de Michoacán.

Un día del año de 1846, durante la guerra con los Estados Unidos, mi maestro de Lógica, el Presbítero Don Macario Rodríguez, no se ocupó para nada de la clase sino de llamarnos la atención sobre el deber que teníamos algunos alumnos, ya en edad competente para tomar las armas, de ofrecer nuestras personas al servicio militar para defender al país contra el invasor extranjero. Sobre esto nos habló nuestro maestro, larga y elocuentemente, dando por resultado que al terminar la clase yo y algunos de mis condiscípulos, fuéramos a presentamos al Sr. Don Joaquín Guergué, Gobernador del Estado, para ofrecerle nuestros servicios. El Gobernador, ignorando lo que nos impelía a proceder así, nos preguntó: ¿qué diablura habrán hecho ustedes? Contestamos que era una inspiración espontánea de nuestro deber, fundada en la situación del país. Mandó tomar nota de nuestros nombres y al organizarse los batallones de guardia nacional que se llamaban Constancia y Trujano, fuimos alistados en el último. No llegó a prestar más servicio militar nuestro batallón, que el hacer ejercicio en los días festivos y dar algunas guardias y patrullas, cuando la guarnición se debilitaba por alguna salida de las tropas que estaban en servicio activo.

Al acabar el curso de artes, me inclinaba yo a la Teología y hasta había ya comenzado a preparar el estudio en las vacaciones, en las obras de texto del primer año que me regaló el Sr. Dr. José Agustín Domínguez. El Sr. Domínguez era primo mío, pero yo por respeto, lo trataba como tío. Era entonces una de las primeras dignidades de la catedral de Oaxaca y después fue Obispo de esa diócesis. Tenía grande influencia y cumplía religiosamente todo lo que prometía. Era a la sazón Obispo de Oaxaca Don Antonio Mantecón.

El Cura Don Francisco Pardo, pariente mío, dejaba en esos días una capellanía, la cual se me ofreció por el Sr. Domínguez y me correspondía por ser yo pariente más cercano del fundador que el poseedor que la dejaba. No recuerdo el capital que representaba esa capellanía, pero probablemente sería como de tres mil pesos, porque daba un interés de cosa de doce pesos al mes, cantidad que aunque pequeña en sí, era en mis circunstancias gran cosa.

Aunque mi madre deseaba ardientemente que yo siguiera la carrera eclesiástica, no ejercía presión sobre mí, pues yo me sentía muy inclinado a ese género de estudios; porque los niños se aficionan a lo que ven, y cuando tuve después otras amistades que me inspiraron otras ideas y me abrieron más amplios horizontes, cambié de modo de pensar y causé con esto una decepción a mi familia. Tuvieron grande influencia en este cambio mis relaciones con Don Marcos Pérez.

Don Marcos Pérez era, como Juárez, un indio zapoteca de raza pura, nacido en el pueblo de Teococuilco, del Distrito de Ixtlán y ambos podrían figurar con ventaja entre los hombres de Plutarco. Pocos años mayor que Juárez, fue enviado por su padre, quien tenía algunas proporciones, a la ciudad de Oaxaca, para aprender el castellano y educarse. Era hombre de claro talento, vasta instrucción, gran pureza de costumbres y extraordinaria rectitud, honradez y fortaleza de carácter. Llegó a ser de los mejores abogados del foro de Oaxaca y de los hombres más distinguidos del Estado, desempeñando los puestos de Presidente de la Corte de Justicia y de Gobernador. Acaso más severo que Juárez, a quien estaba unido por los lazos de la sangre, mancomunidad de ideas y por una amistad sincera y perdurable, era, como Juárez, de los liberales más firmes e ilustrados, no sólo de Oaxaca, sino de la República entera. Tuve la fortuna de tratarlo íntimamente, de conocer su carácter, de aprender mucho de él, pues lo admiraba, lo respetaba y lo tenía como modelo digno de imitarse. Él me trataba como hijo, y su amistad me sirvió de mucho para mejorar mi situación cuando era yo un muchacho pobre y desvalido.

El Lic. D. Francisco Pérez, pariente de la Sra. Doña Juana España, esposa del Lic. Don Marcos Pérez, me propuso diera lecciones de latinidad, para facilitarle el aprendizaje de esa lengua, a Guadalupe Pérez que cursaba en el colegio, siendo yo un pasante como nosotros decíamos entonces. Guadalupe era hijo del Lic. Don Marcos Pérez, quien fungía a la sazón como Magistrado del Tribunal del Estado y catedrático de Derecho Público y Constitucional en el Instituto de Ciencias y Artes del Estado, y con ese motivo comencé a ir a su casa. Daba yo lecciones de gramática y de otros estudios a varios alumnos, con el fin de poder llevar un pequeño contingente a los gastos de mi familia. La señora trató conmigo respecto de las lecciones y empecé a darlas al joven. Algunos días después comenzó Don Marcos Pérez a concurrir a la clase que daba yo a su hijo, para oír los ejercicios que le hacía, y tener idea de mi sistema de enseñanza. Cuando se formó concepto de él, volvía de tarde en tarde a preguntarme cómo seguía el alumno, y si adelantaba algo, porque el muchacho era de escasa capacidad y su padre dudaba que pudiese aprender el latín.

Una noche, al salir de la clase que daba yo a Don Guadalupe Pérez, me invitó su padre para concurrir a la solemne distribución de premios que iba a tener verificativo en esa misma noche, en el Colegio del Estado. Acepté la invitación y en ese momento me presentó con el Sr. Don Benito Juárez, que era entonces Gobernador. Me sedujo el trato abierto y franco de estos personajes; cosa que no había yo visto en el Seminario, en donde no se podía ni saludar a los profesores y mucho menos al rector ni al vice-rector, si no era haciéndoles una reverencia. Oí en seguida, en la distribución de premios, discursos muy liberales pronunciados por los profesores Lic. D. Manuel Iturribarria y D. Bernardino Carvajal; discursos en que se trataba a los jóvenes como amigos, como hombres que tenían derechos, y entusiasmado entonces por lo que había visto y oído, formé la resolución de no seguir la carrera eclesiástica. Luché conmigo mismo toda la noche y no pudiendo soportar el estado en que se encontraba, comuniqué a mi madre mi resolución al día siguiente.

Mi madre, como era natural, se afligió mucho: me consideró un muchacho perdido y creyó que mi conducta no podría ser buena puesto que había operado en mí un cambio tan radical. Pero después de haber pasado dos o tres días en ese estado violento, y cuando vi que mi madre lloraba y se apenaba mucho por mi resolución y que nada la consolaba, le dije que había cambiado de propósito, que aceptaría lo que ella quisiera y que seguiría la carrera que me indicara; y entonces, reponiéndose tanto como pudo en su semblante y dándome una prueba de abnegación, me hizo notar que me vendrían grandes dificultades, puestas las cosas como estaban, de no seguir la carrera eclesiástica, porque, en ese caso, perdería la capellanía que se había ofrecido, una beca de gracia que se me iba a dar en el Seminario y de la categoría de San Bartolo, que eran las más estimadas, y eso para mí era mucha pérdida y especialmente para mi madre. Sin embargo de todo esto, ella me estimulaba a no seguir la carrera eclesiástica sino la que más me agradara, decidido ya a abandonarla, tomó mi madre a su cargo la tarea de notificar mi resolución a mi protector el Sr. Domínguez, lo cual era para mí muy terrible.

El Sr. Domínguez quedó grandemente contrariado de mi determinación y dijo a mi madre que retiraba todas las ofertas de auxilio que me había hecho; que no tuviera en cuenta nada de lo pasado; que eligiera yo la carrera que me conviniera, pero que si ésta no era la eclesiástica que no lo volviera yo a ver. El Sr. Domínguez se mostró muy disgustado en esa entrevista y manifestó que estaba yo perdido, que me había prostituido; exigió que le devolviera sus libros que me había regalado para el estudio de la Teología y terminó notificando a mi madre que ya no me cumpliría nada de lo que me había prometido. Algunos años después, en 1857, siendo el Sr. Domínguez Obispo de Oaxaca, y yo Jefe Político de Ixtlán, tuve la pena de notificarle por escrito la denuncia de las haciendas de beneficio de la Sierra, hecha por Don Miguel Castro y no recibí respuesta a mi notificación. No lo volví a ver sino después de muerto, porque no consintió que lo viera antes.

Entonces comprendí que debería atenerme a mis propios esfuerzos y me propuse trabajar para auxiliar a mi madre, serle útil y ayudarle a mantener a sus hijos. La suerte que me había privado de un protector eclesiástico me deparó otro de carácter civil, en la persona del Lic. D. Marcos Pérez.

Al formar la resolución de no seguir la carrera eclesiástica, no tenía más alternativa que optar por la de abogado, porque estas dos y las de medicina eran las únicas que se enseñaban entonces en Oaxaca y no me sentía yo con vocación especial para la última. Me inscribí en los cursos de Derecho del Instituto del Estado. Allí encontré nuevos condiscípulos, entre ellos a D. Matías Romero a quien había conocido de vista en el Seminario, pero no lo había tratado. Cuando estudiaba yo el segundo año de Derecho él entró a estudiar el primero, y como los alumnos de esos dos cursos concurrían a las mismas cátedras, fuimos condiscípulos y después nos ha unido una cordial amistad. Entre los demás condiscípulos que tuve en las cátedras de Derecho, recuerdo a Francisco Díaz, a quien llamábamos El Zuavo, que después fue Coronel y ayudante de Don Benito Juárez, y a José Juan Canseco. Estuvieron un poco de tiempo, sin completar el curso, Mariano Cruz y Margarito García que es ahora Promotor Fiscal en Oaxaca, y Pedro Ramírez. Varios de mis condiscípulos del Seminario me acompañaron en las clase de Derecho del Instituto.

En los dos primeros años estudié conforme al plan de estudios vigente entonces, Derecho Público y Constitucional con el profesor Lic. Don Marcos Pérez, y Derecho Natural y de Gentes con el Lic. D. Manuel lturribarría; en el tercero y cuarto año Derecho Civil y Procedimientos con el Lic. Don José Inés Sandoval, Magistrado del Tribunal del Estado, y Derecho Canónico con el Presbítero D. Francisco Apodaca. Don Benito Juárez era el profesor de Derecho Civil; pero no pudiendo dar la cátedra por ser entonces Gobernador del Estado, lo sustituía el Lic. Don José Inés Sandoval.

Mi vida de muchacho se deslizó como las de los demás niños de mi edad y sin que se marcara por ningún incidente notable. Estaba yo bajo la influencia del medio en que vivía: me inclinaba a la carrera eclesiástica cuando pasé cinco años en el Seminario y mientras no vi más amplios horizontes. Sentí entusiasmo por los principios liberales cuando los conocí, y tuve afición a la carrera militar, cuando comencé a servir como soldado. No se me consideró como un joven muy aprovechado en el curso de latinidad del Seminario; pero mejoré mucho en el de Filosofía. En el Instituto alcancé las primeras calificaciones; aunque no llegué a obtener ningún premio ni acto público que se daban a los estudiantes más sobresalientes. Mis condiciones especiales eran, buena talla, notable desarrollo físico, grande agilidad y mucha inclinación, aptitud y gusto por los ejercicios atléticos. Llegó a mis manos un libro de gimnasia, el primero probablemente que fue a Oaxaca, y esto me permitió improvisar en mi casa un pequeño gimnasio en que hacíamos ejercicio mi hermano, yo y varios amigos aficionados.

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