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CAPÍTULO XX
Jalatlaco
13 de agosto de 1861
El 5 de junio de 1861, recibí orden del Ministerio de la Guerra, previo permiso de la Cámara, que pidió el Gobierno, para encargarme del mando de la Brigada de Oaxáca, pues el General Mejía, que la mandaba se hallaba enfermo, y de ponerme con la brigada, a las órdenes del General Don Jesús González Ortega, que salía con su División a perseguir a Márquez por el rumbo del sur.
Perseguimos a Márquez por dos meses sin más éxito que algunos encuentros con sus puestos avanzados que fueron de poca importancia para ambos beligerantes. Nuestra compañía tenía por teatro la parte oriental del Estado de México, cuyo clima es muy propenso a las fiebres palúdicas. Con este motivo y después de varios días de marchas, González Ortega dispuso dar cuatro o cinco días de descanso a nuestra fuerza en la ciudad de Toluca, que era la que ofrecía mejor cuartel.
Estando en Toluca tuvo noticia el General González Ortega de que el enemigo pasaba por la Plaza de Santiago Tianguistengo, en dirección a la montaña. Me ordenó que lo tiroteara con mi fuerza, que se componía de 233 soldados y la caballería del General Don Antonio Carbajal, a cuyas órdenes debía yo ponerme. Las órdenes que llevaba Carbajal y que a mí también me había comunicado el General González Ortega, eran de estorbar la marcha de Márquez mientras lo alcanzaba la División, y con ese objeto partimos de Toluca a las tres de la tarde del día 12 de agosto de 1861.
Al entrar la noche, llegamos a la Hacienda de Ateneo, y batimos un destacamento de 200 caballos que tenía allí, como puesto avanzado, la fuerza de Márquez y que se retiró a poca resistencia. Entramos a Tianguistengo sin novedad, y allí supimos que el enemigo pernoctaba en Jalatlaco, y que tenía entre este pueblo y Tianguistengo un puesto avanzado de más de mil caballos. El General Carbajal que era muy conocedor del terreno, dispuso que marcháramos para Jalatlaco por una vereda que, aunque daba algunos rodeos, nos permitiría pasar a más de una legua del puesto avanzado de enemigo, y llegar a Jalatlaco, sin que pudiera preceder aviso.
Como yo no conocía el terreno, marché por varias horas a retaguardia de la caballería, y cuando ésta se detuvo, avancé en busca del General Carbajal, quien me llevó a la cabeza de la tropa que estaba casi en ala alternada por lo estrecho de la vereda y desde una pequeña altura, a tiro de fusil de la plaza, me enseñó los puntos que ocupaba el enemigo en el pueblo de Jalatlaco y que se marcaban por los fuegos que servían para condimentar su rancho, y me ordenó que bajara a tirotearlo mientras llegaba la División.
Mandé al Teniente Don Crisóforo Canseco, actualmente General, con una subdivisión de veinte y tantos hombres a batir un puesto avanzado que según informes que había recibido el General Carbajal, tenía el enemigo en una ermita cerca de la iglesia de Jalatlaco, y yo con el resto de mi fuerza marché a batirlo en la parroquia por el rumbo opuesto. Al ponerme a la cabeza de mi fuerza que marchaba a la desfilada, no podía ver lo que pasaba a la retaguardia, y el General Carbajal cometió la torpeza de mandar hacer alto a mi fuerza cuando apenas habían pasado 20 hombres, poco más o menos; pero el Capitán José María Barriguete a quien había yo puesto a la retaguardia, con orden de seguirme, y de no permitir que la fuerza se cortara, porque siendo la noche muy obscura, sería difícil volverla a reunir, salió a la cabeza de la fuerza cuando sintió el alto, y después de una disputa agria con Carbajal, siguió la marcha; pero ya no pudo incorporárseme por la obscuridad de la noche, y porque yo sin apercibirme de lo que había ocurrido, había avanzado hasta llegar a la plaza. Sin embargo, al sentir el ataque que yo daba por el oriente de la posición enemiga y procurando incorporárseme, atacó Barriguete por el sur, uniéndoseme después, para lo que le sirvió el conocimiento que los Oficiales tienen del sonido de sus cornetas, que distinguen de las extrañas.
Cuando comenzó mi ataque, la infantería enemiga estaba en el templo y el atrio del pueblo, que es tan grande como una plaza de armas, y la caballería estaba situada en otros cuarteles que rodeaban a la plaza. Sufría yo por lo mismo por la espalda los fuegos de la caballería y esto me obligaba a distraer muchos soldados para defenderme de ellos, impídiéndome a la vez emprender una operación más seria contra el templo y el atrio. En estas circunstancias mandé dar aviso de lo que ocurría al General Carbajal, quien había quedado a orillas de la población. Me contestó que no podía hacer uso de la caballería porque había muchos magueyes en el camino, que estorbaban sus movimientos.
Antes de que Barriguete se me incorporara en el ataque que intenté por el sur de las posiciones enemigas, habían penetrado al atrio diez o doce de sus soldados, con el Capitán José M. Omaña a la cabeza y había sido rechazado el resto de la columna de Barriguete que atacaba, por allí. En esos momentos hacía yo un ataque vigoroso por la puerta del mismo atrio que da al norte. El Capitán Omaña reconoció mi voz; y me suponía dentro del atrio, y casi estaba yo adentro, porque había hecho también un ataque málogrado como el suyo.
Márquez mandó fusilar al Capitán Omaña, y el Oficial encargado de cumplir con esa orden, se separó un poco de la fuerza para pasarlo por las armas; pero temiendo entre tanto el éxito del combate, se puso de acuerdo con Omaña, para pasarse con nosotros, y ambos huyeron fuera del cuadro de defensa y se presentaron al General González Ortega, que se aproximaba ya al pueblo, y le avisaron que habíamos sido rechazados, Omaña por un lado del atrio y mi columna por el otro, y que probablemente yo había sido fusilado, como se había mandado que él lo fuese. Omaña había oído mi voz dentro del atrio, después el estruendo de los tiros que suponía eran los de los soldados que me habían fusilado, y vio que calmados los fuegos, permanecía el enemigo en sus posiciones, todo lo cual daba verosimilitud a la suposición de nuestra derrota y mi fusilamiento. Con esta noticia el General González Ortega dispuso que toda la columna hiciera alto a la vista del pueblo y esperara a que amaneciera, y situó una batería que hizo fuego sobre los combatiéntes, pero como los artilleros no tenían más guía que los fuegos de fusil y lo mismo batían a los enemigos que a nosotros, mandé al Subteniente Don José M. Martínez, a suplicar al General en Jefe suspendiera los fuegos de su artillería que nos hacía más daño a nosotros que al enemigo, y a pedirle municiones, por haberse agotado las mías.
En esos momentos, y antes de recibir las municiones pedidas, sorprendí a un grupo de Oficiales que huían separándose de las posiciones del enemigo y examinándolos separadamente, averigüé por ellos, que Márquez salía en esos instantes en columna, rumbo a la montaña, evadiendo las posiciones que ocupaba el General González Ortega. No obstante mi escasez de municiones, hice un ataque decisivo con el propósito de cortar la columna, y logré que volvieran hacia el atrio 700 infantes, toda su artillería y bagajes. Reducido por este medio el número del enemigo con quien tenía que combatir, pude vencerlo fácilmente, y cuando los tuve a todos desarmarlos, pecho a tierra en el atrio y amarrados los Jefes y Oficiales que en total eran 18, salí personalmente a dar parte al General en Jefe.
La División estaba toda sentada con el fusil dentro de las rodillas, y muchos de los Jefes y Oficiales acostados bajo sus capas de hule, porque toda la noche había llovido copiosamente, y aún no había cesado la lluvia en esos momentos. Los primeros Oficiales a quienes hablé me condujeron hasta donde estaba el Cuartel Maestre, que era el General Don Santiago Tapia y éste me llevó a presencia del General en Jefe, quien no creyendo que todo estaba concluido, me indicaba que esperáramos que amaneciera, porque no convenía emprender nada por lo pronto. Le manifesté que todo había acabado, que era yo dueño de diez cañones, de todo el bagaje y de muchos prisioneros que creía llegarían a mil; pero que al contarlos resultaron setecientos y tantos. El General en Jefe montó al fin a caballo y para que pudiera seguirme, pues la noche era muy obscura, tuve que ponerme un pañuelo blanco sobre la espalda. Llegamos al lugar del combate y sin embargo de que el General en Jefe se persuadió de nuestra victoria, no quiso ordenar la persecución del enemigo, como yo se lo indicaba, porque la caballería no conocía los caminos y no tenía guías a su disposición.
Momentos antes de salir para dar parte al General en Jefe y cuando me ocupaba de poner pecho a tierra a todos los prisioneros, el General Carbajal que por estar más cerca que el resto de la División, había comprendido que yo ocupaba ya las posiciones enemigas, avanzó adonde tenía yo a los prisioneros amarrados y pretendió matarlos él mismo con su pistola, comenzando por el Teniente Coronel Aspeitia. Al oír la disputa que emprendió Carbajal con el Capitán Barriguete, que cuidaba a los prisioneros y era el Comandante de la Guardia, llegué y sin la consideración que merecía, porque el caso era urgente, le quité de las manos la pistola y lo obligué a salir del atrio.
No rendí el parte de esta acción al General Carbajal que era mi Jefe inmediato, sino al General en Jefe, tanto porque éste estaba ya presente, cuanto por el desagrado que acababa de tener con Carbajal, al impedirle que asesinara a los prisioneros, siendo mi superior.
Con motivo de la victoria de Jalatlaco me dio el Gobierno del Sr. Juárez el grado de General de Brigada.
Al día siguiente, estando en Tianguistengo, me ordenó el General en Jefe que reuniera en mi alojamiento a todos los Oficiales que estaban a mis órdenes para felicitarlos por su comportamiento en esa batalla. Así lo hice y estuvo muy expresiva la felicitación que nos dirigió el General González Ortega.
En marcha la columna para la capital recibió orden el General en Jefe de maniobrar por varios caminos para atacar al enemigo que había huído de Jalatlaco y se encontraba en Huisquilucan, y con ese objeto se habían mandado mover tropas a las órdenes de los Generales Francisco Alatorre y Felipe B. Berriozábal. Lo hicimos así y a nuestro arribo ya no encontramos al enemigo porque las columnas de Berriozábal y Alatorre habían llegado antes y lo habían puesto en fuga haciéndole considerables perjuicios.
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