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CAPÍTULO IV

Don Marcos Pérez

1854

Durante mi práctica de Derecho cambió el Gobierno Nacional, por la salida del país del Presidente Don Mariano Arista, en enero de 1853, el triunfo del Plan Revolucionario de Jalisco, que fue después modificado y la proclamación y regreso del General Santa Anna. El nuevo Gobierno era enteramente conservador, comenzó persiguiendo a los liberales y tenía mucha hostilidad contra los abogados. Esa política, mi iniciación en la carrera militar, seis años antes, durante la guerra con los Estados Unidos, y mis ideas liberales en que me había iniciado Don Marcos Pérez, me hicieron formar la resolución de hacerme hostil al Gobierno del General Santa Anna.

Era yo además, el confidente de mi maestro en los trabajos revolucionarios que había emprendido en Oaxaca, en combinación con Don Mariano Zavala, Don José García Goytia, Don Manuel Ruiz y Don Pedro Garay, que estaban en México, y habían sido Diputados por el Estado de Oaxaca al Congreso de la Unión.

Se descubrió una correspondencia revolucionaria que estos señores dirigían, en cifra, a Don Marcos Pérez, y con este motivo se le procesó y se le puso en una prisión muy rigurosa; y fueron conducidos a Oaxaca sus cómplices, con excepción de Don Pedro Garay, porque su nombre no aparecía en la correspondencia interceptada y los presos no lo denunciaron.

Yo debí haber caído preso entonces y me liberté por una verdadera casualidad. Don Marcos Pérez me había encargado que sacara yo del correo la correspondencia revolucionaria que venía con un nombre supuesto, y siempre la sacaba yo; pero la impaciencia de Don Marcos Pérez por recibir la correspondencia, un día al llegar el correo, hizo que no me esperara sino que mandara a sacarla a Remigio Flores, su concuño, quien fue por supuesto su compañero de prisión.

Estando ya preso Don Marcos Pérez, se me presentó la ocasión, que con gusto aproveché, de prestarle un importante servicio. Era yo a la sazón cobrador de una casa de la propiedad del Cura Don Francisco Pardo, tío mío, en la que vivía el Coronel Don Pascual León. Yo era apoderado del Cura Pardo; le llevaba su correspondencia con su coadjutor encargado de su parroquia de Chilapilla, en la Mixteca, y por esos servicios me daba una casa para vivir y alguna remuneración pecuniaria.

El Coronel Don Pascual León, era el Fiscal en la causa que se estaba formando a Don Marcos Pérez y era a la vez mi deudor. Con este motivo y siendo muy moroso para hacer sus pagos, procuraba verlo a la hora que sabía que almorzaba. Por supuesto que no era muy agradable al deudor la presencia del cobrador y mandaba que lo esperara en su escritorio. Esto me hacía pasar largo tiempo en su despacho, y en una de esas ocasiones y estando el proceso sobre la mesa, pude darle una hojeada, burlando la vigilancia del ordenanza que cuidaba el cuarto, y después me decidí a poner en conocimiento de Don Marcos Pérez las declaraciones de sus cómplices. Con este objeto emprendí en compañía de mi hermano, el escalamiento del convento de Santo Domingo, que servía de cuartel y de prisión.

En el convento de Santo Domingo, que por su solidez era casi una fortaleza, estaba el Cuartel del Batallón activo de Oaxaca, cuyo Coronel era Don Marcial López de Lazcano de la artillería y de algunos piquetes. Había en él una prisión especial para los frailes llamada La Torrecilla, en donde se puso a Don Marcos Pérez. Tendría la Torrecilla como tres metros de largo por dos de ancho, con una puerta en un extremo y una ventana alta en uno de sus lados; de modo que desde la puerta se podía ver todo lo que pasaba en el interior. La bóveda que la cubría era muy sólida y la ventana de la Torrecilla que daba al patio de la sacristía de la iglesia, estaba muy elevada y muy cerca del techo, con una reja de fierro incrustada en el grueso de la pared, lo cual permitía poner los pies en el dintel de la ventana.

El escalamiento del convento se me facilitó por la agilidad que había adquirido en mis ejercicios gimnásticos y por haberlo hecho en compañía de mi hermano. Cuando teníamos que subir una altura que no excediera de tres metros, uno de nosotros se subía a los hombros del otro y una vez arriba echaba una cuerda al que quedaba abajo para que subiera, y cuando la altura era mayor, tirábamos la cuerda sobre uno de los ángulos del edificio para que quedara asegurada y uno de nosotros la sostenía mientras el otro subía, lo cual era muy difícil, pues el que sostenía la cuerda tenía, para aguantar el peso del que subía, que meter cuadril, usando de una frase de arrieros, en cuya postura se tiene mucha resistencia. Después de que uno estaba arriba, sostenía la cuerda para que subiera el otro.

Por la puerta del campo del convento subimos a cosa de la media noche a la barda de la huerta, que tendría como cuatro metros de altura: la primera noche bajamos a la huerta con el objeto de saber si había centinelas en ella; en seguida volvimos a subir a la barda de la huerta y andando sobre ella llegamos a la azotea de la panadería del convento. A esa hora estaban trabajando los panaderos y como esta gente acostumbraba cantar durante su trabajo, no era fácil que nos sintieran en la azotea del amasijo, además de que nosotros andábamos con mucho cuidado para no hacer ruido.

De la azotea de la panadería subimos a la azotea de la cocina de la comunidad, que era el escalón más alto que teníamos que ascender: los cocineros estaban durmiendo a esa hora y por consiguiente podíamos andar con más libertad, procurando siempre que nuestras pisadas no hicieran ruido.

De la azotea de la cocina seguía la terraza o el patio de la celda del Provincial, quien dormía. En la azotehuela de esta vivienda había una pequeña pieza que servía de cocina particular del Provincial, a la cual subimos sin dificultad, uno en los hombros del otro, y así pudimos llegar a la azotea principal y más elevada del convento.

Al llegar a ésta era necesario ir con gran cautela, porque había muchos centinelas en la azotea y la primera noche tuvimos que esperar antes de dar paso, hasta oír el alerta de los centinelas, pues no había otra manera de conocer su posición, y esto nos obligaba a permanecer en quietud hasta que dieran el alerta, el cual repetían cada quince minutos.

Para facilitar nuestra evasión en caso de ser vistos en la azotea, retiramos una cuerda que estaba amarrada al badajo de una campana, con objeto de poderla tocar desde abajo, y que llegaba hasta el piso de la sacristía. Esto lo hicimos con sumo cuidado para no ser notados en caso de que estuviera en el patio alguna persona junto a la cuerda; y una vez retirada ésta la aseguramos de una almena que daba a la calle, con el propósito de descolgarnos por la cuerda si llegábamos a ser descubiertos y cortada nuestra retirada. Antes de bajarnos de la azotea volvimos a poner la cuerda de donde la habíamos tomado, y en las noches siguientes llevamos una, suficientemente larga, con un gancho de hierro en uno de los extremos, para usarla en caso necesario por cualquiera parte.

La llegada a la azotea principal del convento fue lo más peligrosa de la operación, por los muchos centinelas que había en ella. Con este motivo nuestra marcha era muy tardía, porque teníamos que permanecer acostados en la azotea, vestidos con un traje gris, para no hacernos muy visibles, escuchando un alerta cada quince minutos que nos indicaba la situación de los centinelas. Así llegamos hasta la azotea de la Torrecilla y no encontramos ningún centinela allí. Había uno abajo de la ventana de la prisión, en otra ventana que quedaba exactamente debajo de la Torrecilla y cuya reja, como la de la ventana superior, estaba metida a medio grueso de la pared y no permitía al centinela ver para arriba. Para burlar la vigilancia de ese centinela era necesario no hacer ruido. Una vez allí me descolgaba yo, o sostenía a mi hermano hasta llegar a la ventana, y estando ya en ella y cogida la reja con las manos, descansaba el que sostenía desde arriba al que había descendido.

Estaba cerrada la ventana que tenía, en su parte alta, dos ventanillas, cada una con una cruceta de hierro en el centro. No había modo de llamar a Don Marcos. La puerta de la Torrecilla tenía un boquete más bajo que la talla de un hombre en la postura natural, por donde el centinela podía con facilidad vigilar al preso. Había doble puerta, y en el intermedio de las dos estaban el centinela y un cabo; la segunda puerta que estaba también cerrada con llave, tenía una guardia de cosa de 50 hombres del batallón activo con un capitán y un oficial, que era la guardia especial del preso. Todos estaban perfectamente seguros de que el preso no se movería, por no tener su prisión más que esa puerta y la ventana.

Cuando estaba yo en la ventana y el centinela se asomaba al boquete, tenía necesidad de inclinarme, alejándome en lo posible de la ventana para no ser visto, y entonces permanecía yo suspendido de la cuerda y mi hermano tenía que sostenerme. Por supuesto que esto no duraba mucho tiempo sino solamente mientras el que estaba suspendido volvía a coger la reja con una mano. Sin embargo de tantas dificultades y peligros, logramos hablar en tres noches a Don Marcos Pérez. El modo de anunciarse era arrancar con las uñas algo de la mezcla de la pared y arrojársela para que despertara y se acercara a hablar a la ventana.

Una vez que nos sintió, la primera noche que le hablamos, y notó algún movimiento por la ventana se sentó, se puso sus botas y en camisa comenzó a pasearse, a rezar en latín unos salmos de David y a acercarse a la ventana con mucho disimulo. El centinela le decía que se acostara, porque el cólera estaba haciendo muchos estragos.

Cuando Don Marcos Pérez me conoció me dijo, hablándome en latín, que era muy peligroso hablar; que procurara poner en sus manos un lápiz y un pedazo de papel. Dos noches después volví, y entonces le llevé lápiz y papel, y además un papel escrito por mí diciéndole lo que me parecía más importante. Después de algunos días, con motivo de una enfermedad que le atacó y que al principio se creyó que podía ser el cólera, suplicó se le permitiese tomar un baño; le metieron una tina de barro para bañarse, muy gruesa y muy pesada: quiso ocultar debajo de ella el lápiz y el papel; se le cayó la tina sobre la mano, y el golpe le originó una fuerte lastimadura en un dedo. Los vigilantes notaron este accidente, pero nunca maliciaron su causa.

Yo había dicho a Don Marcos que se harían toda clase de esfuerzos para que a todo trance lo cambiaran de esa prisión, porque permaneciendo en ella era casi imposible el extraerlo. A costa de mil empeños lo pasaron a otra en el mismo convento, que era una celda perteneciente al departamento que se llamaba La Rasura, y tenía vista para el Atrio, y cuyo techo no era de bóveda sino de vigas.

La tercera vez que lo vimos ya estaba en la otra prisión y estuvimos con él y con los otros presos, pues la cosa era entonces más fácil. Estando él allí nos podíamos comunicar con papeles por unas ventanas que había, que fueron después tapadas con adobe, dejándoles tan sólo un claro por la parte de arriba. Con ayuda de una mesa y una silla se proporcionó Don Marcos la manera de que pudiéramos entendernos. Hice un alfabeto poniendo una letra en cada pliego de papel, con el cual formaba frases desde una azotea de la manzana que estaba frente a la prisión, y así le pude avisar que había llegado una amnistía. Al fin salió de la prisión en virtud de esa amnistía.

De las tres ocasiones que fuimos a ver a Don Marcos, la primera y la segunda fueron noches lluviosas. El cólera hacía muchos estragos, pues había de 50 a 60 muertos por día, en Oaxaca, que solamente tenía de 15 a 20,000 habitantes.

Se evaporó lo que yo había hecho, después de la libertad de Pérez, porque sabiendo yo que Don Cenobio Márquez era el Jefe de la Revolución en Oaxaca, le pregunté si deseaba hacerle saber alguna cosa a Don Marcos Pérez, y le informé de la manera cómo me comunicaba yo con él. No lo consideró posible el señor Márquez, y cuando salió Don Marcos en libertad se lo preguntó. Admirado de lo ocurrido, lo refirió a otras personas, por cuyo conducto llegó a tener noticia de todo el Coronel Lazcano. Con este motivo se me comenzó a tener muy marcado, y tuve que separarme de la biblioteca del Instituto. En lo sucesivo Lazcano puso en la azotea del Convento de Santo Domingo no sólo mayor número de centinelas sino además perros, comprendiendo que podría fácilmente ser asaltado de un momento a otro.

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