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CAPÍTULO XLIII
Rendición de Oaxaca
Del 8 al 9 de febrero de 1865
Guardando la plaza la situación que he bosquejado y bajo un cañoneo en brecha y bombardeo que indudablemente preludiaba un asalto simultáneo a distintos puestos y fortificaciones, y no teniendo yo ya soldados en número y moral suficientes para resistir a más de un ataque simultáneamente, pues los que me quedaban apenas llegarían a 700 hombres, me decidí a rendir la plaza, y salí personalmente en la noche, a manifestar al General Bazaine en su Cuartel General de Montoya y sin previo armisticio, que era innecesario el asalto que preparaba. Por estas razones y sin observar las reglas prescritas en esos casos, pasé personalmente a manifestar al General Bazaine que podía disponer la ocupación de la plaza. No mandé a un ayudante con ese objeto, por el temor de una mala inteligencia por una parte, y que el deseo del General Bazaine, por otra, de tomar la plaza por asalto, hicieran que éste tuviera lugar cuando no era ya posible resistir, y por creer que mi presencia en el Cuartel General del enemigo y mis explicaciones personales lo impedian, pues era grande el empeño que el General Bazaine tenía por conquistarse la gloria efímera de asaltar la plaza, especIalmente desde que supo que podría tomarla fácilmente por haberse agotado ya los elementos de defensa.
Como a las diez de la noche del día 8 de febrero de 1865, acompañado de los Coroneles Don Apolonio Angulo y Don José Ignacio Echegaray, a quienes intencionalmente llevé conmigo para que presenciaran mi entrevista con el General Bazaine, salí de la plaza y me dirigí a Montoya en donde tenía Bazaine su Cuartel General, y mientras me recibían los puestos avanzados, me hizo fuego uno que había en la esquina de la calle de la Consolación; pero hablé a los soldados diciéndoles que no era yo enemigo armado, y suspendieron sus fuegos. Avancé en compañía de Angulo y de Echegaray y el oficial que estaba encargado de ese puesto, me mandó con un destacamento a otro que estaba en la margen izquierda del Río Atoyac; de allí pasamos a otro destacamento que estaba al otro lado del río, y esto nos llevó hasta Montoya.
Al manifestar al General Bazaine que la plaza no podía defenderse ya y que estaba a su disposición y créyendo que ello equivaldría a mi sumisión al imperio, me dijo en respuesta que se alegraba mucho de que volviera yo de mi extravío, que él calificó de ser muy grande, pues dijo que era criminoso tomar uno las armas contra su Soberano. Contesté que consideraba de mi deber explicarle que yo ni me adhería ni reconocía el imperio, que le era tan hostil como lo había sido mientras estuve detrás de mis cañones; pero que la resistencia era imposible y el sacrificio estéril, porque ya no tenía hombres ni armas. Imprimiendo súbitamente a su semblante los rasgos de desagrado, me reprochó el General Bazaine que hubiera yo roto la protesta, que aseguraba había firmado en Puebla, de no volver a tomar las armas contra la intervención; y aunque yo negué haber firmado tal documento, el General Bazaine ordenó en el acto a su Secretario, el Coronel Napoleón Boyer, que estaba presente, que trajera el libro en que se encontraban las protestas suscritas en Puebla. Buscó Boyer mi nombre y empezó a leer en alta voz; y como yo no sólo no había protestado cuando se me presentó el libro en Puebla, sino que manifesté en respuesta que no podía suscribir la protesta porque tenía sagradas obligaciones para con mi país y estaba dispuesto a cumplirlas siempre que me encontrara en aptitud de hacerlo, cuando el Coronel Boyer llegó a mi manifestación, suspendió su lectura y pasó el libro al General Bazaine, quien lo tomó, lo leyó y lo cerró, sin decirme una palabra más sobre este incidente.
Después me habló el General Bazaine de ciertas dificultades que él creía que los franceses podrían tener para ocupar la plaza, porque sabía que había muchas minas, las cuales fácilmente podían estallar. Le dije que efectivamente había algunas, pero que yo me había visto en la necesidad de descargarlas, con el objeto de hacer cartuchos porque ya no tenía municiones con qué defenderme; que fácilmente podrían descargarse las pocas minas que quedaban cargadas, porque yo sabía bien el lugar en que estaban, y que mandaría con ese objeto a un Oficial de artillería. Así se hizo, aunque siempre estalló una mina porque un zuavo tiró imprudentemente la piola y causó la explosión.
Mandé suspender los fuegos dominantes de los cerros, y para ello fui con un oficial francés y el Coronel Angulo hasta la trinchera que quedaba frente a la nuestra. Angulo habló a Corella y éste, sacando la cabeza por la trinchera, comenzó a insultarlo y hacerle fuego por creer que se había pasado al enemigo y hecho traidor. Angulo explicó a Corella con muchas dificultades cuál era la situación y le dijo que llevaba una orden mía para que se suspendiera el fuego.
Ya no se volvió a hacer uso de las armas, y Bazaine me detuvo en su Cuartel General el resto de la noche, que pasamos allí, en un cuarto donde nos puso el mismo Bazaine, a Echegaray, a Angulo y a mí. Yo quedé como prisionero sin saber cuál sería mi suerte, porque no pedí ninguna garantía para mí ni para los míos, pues solamente dije al General Bazaine, que podía tomar la plaza sin disparar un solo tiro.
En la madrugada de esa misma noche mandé a Echegaray por otro lado, por acuerdo de Bazaine, para dar ordenes de que se entregaran otros puntos y después de que amaneció me mandó Bazaine a la Plaza con Don Juan Pablo Franco y una escolta de Cazadores de África, para que diera orden de que se permitiera la entrada de los franceses, y entró tras de mí el General Brincourt con un regimiento hasta el Palacio del Estado, tomando así posesión de la plaza el ejército francés.
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