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CAPÍTULO XLVI

Segunda evasión de Puebla

20 de septiembre de 1865

La conducta que siguió conmigo el General Thun me obligó a festinar mi evasión. La había preparado para el 15 de septiembre, día de mi cumpleaños, pero coincidiendo esa fecha con el aniversario de la Independencia, no pude realizar mi propósito en ese día, porque estaban muy iluminadas las calles de Puebla contiguas a mi prisión, en virtud de la festividad cívica que se celebraba esa noche, y aplacé mi resolución para llevarla a cabo el día 20.

Había yo comprado caballos y monturas, que tenía preparados en una casa tomada con nombre extraño y en la cual no había más habitante que mi criado que era de entera confianza, y arrendada por un amigo mío de Puebla, sin dar fianza como es de costumbre para no comprometer a nadie, y para evitar la fianza se pagaban mensualidades adelantadas.

El Teniente Coronel Guillermo Palomino y el Mayor Don Juan de la Luz Enríquez, mis únicos confidentes entre mis compañeros de prisión, invitaron a jugar naipes, a noche en que me evadí, a nuestros demás compañeros de prisión para tenerlos distraídos y juntos, y evitar así que anduvieran por los corredores y pudieran apercibirse de lo que pasaba.

En la tarde del día 20 había yo añadido y envuelto en forma de esfera tres reatas que me proponía usar en mi evasión, dejándome otra en mi equipaje, y una daga perfectamente aguzada y afilada, como única arma para defenderme de cualquiera agresión.

Luego que pasó el toque de silencio, me fui a un salón destechado y que por esa circunstancia estaba convertido en azotehuela y en donde la entrada y salida de los prisioneros no llamaba la atención de los centinelas porque había allí inodoros. Me dirigí a ese lugar llevando conmigo las tres reatas envueltas en un lienzo gris, y una vez cerciorado de que no había otra persona en la azotehuela, las arrojé a la azotea, y con la otra reata que me quedaba lacé una cala de piedra, que me pareció muy fuerte, lo que hiCe con muchas dificultades porque no podía distinguir la canal, pues no había más luz que la de las estrellas, por ser la noche muy obscura. Después de tirar el lazo sin ver y sólo calculando el lugar en que estaba la canal, logré acertar la lazada y haciendo algunos esfuerzos para cerciorarme de su resistencia subí por la cuerda a la azotea; quité en seguida la cuerda que me había servido para subjr y recogí las tres que había tirado de antemano.

Mi marcha por la azotea para la esquina de San Roque, punto señalado para mi descenso, era muy peligrosa, porque en la azotea del templo que dominaba toda la del convento, había un destacamento y un centinela que tenían por objeto cuidarnos por la azotea. La que yo recorría era sinuosa, porque cada una de las celdas, tenía una bóveda semi-esférica lo mismo que los espacios de los corredores comprendidos entre cada arco. Así es que deslizándome entre esas medias esferas y acostado sobre el suelo, caminaba hacia el pie de los centinelas, puesto que tenía que buscar el ángulo del patio antes de cambiar de dirección. La marcha diagonal que era más corta y más lejana del centinela no podía ser sino aérea. Tenía muy a menudo que suspender mi marcha y explorar con el tacto, el terreno por donde tenía que pasar porque había sobre las azoteas muchos pequeños pedazos de vidrio que hacían ruido al tocarlos, y porque eran muy frecuentes los relámpagos. Llegué por fm a tocar el muro del templo, y como allí no podía verme el centinela sino inclinándose mucho, seguí de pie y vine a asomarme a una ventana muy elevada que daba a la guardia de prevención, con objeto de ver si había alguna alarma. Corrí allí un gran peligro, porque el piso era muy inclinado y muy resbaladizo por las lluvias frecuentes, y sin poderlo remediar me resbalaba hacia los cristales que eran poco resistentes y me vi en peligro de rodar al precipicio, pues la altura de la ventana era muy grande.

Para llegar a la esquina de la calle de San Roque, por donde me había yo propuesto descender, era necesario pasar por una parte del convento que servía de casa al capellán, quien tenía el antecedente de haber denunciado poco antes ante la Corte Marcial, a los presos políticos que habían hecho una horadación que fue a dar a esa casa, por lo cual fueron fusilados al día siguiente.

Bajé a la azotehuela de la casa del capellán en momentos en que entraba un joven que vivía en ella y que probablemente venía del teatro, pues estaba alegre y tarareando una pieza. Esperé que se metiera a su pieza y a poco salió con una vela encendida y se acercó al lugar donde yo estaba. Me escondí para que no me viera y esperé a que regresara. Permaneció allí el tiempo necesario para concluir lo que había ido a hacer y regresó a su pieza sin apercibirse de mi presencia. Cuando consideré que había tiempo para que se hubiera acostado y dormido, volví a ascender a la azotea del convento, por el lado del lote opuesto al en que me había servido para bajar y seguir mi camino por la azotea a la esquina de San Roque.

Una vez pasado este peligro, seguí mi marcha para la esquina de San Roque y una calle nueva que se llama de Alatriste y que corta el convento, quedando de un lado las casas que han edificado los compradores, y del otro lado el convento. En la esquina hay una estatua de piedra de San Vicente Ferrer, que era la que yo me proponía usar como apoyo para fijar mi cuerda. El santo oscilaba mucho al tocarlo; pero tendría probablemente alguna espiga de hierro que lo sostuviera, y para mayor seguridad no fijé la cuerda en él, sino en la piedra que le servía de pedestal y que era a la vez la angular del edificio.

Me pareció que si descendía yo de esa esquina para la calle, podía ser visto por algún transeúnte en el acto de descolgarme por la cuerda, o vista ésta por el primero que pasara por la calle, después de mi descenso, y por ese motivo me propuse bajarme a un lote del ex-convento que estaba cercado, pero no edificado todavía, sin saber que al pie del edificio, donde yo debía descender, había unos cochinos encerrados en un cercado formado por vigas.

Como al comenzar a descender giraba un poco la cuerda, el roce que sufría yo por la espalda con la pared del edificio, ocasionó que la daga que llevaba en el cinturón se saliera de la vaina, cayendo sobre los cochinos, y probablemente hirió a alguno de ellos porque hicieron mucho ruido y se alarmaron, todavía más cuando me vieron descender sobre ellos. Tuve en consecuencia que dejar pasar un rato para que se aquietaran, con mucho temor de que el dueño de aquellos animales viniera a defenderlos, suponiendo que se trataba de robarlos. Cuando hubo pasado un poco el ruido, subí a la cerca del lote que daba a la calle; y tuve que retrocéder repentinamente porque en esos momentos pasaba un gendarme recorriendo la calle y examinando las cerraduras de las puertas. Cuando se hubo retirado el gendarme descendí para la calle, pero tuve la desgracia de que se desprendiera sobre la banqueta una de las piedras del muro, la cual hizo mucho ruido que sin embargo no llamó la atención del gendarme. Al buscar mi daga noté que la había perdido y me expliqué la causa de los gritos de los cochinos.

Seguí violentamente mi marcha para la casa, donde tenía mis caballos, mi criado y un guía, y pude llegar a ella ya sin dificultad.

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