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CAPÍTULO VII
Ixcapa
13 de agosto de 1857
Nada extraordinario ocurrió en el Estado de Oaxaca por espacio de algunos meses; pero la República estaba en conmoción. El partido conservador, apoyado y dirigido por el clero, había encendido la guerra civil, exaltado por la promulgación de la ley de nacionalización de 25 de junio de 1856, y muy especialmente por la Constitución de 5 de febrero de 1857, proclamando en sus planes revolucionarios los principios de religión y fueros. El incendio llegó al fin al Estado de Oaxaca y en julio de 1857 se pronunció en el Distrito de Jamiltepec el Coronel Don José María Salado. El Gobierno del Estado ordenó que fuese a atacar a los pronunciados una columna de Guardia Nacional y este servicio tocó al segundo batallón.
Salimos a la campaña, la compañía de granaderos, la 2a. de mi Cuerpo mandada por el Capitán Pedro Vera, y una compañía de Guardia Nacional de Ejutla, mandada por el Teniente Don José María Ramírez que fue después Gobernador del Estado de Chiapas y que estaba agregada al segundo batallón, sin formar parte de él. Mi compañía estaba completa y lista, pues aún no hacía un mes que la había formado entresacándola de las demás y tendría cien hombres; la 2a. compañía, tenía sesenta, y la de Ejutla era un piquete como de cuarenta. Estas fuerzas se pusieron a las órdenes del Teniente Coronel Velasco.
Recibidas nuevas noticias de la revolución, que le daban aspecto más serio, el Gobernador dispuso que se nos incorporara el Mayor Montiel con la compañía de cazadores del segundo batallón, que tendría otros cien hombres, y por combinación con el General Don Juan Álvarez, nos debía auxiliar el Teniente Coronel Nicolás Bustos con 200 hombres de Guardia Nacional del Estado de Guerrero.
Cuando hacíamos nuestra marcha para incorporamos al Teniente Coronel Bustos o para proteger su incorporación, se nos interpuso entre Santa María Ixcapa y Cuajinicuilapan, del Distrito de Ometepc, el Coronel Salado con su columna de 700 hombres, armados todos con fusiles sin bayoneta, y además como armas de carga, con machetes de los que se usan en el sur, y nos obligó, como a las dos de la tarde del día 13 de agosto de 1857, a combatir con él, antes de que se nos incorporase Bustos, quien estaba como a diez o quince leguas de distancia, y el enemigo, según informes de nuestros exploradores, se encontraba a menos de una milla, emboscado en el camino que debíamos seguir.
Después de un corto descanso que tomó nuestra columna en el pueblo de Ixcapa, el Teniente Coronel Velasco, fue con algunos Cabos y Sargentos a reconocer al enemigo desde una altura vecina que indicó el Alcalde del pueblo. Mientras el Teniente Coronel ejecutaba esa operación, el Mayor ponía todo nuestro personal en actitud de defensa y de recibir órdenes. Cuando regresó Velasco, nos manifesto con alguna imprudencia, porque lo hizo delante de la tropa, que el enemigo era muy superior a nuestras fuerzas y que era necesario retirarse sin combatir, porque de seguro seríamos derrotados si presentábamos acción. Como el piquete que llevó Velasco a la colina, disparó algunos tiros de fusil sobre el enemigo, notó éste que había sido descubierto, y emprendió decididamente su marcha sobre nosotros. Así fue que cuando el Teniente Coronel ordenaba una contramarcha, y yo le manifestaba los inconvenientes de ese movimiento, que veía claramente sería la destrucción de nuestra pequeña columna, el enemigo cortó la discusión presentando su grueso por el camino Nacional y metiendo una columna por una vía transversal que le permitió entrar al pueblo sin ser vista por nosotros. En esos momentos dirigí a mi compañía algunas palabras de exhortación, recordándole su protesta a nuestra bandera, con las que procuré exaltar su orgullo militar un tanto abatido por la opinión imprudentemente manifestada de mi Teniente Coronel, y sin esperar sus órdenes mandé armar y calar bayoneta y la puse en marcha, al trote, sobre el enemigo. Hizo lo mismo el Teniente Ramírez, Comandante de la compañía de Ejutla, y los dos jefes quedaron con el resto de la fuerza en observación de lo que nos pasara.
Antes de chocar con la columna que descendía de la colina y al pasar por una de las boca-calles del pueblo, apareció por la derecha y a cortísima distancia, la otra que había penetrado por la izquierda del enemigo, la cual mandaba el Coronel Don Pedro Gazca. Tuve, pues, que chocar primero con la de la derecha, que con la que era objeto de mi marcha ai iniciarla. En los primeros disparos que mediaron entre mi columna y la enemiga, fui atravesado de la última costilla falsa de la izquierda, a la fosa ilíaca derecha, siendo ésta perforada cerca de su cresta superior, y sin haber interesado la bala los intestinos, pues quedó entre ellos y el trayecto de la bala una lámina muy delgada, lo cual me originó una peritonitis aguda. El tiro me derribó, pues fue tan cerca que quedaron incrustados en el tejido de mi ropa, algunos granos de pólvora, ocasionándome, los que venían en combustión, ligeras quemaduras; pero me repuse violentamente y como lo exigía la presencia del enemigo, me levanté, estimulé a mis soldados y pusimos en fuga a esa columna que ya no regresó por donde había venido, sino que fue a unirse con la que venía de frente mandada por Salado.
En ese momento y mirando el éxito que sobre la columna de Gazca habían obtenido las compañías de granaderos y de Ejutla, se vino el resto de nuestra columna con los principales jefes, rápida y marcialmente, con todo el brío que inspira la primera vuelta del enemigo. La vista de este movimiento a la vez que nuestra carga a la bayoneta, hizo voltear la cara al enemigo, no obstante que ejecutamos esta maniobra ascendiendo la colina. La carga se daría en una extensión como de 700 metros. Una vez en la cima y no pudiendo ya andar más, mandé hacer alto a mi compañía y volví a surtir sus cartucheras, en previsión de una media vuelta del enemigo. Procedí así sin orden de mi jefe, porque me pareció que era lo más prudente, y porque sabía que contaba con su buena voluntad, permanecí a la espectativa.
En su retirada ocasionada por nuestra vigorosa carga, el enemigo tuvo que pasar el Río Verde, y allí perdió mucha gente, pues aunque había canoas suficientes para conducir a todos en una retirada ordenada, la suya no tuvo ese carácter. Los primeros que ocupaban una canoa se salvaban, sin esperar a que llegaran otros para llenarla y los que llegaban después y en desorden ya no encontraban en qué pasar el río, y, o se ahogaban si pretendían pasado a nado o morían a consecuencia de nuestras balas, o de la voracidad de los caimanes que abundaban en el río.
En el primer choque murieron Pedro Gazca y José María Salado. Este último, más valiente que el primero, se nos vino encima con machete en mano; y al pegar al Sargento de mi compañía, Anastasio Urrutia, un machetazo en la cabeza que le abrió el cráneo, de cuya herida sobrevivió, le disparó Urrutia a quema-ropa su fusil que estaba cargando y sin haber tenido tiempo de sacarle la baqueta, lo pasó con ella y con la bayoneta, quedando muerto Salado.
Al regresar los jefes con el resto de la columna, al lugar en donde yo había permanecido, nos informaron que todo había concluido; que el enemigo huía decididamente, perdiendo mucha gente en la persecución, la mayor parte ahogados en el río, y los que por ser buenos nadadores lograron pasarlo, no pudieron llevarse sus fusiles, y habían quedado por lo mismo completamente desarmados.
Al día siguiente se nos incorporó Bustos y entonces el Teniente Coronel Velasco siguió con la columna para Jamiltepec, y todos los heridos quedamos en el pueblo de Cacahuatepec, como a dos millas de Ixcapa, que parecía ofrecer más recursos que éste.
El día de la batalla, el Mayor de mi Cuerpo, Lic. Montiel, que en su juventud había hecho algunos estudios de medicina, me aplicó por toda curación hilas secas en forma de lechinos o tacos, para detener la hemorragia. Al día siguiente el Sr. Don Nicolás Arrona, Cura que era de Cacahuatepec y que había sido mi maestro de latinidad, me informó que existía en ese pueblo, un indio que hacía curaciones tópicas y que entendía algo de medicina. Efectivamente acudió a mi presencia ese indio que fundaba su atrevimiento para curar, en los conocimientos científicos que creía haber adquirido en el hospital de San Cosme de Oaxaca, cuando estuvo algunas semanas en ese establecimiento en calidad de preso por ebrio; pero como por lo pronto sufría yo mucho e ignoraba los antecedentes de ese individuo, le permití que me hiciera la primera curación que se redujo a aplicarme un ungüento que él confeccionó con resina de ocote, huevo y grasa, el cual me produjo tan abundante supuración, que ella hubiera bastado para matarme si no acude a mi auxilio un médico.
El Sr. Juárez, que comprendió la falta que teníamos los heridos de un buen facultativo, ordenó al Dr. Esteban Calderón, Juez de Tlaxiaco, que por la posta se pusiera en marcha con las médicinas necesarias, hasta donde encontrara nuestro improvisado hospital de sangre, es decir, hasta Cacahuatepec. Yo, que ignoraba esta disposición del GobIerno, y sentía ya la falta de médico y la necesidad de curación para todos los heridos, dispuse que emprendiéramos la marcha para Oaxaca, unos en camilla y a caballo los que podían montar. Así se efectuó, y a poco de haber salido de Cacahuatepec encontramos al Dr. Calderón, quien calificó nuestra determinación de muy imprudente a la vez que de muy audaz; nos estableció a todos en la Hacienda del Pie de la Cuesta, propiedad de Don Venancio Merás, cuyo administrador era un oaxaqueño, amigo personal mío y del médico.
Después de diez y ocho días de permanencia en dicha Hacienda, cuyo tiempo aprovechó el Dr. Calderón para preparar la curación de todos los heridos, y después de varias operaciones dolorosas que me practicó en busca de la bala, sin encontrarla, emprendimos la marcha para Tlaxiaco, que distaba cosa de veinte leguas, a donde llegamos a los tres días. Lo malo de los caminos y lo lluvioso del tiempo, hizo que en una de las marchas resbalaran y me soltaran los cargadores que me llevaban en silla de manos, y eso me decidió a montar a caballo, adicionando mi montura con almohadas para llevar cómodamente la pierna derecha que se resentía mucho de la perforación de la fosa ilíaca. Permanecimos en Tlaxiaco quince días y de allí me fui a Oaxaca, a donde llegué en la noche del 30 de septiembre de 1857.
El Dr. Calderón me había hecho dos incisiones en busca de la bala; una por la región abdominal y otra por el cuadril derecho. La segunda incisión me hizo mucho bien, porque permitió la salida de gran cantidad de pus y de varias esquirlas que si hubieran permanecido más tiempo sin salida, habrían puesto pronto fin a mi existencia.
La conducta observada por los jefes de esa acción desagradó a los Oficiales de la Fuerza, quienes escribieron a sus amigos y familias residentes en Oaxaca, censurándolos duramente y hasta tachándolos de cobardía. Esas cartas llegaron a conocimiento del Sr. Juárez, en cuyo ánimo influyeron al grado de que no publicó el parte de la acción, sino después de que yo le di informes imparciales respecto de ella, esto es, que al principio se resistían los jefes a atacar al enemigo; pero que cuando vieron el éxito de mi compañía y la de Ramírez, lo hicieron con todo el brío de que eran capaces.
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