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CAPÍTULO VIII

Primer sitio de Oaxaca

Esquina del Cura Unda

8 de enero de 1858

Entretanto, el primer Congreso Constitucional se había reunido en septiembre de 1857, Y el General Comonfort, electo Presidente, había inaugurado su nueva administración el 1° de diciembre siguiente; pero por desgracia y cediendo a influencias malignas del partido conservador y de pocos liberales visionarios, disolvió el Congreso el 17 del mismo mes, y proclamó la dictadura, cambiando así sus títulos de Presidente Constitucional por el de jefe de asonada. El partido conservador lo arrojó a poco de la capital y quedó en posesión de ésta hasta el 24 de diciembre de 1860.

Juárez había sido electo Presidente de la Suprema Corte de Justicia, lo que le daba el carácter de Vicepresidente, y había sido nombrado por Comonfort, Ministro de Gobernación, al inaugurar su período constitucional. Cuando Juárez salió de Oaxaca, fue nombrado Gobernador del Estado el Sr. Lic. Don José María Díaz Ordaz. Al dar Comonfort su golpe de Estado, arrestó al Vicepresidente de la República, quien fue puesto en libertad cuando los conservadores arrojaron de la capital a Comonfort, y entonces Juárez estableció el Gobierno Constitucional sucesivamente en Querétaro, Guanajuato, Guadalajara y al fin en Veracruz, en donde permaneció hasta enero de 1861 que volvió a México.

A poco de mi regreso a la ciudad de Oaxaca, después de la acción de Ixcapa, salió el Mayor Montiel con una partida de mi Cuerpo, y eso hizo que me encargara yo del detalle del batallón, por cuyo motivo y teniendo aún dificultad para andar, establecí mi habitación en el Cuartel donde estaba la Mayoría, esto es, en el Convento de Santo Domingo.

Encontrándome allí, y todavía impedido, se acercó una columna a las órdenes de Don José María Cobos, que los conservadores mandaron de México sobre Oaxaca. Cobos ocupó la ciudad, y estableció su Cuartel General en el Palacio del Estado, y el Gobernador, con las Guardias Nacionales a las órdenes del Coronel Don Ignacio Mejía, se refugió en los conventos de Santo Domingo, el Carmen y Santa Catarina, que fueron sitiados por las fuerzas de Cobos. En momentos en que el Gobernador Díaz Ordaz y el Coronel Don Ignacio Mejía discutían en mi presencia los medios de defensa de la ciudad y se lamentaban de que había pocos oficiales disponibles, les manifesté que podían disponer de mí, no obstante que tenía todavía abiertas mis heridas. Aceptaron mis servicios y me nombraron Comandante del Fuerte de Santa Catarina, convento cercano a Santo Domingo, que se me entregó para defenderlo, y que como lo exigían las circunstancias, yo debía convertirlo en fortaleza; el Coronel Díaz Ordaz, Gobernador del Estado, tomó a su cargo la defensa de Santo Domingo, y al Coronel Don Cristóbal Salinas se encomendó la defensa del Carmen.

Como mi compañía era una de las maniobreras y debía por lo mismo utilizarse para las salidas que se ordenaran, no conté con ella al posesionarme del convento de Santa Catarina, sino que se me dio un piquete de Guardia Nacional de Ocotlán a las órdenes del Capitán Don Ramón del Pino; otro de la Guardia Nacional de Tuxtepec a las órdenes del Subteniente Don Marcos Carrillo, quien después llegó a ser General, y otro de caballería desmontada de Jallacatlán a las órdenes del Alférez Don Vicente Bolaños, actualmente Teniente Coronel en depósito, formando todos Uh total de 60 hombres. Con esta fuerza fortifiqué el punto a mi manera, pues entonces conocía yo poco de este arte, establecí una comunicación cubierta con el convento de Santo Domingo y puse mi posición en buen estado de defensa.

Cuando ya contábamos más de veinte días de sitio y la desmoralización y falta de municiones de guerra y de boca, comenzaban a producir sus efectos, averigüé que una de las barricadas que el enemigo había puesto en la esquina llamada del Cura Unda, frente a mis posiciones, era en su mayor parte de sacos de harina y salvado. Esto me inspiró la idea de que, dando un ataque súbito y vigoroso a esa trinchera, podríamos apoderarnos del material de que se componía. Propuse en consecuencia al Gobernador Díaz Ordaz, que con el sigilo debido se diera el asalto a esa trinchera y la manera cómo creía yo que podría hacerse con buen éxito. El Sr. Díaz Ordaz desechó por completo mi idea; pero probablemente se la comunicó en seguida al Coronel Don Ignacio Mejía, y acaso por indicación suya me mandó llamar dos horas después, y me ordenó hablara sobre ese asunto con el Coronel Mejía para ejecutar el movimiento que yo proponía o para contestar las objeciones que él me hiciera. El Coronel Mejía aceptó mi plan, se quedó con mis apuntes que comprendían una combinación de toques para comunicarnos, sin que nos entendiera el enemigo.

Convenimos, pues, en que en ese momento, que serían las 10 de la noche, saldría yo de nuestra línea con 25 hombres de mi compañía, a horadar la manzana contigua, y pasando por varias casas de esa manzana, llegaría a ocupar las ventanas de la última casa, que quedaban a la retaguardia de la trinchera indicada, que por descuido no había ocupado el enemigo: y que al llegar yo a esa casa, esto es, a la retaguardia del enemigo, me auxiliaría una columna de Santo Domingo.

Este auxilio consistiría en sacar desde la media noche, a la esquina de la Perpetua, dos compañías: la de granaderos del primer batallón y otra del segundo, que era la mía; tirotear desde allí constantemente al enemigo, para que obligándolo a contestar el tiroteo, no oyera el ruido que yo pudiera hacer con el trabajo de perforación de los muros. De las dos compañías que debían situarse en la esquina de la Perpetua, la mía, que era la de granaderos del 2° Batallón, debía avanzar por toda esa calle y la del Cura Unda hasta desalojar la fuerza que se encontraba en la calle transversal y en la tienda, a la cual yo batiría por la puerta de la trastienda. La señal para que mi compañía emprendiera sus operaciones al trote, sería una granada de mano que yo arrojaría por encima de las azoteas y que reventaría en la calle. Debía situarse en la trinchera nuestra, de Santa Catarina, todo el presidio con su correspondiente escolta, para acarrear en hombros, los bultos de harina que formaban las trincheras, al perímetro sitiado, luego que yo las tomara.

No se me dieron los 25 hombres de mi compañía, sino de fuerzas irregulares, completándolos hasta con serenos que no tenían organización militar. No obstante que di en su oportunidad la señal convenida, no se movieron las compañías de la calle de la Perpetua, sin duda porque las instrucciones que habían recibido del Coronel Mejía no fueron bastante claras, pues tanto los soldados como los oficiales de esas compañías eran de mucho brío y deseaban auxiliarme.

Sin embargo de que no se me mandaron los 25 hombres de mi batallón, en la noche del día 7 de enero de 1858 emprendí mi movimiento, comenzando por horadar los muros, que en su totalidad eran de adobe, para lo cual empleaba agua e instrumentos de carpintería, a fin de evitar el ruido que habrían hecho las barretas. Como en cada una de las casas que horadaba, tenía que dejar un hombre en el patio y otro en la azotea para cubrir mi retirada, cuando llegué a la última casa apenas me quedaban trece hombres. La tienda de esa última casa estaba ocupada por el enemigo, quien tenía también un destacamento en la trinchera que daba frente a Santa Catarina. Al terminar la horadación cayó el pedazo de tapia que la descubría, y Don José M. Cobos, que momentos antes, visitando su línea, había tenido necesidad de entrar hasta el segundo patio y a la sazón se encontraba encerrado en un común, habiendo dejado a sus ayudantes en la tienda, vio que por la horadación que apareció instantáneamente a su frente, entraban soldados y encontró prudente permanecer en su escondite.

Pasados mis soldados y formados en el segundo patio, avancé al primero y encontrando en él a una joven, la encerré en un cuarto para que no diera aviso al enemigo, y me dirigí a la trastienda, cuyas ventanas daban a la espalda de los defensores de la trinchera. Los desalojé a los primeros tiros y se replegaron al destacamento que estaba en la tienda y que servía de reserva a la trinchera. Tuve que sostener un combate en la puerta de la trastienda que comunicaba con la tienda, puerta de difícil acceso, porque a poco de haber comenzado la refriega se habían acumulado en su dintel los cadáveres de los combatientes de una y otra parte. Después de media hora de combate y cuando ya me quedaban pocos soldados disponibles, toqué diana que, según mi combinación de que había dejado copia al Coronel Mejía, significaba que necesitaba yo refuerzos y municiones; pero o el Coronel Mejía no me oyó o no entendió mi toque, porque al tocar yo diana, la repitieron los destacamentos que cubrían las torres de Santo Domingo y el Carmen, y echaron a vuelo las campanas.

El combate entre la trastienda y la tienda había sido muy reñido, porque como se prolongó mucho, tuvo tiempo la plaza de reforzar su destacamento de aquel lugar, con doscientos hombreS del 9° Batallón mandados por su Teniente Coronel Don Manuel González, hoy General de División; pero afortunadamente ese gran número de fuerza no tenía por donde batirme, porque era muy estrecha la puerta que comunicaba a la tienda con la trastienda y no podía atacarme por la azotea porque lo impedía la altura de Santa Catarina, coronada de soldados nuestros y que estaba muy inmediata.

Después de más de media hora de combate y cuando había perdido en la trastienda nueve hombres, quedándome solamente tres y el corneta, y cuando me persuadí de que había fracasado la combinación, por no haber recibido el auxilio convenido, arrojé sucesivamente sobre la tienda granadas de mano encendidas para contar con algunos segundos que me permitieran retirarme sin ser perseguido, tiempo que fue muy corto porque Cobas, que permanecía en su escondite y que me vio pasar a mi regreso, dio inmediatamente aviso y ordenó la persecución, que se hizo desde luego.

En mi retirada, tuve la desgracia de perder el trayecto de las horadaciones, porque al sentir los soldados que yo había dejado apostados en el camino, que me retiraba, habían huído antes de que yo pudiera verlas, y en lugar de dirigirme al cuarto del zaguán, que era donde estaba la horadación de una de las casas, tomé para el segundo patio; pero por fortuna mía, la tapia no era muy alta y pude salvarla cuando ya tenía a la vista a mis perseguidores. Mi extravío sirvió para extraviarlos y me dieron el tiempo suficiente para entrar a mi línea de defensa. Los tres soldados y el clarín que me quedaban habían salido por la horadación, y con ellos se habían ido los que vigilaban el patio y debían mostrarme el camino. Así fracasó esta operación, que tantas esperanzas nos había dado de meter algunos víveres a las fuerzas sitiadas.

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