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CAPÍTULO LXXXII
Capitulación de los cerros de Guadalupe y Loreto
4 de abril de 1867
Ocupada la ciudad de Puebla, me quedaban los cerros de Guadalupe y Loreto, que por espacio de dos o tres horas gastaron muchos proyectiles sobre nosotros.
Mi primer ciudado fue recoger toda la artillería que el enemigo había dejado en los puntos retrincherados de la plaza y comenzar a moverla hacia los cerros, con objeto de preparar un nuevo asalto iniciado con un cañoneo general y vigoroso.
El General D. Francisco Leyva que había sido llamado el 1° de abril con objeto de que tomara parte en el asalto no pudo estar a la hora citada porque era mucha la distancia, y yo no podía anticiparle más el aviso por temor de que se evaporara. Así, es, que llegó entre 9 y 10 de la mañana con mil caballos, mil infantes y dos obuses de montaña.
Una vez tomada la plaza casi no había un soldado de los que tomaron parte en el asalto que conservara un cartucho en su cartuchera, pero entre los distintos almacenes que tenía el enemigo, había en el Convento de Santa Inés una gran cantidad de municiones. De suerte que mandé municionar tanto a los asaltantes como a la fuerza que había quedado de reserva, cuyas cartucheras había vaciado para mal surtir las de los primeros, y procedí al trabajo de incorporar en los batallones a los prisioneros de clase de tropa, asegurando convenientemente a los jefes y oficiales. Distribuí el vestuario que el enemigo tenía en sus almacenes e hice todos los preparativos necesarios para pasar una revista de guerra el día siguiente.
En todo el día 3 estuve colocando baterías en obras pasajeras que tenían por objeto batir a los dos cerros. Como disponía de toda la artillería que el enemigo me había dejado, que era mucha, lo mismo que sus municiones, comprendía bien el enemigo los resultados del cañoneo con que yo iba a iniciarle mi ataque. Además, había visto llegar el día 2 a las nueve de la mañana al General Leyva con dos mil hombres de las tres armas, y sabía que aun en el caso de que llegara la columna de Márquez, su protección no sería del todo eficaz, pues también había podido medir el brío de las columnas que lo habían asaltado el día anterior. En consecuencia de esto, a las tres de la mañana del día cuatro se desprendió del cerro de Guadalupe un oficial con una linterna y un clarín que tocaba parlamento. Mandé que fuera respetado y conducido hasta el Cuartel General, con las precauciones prescritas para estos casos.
Como yo había impedido la comunicación entre los dos cerros, el de Loreto, a ejemplo del de Guadalupe mandó también un portapliegos, con objeto de pedir algunas garantías, mediante las cuales se rendirían sus defensores. Intencionalmente, ni volví al portapliegos, ni quise contestar a ninguno dé los dos, y a las cinco de la mañana vino un segundo enviado del cerro de Guadalupe y en seguida otro de Loreto, reiterando las mismas peticiones.
Como eso era ya un síntoma muy avanzado de madurez, manifesté al segundo enviado del cerro de Loreto que fuera a decir a su jefe que sólo esperaba la luz del día, que ya comenzaba a alumbrar, para iniciar mi ataque, y por esa circunstancia no le contestaba por escrito, porque eso me obligaría a perder algunos momentos que para mí eran preciosos; que dijera a su jefe que no tenían más remedio él y sus subordinados que rendirse a discreción: que si el jefe contestaba por la afirmativa subiera al plano de fuegos de la fortificación y parado allí abriera su capa con los brazos; que a esa señal, yo que quedaba parado al descubierto al pie de la colina, subiría o mandaría un comisionado que recibiera la fortaleza.
Quise proceder primero respecto del Fuerte de Loreto, sin tocar el de Guadalupe, porque éste, al ver que Loreto se rendía se daría prisa por hacer otro tanto, y en efecto así pasó, pues al entrar el jefe comisionado que debía recibir los prisioneros y materiales de Loreto, salieron en persona del Fuerte de Guadalupe, los Generales Noriega y Tamariz que eran General en Jefe el primero y Cuartel Maestre el segundo, de la plaza de Puebla.
Yo subí a recibirlos entre Loreto y Guadalupe, y como hablaban los dos simultáneamente arrebatándose la palabra, pregunté quién era el General en Jefe con quien debía entenderme. El General Tamariz me dijo que lo era el General Noriega. El General Noriega contestó que eso era exacto; pero que, habiéndose enfermado desde el día anterior, el mando había recaído desde entonces en Tamariz. Mandé en consecuencia que Noriega volviera a entrar a la fortaleza y quedara el General Tamariz hablando conmigo puesto que era el que ejercía el mando.
Después de algunas palabras en que Tamariz insistía en pedir garantías y habiéndole contestado que eso no era posible porque haría muy mal efecto al decoro de las fuerzas sitiadoras y principalmente a su jefe; pero que podía volver a su fortaleza, seguro de que no se dispararía un tiro antes de que él entrara. Entonces Tamariz me ofreció su espada que no acepté, diciéndole que todavía tenía que ejecutar algunas providencias conducentes a su rendición incondicional; que se la ciñera y volviera con ella a la fortaleza haciendo salir a todos sus soldados formados y sin armas, primero a la tropa y después a los jefes y oficiales. Mandé recibir a unos y otros y conducirlos a la ciudad a las respectivas prisiones que les señalé.
Al ver que los Oficiales que salían no tenían equipajes, les dije que podían volver a su posición para tomarlos y salir con todo lo que les perteneciera, menos armas y caballos. Esto produjo un rayo de esperanza en el ánimo de los prisioneros, que se consideraban enteramente perdidos. Sin embargo, no pasó otro tanto con los Generales, que como era natural, consideraban más comprometida su situación.
Después de haber reconocido las dos fortalezas y dado las órdenes conducentes a la conservación y almacenaje de los materiales que contenían y cuando volví al Palacio Municipal, que había tomado por alojamiento desde el día del asalto, los Generales que estaban presos en un departamento del mismo Palacio, solicitaron hablarme y me suplicaron que les permitiera la entrada de algunas personas de sus familias, con quiénes deseaban comunicarse, así como la de sacerdotes católicos y notarios, porque tenían que hacer algunas disposiciones y me suplicaban les dijera de cuánto tiempo podían disponer para hacer sus arreglos. Les contesté que podían tranquilamente ejecutar cuanto quisieran, hasta las tres de la tarde. Cuando esto pasaba serían las ocho y media de la mañana.
Ordené en seguida que se les pusieran útiles de escribir, papel sellado de todas clases y que se les aumentaran algunas piezas más, para que pudieran separarse sucesivamente en compañía de los sacerdotes que concurrieran a su llamamiento. Pasaron el tiempo hasta las tres de la tarde en confesarse y hacer sus disposiciones testamentarias, mientras yo me dedicaba a mis múltiples ocupaciones.
Como a las tres y media de la tarde fui a decirles que tomaran sus sombreros y salieran conmigo. Los conduje personalmente y sin más escolta que mis ayudantes, al Palacio Episcopal, donde estaban todos los prisioneros de Coronel a Subteniente, que serían como quinientos y donde estaban también los Obispos a quienes había notificado de prisión. Una vez estando allí y estando todos juntos, les manifesté que según las leyes vigentes todos estaban sujetos a la pena de muerte; pero que tratándose de un número tan grande, me parecía que el Gobierno, cuando tuviera conocimiento del caso, haría alguna gracia, y que para eso era necesario conservarlos en prisión muy rigurosa, y yo, que acababa de sufrirla, sabía cuán penosa era, y quería evitarles ese sufrimiento si se comprometían bajo sus firmas a presentárseme cuando yo los llamara por la prensa, si así me lo exigía el Gobierno; que procedía yo así por el deseo de evitarles sufrimientos y por la gran confianza que tenía en la victoria de la República, aun en el caso de que ellos fueran desleales a sus compromisos. Todos contestaron conmovidos que se sometían y comenzaron a firmar el documento de compromiso que les hice leer en voz alta, saliendo en libertad según iban firmando.
El General Tamariz me manifestó siempre mucha gratitud por mi comportamiento con él, y cuando tenía yo que pasar por Puebla se esforzaba por demostrármelo.
En el siguiente parte oficial di cuenta al Ministro de Guerra de la rendición de los cerros:
República Mexicana.
Línea de Oriente.
General en Jefe.
En la mañana de hoy se han rendido los dos Fuertes de Loreto y Guadalupe sin condiciones de ninguna clase; con toda la artillería de su dotación, un gran repuesto de municiones y todas las armas que tenía su guarnición. Con la rendición de ambos fuertes, ha quedado completa la posesión de la plaza y terminada la campaña de este Estado.
Hallándome expedito para nuevas operaciones, hoy emprendo mi marcha sobre las fuerzas de Don Leonardo Márquez, que según los partes recibidos, se halla a distancia de quince leguas de ésta.
Lo que tengo el honor de participar a usted para Su conocimiento y el del Ciudadano Presidente por este nuevo triunfo obtenido sin derramar sangre.
Independencia y Libertad.
Zaragoza, abril 4 de 1867.
Porfirio Díaz.
C. Ministro de Guerra y Marina.
La orden de poner en libertad a los prisioneros de los cerros, la hice extensiva el mismo día 4 a todos los que conservaba de las batallas de Miahuatlán, La Carbonera, toma de Oaxaca y asalto de Puebla. Inserto en seguida la orden que expedí con ese objeto:
Ejército Republicano.
Línea de Oriente.
General en Jefe.
En uso de las facultades de que me hallo investido por el Presidente de la República, he tenido a bien disponer: que los prisioneros hechos por el Ejército de Oriente en las batallas de Miahuatlán y La Carbonera, en la ocupación de la ciudad de Oaxaca, en el asalto de esta plaza y en la rendición de los Fuertes de Guadalupe y Loreto, queden en libertad de residir en el país o en el lugar que elijan, permaneciendo por ahora, bajo la vigilancia de la autoridad local y a disposición del Supremo Gobierno.
Los extranjeros que quieran residir en el país, quedan sujetos a las mismas condiciones, y los que deseen salir de la República podrán hacerlo libremente.
Sírvase usted librar sus órdenes en este sentido, aceptando las protestas de mi estimación y aprecio.
Independencia y Reforma.
Zaragoza, abril 4 de 1867.
(Firmado) Porfirio Diaz.
Ciudadano Comandante Militar del Estado de ...
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