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INTRODUCCIÓN
Matías Romero
Con frecuencia se me pedían durante mi reciente permanencia en los Estados Unidos, informes respecto de la vida del General Don Porflrio Díaz, con motivo de la celebridad que ha adquirido en el mundo civilizado, destinados ya para trabajos literarios, ya biográficos o ya de otro género. Con este motivo tuve ocasión de palpar la escasez de noticias exactas de la vida de una persona que ha desempeñado papel tan prominente en el país, y cuyo nombre es conocido en el mundo entero.
Sus biografías, escritas hasta hace poco, son más que deficientes. La de Mr. Hubert Hove Bancroft, que es la más extensa, tampoco llena el objeto, por contener serias inexactitudes, pues aunque Mr. Bancroft obtuvo datos auténticos para escribir su obra, como no está suficientemente familiarizado con la geografía'y los detalles de la Historia de México, sin embargo de haber escrito una de las más completas, incurrió en su Vida de Porfirio Díaz, en equivocaciones verdaderamente lamentables en un hombre de su reputación literaria y en un trabajo de las condiciones del suyo. Además, deslumbrado por las brillantes hazañas del General Díaz, presenta como méritos los mismos errores que ha cometido en su vida pública, porque no hay hombre que esté libre de ellos.
En una ocasión que hablé sobre este asunto con el General Díaz, para rectificar ciertos apuntes biográficos preparadós por una escritora norteamericana; que los había sometido a mi corrección, le manifesté la conveniencia y aun necesidad de que él mismo proporcionara datos de su vida, que completaran y rectificaran los que son generalmente conocidos, y con este motivo le propuse que cuando tuviera oportunidad, dictara a un estenógrafo, los rasgos principales de su carrera, con el objeto de poderlos reunir después en forma de memorias, semejantes a las que han escrito personas que han ocupado en otros países una posición equivalente a la que él tiene en México, como, por ejemplo, el General Ulyses S. Grant, en los Estados Unidos de América. El General Díaz aceptó mi indicación y se ocupó empeñosamente de este trabajo por varios días, durante los meses de agosto y septiembre de este año. A poco de comenzado, se pensó en la forma que debería dársele. Pareció que tendría más autoridad y más mérito si conservaba la de memorias, que si asumía la de biografía, y decidido por el primer extremo, continuó el General Díaz dictándolo con ese propósito.
La mayor parte de este libro ha sido dictada en mi presencia, y con este motivo he tenido ocasión de admirar la feliz memoria del General Díaz para nombres, lugares y sucesos, pues conserva un recuerdo claro, completo y vivísimo de los hechos principales y aun secundarios de su vida, y los refiere como si apenas hubieran pasado ayer. No tuvo necesidad, para dictar sus Memorias, de consultar un solo libro o documento, y nunca vaciló en sus recuerdos. Sus facultades descriptivas son también muy notables, pues refiere los sucesos en que ha tomado parte, con tal claridad, que parece, a quien le oye, que los está presenciando. Su memoria no es, sin embargo, tan feliz, tratándose de fechas; y una lista cronológica de cuarenta y seis de las principales batallas en que ha tomado parte, que conserva en su poder, fue el único apunte de que se sirvió al dictar sus Memorias.
Es posible que en las circunstancias en que este libro se ha escrito y por no disponer del tiempo necesario para rectificar minuciosamente todos los hechos referidos en él, se hayan deslizado algunas inexactitudes; pero si así fuere, estoy seguro de que ellas recaerán sobre asuntos secundarios y en cuestiones de detalle, que en nada afectarán la veracidad ni el enlace de la narración. Por lo demás, creo que este trabajo puede calificarse de notable, teniendo en cuenta que se ha preparado, escrito e impreso, en cosa de tres meses, y en circunstancias en que su autor no podía consagrarle sino pocos momentos, a causa de las muchas y muy graves ocupaciones de carácter público que reclamaban su atención y a las que necesariamente tenía que dar preferencia.
Cuando el General Díaz refería en conversación familiar, los incidentes de su vida pública, sin esforzarse por hacer descripciones acabadas y sin notar que el taquígrafo tomaba lo que él decía, su dictado salía claro, preciso, correcto y muy interesante. Un ejemplo de esto son los cuatro incidentes que refirió de esa manera, entre otros muchos, y que aparecen consignados en la nota a esta introducción, consignada en la página siguiente.
Aunque generalmente estas anécdotas no tenían relación especial cón la política o la guerra, eran para mí de sumo interés, porque servían para caracterizar la época, a las personas de quienes hablaba y aun a sí mismo; pero por modestia no quiso consignarlas en sus Memorias. En muchos casos esos incidentes eran rasgos de valor y audacia de tal naturaleza, que se rehusó a que los tomara el taquígrafo, por considerarlos unas veces como elogios propios, y otras porque temía que nó parecieran creíbles al lector. Con gusto habría yo recogido todos esos relatos, si él lo hubiera permitido, porque ellos podrían formar una historia anecdótica del General Díaz, acaso tan interesante como sus mismas Memorias (1).
Conforme se iba avanzando en este trabajo, notaba yo que él adquiría un interés extraordinario, y me parecía que se hacía un verdadero servicio a la Historia de México con llevarlo a cabo; y por este motivo y a pesar de las graves y árduas ocupaciones que tuvo el General Díaz durante el tiempo que dictó sus Memorias, me creí en el deber de animarlo con objeto de que por su parte, les consagrara el tiempo necesario para terminarlas.
La parte que he tomado en este trabajo ha sido relativamente secundaria, pues se ha reducido a dividirlo en capítulos y a llenar las fechas que no recordaba su autor, y que he tomado de los documentos públicos de la época, de las diferentes historias que se han escrito de México y de otros datos inéditos que estaban a mi alcance.
Considero tan interesante la relación hecha por el General Díaz de los sucesos históricos en que él ha figurado, que si de mí hubiera dependido, no la habría interrumpido con documentos, cuya inserción habría dejado para el apéndice que acompafia a este volumen y que contiene varios de interés; pero no quise insistir en esa indicación, entre otros motivos, porque me pareció preferible que la obra saliera verdaderamente original y a completa satisfacción de su autor (2).
Es, en mi concepto, tal la importancia de este trabajo que estoy seguro de que sin consultarlo, no se podría escribir con exactitud la Historia contemporánea de México. Él presentará, además, al General Díaz ante la opinión pública tal cual es él, pues a pesar del alto concepto en que generalmente se le tiene, me parece que no se le conoce bastante todavía y que no se le hace plena justicia, si he de juzgar de los demás, por lo que a mí me ha pasado. Yo soy probablemente de los que mejor le conocen y de los que con más cuidado han seguido su vida pública, y yo mismo he quedado admirado y sorprendido al oírle referir varios episodios de su vida, unos porque me eran totalmente desconocidos y otros porque los había estimado mal, y no he llegado a comprenderlos debidamente, sino cuando he oído sus razones y explicaciones.
Estas Memorias presentan al General Díaz bajo una nueva faz. Se le reconcían universalmente, desde el principio de su vida pública, las condiciones de hombre valiente, patriota, honrado y modesto, porque el testimonio de esas virtudes era tal que nadie podía negárselas; pero se le consideraba generalmente también, como de escasO talento y susceptible de ser fácilmente influido por quien estuviera cerca de él. Esta última opinión se rectificó hace tiempo, ante la evidencia de los hechos, que son más elocuentes que las palabras; pero no se rectificará por completo, sino cuando se lean estas páginas, porque ellas demuestran que el General Díaz es, por el vigor de sus facultades mentales y por su fuerza de voluntad, uno de los hombres más notables que ha producido México.
Este cambio en la opinión que de él se ha tenido, ha ocasionado también que se haya creído por algunos que la influencia que sobre él se ha atribuido a algunas de las personas que han estado a su lado, fuera sólo aparente y con el objeto de hacer recaer en ellas responsabilidades, que de otra manera habrían pesado sobre él mismo; pero estoy seguro de que estas opiniones respecto del General Díaz, se corregirán con la lectura de estas páginas, pues ellas revelan que lejos de ser un hombre vulgar, posee un profundo conocimiento del corazón humano: que sabe adaptarse a todas las condiciones y sacar gran partido de ellas: que no ha marchado al acaso, sino que ha tenido un propósito firme que ha guiado todos sus pasos; y que aun cuando haya cometido errores, ha sabido vencer todas las dificultades que se le han presentado, para conseguir los fines que se proponía alcanzar.
La vida del General Díaz, hasta el 21 de junio de 1867, en que ocupó la ciudad de México, me parece irreprochable, pues se forma de una serie verdaderamente admirable y casi legendaria, de servicios, victorias, peligros y sacrificios en favor del país. La Campaña sostenida en Tehuantepec, en 1858 y 1859, contrasta favorablemente con las epopeyas cantadas por los poetas más celebrados, y la que comenzó con.la acción de Nochixtlán, el 28 de septiembre de 1866, y terminó con la ocupación de la ciudad de México el 21 de junio de 1867, haría honor a los más afamados guerreros de los tiempos antiguos y modernos. Pero no creo que pueda decirse otro tanto, de la parte posterior a ese período, sin que por esto desconozca yo los grandes servicios que ha prestado al país después de esa fecha. En mi concepto, tanto el movimiento revolucionario de la Noria como el de Tuxtepec, y especialmente el primero, fueron graves errores políticos, altamente perjudiciales así a la República, como al mismo General Díaz.
Abrigo la profunda convicción, por mi conocimiento personal de las condiciones del señor Juárez y de su afecto, consideración y cariño por el General Díaz, de que si hubiera seguido de amigo suyo, probablemente no habría aceptado su candidatura en la elección presidencial que tuvo lugar en junio y julio de 1871, sino que habría propuesto y apoyado la del General Díaz, por quien tenía verdadero cariño y hasta admiración, y a quien consideraba el sucesor legítimo de su política y de su obra de redención, reforma y libertad. Pero aun suponiendo que esto no hubiera sido así, tengo también la firme creencia de que en la elección que se verificó en octubre de 1872, después de la muerte del señor Juárez, el General Díaz habría salido electo Presidente casi por unanimidad, y de esa manera habría regido los destinos del país cuatro años antes, por una sucesión constitucional y sin echar sobre su carrera, la nota de haber promovido dos revoluciones; sin la traba de los compromisos que tuvo que contraer con gente turbulenta y sin principios, que siempre acompaña a los revolucionarios, y sin verse en el caso desagradable de proclamar principios políticos y reformas económicas que no le fuera posible sostener en su conducta posterior, como Jefe del Estado, pues son muy diferentes las condiciones y responsabilidades de quien acaudilla una revolución y la de quien dirige la nave del Estado.
En efecto, cuando se tiene en cuenta que la elección presidencial verificada en junio y julio de 1871, en que hubo tres candidatos, el señor Juárez, el General Díaz y Don Sebastián Lerdo de Tejada, el General Díaz sacó mayor número de votos que el mismo Juárez, no obstante los grandes servicios que había prestado al país y de que era el Presidente Constitucional durante la elección, se comprenderá fácilmente que muerto Juárez, todos los amigos suyos, que formaban el núcleo principal del partido liberal, habrían aclamado al General Díaz como su jefe natural y obligado, y que por consiguiente, su elección habría sido del todo segura.
El primer tomo de estas Memorias se imprime ahora confidencialmente, en un número muy reducido de ejemplares numerados todos, que no pasan de cien, con el propósito de que no salga todavía al público por la posición delicada que guarda el General Díaz, y para circularlo solamente entre sus amigos personales, con el objeto de oír su opinión, antes de determinar si saldrá o no a luz, en vida de su autor.
Si la primera parte de este trabajo ha tenido serias dificultades, son mucho mayores las que ofrece su continuación. La circunstancia de no disponer por una parte del tiempo necesario para terminarlo en la forma en que se comenzó, y el peligro por otra, de herir la susceptibilidad de amigos a quienes se debe respetar, lo mismo que el deseo de ver la forma en que quede la parte concluida ya, y la impresión que ella produzca en sus amigos, entre quienes se circulará, determinaron al General Díaz a suspenderlo temporalmente al llegar a la ocupación de la ciudad de México, con el propósito de continuarlo más adelante, bajo mejores auspicios: es decir, cuando acaso disponga de más tiempo que consagrarle, goce de más libertad de acción y guarde una posición menos delicada que la que hoy tiene. Aunque ahora no se presenta sino una parte, probablemente la mitad del trabajo, creo que tiene la suficiente importancia para que sea considerado como un servicio al país y como un valioso contingente para la Historia de la República.
México, octubre 18 de 1892.
Notas
(1) Consigno en seguida cuatro de los muchos incidentes de este género que refirió el General Díaz en sus conversaciones conmigo, en presencia del taquígrafo; pero que por considerados él sin importancia, no quiso que se consignaran y que el taquígrafo sin embargo tomó, por encargo mío. Para apreciarlos debidamente es necesario leer las páginas de las Memorias a que ellos se refieren.
El primero tuvo lugar con el General Don Vicente Rosas Landa, durante el sitio de Oaxaca en marzo de 1860, (véase el capítulo XIV) y el General Díaz lo refirió en estos términos:
Rosas Landa comprendía que yo le hacía falta y me tenía a su lado, no obstante que estaba resentido conmigo porque un día lo llevé a practicar un reconocimiento cuyo resultado lo mortificó mucho. El enemigo había fortificado varios de los puestos accesibles; pero se preocupaba poco de la línea que quedaba hacia el oriente de la ciudad. Nosotros estábamos en el cerro y me ocurrió que sería conveniente acercarnos por los carrizales para entrar por San Juan de Dios, posesionarnos del portal de la Alhóndiga. y si era posible penetrar por el vivac de los serenos y tomar esa otra manzana, por la cual llegábamos hasta la plaza de armas. Para explicar mejor mis planes, bajamos un poco hacia el Marquesado hasta una pequeña pradera cOnocida por El Petatillo; comuniqué a Rosas Landa mi proyecto, y le enseñé el lugar por donde yo creía que sería fácil realizarlo. Por este punto no tenía el enemigo ninguna obra, ni guarnición. Extendiendo el plano de la ciudad, le enseñaba yo al General cuáles serían en mi concepto las manzanas que deberían atacarse. El enemigo se fijó en nosotros y nos disparó un tiro de cañón, cuya bala pasó entre los dos. Rosas Landa se hizo tanto para atrás, que tropezó con el tronco de unos nopales que estaban a su espalda y al caer se espinó con ellos. No recuerdo qué hice yo; pero probablemente me reí de la ocurrencia y por ese motivo se enojó conmigo el General Rosas Landa. Lo ayudé a pararse y a quitarse las espinas; y una vez hecho esto, se retiró de aquel lugar y se puso a cubierto de los fuegos del enemigo.
Algunos oficiales presenciaron la ocurrencia y formaron una anécdota de este hecho, que circuló entre ellos y llegó hasta los soldados, en la que se ridiculizaba al General Rosas Landa. Desde entonces me empezó a coger mala voluntad.
El segundo incidente ocurrió también durante el segundo sitio de Oaxaca, por el General Rosas Landa; se refiere personalmente al mismo General Rosas Landa, y es el siguiente:
Cuando el General Rosas Landa regañaba, usaba un lenguaje tan poco delicado, que avergonzaría a una placera. Cajiga le pidió una vez municiones porque el día anterior había hecho un gran consumo de ellas en una guerrilla, y con este motivo el General Rosas Landa le mandó un recado tan grosero que no es posible referirlo. Cajiga me consultó sobre lo que sería conveniente hacer, y yo le dije que no era éste un negocio de General a Coronel, sino que debía ventilarse como un asunto entre dos hombres iguales, porque un superior jamás tenía derecho de insultar a un inferior. Comprendí que Cajiga no quería afrontar esta cuestión, y pregunté al ayudante Villalobos, que había traído el recado, si sería capaz de sostener que me lo había dado a mí, en la creencia de que era para mí, como Jefe de la Brigada y puesto militar a que pertenecía Cajiga, y habiéndome contestado Villalobos afirmativarnente, me fui a buscar a Rosas Landa.
Estaba en su tienda, que era una enramada que le habían hecho en el cerro. Era día de San Vicente, y estaban allí felicitándolo, Don Luis Mejía, Don Vicente Ramos, Don Cristóbal Salinas y otros jefes, todos muy contentos. Llegué y dijo Rosas Landa:
- Ahora si estamos completos; venga Ud. Porfirio a tomar una copa.
- Yo no vengo a tomar nada, le contesté, vengo a ver si Ud. me ha mandado este recado, y de una manera significativa examiné mi rifle y me bajé del caballo.Rosas Landa se sonrió, y me dijo que no había sido así, y que debía yo castigar al ayudante.
Le contesté que estaba satisfecho con su respuesta, dada en presencia de personas que probablemente conocían la verdad, y que no castigaría al ayudante.
Antes de llegar a la tienda de Rosas Landa, Velasco que estaba cerca con su batallón, vino a hablarme: le dije a lo que iba yo y me ofreció estar listo para cualquier evento. Salí de la enramada, y ya Velasco había formado cincuenta hombres de su batallón, en actitud de combate. Me preguntó lo que había sucedido, y le dije:
- Lo que era natural, se desdijo.Como hablábamos cerca de la enramada, salió Villasana, que era Jefe del Estado Mayor de Rosas Landa, y me dijo:
- Coronel, se oye lo que ustedes dicen, y el General puede mandarlos fusilar.
- No importa, le contesté: estoy decidido a todo.
Nos rogó Villasana que nos retiráramos y así lo hicimos.
El tercer incidente tuvo lugar en una fonda de Pachuca, en octubre de 1861, con el General Antonio Carvajal y sus oficiales (véase el capítulo XXI) y el General Díaz lo refiere en estos términos:
Estando en Pachuca, entré un día a almorzar én la fonda de La Estrella, que pertenecía al señor Salinas, porque allí tomaba siempre mis alimentos, y me encontré con algunos oficiales de las Fuerzas de Carvajal, entre los cuales estaba Carvajal mismo, quienes ya habían concluido de comer, y se entretenían en tirarse bolas de pan, y hubo uno que arrojó sobre otro, un vaso de pulque en la mesa del centro del comedor, donde yo comía. En una mesa del rincón estaba sentado el General Don Juan B. Traconis con su sobrino Don Daniel Traconis, actual Gobernador de Yucatán y sus ayudantes. Yo no me había fijado en ellos, porque desde que entré estaba mal dispuesto por las llanezas de los comensales, y no quise fijarme en los que estaban allí. Cuando el pulque que se arrojó llegó cerca de mi plato, se me agotó la paciencia y saqué mi pistola que estaba cargada, y la examiné para ver si estaba al corriente. Entonces tomó la palabra Carvajal y me dijo:
- Compañero, parece que Ud. se molesta por lo que hacen los muchachos.
- No me molesto, le contesté, pero creo que el mismo derecho que tienen ustedes para tirar bolas de pan, tengo yo para correSponderles con bolas de plomo.
En ese instante se levantó de su asiento el General Traconis y me dijo:
- Porfirio, no está usted solo, éstos son unos malvados.
Nada contestaron a esto los oficiales, y así ellos como Carvajal se salieron de la fonda.
El cuarto incidente se refiere a un suceso que tuvo lugar con motivo de la sorpresa que intentó dar el General Díaz al pueblo de Chiautla, en junio de 1866 (véase el capítulo LXI de estas Memorias) y lo refirió en estos términos:
Cuando el ataque frustrado de Chiautla fue herido el tambor mayor, Rodríguez, que vive todavía en Oaxaca, de un balazo que le rompió la rodilla; lo llevé en camilla con mucho trabajo, por varios días y me ocurrió con él un episodio verdaderamente raro y que pudiera creerse hasta inverosímil.
En esa época encontré en el pueblo de Xochihuehuetlán a un extranjero llamado Jhonston, que estaba de paso y se presentaba como médico, pero que según supe después, no había sido sino mozo de un doctor inglés del mismo nombre, de quien heredó no solamente sus libros, papeles, diplomas, botiquín e instrumentos, sino su nombre y se hacía pasar como médico. Siendo de absoluta necesidad cortarle la pierna a Rodríguez, dije a Jhonston que le hiciese la amputación. Pretextó para no hacerla, que no teníamos instrumentos quirúrgicos ni cloroformo, pero lo obligué a que la hiciera, para lo cual le preparé una navaja de barba y un serrucho de carpintero, sustituyendo el cloroformo con aguardiente. Cuando Rodríguez estaba completamente borracho, se procedió a la operación. Yo tenía la costumbre de presenciar las operaciones de mis subordinados, siempre que tenía tiempo de hacerlo, y me presté a ayudar a Jhonston como practicante. Apreté a ROdríguez la parte más inflamada de la pierna, y notando que apenas había sentido dolor, di a Jhonston la navaja de barba y al cortar la carne se le quitó al hombre la borrachera, gritó, y al comenzar la operación y ver la sangre que le salía de la herida, dio un vértigo a Jhonston del que cayó desmayado. Todo lo que él pudo hacer fue el corte circular de la carne, y comprendiendo yo que en este estado no era posible que quedara pendiente la operación, me vi obligado a continuarla, sin embargo de que nunca había hecho ninguna, pero por haber presenciado muchas, sabía cómo se hacían. Hice entonces la disección, y subí la carne para cortar el hueso de manera que pudiera ser cubierto después por la carne que quedara. Corté en seguida el hueso con la sierra de carpintero, habiendo comprimido antes la arteria femoral, y no teniendo un torniquete con que entonces se hacía esa operación, coloqué en la ingle, sobre la arteria, una esfera formada de tiras de brin, que sujeté con fajas del mismo género, y la apreté por detrás usando de una baqueta de tambor para dar tortura a la banda constrictora: amarré después las arterias y pude terminar mi operación como si fuera yo cirujano, pero tenía la íntima convicción de que estaba tan mal hecha que el paciente no podría sobrevivir muchas horas; pero con gran sorpresa ví que se repuso, y vive todavía en Oaxaca en donde recibe su pensión como soldado retirado del Estado.
(2) En esta edición hemos recogido esta idea, ubicando los documentos como apéndice de cada volumen. (N. del E.)
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