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Práxedis G. Guerrero
Hace un año que dejó de existir en Janos, Estado de Chihuahua, el joven anarquista Práxedis G. Guerrero, secretario de la Junta Organizadora del Partido Liberal Mexicano.
La jornada de Janos tiene las proporciones de la epopeya.
Treinta libertarios hicieron morder el polvo de una vergonzosa derrota a centenares de esbirros de la dictadura porfirista; pero en ella perdió la vida el más sincero, el más abnegado, el más inteligente de los miembros del Partido Liberal Mexicano.
La lucha se desarrolló en las sombras de la noche. Nuestros treinta hermanos, llevando la Bandera Roja, que es la insignia de los desheredados de la tierra, se echaron con valor sobre la población fuertemente guarnecida por los sicarios del Capital y de la Autoridad, resueltos a tomarla o a perder la vida. A los primeros disparos del enemigo, Práxedis cayó mortalmente herido para no levantarse jamás. Una bala había penetrado por el ojo derecho del mártir, destrozando la masa cerebral, aquella masa que había despedido luz, luz intensa que había hecho visible a los humildes el camino de su emancipación. ¡Y debe haber sido la mano de un desheredado, de uno de aquellos a quienes él quería redimir, la que le dirigió el proyectil que arrancó la vida al libertario!
Toda la noche duró el combate. El enemigo, convencido de su superioridad numérica, no quería rendirse, esperanzado en que tendría forzosamente que aplastar aquel puñado de audaces. Los disparos se hacían a quemaropa, se luchaba cuerpo a cuerpo en las calles de la población. El enemigo atacaba fieramente, como que contaba con una victoria segura; los nuestros repelían la agresión con valentía, como que sabían que, inferiores en número, tenían que hacer prodigios de arrojo y de audacia.
El combate duró toda la noche del 30 de diciembre, hasta que, al acercarse el alba, el enemigo huyó despavorido rombo a Casas Grandes, dejando el campo en poder de nuestros hermanos y un reguero de cadáveres en las calles de Janos. El sol del 31 de diciembre alumbró el lugar de la tragedia, donde yacían dos de los nuestros: Práxedis y Chacón.
Práxedis fue, sencillamente, un hombre; pero hombre en la verdadera acepción de la palabra; no el hombre-masa atávico, egoísta, calculador, malvado, sino el hombre despojado de toda clase de prejuicios, el hombre de abierta inteligencia que se lanzó a la lucha sin amor a la gloria, sin amor al dinero, sin sentimentalismo. Fue a la revolución como un convencido. Yo no tengo entusiasmo, me decía; lo que tengo es convicción. Cualquiera se imaginaría a Práxedis como un hombre nervioso, exaltado, movido bajo el acicate de la neurastenia. Pues, no: Práxedis era un hombre tranquilo, modestísimo tanto en teoría como en la práctica. Enemigo de tontas vanidades, vestía muy pobremente. No bebía vino como muchos farsantes por alardear de temperantes: no lo necesito, decía cuando se le ofrecía una copa, y, en efecto, su temperamento tranquilo no necesitaba del alcohol.
Práxedis fue heredero de una rica fortuna que despreció: no tengo corazón para explotar a mis semejantes, dijo, y se puso a trabajar codo con codo con sus propios peones, sufriendo sus fatigas, participando de sus dolores, compartiendo sus miserias. Era niño entonces; pero no se arredró ante el porvenir tan duro que se le esperaba como esclavo del salario. Trabajó varios años en México, ya de peón en las haciendas, o de caballerango en las casas ricas de las ciudades, o de carpintero donde se le daba ese trabajo, o de mecánico en los talleres de los ferrocarriles. Por fin vino a los Estados Unidos, ávido de aprender y de ver esta civilización de la que tanto se habla en los países extranjeros, y, como todo hombre inteligente, quedó decepcionado de la pretendida grandeza de este país del dólar, de la insignificancia intelectual y del patriotismo más estúpido.
Aquí, en este país de los libres, en este hogar de los bravos, sufrió todos los atentados, tados los salvajismos, todas las humillaciones a que está sujeto el trabajador mexicano por parte de los patrones y de los norteamericanos que, en general, se creen superiores a nosotros los mexicanos porque somos indios y meztizos de sangre española e india. En Louisiana, un patrono a quien le había trabajado algunas semanas, iba a matarlo por el delito de pedirle el pago de su trabajo.
Práxedis trabajó en los cortes de madera de Texas, en las minas de carbón, en las secciones de ferrocarril, en los muelles de los puertos. Verdadero proletario libertario, tenía aptitud especial para ejecutar toda clase de trabajos manuales. Así fue como se templó ese grande corazón: en el infortunio. Nació en rica cuna y pudo haber muerto en rico lecho; pero no era de esos hombres que pueden llevarse tranquilamente a la boca un pedazo de pan, cuando su vecino está en ayunas.
Práxedis fue, pues, un proletario, y por sus ideales y sus hechos, un anarquista. Por dondequiera que anduvo, predicó el respeto y el apoyo mutuo como la base más fuerte en que debe descansar la estructura social del porvenir. Habló a los trabajadores del derecho que asiste a toda criatura humana a vivir, y vivir significa tener casa y alimentación aseguradas y gozar, además, de todas las ventajas que ofrece la civilización moderna, ya que esta civilización no es otra cosa que el conjunto de los esfuerzos de miles de generaciones de trabajadores, de sabios, de artistas, y, por lo tanto, nadie tiene derecho de apropiarse para sí solo esas ventajas, dejando a los demás en la miseria y en el desamparo.
Práxedis fue muy bien conocido por los trabajadores mexicanos que residían en los Estados del sur de esta nación, y la noticia de su muerte causó gran consternación en los humildes hogares de nuestros hermanos de infortunio y de miseria. Cada uno tenía un recuerdo del mártir. Las mujeres se acordaban de cómo el apóstol de las ideas modernas blandía el hacha para ayudarlas a partir leña con qué cocer los pobres alimentos, después de haber permanecido encerrado todo el día en el fondo de la mina, o de haber sufrido por doce horas los rayos del sol trabajando en el camino de hierro, o de haberse deslomado derribando árboles en las márgenes del Misisipí. Y las familias, congregadas en la noche, oían la amable y sabia plática de este hombre singular que nunca andaba solo; en su modesta mochila cargaba libros, folletos y periódicos revolucionarios, que leía a los humildes.
De todo esto se acordaban los trabajadores y sus familias cuando se supo que Práxedis G. Guerrero había muerto. Ya no se hospedaría más en aquellos honestos hogares el amigo, el hermano y el maestro ...
¿Y qué habrá ganado el hijo del pueblo, que por sostener el sistema capitalista tronchó la fecunda vida del mártir?
¡Ah, soldados que militáis en las filas del Gobierno: cada vez que vuestro rifle mata a un revolucionario, echaís otro eslabón a vuestra cadena! Volved a la razón, soldados de la Autoridad; sois pobres, vuestras familias son pobres, ¿por qué matáis a los que todo lo sacrifican por ver a toda criatura humana libre y contenta?
Volved, soldados, las bocas de vuestros fusiles contra vuestros jefes y pasaos a las filas de los rebeldes de la Bandera Roja, que luchan al grito de ¡Tierra y Libertad! No matéis más a los mejores de vuestros hermanos.
Y vosotros, trabajadores, pensad en la ejemplar vida de Práxedis G. Guerrero. Ved su rostro: es una blusa de peón la que tiene encima, y, la actitud en que está, es la misma en que se le veía cuando al frente tenía unas hojas de papel en que vaciar generosamente sus exquisitos pensamientos.
Práxedis G. Guerrero, el primer anarquista mexicano que regó con su sangre el virgen suelo de México, y el grito de ¡Tierra y Libertad! que lanzó en el obscuro pueblo del Estado de Chihuahua, es ahora el grito que se escucha de uno a otro confín de la hermosa tierra de los aztecas.
Hermano: tu sacrificio no fue estéril. Al caer al suelo las gotas de tu sangre, surgieron de ella héroes mil que seguirán tu obra hasta su fin: la libertad económica, política y social del pueblo mexicano.
Ricardo Flores Magón
De Regeneración, 30 de diciembre de 1911.
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