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Trabajando
Sobre el barbecho que reverbera por los rayos del sol, tostado el cutis por la inclemencia de la intemperie, con los pies y las manos agrietados, el labrador trabaja; va y viene sobre el surco; el alba le halla en pie y cuando la noche llega, todavía empuña la herramienta y trabaja, trabaja ¿Para qué trabaja? Para llenar graneros que no son suyos; para amontonar subsistencias que se pudren en espera de una carestía, mientras el labrador y su familia apenas comen; para adquirir deudas que lo atan a los pies del amo, deudas que pasarán sobre las generaciones de sus descendientes; para poder vegetar unos cuantos años y producir siervos que labren cuando él muera los campos que consumieron su vida y dar a la bestialidad de sus explotadores algunos juguetes femeninos.
Sudoroso y jadeante en el húmedo fondo de la mina se debate contra la roca un hombre que vive acariciado por la muerte, a la cual se parece con la palidez del rostro, martillea y dinamita; trabaja con los reumas filtrándose a través de sus tejidos y la tisis bordando sus mortales arabescos en las blanduras de sus pulmones sofocados. Trabaja, trabaja. ¿Para qué trabaja? Para que algunos entes vanidosos se doren los trajes y las habitaciones; para llenar cajas de sórdidos avaros; para cambiar la piel por unos cuantos discos metálicos fabricados con las piedras que él ha hecho salir a la superficie a toneladas; para morir joven y abandonar en la miseria a los hijos queridos.
En destartalada casucha, sentada en humilde silla, una mujer cose. Ha comido mal, pero cose sin descanso, cuando otros salen de paseo ella cose; cuando otros duermen, ella cose; huye el día y a la luz de una lámpara sigue cosiendo y poco a poco su pecho se hunde y sus ojos necesitan más y más la proximidad de la pobre lámpara que le roba su brillo, y la tos viene a hacerse la compañera de sus veladas. Sedas, hermosas y finas telas pasan bajo su aguja; trabaja, trabaja. ¿Para qué trabaja? Para que ociosas mujeres, damas aristócratas, concurran al torneo de la ostentación y la envidia, para surtir lujosos guardarropas donde se picarán los trajes en tanto que ella viste de harapos su vejez prematura.
Envuelta en llamativos adornos, cargada de acres perfumes, teñido el rostro marchito y fingiendo acentos cariñosos, la prostituta acecha el paso de los hombres frente a su puerta maldecida por la gasmoñería, misma que la obligó a llevar al mercado social, los efímeros encantos de su cuerpo. Esa mujer trabaja, horrible trabajo el suyo, siempre trabaja, trabaja. ¿Para qué trabaja? Para adquirir sucias enfermedades; pagar al Estado moralizador el impuesto del vicio y expiar en el asco y en la inmundicia crímenes ajenos.
En lujoso escritorio el rey de la industria, el señor del capital, calcula; las cifras nacen de su cerebro y nuevas combinaciones van allá, lejos de la opulenta morada, a disminuir el calor del hogar y los mendrugos de los proletarios; trabaja, trabaja; también él trabaja. ¿Para qué trabaja? Para amontonar superfluidades en sus palacios y recrudecer miserias en las casuchas; para quitar, al que fabrica sus riquezas, el pan y el abrigo que producen sus manos; para impedir que los despojados tengan algún día asegurado el derecho a vivir que el derecho concedió a todos, para hacer que una gran parte de la humanidad permanezca como rebaño que se esquilma sin protesta y sin peligro.
Afanoso busca el juez en los volúmenes que llenan los armarios de su gabinete; consulta libros, anota capítulos, revuelve expedientes, hojea procesos, hurga en las declaraciones de los presuntos delincuentes, violenta la inventiva criminalogísta de su cerebro; trabaja, trabaja. ¿Para qué trabaja? Para disculpar con el pretexto legal los errores sociales; para matar con el derecho escrito el derecho natural; para ser respetados y temidos los caprichos de los déspotas; para presentar siempre a los ojos de los hombres la espantable cabeza de medusa en el estrado de la justicia.
Escuchando pasa el esbirro junto a las puertas, sus ojilIos inquieren por las rendijas, estudian los semblantes tratando de adivinar el rasgo característico de la rebeldía, sus oídos se alargan tratando de percibir todos los ruidos inquietantes para el despotismo; se disfraza, pero no se oculta; el esbirro tiene un olor propio que lo denuncia; tan pronto es gusano como es una serpiente; se agita, se retuerce, se escurre por entre la multitud queriendo leer los pensamientos, se pega a las paredes como sí quisiera chupar los secretos que guardan; golpea, mata, encadena; trabaja, trabaja. ¿Para qué trabaja? Para que los opresores tengan tranquilidad en sus palacios, erigidos sobre miserias y esclavitudes; para que la humanidad no piense, no se enderece, ni marche a la emancipación.
Señalando al cielo con un dedo simoniaco y deletreando páginas de absurdos libros, corre el sacerdote a casa de la ignorancia; predica la caridad y se enriquece en el despojo; habla mentira en nombre de la verdad; reza y engaña; trabaja, trabaja. ¿Para qué trabaja? Para embrutecer a los pueblos y dividirse con los déspotas la propiedad de la tierra.
Y, obscuro y pensativo, el revolucionario medita; se inclina sobre un papel cualquiera y escribe frases fuertes que hieren, que sacuden, que vibran como clarines de tempestad; vaga, y enciende con la lIama de su verbo las conciencias apagadas, siembra rebeldías y descontentos; forja armas de libertad con el hierro de las cadenas que despedaza; inquieto, atraviesa las multitudes llevándoles la idea y la esperanza; trabaja, trabaja. ¿Para qué trabaja? Para que el labrador disfrute del producto de sus cuidados, y el minero, sin sacrificar la vida, tenga pan abundante; para que la humilde costurera cosa vestidos para ella y goce también de las dulzuras de la vida; para que el amor sea el sentimiento que, ennobleciendo y perpetuando a la especie, una a dos seres libres; para que ni el rey de la industria, ni el juez, ni el esbirro pasen la existencia trabajando para el mal de los hombres; para que el sacerdote y la prostituta desaparezcan; para que la tiranía, el despotismo y la ignorancia mueran; para que la justicia y la libertad, igualando racionalmente a los seres humanos, los haga solidarios constructores del bienestar común; para que cada quién tenga, sin descender al fango, asegurado el derecho a la vida.
Práxedis G. Guerrero
Regeneración, N° 6 del 8 de Octubre de 1910. Los Angeles, California.
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