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La probable intervención
La vieja cuestión de la intervención armada del gobierno de los Estados Unidos en México va creciendo en interés al paso que las facciones del movimiento revolucionario se acusan entre las desgarraduras del secular manto de la paz porfirista.
Con los intereses y las tendencias varían las opiniones, los temores y las esperanzas que de la tan explotada intervención se tienen. La oligarquía mexicana desea la intervención y cree poder atraer al ejército de los Estados Unidos a sostener el régimen de Porfirio Díaz o del sucesor que la oligarquía le escoja; una parte del pueblo, muy pequeña por cierto, la teme a fuerza de tanto y tanto estar oyendo a los periodistas de la dictadura y a otros vividores ponderar el peligro americano; algunos políticos que pretenden constituirse ellos mismos en oligarquía substituyente de la actual se sirven de ella como del más fuerte de sus argumentos para combatir la idea revolucionaria, inconveniente para sus proyectos y ambiciones; pero la mayoría de los mexicanos, aunque predomina en ellos la creencia de que la intervención se efectuará, se hallan dispuestos a resistirla hasta lo último llegado el caso; la consideran como un peligro inevitable al cual hay que combatir hasta vencerlo o perecer. En los Estados Unidos, el gobierno y los capitalistas mejor quieren impedir la revolución que meterse en la aventura intervencionista de la que pueden surgir complicaciones desastrosas para su política de imperialismo; guerra de exterminio sería la que se tendría que llevar a México, y ¿puede calcularse lo que ese hecho sacudiría y provocaría en la América Española y en el propio territorio de los Estados Unidos? Una parte del pueblo yankee, los jingoistas patrioteros, que no faltan en ninguna parte, están por la conquista armada; se la imaginan cosa fácil: unos cuantos cañonazos en los puertos mexicanos sin defensa, dos o tres matanzas con título de batallas en las que el número y la superioridad de las máquinas de guerra den a los americanos la victoria, un paseo de escuadras al derredor de los litorales mexicanos, una marcha triunfal de regimientos y batallones a través del país y luego la sumisión de los vencidos y la dominación establecida. Las gentes sinceramente cándidas y superficiales apoyan también la idea intervencionista con el propósito humanitario de acabar con las atrocidades de la tiranía porfirista, pensando que la anexión sería un bien para los mexicanos, porque así las leyes y libertades que aquí existen mejorarían la situación allá. Los jingoistas y cándidos se equivocan: ni la conquista violenta de México es cosa fácil, ni la intervención produciría mejoramiento para los oprimidos; más adelante veremos por qué. Un tercer elemento que puede colocarse frente a frente de la política imperialista de WaIl Street y del gobierno de Washington, se opone a la intervención; ese elemento está compuesto de socialistas, anarquistas, unionistas y librepensadores conocidos con distintas denominaciones como liberales, iconoclastas y agnósticos; cuéntase también la Liga Anti-Imperialista y la Liga Anti-Intervencionista que ha empezado a formarse y no tardará en extenderse por todas partes: sumanse aquí energías militantes, veteranas en los diversos campos donde luchan como individuos u organizaciones, que pueden contrariar seriamente y tal vez hasta impedir las acciones depredatorias que contra el pueblo de México pretenda realizar el gobierno de la Casa Blanca y sus inspiradores, los dueños de concesiones y monopolios.
En realidad, la intervención no es un peligro cierto sino solamente probable como están las cosas actualmente; de la actitud que asuman en lo futuro los elementos que acabo de mencionar dependerá el aumento o la anulación de las probabilidades que por ahora lo colocan frente a nosotros como un problema que no debe despreciarse.
La oligarquía mexicana con Díaz, Corral, Creel o cualquiera otro a la cabeza, llamará directa o indirectamente la intervención del gobierno de Washington, jugará sin duda dobles papeles, como ya lo ha hecho en otras veces, que no son los tiranos de México los que se detengan por vileza más o menos grande; pero al gobierno de Washington tendrá que meditar cuidadosamente sus actos, pesando los factores nacionales y exteriores que pueden arrastrarlo a un desastre en vez de llevarlo blandamente a la victoria y al apogeo de su expansionismo. Mas si los tales factores, que hoy por hoy casi son potencias, se reducen por imprevistas circunstancias a la categoría de ceros, o si el orgullo de los mandarines de los Estados Unidos crece hasta la ceguedad completa y se hace efectiva la intervención armada, el primer resultado de ella será la caída inmediata de los oligarcas de México y la unión del pueblo, el ejército y la burguesía en un común esfuerzo para rechazar la conquista. Parte del ejército, una pequeña parte, podrá permanecer fiel al gobierno, pero será aplastada antes que las tropas yankees lleguen a socorrerla; no faltarán pocos leaders pacificadores que aconsejen la sumisión a la tiranía de casa como el medio mejor para alejar al invasor, aunque nadie les escuchará en esos momentos de terrible efervescencia; esos leaders no ofrecerán más resistencia a la actividad revolucionaria que la paja caída en mitad del torrente. La guerra se entablará, sin cuartel, guerra de exterminio, inacabable; los rencores viejos, los odios que paulatinamente se enfriaban o dormían se despertarán rabiosos, llameantes, indomables porque la estúpida intervención fue a soplarles y sacudirles cuando las energías de un pueblo atroz y largamente oprimido se levantaban en lucha de reivindicaciones. La zanja de los prejuicios étnicos se ahondará hasta ser abismo que la civilización tardará siglos quizá en rellenar; la intervención cumplirá obra contraria al sueño de los humanitaristas que la creen salvadora; determinará una regresión psicológica en los dos pueblos; y, ya demasiado tarde por desgracia, hará comprender a los jingoístas yankees la torpeza cometida, porque la contienda no se decidirá en grandes batallas; los acorazados, los ejércitos, los grandes cañones son inútiles en la guerra de las guerrillas modernas, el arma suprema de los pueblos oprimidos, con la cual la fuerza invisible de los oprimidos puede destrozar día a día, año tras año las aparatosas fuerzas de las masas militares.
La dominación de Filipinas, con todo y la alianza del gobierno de Wastington y los frailes, no causa más que molestias; es una condecoración ridícula prendida en la carne; la vanidad y la necesidad de conservar el prestigio de un poderío formidable hacen que la aguante el pecho del vencedor aunque su rostro no pueda disimular el gesto del disgusto: tarde o temprano la medalla se desprenderá dejando una llaga en la carne que la sostiene mientras acaba de pudrirse.
México anexado o intervenido será peor que Filipinas, incomparablemente peor. El zapato mexicano es muy estrecho para el pie del imperialismo yankee; que se lo calce con la intervención y pronto se le verá cojear lastimosamente, yendo de tropezón en tropezón no a las grandes jornadas de la ambición triunfadora sino a la vergüenza del fracaso de los esfuerzos sin gloria, arrastrando consigo a la nación.
La intervención del imperialismo yankee no es sólo cuestión de nacionalidades y banderas; entraña serias complicaciones en el problema social cuya solución se busca por las minorías avanzadas de todos los países; al evitarla no se proteje a un Estado, se previene razonablemente un mal gravísimo para dos pueblos.
La revolución llega, desafiando la amenaza intervencionista; los mexicanos tenemos derecho de hacer que no nos vean de reojo los déspotas de toda la tierra. Que los amantes de la justicia piensen en las consecuencias de la intervención y la impidan en cualquier forma que se intente, ya sea en favor de la tiranía o en favor del pueblo mexicano, porque será una tontería de resultados trágicos.
Práxedis G. Guerrero
Regeneración, N° 9 del 29 de Octubre de 1910. Los Angeles, California.
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