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Palomas
Este capítulo de historia libertaria debería llamarse Francisco Manrique, debería llevar el nombre de aquel joven casi niño, muerto por las balas de la tiranía el l° de julio de 1908 en el poblado fronterizo de Palomas. Los hechos trazan su silueta sobre el fondo borroso de esa jornada semidesconocida, que se esfuma en el gris panorama del desierto.
Apenas once libertarios pudieron reunirse cuando las persecuciones caían como granizo sobre el campo revolucionario. Once nada más para intentar con un audaz movimiento salvar la revolución que parecía naufragar en la marejada de las traiciones y las cobardías.
Había brillado ya el alba roja de Las Vacas, y Viesca evacuada por la revolución, retumbaba todavía con el grito subversivo de nuestros bandidos, cuando este grupo diminuto se formó en medio de las violencias represivas y se lanzó con un puñado de cartuchos y unas cuantas bombas manufacturadas a toda prisa con materiales poco eficientes, sobre un enemigo apercibido a recibirlo con incontables elementos de resistencia; contra la tiranía fortalecida por la estupidez, el temor y la infidencia, contra el secular despotismo que hunde sus tacones en la infamada alfombra de espaldas quietas que se llama pasivismo nacional.
Palomas se hallaba en el camino que debía seguir el grupo; su captura no era de importancia para el desarrollo del plan estratégico adoptado, pero convenía atemorizar a los rurales y guardas fiscales que lo guarnecían para cruzar el desierto sin ser molestados por la vigilancia.
En el camino los hilos telegráficos fueron cortados de trecho en trecho.
Las carabinas empuñadas y listas a disparar, los sombreros echados hacia atrás, el paso cauteloso y a la vez firme, el oído atento a todos los sonidos y el ceño violento para concentrar el rayo visual que batallaba con la negrura de la noche, los once revolucionarios llegaron a las proximidades de la Aduana. Dos bombas arrojadas a ella descubrieron que estaba vacía. Los rurales y los guardas fiscales, obligando a los hombres del lugar a tomar las armas, se habían encerrado en el cuartel. Antes de atacarlo se registraron las casas del trayecto para no dejar enemigos a la espalda, tranquilizando de paso a las mujeres, explicándoles el objeto de la revolución en breves frases.
Pronto se tocaron con las manos los adobes del cuartel, y pronto sus aspilleras y azoteas enseñaron, con los fogonazos de los fusiles, el número de sus defensores. Adentro había el doble o más de hombres que afuera. La lucha se trabó desigual para los que llegaban. Las paredes de adobe eran una magnífica defensa contra las balas del Winchester, y las bombas que hubieran resuelto en pocos segundos la situación, resultaron demaiado pequeñas.
Francisco Manrique, el primero en todos los peligros, se adelantó hasta la puerta del cuartel; batiéndose a pecho descubierto y a dos pasos de las traidoras aspilleras, que escupían plomo y acero, cayó mortalmente herido.
La lucha continuó, las balas siguieron silbando de arriba abajo y de abajo hacia arriba. El horizonte palidecía con la proximidad del sol, y Pancho palidecía también, invadido por la muerte que avanzaba sobre su cuerpo horas antes altivo, ágil y temerario. El día se levantaba confundiendo sus livideces con las de un astro de la revolución que se eclipsa.
Era necesario continuar la marcha hacia el corazón de las serranías. Era preciso llevar rápidamente el incendio de la rebelión a todos los lugares que se pudiera.
La última bomba sirvió para volar una puerta y sacar algunos caballos.
Pancho, desmayado, parecía haber muerto.
El interés de la causa había sacrificado la vida de un luchador excepcional, y el mismo interés imponía cruelmente el abandono de su cuerpo frente a aquellos muros de adobe salpicados con su sangre, espectadores de su agonía, testigos de su última y bella acción de sublime estoicismo.
Pancho volvió en sí poco después de la retirada de sus diez compañeros. Le interrogaron y tuvo la serenidad de contestar a todo, procurando con sus palabras ayudar indirectamente a sus amigos. Conservó su incógnito hasta morir, pensando lúcidamente que si su nombre verdadero se conocía, el despotismo, adivinando quiénes lo acompañaron, procuraría aniquilarlos si la revolución era vencida. De él no pudieron saber ni proyectos, ni nombres; nada que sirviese a la tiranía.
Pancho amaba la verdad. Jamás mentía para esquivar una responsabilidad o adquirir un provecho. Su palabra era franca y leal, a veces ruda, pero siempre sincera. Y él, que habría desdeñado la vida y el bienestar comprados con una falsedad, murió mintiendo (mentira sublime), envuelto en el anónimo de un nombre convencional -Otilio Madrid- para salvar a la revolución y a sus compañeros.
Conocí a Pancho desde niño. En la escuela nos sentamos en la misma banca. Después, en la adolescencia, peregrinamos juntos a través de la explotación y de la miseria, y más tarde nuestros ideales y nuestros esfuerzos se reunieron en la revolución. Fuimos hermanos como pocos hermanos pueden serio. Nadie como yo penetró en la belleza de sus sentimientos: era un joven profundamente bueno, a pesar de ser el suyo un carácter bravío como un mar en tempestad.
Pancho renunció al empleo que tuvo en el ramo de Hacienda, en el Estado de Guanajuato, para convertirse en obrero y más tarde en esforzado paladín de la libertad, en aras de la cual sacrificó su existencia, tan llena de borrascas intensas y enormes dolores que supo domeñar con su voluntad de diamante. Sus dos grandes amores fueron su buena y excelente madre y la libertad. Vivió en la miseria, padeciendo la explotación y las injusticias burguesas, porque no quiso ser burgués ni explotador. Cuando murió su padre, renunció a la herencia que le dejara. Pudiendo vivir en un puesto del gobierno, se volvió su enemigo y lo combatió desde la cumbre de su miseria voluntaria y altiva. Era un rebelde del tipo moral de Bakunin: la acción y el idealismo se amalgamaban armoniosamente en su cerebro. Dondequiera que la revolución necesitaba de su actividad, allá iba él, hubiera o no dinero, porque sabía abrirse camino a fuerza de astucia, de energía y de sacrificios.
Ese fue el Otilio Madrid, a quien llamaron el cabecilla de los bandidos de Palomas. Ese fue el hombre que vivió para la verdad y expiró envuelto en una mentira sublime y en cuyos labios pálidos palpitaron en el último minuto dos nombres: el de su madre querida y el mío, el de su hermano que todavía vive para hacer justicia a su memoria y continuar la lucha en que él derramó su sangre; que vive para apostrofar al pasivismo de un pueblo con la heroica y juvenil silueta, del sacrificado de Palomas ...
¿Cuántos fueron los hombres del gobierno que perecieron en combate? La tiranía ha sabido ocultarlo.
La naturaleza se alió al despotismo.
El grupo fue vencido por esa terrible amazona del desierto: la sed; llama que abraza, serpiente que estrangula, ansia que enloquece; compañera voluptuosa de los inquietos y blandos médanos ... Ni el sable, ni el fusil ... La sed, con la mueca indescriptible de sus caricias; tostando los labios con sus besos; secando horriblemente la lengua con su aliento ardoroso; arañando furiosamente la garganta, detuvo aquellos átomos de rebeldía ... Y, a los lejos, el miraje del lago cristalino riendo del sediento que se arrastraba empuñando una carabina, impotente para batir a la fiera amazona del desierto y mordiendo con rabia la hierba cenicienta sin sombra y sin jugo.
Práxedis G. Guerrero
Regeneración, N° 4, del 24 de septiembre de 1910. Los Angeles, California.
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