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LA VIDA HERÓICA DE PRÁXEDIS G. GUERRERO

Eugenio Martínez Nuñez

LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO CUARTO

EL MÁRTIR



Nueva peregrinación.

Acompañado por sus tres hermanos realizó Práxedis felizmente la peligrosa misión revolucionaria que lo había traído a la República, y ya de regreso a los Estados Unidos, al pasar por la ciudad de Chihuahua, envió a su madre una tarjeta postal con fecha 28 de febrero de 1909, firmada con el nombre de Carlos, en la que simbólicamente le decía que las flores llegaron en buen estado, y que más tarde le escribiría detenidamente.

En Ciudad Juárez se despidió de sus hermanos, rechazando con toda sencillez una cantidad de dinero que le suplicaban aceptara para ayuda de sus gastos, explicándoles que no podía aceptarla, no por soberbia, sino simplemente por el firme propósito que se había hecho de no poseer nada que no fuera adquirido con el producto de su trabajo.

En su nueva permanencia en la Unión Americana peregrinó por multitud de pueblos, ciudades y rancherías, llevando a todas partes el mensaje de su palabra y de su ejemplo, alentando a los espíritus débiles y a los corazones sin fe. Gravitando ya sobre su existencia la mirada siniestra del esbirro, vivía sorteando las emboscaJas, viajando por senderos solitarios, y cuando era preciso recorrer grandes distancias, lo hacía muchas veces oculto debajo de los carros del ferrocarril. En su miseria voluntaria y altiva, era el misionero infatigable que conducía a los puntos más lejanos su pensamiento de amor, de libertad y de justicia a los desamparados de la vida.

Su filosofía.

Justamente un año después de la dramática despedida de su familia en el solar nativo, se encontraba viajando por distintas poblaciones del Estado de Texas, en una de las cuales, Bridgeport, comenzó a manifestar de nuevo sus deseos de volver al hogar aunque fuera por unos días, según lo dicen las cartas que en esa época se cruzó con sus parientes. Entonces se hallaba seriamente lastimado de la espalda a consecuencia de un golpe recibido al escapar de una celada que le habían tendido los policías que andaban en pos de su captura, y al llegar a su casa la noticia de estos sucesos, una de sus hermanas le escribió extensamente expresándole su anhelo de poder curarlo con sus propias manos y su profunda aversión por los esbirros que eran la causa de sus males. En contestación, Práxedis le envió con fecha 7 de abril de 1910 una bellísima carta, de la que son los siguientes fragmentos, en los que pueden apreciarse lo mismo que su gran equilibrio moral de combatiente, su brillante estilo de escritor y la profundidad de su pensamiento filosófico:

... No hay que encolerizarse contra los causantes de mis males personales; yo no les tengo estimación, pero estoy muy lejos de odiarlos. Sé que ellos son uno de tantos productos fatales de las condiciones sociales en que vivimos, que ellos a su vez son también víctimas; y el odio en mí, lógico y disculpable desde el punto de vista de las pasiones instintivas, es perfectamente absurdo juzgado con la razón filosófica, inmensamente superior a esas (ruindades) pequeñeces.

Cuando era más joven y tenía el cerebro más ardiente que reflexivo, no sentía así; pero hoy que merced a los vientos que me han azotado, el cielo de mi mente ha ido quedando despojado de nubes, siento de una manera distinta. El núcleo de ignicentes gases que rodaba dentro del universo de mi cráneo, ha llegado al período del enfriamiento y el mundo sólido va endureciendo su corteza sobre la cual asoma la vida de la conciencia. Los cerebros se forman cuasi como los mundos, y como éstos también pueden destruirse cataclísticamente.

Si reflexionas, si detrás de la piedra que hiere, buscas la mano que la arrojó y tras de ésta el nervio que ejecutó el mandato del cerebro, y en éste la causa determinante del acto volitivo y, si a espaldas y en torno de esa causa vas tocando la interminable multitud de las concausas, admitirás la irresponsabilidad individual. Porque de cada acto bueno o malo que se realiza, el universo entero es solidario, porque los hechos y las causas se encadenan de tal suerte, que cuando se cree tener en la mano el último eslabón, aparecen otros interminables. Por eso es que la llamada justicia que se administra actualmente por el Estado, en nombre de la sociedad, es una monstruosidad fundada en la falsa teoría de la responsabilidad individual y el libre arbitrio.

Se lamentan los crímenes, se siente horror por las crueldades y las injusticias, la indignación se yergue en presencia de un acto infame; pero el odio hacia cualquier malhechor es una cosa que anula la inteligencia humana.

Esto no quiere decir que yo sea cristiano y presente mis mejillas a los puños de quien quiera abofetearme; nada de eso: me defiendo de mis enemigos, pero sin odio, sin la locura del aborrecimiento, como me defiendo de una enfermedad que me ataca, como lucharía contra las aguas que amenazaran tragarme. A espaldas de los enemigos inmediatos, cuyas manos me hostilizan, veo las causas que los arrojan contra mí; y hacia esas causas voy, porque su cambio, el mejoramiento de estas desastrosas condiciones actuales de la sociedad, será la desaparición de ellos. Desgraciadamente hay que usar en esta lucha de términos análogos a los que se nos oponen; una roca no se perfora con filosofía, ha menester la barra. y el martillo.

Al escribir hojas destinadas a inyectar energías al pueblo, me hago violencia las más veces; empleo un lenguaje que íntimamente rechazo; pero el idioma sublimemente frío de la verdad filosófica no es el más a propósito para despertar los entusiasmos que toda revolución necesita para ser un hecho victorioso.

Si Voltaire, Juan Jacobo y los enciclopedistas sembraron la idea de la Revolución Francesa, fueron también, el verbo incisivo de Marat, la palabra ardiente de Mirabeau, la acción pronta y audaz de Camilo Desmoulins y de Mlle. Thervine los que derrumbaron el edificio material del deDerechos del Hombre.

Por esto es que, doliéndome el corazón he hecho a la causa de la libertad el sacrificio más grande; y es, el de mi repugnancia a los medios violentos ... (1)

Intimidades.

En virtud de que en el Estado de Texas era tenazmente perseguido, a fines del mes de agosto de 1910 se trasladó secretamente a la ciudad de Los Angeles a reunirse con sus compañeros de la Junta del Partido Liberal, que a la sazón acababan de obtener su libertad. Los atentados que había sufrido en esa época hicieron que un nuevo sentimiento de inquietud e indignación sacudiera el corazón de sus familiares, máxime cuando sabían que su salud continuaba quebrantada y que la dictadura de Porfirio Díaz venía ofreciendo un premio de diez mil dólares por su captura. La hermana con quien más sostenía correspondencia le escribió nuevamente manifestándole los temores que abrigaba toda la familia de que sus males no fueran tan sencillos como él aseguraba, así como la pena que todos tenían al pensar en los sufrimientos de su vida revolúcionaria y en lo expuesto que estaba en todo momento de caer en manos de sus perseguidores. Práxedis contestó a su hermana con una pequeña carta de fecha 26 de agosto, de la que son las siguientes líneas, con las que, según sú costumbre, trataba de tranquilizar el ánimo de los suyos con su valeroso espíritu:

... Mis padecimientos no son tan grandes como se imaginan; su cariño por mí agiganta los hechos, y así, quien más padece son ustedes. Si vieran esto más de cerca les parecería tan sencillo y natural que no tendrían pensamientos torturadores por mi causa ...

Política de exterminio.

Mientras así transcurría la vida apostólica de Guerrero, con todas sus luchas, sus inquietudes y sus altivas amarguras, la situación política y social de México era cada vez más desesperante. El general Díaz, entre otros muchos males infligidos a la Patria, durante treinta años de Gobierno había aherrojado el pensamiento libre, ultrajado la dignidad humana, matado las instituciones democráticas, y no se había ocupado en remediar la condición social y económica del pueblo. Los despojos, las injusticias y la falta de centros educativos y de trabajo bien remunerado hacían que los campesinos y los obreros vivieran en la ignorancia y la miseria, mientras unos cuantos favoritos se apoderaban de la tierra y amasaban cuantiosas fortunas al amparo de la dictadura. Y esto no era todo; la política de exterminio esgrimida por la tiranía contra sus opositores se extendía más allá de las fronteras, y en los Estados Unidos los refugiados políticos eran víctimas de los más feroces atentados por parte de centenares de espías que el Gobierno de aquella nación había puesto al servicio de Porfirio Díaz. Este procedimiento bochornoso, que ha impreso una mancha imborrable sobre la historia de los Estados Unidos, cuyas autoridades se prestaron, a cambio de jugosas concesiones, a desempeñar el papel de instrumento de tortura atropellando los más elementales principios del Derecho y de la humanidad, determinó el fomento de los odios raciales de aquella porción del pueblo norteamericano que ha considerado siempre a los mexicanos como seres inferiores, despreciables e indignos de la consideración internacional (2).

Quemaron vivo a un hombre.

No cabe duda que a esa táctica de exterminio pactada entre dos malos gobiernos se debió la comisión de innumerables y más o menos graves atentados contra nuestros nacionales en tierras de allende el Bravo, entre los cuales culmina con tétricos perfiles el crimen sin nombre y sin historia perpetrado en la población texana de Rock Springs el 3 de noviembre de 1910, donde una turba de salvajes del lugar quemó vivo al trabajador mexicano Antonio Rodríguez, después de haberlo empapado en aceite y amarrado a un poste. Para penetrar hasta el fondo de esta tragedia que provocó un sacudimiento de indignación mundial, es preciso escuchar a Guerrero protestando con una voz más potente que el odio de dos pueblos:

Quemaron vivo a un hombre.

¿Dónde?

En la nación modelo, en la tierra de la libertad, en el hogar de los bravos, en el pedazo de suelo que todavía no sale la sombra proyectada por la horca de John Brown; en los Estados Unidos, en un pueblo de Texas, llamado Rock Springs.

¿Cuándo?

Hoy en el año décimo del siglo. En la época de los aeroplanos y los dirigibles, de la telegrafía inalámbrica, de las maravillosas rotativas, de los congresos de paz, de las sociedades humanitarias y animalitarias.

¿Quiénes?

Una multitud de hombres blancos, para usar del nombre que ellos gustan; hombres blancos, blancos, blancos.

Quienes quemaron vivo a ese hombre no fueron hordas de caníbales, no fueron negros del Africa Ecuatorial, no fueron salvajes de Malasia, no fueron inquisidores españoles, no fueron apaches ni pieles rojas, ni abisinios, no fueron bárbaros escitas, ni trogloditas, ni analfabetos desnudos habitantes de las selvas; fueron descendientes de Washington, de Lincoln, de Franklin, fue una muchedumbre bien vestida, educada, orgullosa de sus virtudes, civilizada; fueron riudadanos y hombres blancos de los Estados Unidos.

Progreso, civilización, cultura, humanitarismo. mentiras hechas pavesas sobre los huesos calcinados de Antonio Rodríguez. Fantasías muertas de asfixia en el humo pestilente de la hoguera de Rock Springs.

Hay escuelas en cada pueblo y en cada ranchería de Texas; por esas escuelas pasaron cuando niños los hombres de la multitud linchadora, en ellas se moldeó su intelecto; de ahí salieron para acercar tizones a la carne de un hombre vivo y decir días despues del atentado, que han hecho bien, que han obrado justicieramente.

Escuelas que educan a los hombres para lanzarlos más allá de donde están las fieras (3).

Hacia la inmortalidad.

Pero la vida de Guerrero estaba ya sellada por la mano ineluctable del destino. Después de haber contemplado por aciagos y largos años el sombrío calvario de su pueblo escarnecido en su misma patria y en el extranjero; de haber palpado tan de cerca las necesidades de los humildes y el drama de amargura y olvido de los esclavos del taller y de la gleba, abandonó la tierra de los yanquis cuando casi todavía estaban calientes las cenizas del sacrificado de Rock Springs, y vino de nuevo a su país a combatir con las armas en la mano por la causa de los que nunca supieron de libertad ni de justicia y a escribir en esta vez, con su propia sangre, la última y más gloriosa página de su vida revolucionaria.

Brevísima y fulgurante fue su actuación en la lucha armada. Unos cuantos días después de haber cruzado la frontera, su arrojo y su sed de sacrificio lo perdieron una noche de tragedia en que cayó atravesado por las balas de un infeliz esclavo de la dictadura, que en defensa de las mismas cadenas que lo oprimían, había cometido el crimen de segar la vida de uno de los hombres más puros que no sólo ha producido México, sino la humanidad entera.

La noticia de su muerte causó gran consternación entre sus compañeros y amigos y un dolor infinito, indescriptible, entre su madre y sus hermanos. El hombre bueno, el espíritu noble y exquisito que había pasado tan fugaz y luminosamente por la vida como un meteoro de amor y de esperanza, navegaba ya entre las ondas misteriosas de la eternidad ... Pero el tiempo pasa, va cerrando lentamente las más grandes heridas, el corazón se va resignando poco a poco ante los más tremendos golpes del infortunio, y frente a la dolorosa realidad ya sólo ha quedado encendida desde entonces en el santuario de la amistad y la familia, la llama inmortal que ilumina la memoria del hijo y del hermano, del apóstol y del mártir que yace en ignorado cementerio, bajo una tumba sin lápida ni cruz.



Notas

(1) Esa, como las demás cartas que Guerrero escribió a su familia, fueron proporcionadas al autor por las hermanas del joven revolucionario.

(2) Una de esas concesiones era la cesión temporal de la Bahía de Magdalena a los Estados Unidos.

(3) Artículo titulado Blancos, blancos, publicado en Regeneración, el 15 de noviembre de 1910.
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