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LECCIONES DE HISTORIA PATRIA
Guillermo Prieto
PRIMERA PARTE
Lección XIV
Agricultura.
Aunque, como hemos visto, los mexicanos, así como las otras tribus que poblaron el Anáhuac, tenían predilección por la guerra, no descuidaban la agricultura.
Los toltecas la enseñaron a los chichimecas, que eran cazadores.
Los mexicanos dejaron señales de su afecto a este arte precioso en su larga peregrinación; y aun después de vencidos por los colhuas y por los tepanecas, reducidos a las orillas del lago, que tan poco propicio era para el cultivo, inventaron la chinampa, gran cesto de tierra que tomaban incultivable y convertían en jardín flotante, haciéndole deslizar sobre las aguas y dando a esto una belleza y una utilidad, que con razón mereció los pomposos elogios de Clavijero.
Cuando, después de sacudir el yugo de los tepanecas, los mexicanos ampliaron su dominio, dieron mayor extensión y comunicaron mayor perfeccionamiento al cultivo.
No conociendo ni los bueyes ni el arado, se servían de sencillos y toscos instrumentos para la labranza.
Para cavar o remover la tierra, se servían de la cóatl o coa, que es un palo con una hoja corta y ancha de metal al extremo. Entre los mexicanos este metal era el cobre, porque desconocían los beneficios y los usos del hierro.
Para segar y cortar, se servían de una hoz o segur de cobre que terminaba en un grueso anillo, donde se metía un palo para manejar tal instrumento.
Aprovechaban las aguas de los ríos y las que descendían de lo montes para sus riegos, sirviéndose de diques y de presas con grande habilidad.
Las mujeres ayudaban a los hombres en las fatigas del campo.
Tocaba a aquéllos cavar y preparar la tierra, sembrar, cubrir las plantas y segar: a las mujeres, deshojar las mazorcas y limpiar el grano. Aquéllos y éstas se empleaban igualmente en escardar y desgranar.
Sus trojes o graneros eran curiosos. Formaban un armazón de cuatro árboles altos, delgados y fuertes, de oyamel, a modo de las luminarias; colocaban, unos sobre otros, barrotes de la misma madera, tan bien ajustados y unidos como si fueran paredes de una pieza, y así subía aquel cajón larguísimo y angosto, sin dejar más que dos huecos o ventanillas, una en la parte inferior y otra en la superior: había graneros que podían contener cinco mil cargas de maíz.
Hemos hablado de huertas y jardines, especialmente refiriéndonos a la grandeza de Moctezuma.
Entre los jardines, uno de los más bellos era el de Cuitlahuatzin, hermano y sucesor de Moctezuma II, y el héroe verdadero de la Noche Triste de los españoles.
El jardín de Huaxtepec se consideraba como el más célebre. Le atrevesaba un río, y tenía en su seno preciosas plantas conducidas de pueblos remotísimos.
Los bosques para su conservación y cultivo, merecieron grandes atenciones de los mexicanos, y son célebres en este respecto las ordenanzas de Nezahualcóyotl.
Cultivaban especialmente los mexicanos el maíz, el algodón, el cacao, el maguey o metl, el chile y la chía.
El maguey era y puede considerarse como el tesoro de los pobres; sirve la penca para techos y cercados; sacan de ella pita finísima y papel, agujas de sus púas, y de su abundante jugo, vino miel, azúcar y vinagre.
Criaban techichis o perros pequeños, pavos, codornices, patos, y otras especies de pájaros. Los grandes señores tenían además conejos y peces. Sobre todo, menciona la historia el cultivo y la cría de cochinilla, que produce la púrpura, y ha sido por muchos años la riqueza de Oaxaca, y uno de los artículos más estimados para la exportación. El precioso insecto que produce la grana se llama moztli en mexicano.
Servíanse para la caza de dardos, redes y cerbatanas, en el manejo de todo lo cual eran diestrísimos.
Hacían cacerías generales, que consistian en preparar un cerco inmenso donde hacían fuego, e iban estrechándolo de manera que la caza se refugiase en un círculo reducido, asegurado con lazos y redes. Encerradas en él las piezas de caza, se precipitaban los cazadores sobre los animales, haciéndose espantosa mortandad y cayendo muchos vivos.
Entre otros lugares que servían para la caza, se hizo famoso el llano del Cazadero, punto donde uno de los primeros Virreyes presenció la célebre correría que acabo de pintar.
Además de los modos ordinarios de cazar, menciona otro Clavijero, de que os voy a dar cuenta.
Para cazar monos hacían fuego en un bosque y colocaban bien al centro de la lumbrada una piedra llamada cacálot (piedra negra o del cuervo), que revienta con estrépito cuando se calienta. Los monos acudían, así como las monas, con sus chicuelos en brazos. Al reventar las piedras huían monos y monas despavoridos, dejando los monitos a merced de los cazadores.
Para cazar los patos, dejaban en todos tiempos flotar en los lagos grandes calabazas para que se acostumbrasen a su vista y contacto.
Cuando cazaban, ahuecaban un calabozo, metían en él la cabeza, dejando por donde respirar, y cubiertos con el agua iban cogiendo los patos de los pies y ahogándolos.
En cuanto a la persecución de los animales por la pista, hasta hoy es célebre el tino y la perspicacia de los indios.
Viviendo los mexicanos muchos años a las orillas del lago y en la situación más miserable, de éste tuvieron que sacar su subsistencia y explotarlo de cuantas maneras les fue posible: de ahí viene el aprovechamiento de las plantas acuáticas, los insectos, y aun las suciedades de las aguas. Servíanse de las redes, el anzuelo, una especie de arpón y otros instrumentos para llenar su objeto.
Pescaban los cocodrilos, ya lanzándolos, ya animándoles para que les acometiesen: lanzábase al pescador el animal furioso con sus terribles mandíbulas abiertas; el diestro nadador le introducía un palo que le trababa hasta la garganta, y así se apoderaba de su presa, no sin riesgo inminente de su vida.
Hablemos ahora, con el detenimiento que nos sea posible, del mercado, y me valdré para ello de lo que tengo escrito en una obra que aún no ve la luz pública, y que está dedicada a otro género de estudio para la juventud.
Dice así Hemán Cortés:
Tiene (México) otra plaza tan grande como dos veces la de Salamanca, toda rodeada de portales alrededor, donde hay cotidianamente arriba de sesenta mil ánimas, comprando y vendiendo todos los géneros de mercaderías que en todas las tierras se hallan así de mantenimientos como de vituallas, joyas de oro y de plata: de plomo, de latón, de cobre, de estaño de piedras, de huesos, de conchas, de caracoles y de plumas, vendiéndose piedra labrada y por labrar, adobes, ladrillos, madera labrada y por labrar de diversas maneras. Hay calle de caza donde venden todos los linajes de aves que hay en la tierra, así como gallinas, perdices, codornices, zorzales, zarcetas, tórtolas, palomas, pajaritos en cañuela, papagayos, águilas, falcones, gavilanes y cernícalos, y de alguna de éstas de rapiña: venden los cueros con sus plumas y cabezas, y picos y uñas. Venden conejos, liebres, venados y perros pequeños que crían para comer, castrados.
Hay calle de arbolarios, donde hay todas las raíces y cosas medicinales que en la tierra se hallan. Hay casas como de boticarios donde se venden las medicinas hechas, así potables como ungüentos y emplastos.
Hay casas como de barberos, donde lavan y rapan las cabezas; hay casas donde comen y beben por precio.
Hay hombres como los que llaman en Castilla ganapanes, para traer cargas. Hay mucha leña, carbón, braseros de barro, y esteras de muchas maneras para camas, y otras más delgadas para asiento y para esteras, salas y cámaras.
Hay todas las maneras de verdura que se fallan, especialmente, cebollas, puerros, ajos, mastuerzos, berros, b<>rrajas, acederas y cardos y tagarninas.
Hay frutas de muchas maneras en que hay cerezas (capulines) y ciruelas que son semejantes a las de España. Venden miel de abejas, y cera y miel de caña de maíz que son tan melosas y dulces como las de azúcar, y miel de unas plantas que llaman en las otras y estas maguey que es muy mejor que el arrope, y de estas plantas fazen azúcar y vino que así mismo venden. Hay a vender muchas maneras de filados de algodón de todos colores en sus madejicas, que parece muy propiamente alcaicería de Granada en las sedas, aunque esto otro es mucha mayor cantidad. Venden colores para pintores, cuantos se pueden hallar en España y de tan excelentes matices cuanto pueden ser. Venden cueros de venado con pelo o sin él, teñidos y blancos y de diversos colores. Venden mucha loza, en gran manera muy buena: venden muchas vasijas de tinajas grandes y pequeñas, jarros, ollas, ladrillos y otras infinitas maneras de vasijas, todas de singular barro todas o las más vidriadas o pintadas. Venden maíz en grano y en pan, lo cual hace mucha ventaja así en el grano como en el sabor a todo lo de las otras islas y tierra firme. Venden pasteles de aves y empanadas de pescados. Venden mucho pescado fresco y salado, y cocido y guisado. Venden huevos de gallina y de ánsares y de todas otras aves que he dicho, en gran cantidad; venden tortillas de huevos hechas; finalmente, en los dichos mercados venden cuantas cosas se hallan en toda la tierra, que además de las que he dicho son tantas y distintas calidades, que por la prolijidad y no me ocurrir tantas a la memoria, y aun por no saber poner sus nombres no la expreso. Cada género de mercadería se vende en su calle sin que entrometan otra mercadería ninguna y en esto hay mucho orden. Todo lo venden por cuenta y medida, excepto que fasta agora, no se ha oído cosa alguna por peso. Hay en esta gran plaza una muy buena casa como de audiencia, donde están siempre sentados diez o doce personas, que son jueces y libran todos los casos y cosas que en el dicho mercado acaecen y mandan castigar los delincuentes. Hay en la dicha plaza otras personas que andan de continuo entre la gente, mirando lo que se vende y las medidas con que miden lo que se vende y se ha visto quebrar alguna porque estaba falsa.
La descripción anterior es lo que he encontrado en conjunto de más auténtico en cuanto a producciones de la tierra y el trabajo; por lo mismo la presento a mis discípulos como tema de nuestras reflexiones, permitiéndome adicionarla con algunas noticias contenidas en Prescott y tomadas con el mejor discernimiento de algunos escritores de nuestra historia antigua.
Dice en la página 379, traducción del señor González de la Vega:
Había también hachas de cobre ligado con estaño, sustituto, y según había acreditado la experiencia, no muy malo, del hierro. Allí encontraba el soldado todos los utensilios de su profesión. El casco que figuraba la cabeza de un animal feroz, mostrando sus hileras de dientes, y su erizada cresta teñida con el rico colorido de la cochinilla, el escapuil o justillo de algodón, la rica cota de plumas y armas de toda especie, lanzas y saetas con puntas de cobre y el ancho maquáhuitl, la espada mexicana, con sus afiladas hojas de itztlí.
En otros lugares -continúa Prescott- vendíanse libros en blanco o mapas para la escrito-pintura jeroglífica, recogidos como abanicos y hechos de algodón, pieles y más comúnmente de hilo de maguey, el papirus azteca.
Después de hablar de las fondas de que hace mención Cortés, añade:
Juntamente con eso vendíanse bebidas frescas y estimulantes, el espumoso chocolate con su delicado aroma de vainilla, y el embriagante pulque, el jugo fermentado del alú. Todos estos efectos cada puesto y pórtico, estaban adornados, o más bien cargados de flores, mostrando, aunque en mayor escala, un gusto semejante al que hoy se manifiesta en los mercados de la moderna México.
En página 381, tomo 1°, dice:
El azteca había llegado a un término medio; de manera que era tan superior a las rudas razas del Nuevo Mundo como inferior a las naciones cultas del antiguo.
Y más adelante:
Los contratos se hacían algunas veces por cambios, pero más comúnmente con la moneda del país que consistía en pedazos de estaño con una cifra estampada, semejante a la T; en saquillos de cacao, cuyo valor se regulaba por su tamaño, y finalmente en cañones de pluma llenos de polvo de oro. Este metal parece que era parte de la moneda corriente en ambos hemisferios. Es singular que los aztecas no hubieran tenido conocimiento de los pesos y balanzas. La cantidad se determinaba por número y medida.
Según el padre Torquemada, al mercado de Tlatelolco acudían los productos de todo lo que ahora llamamos la República, ampliando lo que expresa Prescott en sus referencias a este punto.
El escritor americano dice que se encontraban en aquel mercado gentes de todas partes, pero sólo puntualiza las de las cercanías de la capital. Veámoslo:
Venían -dice p. 378- los plateros de Azcapotzalco, los alfareros y joyeros de Cholula, los pintores de Texcoco, los canteros de Tenayucan, los monteros de Jilotepec, los pescadores de Custláhuac, los fruteros de tierra caliente, los fabricantes de sillas y esteras de Cuautitlán y los floristas de Xochimilco.
Torquemada, hablando del incendio del templo que estaba en el centro del mercado, ejecutado por los españoles, dice:
Tlatelolco era entonces lugar muy espacioso y mucho más de lo que ahora es, que era el mercado general de toda esta tierra de la Nueva España, al cual venían a tratar gente de toda ella, donde se vendían y compraban cuantas cosas hay en toda esta tierra y Reinos de Quautemallan y Jalisco, cosa cierto mucho de ver.
Puntualiza Torquemada de esta manera la industria del algodón:
La más rica mercadería es mantas, y de éstas muchas diferentes son de algodón, unas más delgadas que otras, blancas, negras y de otros colores; unas grandes, otras pequeñas; unas para cama de mascadas, riquísimas, muy de ver; otras para capas, otras para colgar, otras para calzones, camisas, sábanas, tocas, manteles, pañizuelos y otras muchas cosas¡ téjense las mantas ricas con colores, y aun algunas después de la llegada de los castellanos, con hilo de oro y seda de varios matices; las que venden labradas tienen la labor hecha de pelo de conejo y de plumas de aves muy menudas, cosa cierto de admirar. Vendíanse también mantas para invierno, hechas de pluma, o por mejor decir, de flueco de la pluma¡ unas blancas y otras negras, y otras de diversos colores; son muy blandas y dan mucho calor; parecen bien, aunque sea en la cama de cualquier señor. Venden hilado de pelos de conejo¡ telas de algodón, hilaza, madejas blancas y teñidas.
Aunque se refiere lo anterior indudablemente a algunos años posteriores a la Conquista, da idea de la importancia de la industria algodonera entre los indios, tan abandonada o perseguida después por los españoles.
Gómara, describiendo el mercado con sabrosos detalles, se expresa así:
Lo más lindo de la plaza son las obras de oro y pluma de que contrahacen cualquiera cosa y color, y son los indios tan ingeniosos oficiales de esto, que hacen de pluma una mariposa, un animal, un árbol, una roca¡ las flores, las yerbas y las peñas tan al propio, que parecen lo mismo que si estuviera vivo y natural, y acontéceles no comer en todo un día, quitando y asentando la pluma, y mirando a una parte y otra al sol, a la sombra y a la vislumbre por ver si dice mejor a pelo, contrapelo, o al través del haz o del envés, y en fin, no la dejan de las manos hasta ponerIa en toda perfección; tanto sufrimiento, pocas naciones lo tienen, mayormente donde hay cólera como en la nuestra. El oficio más primoroso y artificioso es el de platero, y así sacan al mercado cosas bien labradas con piedras y fundidas en fuego, un plato ochavado el un cuarto de oro y el otro de plata, no soldado sino fundtdo, y en la fundición pegado; hace una caldera que sacan con su asa, como acá una campana, pero suelta; un pece con una escama de plata y otra de oro, aunque tengan muchas; vacían un papagayo que se le anda la lengua, que se le menea la cabeza y las alas muy al natural; funden una mona que juegue pies y cabeza, y tenga en las manos un huso que parece que hila, o una manzana que parece que come; esto tuvieron, a mucho los españoles, y plateros de España no alcanzan el primor.
Y continuando en la p. 233:
No es de olvidar la mucha cantidad y diferencias que venden de colores que acá tenemos y de otros muchos y buenos de que carecemos, y ellos hacen de hojas de rosas, flores, frutas, raíces, cortezas, piedras, maderas y otras cosas que no se pueden .tener en la memona.
Hay aceite de chiam, simiente que unos la comparan a la mostaza y otros a la zaragatona, con que untan las pinturas porque no las dañe el agua.
Por diminutas estas relaciones, por sencillo que sea el decir del conquistador y de los historiadores que citamos, y a los que no añado otros, temeroso de que lo que quiero comunicar de exactitud al cuadro lo haga degenerar en monótono y cansado, siempre con estos fragmentos puede construir la imaginación la inmensa plaza con sus amplios portales, su templo soberbio en el centro, y en uno de sus lados la sala de los jueces.
Vense las limpias y anchas calles del mercado en simétrica proporción, brindando al gusto y los sentidos las ricas producciones de nuestro suelo y los primores de las artes.
Bajo nuestro lindo cielo, a su luz que alegra y comunica pompa de fiesta a todo espectáculo como el que describimos, vese ostentándose la caza variadísima y las aves, los frutos y los primores de la industria en oro y en joyas, en túnicas y capas, recuerdo de la clámide romana; en viandas y en bebidas; todo entre arcos y ramos de flores que daban a los aires sus perfumes ...
Con razón en los cuadros de los historiadores se percibe el asombro, trasciende la voluptuosidad de contemplación tan inesperada y la exageración que con frecuencia usurpa a la verdad sus fueros, sin poderse muchas veces distinguir los matices de la leyenda, de las tintas enérgicas de que se ha tenido que servir la historia.
El señor don Manuel Orozco y Berra, en su precioso Diccionario de geografía y estadística, hablando de la moneda de los mexicanos, se expresa así:
El comercio no sólo se hacía por medio de cambios, como dicen algunos autores, sino también por compra y venta. Tenían cinco clases de moneda corriente, aunque ninguna acuñada, y que les servía de precio para comprar lo que querían. La primera era una especie de cacao, diferente del que les servía para sus bebidas, y que giraba sin cesar entre las manos de los traficantes, como la moneda de cobre o la plata menuda entre nosotros. Contaban el cacao por jiquipilli, que como ya hemos dicho, valía ocho mil; y para ahorrarse el trabajo de contar cuando la mercancía era de gran valor, calculaban por sacos, estimando cada uno de ellos en valor de tres jiquipillis o veinticuatro mil almendras. La segunda especie de moneda consistía en unos pedacitos de tela de algodón que llamaban patolcuahtli, y que casi únicamente servían para comprar los renglones de precisa necesidad. La tercera era el oro en grano contenido en plumas de ánade, las cuales por su transparencia dejaban ver el precioso metal que contenían y según su grueso era de mayor o menor precio. La cuarta, que más se aproximaba a la moneda acuñada, consistía en unos pedazos de cobre en figura de T, y sólo servían para los objetos de poco valor. La quinta de que hace mención Cortés en sus cartas, eran unos pedazos de estaño.
Vendíanse y permutábanse las mercancías por número y por medida; pero no sabemos que se sirviesen de peso; o porque lo creyesen expuesto a fraudes, como lo dicen algunos escritores, o porque no lo juzgasen necesario, como afirman otros, o porque si lo usaban en efecto, no llegó a noticia de los españoles.
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