Índice de Lecciones de historia patria de Guillermo Prieto | SEGUNDA PARTE - Lección XII | SEGUNDA PARTE - Lección XIV | Biblioteca Virtual Antorcha |
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LECCIONES DE HISTORIA PATRIA
Guillermo Prieto
SEGUNDA PARTE
Lección XIII
Varios ataques sin éxito a la ciudad. Auxilios a Cortés. Incendios. Alvarado embiste a Tlatelolco. Heroísmo de Tzilacatzin. Perfidia de los xochimilcas. Su castigo. Matanza de españoles en Tlatelolco. Celebran los indios sus victorias.
Sin dar tiempo Cortés a que los sitiados reparasen sus fuerzas ni saliesen a reedificar sus trincheras, acometió al siguiente día, pero los sitiados opusieron tal resistencia, que sólo después de cinco horas de porfiado combate se pudieron apoderar de algunos fosos.
Sandoval y Alvarado a la vez emprendieron obstinados ataques, de suerte que los sitiados mantenían la lid con tres ejércitos a un tiempo, todos ellos numerosos y con la superioridad inmensa de las armas, los caballos, los bergantines y la táctica de los españoles.
Alvarado por su parte, había arruinado todas las casas de los lados del camino de Tlacopan, que unían a este punto con la capital, según afirman veraces historiadores.
Cortés hubiera deseado evitar a sus tropas las fatigas y peligros de las entradas de la capital, situándose en el punto conquistado de ella misma, pero la inseguridad era mucha y no quería sacrificar a las otras guarniciones, a las que podían desde Xólotl auxiliar.
Entretanto, mermaban los elementos de los sitiados; los sitiadores engrosaban sus filas, verificándose alianzas de algunas ciudades del lago con los españoles.
Los nobles de Iztapalapa, Mexicaltzingo, Colhuacan, Huitzilopochtli, Mixquic y Cuitláhuac, entraron en esa confederación, obligándoles Cortés a que facilitasen víveres y materiales para defender a sus tropas de la intemperie.
En vista de tan poderosos auxilios, calculó Cortés que sólo el número inmenso de sus tropas haría sucumbir a los mexicanos, pero se engañó en sus cálculos, porque los mexicanos estaban resueltos a perder antes la vida que la libertad.
Determinó seguir haciendo sus entradas hasta obligar a los sitiados a pedir la paz.
Dividió sus embarcaciones en dos secciones con órdenes de que hostilizasen de cerca las casas pegándoles fuego y haciéndoles el daño posible.
Dio Cortés órdenes a Alvarado y Sandoval para que incendiaran y arruinaran cuanto encontraran en sus puntos, y él con ochenta mil aliados tomó el camino de Iztapalapa, sembrando a su paso la muerte y los horrores, sin lograr ponerse en contacto con Alvarado, que fue su principal intento, por la parte interior de la ciudad.
Alvarado, en posesión del camino de Tlacopan, dirigió sus fuerzas contra los de Tlatelolco, residencia del Rey Cuauhtemotzin; por allí la resistencia fue tan heroica, que aunque se renovaban momento por momento los combates, no pudo avanzar una línea el conquistador.
En uno de los primeros combates apareció un hombre alto, membrudo, agilísimo como el viento y disfrazado de otomí con su ixcahuepilli de algodón y sin otras armas que su escudo y tres piedras.
Éste se desprendió de los suyos, se lanzó casi al centro de las fuerzas sitiadoras y disparó sus piedras con tal tino y pujanza, que mató a un español con cada piedra, causando universal asombro. Empleáronse muchos indios para aprehender a aquel atleta, pero éste aniquilaba cuanto se le oponía, renovando sus agresiones, en cada vez con trajes diferentes. El nombre de este célebre tlatelolco era Tzilacatzin.
Alvarado, alentado con algunos pequeños triunfos, intentó penetrar hasta la plaza de Tlatelolco, salvando los fosos, pero sin cegarlos luego como practicaba Cortés. Los mexicanos advirtiendo tal descuido, cayeron sobre los españoles y sus aliados, haciéndoles una matanza horrorosa y tomando cuatro españoles, que sacrificaron inmediatamente en medio de los gritos y demostraciones de triunfo.
En estos días, las tropas de Xochimilco y Cuitláhuac, como hemos dicho aliados de Cortés, enviaron secretamente embajadores a Cuauhtemotzin, protestándole obediencia, quejándose de los españoles y ofreciendo al monarca sus servicios, con la pérfida intención de traicionarle. Cuauhtemotzin creyó de buena fe las ofertas, les señaló punto para combatir y les facilitó el paso. Pero luego que los xochimilcas y los de Cuitláhuac se vieron en la ciudad, se entregaron al saqueo matando mexicanos e incendiando sus casas.
Los mexicanos, en vista de tan negra perfidia, se lanzaron contra ellos con tal furor, que la mayor parte de los traidores pagaron con la vida su infamia, y los que quedaron vivos fueron sacrificados por orden del Rey.
Habiendo durado veinte días el combate sin éxito decisivo, con inmensas pérdidas por todas partes, en medio de cadáveres, de escombros y de espantos, la fatiga y la desesperación sugirieron a los españoles la idea de instar a Cortés a que diera un golpe decisivo a los mexicanos con todas sus fuerzas, aprovechando la circunstancia de estar en Tlatelolco el grueso de las tropas mexicanas, de suerte que apoderarse de ese punto sería conseguir una victoria definitiva.
Cortés, aunque con gran repugnancia, cedió a tales instigaciones y dio las disposiciones para hacer practicable el intento de apoderarse de Tlatelolco.
Por las tres calzadas que a aquella plaza conducían, envió expediciones formidables, y él se reservó la calzada más estrecha y riesgosa.
Penetraron las fuerzas combinadas en número formidable casi al centro de la plaza; los mexicanos hacían resistencia y fingían retirarse acobardados; los españoles, con estos fáciles triunfos renovaban su brío, dejando tras de sí los fosos mal cegados, y uno principalmente profundísimo y de elevados bordes, apenas cubiertos con débiles ramas.
Ya en el centro del pueblo los españoles y sus aliados, oyeron la aguda y disonante trompeta del dios Paynalton, que sólo era tocada en circunstancias extremas por sus sacerdotes. Entonces brotaron por todas partes como furias los mexicanos, arremetiendo contra los españoles; quieren éstos resistir, pero son envueltos y destrozados; pretenden retirarse, pero el ramaje que cubría los fosos cede, sepultando caballos y caballeros entre nubes de flechas: en desorden y próximos todos a perecer, nadando medio ahogados, tendiendo los brazos sin esperanza, los encontró Cortés y se dedicó a salvarlos haciendo prodigios de valor, pero cuando más empeñado estaba en esta tarea, se vio rodeado por todas partes y arrebatado como por un torrente por la multitud. Infaliblemente Cortés hubiera perecido en tan duro trance si los mexicanos hubieran querido matarlo y no conservarlo para sacrificarlo después con solemnidad a sus dioses.
Cristóbal de Olid, hombre de gran valor, que ya en otras veces había salvado la vida a Cortés, viéndole en tal conflicto, se lanzó donde estaba, trozó de un tajo el brazo del mexicano que lo conducía, y lo salvó al fin a costa de su propia existencia.
Contribuyeron también a su salvación Ixtlilxóchitl y un valiente tlaxcalteca llamado Temacatzin.
Llegaron los españoles derrotados y en completa desmoralización al camino de Tlacopan, donde Cortés les alentaba protegiéndoles con su caballería; pero la persecución de los mexicanos era tal, que parecía imposible que uno solo de los españoles quedase vivo.
Los que habían entrado por los otros caminos, como fueron más diligentes en cegar los fosos, se salvaron con menos pérdidas.
En tal situación los sitiadores, vieron desprenderse de las alturas del Templo Mayor nubes de humo de copal ofrecido a los dioses por la victoria obtenida, y creció y se hizo más honda su pena cuando los vencedores, para desanimar a sus enemigos, les arrojaron las cabezas de algunos españoles y cuando oyeron decir que habían perecido Alvarado y Sandoval. Éstos se encaminaron por Iztapalapa a su campamento, hostigados sin cesar por los mexicanos.
Cuando llegaron a Tlatelolco supieron el desastre y retrocedieron venciendo mil dificultades.
La pérdida que tuvieron los sitiadores en esa memorable jornada fue de siete caballos, muchas armas y barcas, un cañón, más de mil aliados y más de sesenta españoles. Cortés fue herido en una pierna, y apenas hubo uno de los sitiadores que no quedase maltratado.
Los mexicanos celebraron, durante ocho días, tan señalada victoria con toda clase de regocijos, enterrando sus cadáveres y honrando a los valientes; abrieron nuevos fosos, repararon sus trincheras y mandaron a las provincias más lejanas la noticia, haciendo conducir las cabezas de los españoles como testimonio inequívoco de su triunfo.
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