Índice de Lecciones de historia patria de Guillermo Prieto | SEGUNDA PARTE - Lección XIV | TERCERA PARTE - Lección I | Biblioteca Virtual Antorcha |
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LECCIONES DE HISTORIA PATRIA
Guillermo Prieto
SEGUNDA PARTE
Lección XV
Suspensión de hostilidades. Nuevas proposiciones de Cortés que son rechazadas. Matanza de doce mil indios. Sigue horrorosa la carnicería. Luchas extremas. El 13 de agosto de 1521.
En los avances que hacía Cortés destruyéndolo todo y forzando el sitio, encontraba a ancianos y mujeres que se mantenían de yerbas y de insectos, y niños que pugnaban por arrancar las cortezas de los árboles para comer. En vista de tanta desolación, mandó Cortés suspender toda hostilidad, y se afirmó en su idea cuando, al penetrar en la plaza del mercado, halló mucha gente desarmada y hundida en el más profundo desaliento, atribuyendo la resistencia que se hacía a sólo los sacerdotes y los nobles.
Aprovechando semejantes circunstancias, hizo nuevas proposiciones de paz, que fueron rechazadas con la mayor energía.
Entonces mandó Cortés a Alvarado que penetrase a sangre y fuego por una gran calle que tenía como mil casas, y el feroz capitán lo hizo con tal ímpetu, y fue tan sin igual su guerra, que se calcula que en ese solo día murieron sobre doce mil personas.
Los aliados se cebaban en las mujeres y los niños derramando a torrentes la sangre.
Desde el día siguiente al de esta espantosa carnicería, Cortés apeló a negociaciones que, apenas se intentaban, cuando eran destruidas, y que se renovaban sin fruto alguno, pidiendo los sitiados la muerte entre clamores espantosos, como único bien que deseaban de mano de los españoles.
A Cortés le decían:
Si eres hijo del Sol, como algunos creen, ¿por qué siendo tu padre tan veloz, que en el breve espacio de un día termina su carrera, tardas tú tanto en poner fin a nuestros males con la muerte? Queremos morir para ir al cielo, donde nos espera nuestro dios Huitzilopochtli para darnos el reposo de nuestras fatigas, y el premio de nuestros afanes.
Cortés hablaba de paz, enviando al Rey vanos mensajes, que siempre fueron rechazados o eludidos.
El conquistador había dado orden a los aliados que permaneciesen fuera de la ciudad mientras duraban las conferencias de paz; pero perdida toda esperanza, ordenó que atacasen a un tiempo todos los fuertes y las fortificaciones que defendían la ciudad. Así lo hicieron, preparándose a tomar los fosos principales más de ciento cincuenta mil hombres reunidos a los del campo de Alvarado, mientras Sandoval con su ejército atacaba la parte norte de la ciudad.
Aquel día fue el más infausto para los mexicanos; desarmados, exangües y en el último extremo, peleaban con la mayor bravura, pero con débiles esfuerzos; las casas y los templos ardían, el suelo estaba totalmente cubierto de cadáveres; se oían por todas partes gritos de dolor y alaridos de desesperación.
Los historiadores dicen que los españoles más se ocupaban en contener las tropelías de los aliados que en combatir. Cortés calculó el estrago de aquel día tremendo, en cuarenta mil mexicanos entre muertos y prisioneros.
La intolerable fetidez de los cadáveres insepultos, obligó a los sitiadores a retirarse de la ciudad; pero el 13 de agosto renovaron sus esfuerzos para tomar Tlatelolco, último punto que aún conservaban los mexicanos.
La artillería, la caballería, los españoles todos fueron repartidos convenientemente, y cercaron a Tlatelolco.
Cortés, desde un lugar eminente, hizo señas a los mexicanos, y dirigió la palabra pidiendo que rogasen a su Rey accediese a la paz.
Dos nobles se dispusieron a llevar el mensaje, y volvieron acompañados de Cihuacóatl o supremo magistrado de la corte.
Cortés recibió a este personaje con singulares demostraciones de honor y de amistad; pero éste, con majestad imperturbable le dijo:
Ahorraos el trabajo de solicitar entrevistas con mi Rey y señor Cuauhtemotzin, porque éste está resuelto a morir antes que ponerse voluntariamente en vuestra presencia. Adoptad las medidas que os parezcan convenientes, y poned en ejecución vuestros designios.
Cortés le dio por toda respuesta que fuese a decir a los suyos que se preparasen a morir.
Entretanto, las mujeres y los niños se habían dirigido a Cortés pidiéndole socorro e implorando compasión. Cortés recibió con benignidad a estos desdichados y mandó que se les pusiera en seguridad entre los españoles; pero éstos y sus aliados inicuos sacrificaron más de mil quinientos de los que solicitaban su arrimo y protección.
Reducidos a brevísimo espacio los sitiados, los nobles y los militares ocuparon las azoteas.
Cortés dio la señal de ataque mandando que se disparase con arcabuz.
El encuentro fue espantoso, no quedando un solo palmo de terreno a los sitiados; muchos se arrojaban al agua, y otros se rendían a los vencedores. La gente principal tenía preparadas barcas para escapar llegado este último trance. Cortés, que lo había previsto, dio órdenes a Sandoval de apoderarse, con los bergantines, del puerto de Tlatelolco y cortar la salida a todas las barcas que la intentasen.
A pesar de la diligencia de Sandoval, escaparon algunas barcas, y entre ellas las que conducían las personas reales.
Sabida la novedad por Sandoval, dio orden a García Olguín para que persiguiese y se apoderase a toda costa de los fugitivos, lo que ejecutó con la mayor destreza.
En la mayor parte de las piraguas estaban Cuauhtemotzin Rey de México; Tecuitipotzin, la Reina su esposa; el Rey de Aculhuacan, Coanoatzin; el de Tlacopan, Tetlepanquetzalitzin, y otros. Al ser aprehendido Cuauhtemotzin, dijo con entereza:
Soy vuestro prisionero, y no os pido otra cosa sino que tratéis a mi esposa y a las damas que la acompañan, con las consideraciones que merecen su sexo y condición.
Viendo que Olguín se inquietaba por otras barcas que parecían huir, le dijo Cuauhtemotzin:
No os inquietéis, que en cuanto los nobles sepan que he caído prisionero, se apresurarán a venir a morir a mi lado.
Conducidos los prisioneros a la presencia de Cortés que se hallaba a la sazón en la azotea de una casa de Tlatelolco, les trató con marcadas consideraciones; Cuauhtemotzin le dijo:
Valiente general, he hecho cuanto me fue posible por la defensa de mi patria.
Y poniendo la mano en un puñal que llevaba en la cintura, añadió:
Quítame la vida con este puñal, ya que no he sabido perderla en defensa de mi Reino.
Cortés le dijo que no era prisionero suyo, sino del más grande monarca de Europa, a cuya piedad le recomendaría para la devolución del trono.
Cuauhtemotzin conoció sin duda la falta de sinceridad de semejantes palabras, y la poca fe que merecía el pérfido amigo de Moctezuma, pues se limitó a suplicar por sus súbditos vencidos ya.
Se dispuso que los mexicanos saliesen de la ciudad sin armas y sin cargas, y tres días se vieron pasar grupos como de esqueletos, que atravesaban por en medio de las ruinas, y se retiraban a sus pueblos.
La fetidez de los cadáveres era insoportable y peligrosa; por todas partes se veían asquerosos despojos humanos; muchos lugares del suelo presentaban excavaciones de los que habían buscado raíces para alimentarse; muchos árboles no tenían corteza, porque la habían devorado los sitiados, creyendo con eso mitigar el hambre.
Cortés mandó sepultar los cadáveres y que se quemase una inmensa cantidad de leña, que a la vez que purificase la atmósfera solemnizara la victoria.
Luego que cundió la noticia de la toma de la capital, se sometieron casi todos los pueblos a Cortés, con excepción de algunos que aun dos años después continuaron haciendo la guerra a los españoles.
Los aliados volvieron satisfechos a sus pueblos, sin comprender los estúpidos que habían trabajado, como dice Clavijero, en la obra de su esclavitud y envilecimiento.
Escaso fue el botín que se repartió entre las tropas y aun el participio que de él tuvo el Rey de España, sea porque los mexicanos arrojasen al lago sus tesoros, o porque en los diferentes saqueos los aliados habían hecho desaparecer las riquezas.
Consumóse la Conquista el 13 de agosto de 1521, día en que se posesionaron los españoles de la ciudad, 196 años después de fundada por los aztecas, y 169 años después de erigida su monarquía, cuyo trono ocuparon sucesivamente once soberanos.
El sitio de México duró setenta y cinco días. El número de mexicanos que perecieron en los combates se calcula en más de cien mil y cincuenta mil que murieron por la infección del aire, las enfermedades y otras causas.
El Rey de México -dice Clavijero, a quien no queremos dejar de copiar aquí literalmente- a pesar de las magníficas promesas del general español, fue después de algunos días puesto ignominiosamente en la tortura, que soportó con invicta constancia, para obligarle a declarar dónde estaban ocultas las inmensas riquezas de la corte y de los templos, y de allí a tres años ahorcado por ciertas sospechas, juntamente con los Reyes de Texcoco y Tlacopan.
Los mexicanos, con todas las naciones que contribuyeron a su ruina, quedaron, a pesar de las cristianas y humanitarias disposiciones de los Reyes Católicos, abandonados a la miseria, a la opresión y al desprecio, no sólo de los españoles, sino también de los más viles esclavos africanos y de sus infames descendientes, castigando Dios en la miserable posteridad de aquellos pueblos, la injusticia, la crueldad y la superstición de sus antepasados, horrible ejemplo de la justicia divina y de la inestabilidad de los Reinos de la tierra.
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